Por Joseph Stiglizt
SEXTA PARTE
LA POLÍTICA
Uno de los mensajes centrales de este
libro es que la desigualdad se ve afectada por prácticamente
todas las políticas que pone en práctica un Estado. Los economistas son propensos
a debatir sobre cómo una política concreta afecta a la eficiencia o cómo pueden
distorsionarse los incentivos. Sin embargo, y más aún en nuestra sociedad
dividida, las políticas que ahondan esa brecha deberían escrutarse atentamente.
Escribí estos artículos como respuesta a debates de política concretos que
surgieron en el país en diversos momentos, y en los que a menudo se prestó poca
atención a las consecuencias distributivas de una política determinada.
«Cómo ha
contribuido la política a la gran brecha económica» ofrece una perspectiva
general sobre la forma en que las políticas —sobre todo las políticas
macroeconómicas de la nación, que determinan la producción y el empleo— han
ahondado la gran brecha.
«Por qué
Janet Yellen, y no Larry Summers, debería dirigir la Reserva Federal» es uno de
varios artículos que he escrito para subrayar la relación que hay entre
política monetaria y desigualdad. (También dediqué el capítulo 9 de El precio de la desigualdad a este
tema). Es el más incisivo. En el verano de 2013, el país quedó dividido en
torno a quién debía dirigir la Reserva Federal cuando expirase el mandato de
Ben Bernanke. Este había tenido un historial desigual —las políticas de la
Reserva Federal antes de la crisis—, incluyendo el periodo en que la presidió
él, de 2006 en adelante, y un periodo anterior, de 2002 a 2005, durante el cual
fue miembro activo de la Junta de Gobierno de la Reserva Federal, que fueron
fundamentales para su creación. Suele atribuirse a las iniciativas sin
precedentes adoptadas por la Reserva Federal a medida que la crisis se
desarrollaba el salvamento de la economía de una Gran Depresión. Sin embargo,
parecía claro que la Reserva Federal estaba más interesada en salvar a los
grandes bancos de Wall Street que en ayudar a los bancos locales y regionales
que proporcionan préstamos a las pequeñas y medianas empresas, así como en
salvar a los banqueros y a sus accionistas y poseedores de bonos más que en
ayudar a los propietarios de viviendas de a pie a conservar sus hogares.
También mostró un patente desinterés por la transparencia democrática cuando,
por ejemplo, canalizó dinero hacia la empresa multinacional de seguros AIG
(dinero que finalmente fue a parar a Goldman Sachs y otros grandes bancos). Por
motivos obvios, la Reserva Federal no quería que los ciudadanos estadounidenses
supieran adónde estaba yendo el dinero.
La batalla
fue más compleja y polifacética de lo que suelen ser esa clase de disyuntivas.
Los candidatos principales eran dos, Larry Summers y Janet Yellen. Yo los
conocía bien a ambos. Había trabajado estrechamente en la Casa Blanca con el
primero. Janet había sido una de mis primeras alumnas de doctorado en Yale. Los
dos eran inteligentes. Los dos tenían experiencia. La mayoría de los que habían
trabajado estrechamente con ellos pensaba que Janet era más apta para la
difícil tarea de gestionar la que quizá fuera la institución financiera más
importante del mundo. Escribí un primer artículo[42]
en el que exponía las cualidades que requería el puesto e insinuaba que Yellen
era la candidata más indicada. Un amplio grupo de senadores pensaba lo mismo, y
en una carta dirigida al presidente Obama le rogaron que optara por ella. Nadie
quería hacer de aquello una batalla personal. No obstante, por algún motivo
Obama no captó la indirecta. Por lo visto, se sentía más cómodo con el enfoque
«redes de antiguos alumnos» y nombrando a alguien a quien conocía bien y que
había servido en su mandato como director del Consejo Económico Nacional. La
batalla silenciosa comenzó a serlo menos, y es posible que este artículo
contribuyera a inclinar la balanza.[43]
Un número decisivo de senadores miembros del Comité de Banca del Senado (que
tiene que aprobar tales nombramientos) dejó claro que no apoyaría el nombramiento
de Summers, y la batalla tocó a su fin.
Parte de lo
que estaba en juego era la discriminación laboral, otro aspecto de la
desigualdad de Estados Unidos, reflejada en diferencias de ingresos y de
igualdad de oportunidades entre los sexos. Yellen se había distinguido no sólo
en la gestión de la Reserva Federal de San Francisco y como vicepresidenta de
la Reserva, sino también a la hora de hacer pronósticos más precisos que los de
los demás. (Las previsiones de la administración, en las que Summers había
desempeñado un papel central, habían sido notoriamente imprecisas. Veía brotes
verdes constantemente, y una resurrección de la economía que no se produjo
hasta años más tarde. Ya hemos señalado antes el gran error político y
económico de la administración al subestimar la gravedad de la desaceleración).
La imparcialidad y la perspicacia de Yellen habían suscitado un enorme respeto
en Wall Street.
Ahora bien,
la batalla de fondo giraba en torno a filosofías y valores económicos. El
nombre de Summers se había convertido en sinónimo de desregulación financiera.
Presumía de su papel en la aprobación de la legislación que aseguró que los
derivados —los productos financieros que habían desempeñado un papel tan grande
en la génesis de la crisis y que habían sido responsables del rescate de AIG
por valor de 180 millones de dólares— no estuvieran regulados. La estrategia de
la administración para salvar a la economía se basaba en rescatar a los bancos,
y preveía escasas ayudas para los propietarios de viviendas. El estímulo había sido
demasiado pequeño, se había diseñado demasiado mal y había sido demasiado
breve.
Yo pensaba
que Yellen podía propiciar algunos cambios reales en los bancos centrales, no
sólo de Estados Unidos, sino también de otras partes. Hace mucho que los
gobernadores de los bancos centrales se muestran ansiosos por opinar sobre
cuestiones que van mucho más allá de la política monetaria. Pese a que
Greenspan dejó el sector financiero hecho un desastre, se prodigaba en consejos
sobre política fiscal (apoyando la rebaja de impuestos para los ricos con el
argumento realmente notable de que sin una rebaja semejante ¡el país corría el
riesgo de pagar la deuda nacional completa, cosa que dificultaría la puesta en
práctica de la política monetaria!). En Europa, el director del Banco Central
Europeo también gestionó mal el sistema financiero de la eurozona, pero se
prodigaba en consejos sobre la política del mercado de trabajo, aduciendo que
era necesaria una mayor flexibilidad salarial, lo que constituía una forma
velada de decir que había que bajar los salarios y aumentar la brecha económica
en Europa.
Los bancos
centrales suelen hacer hincapié sobre todo en la inflación. Pese a que en
Estados Unidos se supone que el banco central también tiene que prestar
atención al desempleo y el crecimiento (y ahora, con retraso, a la estabilidad
financiera), en la práctica se centraba en la inflación. Yellen contribuyó a
cambiar eso. En los últimos años, la Reserva Federal ha anunciado que no va a
subir los tipos de interés hasta que mejore el mercado de trabajo.
Mayor efecto
tuvo el discurso sobre desigualdad y desigualdad de oportunidades que pronunció
Yellen durante una conferencia ante la Reserva Federal de Boston el 17 de
octubre de 2014. En un debate en TheNew
York Times[44] hubo quien
sugirió que eso iba más allá de las competencias de la Reserva Federal, sin
tener en cuenta que cuando otros gobernadores del banco central habían opinado
sobre otros aspectos de la política económica no suscitaron ninguna crítica
semejante. Yo estoy firmemente convencido de que Yellen hizo bien en hablar de
desigualdad, porque la Reserva Federal ejerce un impacto enorme. Si restringe
la política monetaria en exceso —subiendo demasiado los tipos de interés o
restringiendo de manera demasiado severa la disponibilidad crediticia—, el
desempleo será mayor de lo que lo sería en caso contrario, perjudicando a los
trabajadores de forma directa e indirecta a través de la consiguiente presión a
la baja sobre los salarios. Si la restringe prematuramente —en cuanto parece
apuntar la inflación— es probable que los salarios sean ajustados a la baja,
pues durante la desaceleración a los trabajadores les va mal, y hay que
permitirles recuperar lo que han perdido.
Si bien el
objetivo principal de la política de la Reserva Federal ha sido restablecer el
pleno empleo —política que supondría una bendición enorme para los
trabajadores— es posible que una parte de lo que ha hecho haya contribuido a la
desigualdad. Uno de los principales efectos de la expansión cuantitativa —la
política de compra de bonos a largo plazo para rebajar la tasa de interés a
largo plazo— ha sido fortalecer la bolsa, lo que beneficia
desproporcionadamente a los ricos. Entretanto, el hecho de que la Reserva
Federal no hiciera lo que podía y debía haber hecho para estimular que el
mercado financiero funcionara mejor para los estadounidenses de a pie
(garantizando la competencia, restringiendo las comisiones excesivas que las
tarjetas de débito y crédito cobran a los comerciantes y que acaban pagando los
consumidores, y restableciendo los préstamos a las pequeñas y medianas
empresas, creando un mercado hipotecario que estuviera al servicio de los
estadounidenses en lugar de al servicio de los intereses de los bancos) ha
perjudicado a los que se encuentran en el centro y la base de la pirámide
social, a la vez que llenaba las arcas de los bancos.
Yellen
también tiene razón al señalar (como he hecho yo en este libro) los límites de
la política monetaria. Esta se las ve y se las desea para hacer que la economía
vuele por sí sola al pleno empleo. Es más, quizá esté contribuyendo a la
recuperación sin aumento del empleo que estamos experimentando (el porcentaje
de la población en edad de trabajar que tiene empleo, aunque haya subido
ligeramente desde la crisis, sigue siendo más reducido que en ningún momento
desde 1984). Las bajas tasas de interés animan a las empresas, cuando
invierten, a hacerlo en tecnologías muy intensivas en capital: en una época en
la que tantos trabajadores no cualificados están ansiosos por encontrar empleo,
no tiene ningún sentido reemplazar la mano de obra no cualificada por máquinas.
En algunos
ámbitos de la política, el efecto sobre los pobres resulta casi obvio. «La
demencia de nuestra política alimentaria» trata sobre uno de esos ámbitos:
nuestros programas alimentarios, de los que dependen casi uno de cada siete
estadounidenses. En aquel entonces, el Congreso estaba debatiendo grandes
recortes a este programa. Sin embargo, los republicanos de la Cámara de
Representantes que abogaron a favor de dichos recortes apoyaban simultáneamente
que se continuase otorgando subvenciones agrícolas enormes a los agricultores
ricos. Pocas veces se han visto tan descarnadamente las contradicciones
asociadas al Gobierno del 1 por ciento, por el 1 por ciento y para el 1 por
ciento. La retórica sobre los mercados libres queda desvelada como lo que es:
pura retórica. La Cámara, controlada por los republicanos, mantiene una red de
seguridad para los ricos y renueva las generosas subvenciones empresariales a
la agroindustria, al mismo tiempo que va asestando hachazos a las redes de
seguridad de los pobres.
Los
trabajadores han culpado a menudo a la globalización de la disminución de sus
ingresos, y en varios libros anteriores he explicado cómo una globalización mal
gestionada puede incrementar la desigualdad tanto en los países desarrollados
como en los países en vías de desarrollo.[45]
Los acuerdos de comercio siempre se han vendido con el argumento de que crean
empleo; si eso fuera cierto, los trabajadores serían sus más firmes
partidarios. Con frecuencia la realidad es muy distinta, y el hecho de que
nuestros dirigentes políticos (no sólo los republicanos, sino también Clinton y
Obama) hayan intentado tergiversar esos acuerdos comerciales de esta guisa
socava la confianza en ellos y recuerda una vez más a los ciudadanos hasta qué
punto nuestro Gobierno representa los intereses de las clases altas.
La «lógica»
según la cual los acuerdos comerciales crean empleo presenta al menos tres
defectos fundamentales. Las administraciones de todo el espectro político
señalan con razón los empleos que crea el aumento de las exportaciones. No
obstante, el equilibrio comercial requiere que las importaciones equivalgan
aproximadamente a las exportaciones, y nuestros socios comerciales no firmarían
un acuerdo desequilibrado en el que aumentaran nuestras exportaciones
pero en el que las suyas (nuestras importaciones) no lo hicieran en la misma
medida. Ahora bien, si las exportaciones crean empleo, las importaciones lo destruyen.
Y luego está el cálculo cuidadoso y complejo: ¿así se crean o se destruyen más
empleos? Dado que nuestras importaciones tienden a producirse en industrias
intensivas en mano de obra (en las que se requieren muchos trabajadores para
obtener un volumen de producción de un valor dado) y nuestras exportaciones
(como las aeronaves) corresponden a industrias de alta tecnología que en
promedio requieren cantidades relativamente reducidas de trabajo —y el poco
trabajo que requieren es trabajo altamente cualificado—, es plausible que los
acuerdos comerciales equilibrados destruyan empleo.
El análisis
que acabo de ofrecer parte del supuesto de que los mercados funcionan bien.
Ahora bien, recientemente la economía estadounidense no ha estado funcionando
bien: hay un alto nivel de desempleo oficial y encubierto. Es más fácil
destruir empleo que crear nuevos puestos de trabajo. La competencia de las
importaciones puede destruir empleos de un día para otro. La expansión de las
exportaciones requiere la expansión de las empresas existentes y la creación de
nuevas empresas. Sin embargo, cuando los mercados financieros no funcionan bien
—y los nuestros no lo han estado haciendo— a menudo las empresas a las que les
gustaría expandirse no pueden obtener el capital necesario para hacerlo. Los
empresarios que quisieran abrir nuevas empresas no pueden obtener la
financiación que necesitan.
Quizá el
aspecto más importante es que la responsabilidad por el mantenimiento de la
economía no debería estar en manos de las autoridades comerciales, sino de las
autoridades monetarias y fiscales, es decir, en manos de la Reserva Federal y
de la administración. Cierto es que no lo han hecho bien. Ahora bien, es poco
probable que el comercio corrija sus fracasos. Es más, si la Reserva Federal
estuviera haciendo bien su trabajo y la economía funcionara con pleno empleo, y
si la administración tuviera razón en decir que un acuerdo comercial crearía
nuevos empleos netos, entonces la Reserva Federal respondería subiendo los
tipos de interés, lo que contrarrestaría plenamente los presuntos beneficios de
creación de empleo derivados del acuerdo comercial.
La
insinceridad nunca es la mejor política, y cabe considerar la venta insincera
de acuerdos comerciales como uno de los momentos estelares de la política
pública de baja estofa.
Escribí «Del
lado malo de la globalización» y «La farsa del libre comercio» cuando el
presidente Obama promovió nuevos acuerdos comerciales tanto en el Pacífico como
en el Atlántico. Si bien es posible que los acuerdos comerciales no creen
empleo —y es de suponer que lo destruyen— sus verdaderos efectos se hacen
sentir en otra parte. Entre esos efectos está la exacerbación del ya elevado
nivel de desigualdad en Estados Unidos. Hace ya mucho tiempo que se reconoce que
este pueda ser el caso, pero los políticos se muestran retientes a mencionarlo,
e irónicamente, algunos de los más firmes defensores del libre comercio han
estado entre los menos dispuestos a apoyar políticas que pudieran mitigar
algunos de esos efectos adversos.
El
razonamiento que explica por qué los acuerdos comerciales incrementan la
desigualdad es sencillo. Los efectos se ven más claramente en un mundo de
mercados perfectos, es decir, la clase de mundo imaginado como ideal por muchos
de los defensores de la globalización. En un mundo semejante, los bienes, los
capitales, y sí, hasta el trabajo, podrían moverse libremente entre fronteras.
Debería resultar evidente que los trabajadores estadounidenses no cualificados
recibirían el mismo salario que los trabajadores chinos o indios no
cualificados. Y el nivel de esos salarios estaría con casi toda certeza más
cercano al de los de la India y China que al de los de Estados Unidos. El gran
descubrimiento de la ciencia económica contemporánea ha sido que el comercio de
bienes y servicios es efectivamente un sustituto del libre movimiento del
trabajo y el capital: cuando China vende bienes intensivos en trabajo a Estados
Unidos, hace aumentar la demanda de mano de obra china y reduce la demanda de
mano de obra estadounidense, lo que
incrementa los salarios allí y los reduce aquí. La liberalización del comercio
aproxima los salarios de los empleos no cualificados en ambos países. Y hay más
probabilidades de que disminuyan los salarios de nuestros trabajadores que de
que aumenten los de los suyos.
Pese a que
los economistas llevan mucho tiempo discutiendo sobre la importancia relativa
de este efecto —comparado con otros que aumentan la desigualdad de ingresos—
existe un creciente consenso en torno a que hoy en día resultan
insignificantes. Localidades del país que antes producían bienes que ahora se
importan de China han sufrido un descenso en los niveles de empleo y los
salarios.
Por
desgracia, nuestros acuerdos comerciales presentan desequilibrios que agravan
los efectos generadores de desigualdad. Han hecho mucho por promover el libre
movimiento no sólo de bienes y servicios sino también de capitales. Ahora bien,
eso ha cambiado de manera fundamental la posición negociadora de los
trabajadores. Si exigen salarios aceptables, la empresa puede amenazar
fácilmente con trasladarse a otro país, consciente de que no hay barreras a su
traslado y al flujo inverso de bienes. Indudablemente, esto también debilita
los salarios.
Irónicamente,
muchos de los defensores de la globalización no sólo no proponen que se haga
nada para ayudar a aquellos a los que perjudica, sino que dicen que los
trabajadores deberían aceptar los recortes en seguridad en el empleo y
servicios públicos: según reza el argumento, la globalización así lo exige para
que podamos seguir siendo competitivos. De hecho, están reconociendo que de
resultas de la globalización, a los trabajadores les toca encajar un duro
golpe. Ahora bien, si la globalización beneficia al país en conjunto, y si en conjunto
los trabajadores están peor, ¿qué quiere decir eso? Significa que todos los
beneficios de la globalización —y más— van a parar a la élite, a las grandes
empresas y a sus dueños.
Estos dos
ensayos sostienen, sin embargo, que los nuevos
acuerdos comerciales propuestos son todavía más perniciosos. Cabe suponer que
esa es una de las razones por las que las negociaciones han transcurrido en un
clima de secretismo tal. Dado que los aranceles ya eran muy bajos, en realidad
los nuevos acuerdos giran en torno al refuerzo de los derechos de propiedad
industrial —haciendo aumentar los precios de los fármacos a medida que los
acuerdos intentan situar a los genéricos en una posición de mayor desventaja
competitiva— y al debilitamiento de normativas que protegen el medio ambiente,
a los trabajadores, a los consumidores y hasta a la economía.
Aún más
perturbadoras son esas cláusulas etiquetadas eufemísticamente como «cláusulas
de inversión» y supuestamente destinadas a defender los derechos de propiedad.
¿Quién podría oponerse a cosa semejante? Ahora bien, cuando Estados Unidos
propuso fundamentalmente las mismas cláusulas en un acuerdo transatlántico con
los europeos, eso dio mucho que hablar. Quedó claro que se estaba cociendo algo
más, ya que Europa tiene buenos derechos de propiedad, igual de buenos que los
de Estados Unidos. Y si algo no iba bien con el sistema de derechos de
propiedad europeo, ¿por qué iba uno a querer corregirlo sólo para las empresas
extranjeras y no para las propias empresas europeas? Europa también dispone de
un buen sistema judicial y de regulación. ¿Por qué iba uno a intentar
reemplazar un sistema para resolver disputas (en este caso entre las empresas y
los Estados) bien establecido y bien pensado (dotado de buena protección para
ambas partes en disputa y procesos transparentes basados en precedentes legales
firmes) por procedimientos de arbitraje celebrados en secreto, con árbitros que
a menudo tienen conflictos de intereses con posiciones en otros casos, sin
cláusulas adecuadas para las apelaciones y los recursos de
inconstitucionalidad? Si la forma peculiar de procedimientos judiciales
requerida por estos acuerdos de verdad es superior, ¿por qué no se emplean de
forma más amplia? Y de ser así, ¿no debería haber un debate nacional en el
Congreso, en el que fuesen el fiscal general y los comités judiciales quienes
encabezasen las deliberaciones, en lugar del Representante de Comercio de
Estados Unidos y los comités del Congreso que se ocupan del
comercio?
Los
artículos sostienen que los nuevos acuerdos comerciales son una simple maniobra
por parte de los intereses de las grandes empresas para tratar de obtener
mediante un acuerdo comercial la clase de régimen regulador que jamás habrían
podido conseguir a través de un debate democrático abierto. Los acuerdos
intentan socavar dispositivos de seguridad que llevan en vigor más de cincuenta
años, e incluso aquellos, más recientes, destinados a limitar los excesos del
sector financiero, ya que al parecer esos acuerdos parecen implicar hasta el
poder de restringir nuestra capacidad y la de nuestros socios comerciales para
regular el sector financiero.
El otro
conjunto de cláusulas nocivas de estos acuerdos comerciales gira en torno a la
propiedad industrial. Los derechos de propiedad industrial son importantes,
pero como pude constatar con enorme claridad cuando tomé parte por primera vez
en estos asuntos durante la administración de Clinton (en el transcurso de
debates sobre las negociaciones comerciales de la Ronda Uruguay), las cláusulas
que contienen nuestros acuerdos comerciales no están destinadas a fomentar el
progreso de la ciencia, sino a engrosar las arcas de las grandes empresas
multinacionales, sobre todo las de las industrias farmacéutica y del
entretenimiento. Más aún, existe una inquietud fundamentada ante la posibilidad
de que las cláusulas actuales obstaculicen
el progreso científico.
Las
cláusulas de propiedad industrial de los nuevos acuerdos comerciales apuntan en
particular contra los genéricos. Es una triste ironía que Obama se esforzase tanto
por un proyecto de ley que crease un sector de atención sanitaria más eficiente
—y que redujera el coste de la atención sanitaria— y que ahora socave sus
propios esfuerzos mediante un acuerdo que con casi toda certeza haría aumentar
el precio de los fármacos.
En «Cómo la
propiedad industrial reafirma la desigualdad» continúo exponiendo el papel que
desempeña la propiedad industrial en el agravamiento de la gran brecha,
centrándome en el dramático caso de una empresa privada que intentó patentar
una serie de genes estrechamente relacionados con el cáncer de mama, y que a
continuación obligó a cualquier mujer que quisiera descubrir si estaba expuesta
a dicho riesgo a utilizar sus pruebas (que no eran tan buenas como las que
ofrecían otros) previo pago de una tarifa exorbitante. Quizá la peor
desigualdad de todas sea la privación de vida, y eso es lo que hizo nuestro
sistema de propiedad industrial. Afortunadamente, en este caso, el Tribunal
Supremo declaró que la patente no era válida. Por asombroso que parezca,
incluso después de la sentencia, Myriad no dudó en demandar a empresas que
intentaban ofrecer pruebas más asequibles para esos genes.
Las leyes de
propiedad intelectual no son un don divino, sino humano. Se trata de una
construcción social supuestamente ideada para alentar la innovación y la
difusión del conocimiento. Ahora bien, son muchos los detalles que pueden
entrar a formar parte de la ley, y si uno no acierta en lo tocante a esos
detalles, la propiedad industrial puede inhibir la innovación. Por ejemplo, se
supone que uno solo ha de obtener una patente para ideas nuevas; de ahí que las leyes de patentes adopten disposiciones
relativas a la novedad. Las patentes
tienen que presentar un grado de novedad suficiente. Además, tienen un periodo
de vigencia limitada: veinte años. Las compañías farmacéuticas intentan
prolongar su poder de monopolio mediante la adición de pequeñas mejoras a sus
fármacos, lo que se denomina «perpetuación». La India adoptó una posición
inflexible y se negó a ofrecer una patente para una evidente variación menor
sobre un fármaco que no habría hecho más que prolongar la patente. «La patente
prudencia de la decisión de la India» explica por qué la India hizo bien en
actuar como lo hizo. Desde entonces, Estados Unidos ha estado presionando a la
India para que cambie de política, con la esperanza de que el nuevo Gobierno
—más proclive al ámbito empresarial—, encabezado por el primer ministro
Narendra Modi, se muestre más dispuesto a llegar a un compromiso.
Por grave
que sea la desigualdad en Estados Unidos —y el nivel que tiene en este país
(una vez deducidos los impuestos y los pagos de transferencias) es el peor
entre los países avanzados—, en determinados países en vías de desarrollo y
mercados emergentes es peor. (En la siguiente parte del libro hablo de muchos
de esos países). Y al igual que existen muchas formas de desigualdad (de
riqueza, de ingresos, de salud y de oportunidades), algunas de ellas pueden
tener efectos sociales más odiosos que otras. Escribí «Eliminar la desigualdad
extrema» con mi colega de ciencias políticas de Columbia y exsecretario general
adjunto de la ONU, Michael Doyle, para defender la idea de que se incluyera
cierto grado de reducción de la desigualdad extrema en las metas de desarrollo
sostenible que por aquel entonces se estaban debatiendo en la ONU. Con el
cambio de siglo, la ONU había formulado una serie de Objetivos de Desarrollo
del Milenio para concentrar la atención del mundo en objetivos asequibles
durante los quince años siguientes, entre los que figuraba la reducción de la
pobreza a la mitad para el año 2015. Esos objetivos tuvieron mayor éxito del
que habían esperado hasta sus más acérrimos defensores, no sólo en lo referente
a llamar la atención sobre la importancia de reducir la pobreza en todas sus
formas, sino también en lo relativo al logro de esas metas.
A nadie le
extrañará que, a medida que se aproximaba el 2015, se llegase al consenso de
que debía formularse una nueva lista de objetivos. Ahora bien, se debatió
prolongadamente acerca de la lista de objetivos que incluir. Dada mi creencia
de que la desigualdad —sobre todo la desigualdad extrema que se observa en
muchos países— es pésima tanto para la economía como para la sociedad, era
natural que abogase por incluir hacer algo al respecto en nuestros objetivos
globales. Hice tándem con el profesor Doyle porque quería hacer hincapié no
sólo en las consecuencias económicas de la desigualdad sino también en sus
consecuencias políticas y sociales más amplias. Un aspecto de la desigualdad
sobre el que llamamos la atención fue la desigualdad entre grupos étnicos. En
los países en vías de desarrollo esta clase de desigualdad está
sistemáticamente ligada a los disturbios civiles. En Estados Unidos, por
supuesto, existen unas enormes desigualdades de esta clase: las diferencias
entre afroamericanos, hispanos y otros grupos son muy grandes. Resulta
preocupante que aunque haya habido progresos en la cima de la pirámide social,
las disparidades en el sector intermedio hayan disminuido muy poco. Es más, la
Gran Recesión agravó las disparidades de fortuna.
El penúltimo artículo de
esta sección, «Las crisis después de la crisis», estuvo motivado por mi
inquietud ante el hecho de que, al prestarse tanta atención a la Gran Recesión
y sus secuelas, estábamos ocupándonos demasiado poco de problemas que llevaban
mucho tiempo enconándose. Si no empezábamos a abordarlos, inevitablemente
acabaríamos por enfrentarnos a una serie de crisis de otro tipo, como el cambio
climático. En algunos casos, las crisis representaban una oportunidad perdida:
podíamos y debíamos haber aprovechado la crisis para realizar inversiones que
nos hubieran ayudado a enfrentarnos a los retos del cambio climático. Si lo
hubiéramos hecho, nuestra desaceleración económica habría sido menor, el
crecimiento y el empleo hubieran sido mayores y habríamos salido de la crisis
en una posición de mayor fortaleza para afrontar el calentamiento global. En
otros casos, la crisis empeoró las cosas. Ese fue el caso de la desigualdad,
que había estado creciendo notablemente a lo largo del último tercio de siglo,
y en especial a partir del nuevo milenio. Dado que la Reserva Federal y la
administración se centraron en ayudar a la banca y en fraguar un boom del
mercado de acciones —pero apenas se ocuparon de las cuestiones de vivienda— la
desigualdad de fortunas continuó en aumento.[46]
El último
artículo de esta sección, «La desigualdad no es inevitable», fue escrito como
artículo final para la serie The Great
Divide; se remonta a mi artículo anterior, «La desigualdad es una opción»,
y pretendía recapitular los mensajes e ideas fundamentales de dicha serie.
Entre los más importantes estaba que el alto nivel de desigualdad en Estados
Unidos no es sólo ni ante todo el
resultado de fuerzas económicas subyacentes, sino el resultado de la forma que
imprimimos a esas fuerzas a través de nuestras políticas, nuestras leyes y nuestras normativas, así como a través
de nuestras políticas monetarias, fiscales y de gasto público. Es más, algunos
otros países tienen tanta, o casi tanta desigualdad, previa a los impuestos y
los pagos de transferencias; pero aquellos países que han permitido a las
fuerzas del mercado desplegarse de esa manera limitan después la desigualdad
mediante los impuestos y los pagos de transferencias y la prestación de
servicios públicos. Existen otros muchos países, sin embargo, que han logrado
tener un nivel de desigualdad de ingresos de mercado mucho menor, y como he
señalado en otro lugar, esos países tienen un comportamiento económico de conjunto
tan bueno como el de Estados Unidos. De manera que la desigualdad no sólo no es
inevitable, sino que existen políticas que nos permitirían gozar de una
prosperidad más compartida; es más, si se repartiera más la prosperidad, esta
sería mayor.
Estados
Unidos se encuentra sumido en un círculo vicioso de desigualdad y recesión: la
desigualdad prolonga la desaceleración, y esta exacerba a su vez la
desigualdad. Por desgracia, la agenda de la austeridad que defienden los
conservadores hará que las cosas empeoren en ambos aspectos.
La gravedad
del creciente problema de desigualdad de Estados Unidos fue puesto de relieve
por los datos de la Reserva Federal publicados este mes, que muestran los devastadores
efectos de la recesión sobre la fortuna y los ingresos de las personas situadas
en las partes inferior e intermedia de la escala social. El declive de la
riqueza media, que se redujo casi un 40 por ciento en sólo tres años, borró del
mapa dos décadas de acumulación de riqueza por parte de la mayoría de
estadounidenses. Si durante las dos últimas décadas el estadounidense medio
hubiera participado realmente en la prosperidad aparente del país, su riqueza,
en lugar de estancarse, habría aumentado aproximadamente en tres cuartas
partes.
En algunos
aspectos, los datos confirmaban lo que ya sabíamos, pero las cifras seguían
siendo aterradoras. Sabíamos que el precio de la vivienda —la principal fuente
de ahorro para la mayoría de los estadounidenses— había descendido
precipitadamente y que se habían aniquilado billones de dólares en patrimonios
inmobiliarios. Ahora bien, a menos que comprendamos el vínculo existente entre
desigualdad y comportamiento económico, corremos el riesgo de seguir políticas que
harán que empeoren tanto la una como el otro.
Estados
Unidos ha «destacado» en desigualdad al menos desde comienzos del milenio.
Entre nosotros la desigualdad es mayor que en cualquier otro país avanzado. Los
datos nos recuerdan cómo una combinación de políticas monetarias, fiscales y
reguladoras han contribuido a este desenlace. Las fuerzas del mercado
desempeñan un papel, pero también lo hacen en otros países. La política tiene
mucho que ver con la disparidad de los desenlaces.
La Gran
Depresión ha agravado esta desigualdad, lo que probablemente hará que la
desaceleración se prolongue. Quienes están en la cima de la escala social
gastan una proporción menor de sus ingresos que los que están en la parte
intermedia e inferior, que tienen que gastárselos todos en el día a día sólo
para ir tirando. La redistribución de abajo hacia arriba como la que ha estado
teniendo lugar en Estados Unidos reduce la demanda total. Y la debilidad de la
economía estadounidense se debe a la insuficiencia de la demanda agregada. Las
rebajas de impuestos aprobadas durante el mandato de George W. Bush en 2001 y
2003, dirigidas sobre todo a los ricos, fueron una forma particularmente
ineficaz de colmar la brecha; pusieron la carga del pleno empleo sobre los
hombros de la Reserva Federal, que colmó la brecha creando una burbuja,
mediante unas normativas y una política fiscal laxas. Y la burbuja indujo al 80
por ciento de estadounidenses que están en la parte inferior de la escala
social a consumir por encima de sus posibilidades. Esa política dio resultado,
pero fue un paliativo temporal e insostenible.
La Reserva
Federal ha incomprendido reiteradamente el vínculo que hay entre desigualdad y
comportamiento macroeconómico. Antes de la crisis, la Reserva Federal prestaba
insuficiente atención a la desigualdad, y se centró más en la inflación que en
el empleo. Muchos de los modelos macroeconómicos que estaban de moda decían que
la distribución de los ingresos no importaba. La fe de los altos cargos de la
Reserva Federal en la falta de restricciones de los mercados los condujo a no
hacer nada ante los abusos de los bancos. Incluso un antiguo gobernador de la
Reserva, Ed Gramlich, adujo en un enérgico libro de 2007 que había que hacer
algo, pero no se hizo nada. La Reserva Federal se negó a emplear la autoridad
que el Congreso le otorgó en 1994 para regular el mercado hipotecario. Después
de la crisis, cuando la Reserva Federal bajó los tipos de interés —en un
intento previsiblemente destinado al fracaso de estimular la inversión— hizo caso
omiso del efecto devastador que esos tipos de interés iban a tener sobre los
estadounidenses que se habían comportado de forma prudente invirtiendo en bonos del
Estado a corto plazo, por no hablar de los efectos macroeconómicos de la
disminución de su consumo. Los altos cargos de la Reserva esperaban que los
bajos tipos de interés hicieran subir el precio de las acciones, lo que a su
vez induciría a los adinerados titulares de esas acciones a consumir más. En la
actualidad, la persistencia de los bajos tipos de interés anima a aquellas
empresas que invierten a hacerlo en tecnologías intensivas en capital, como por
ejemplo reemplazar a cajeras y cajeros poco cualificados por máquinas. Así
pues, es probable que la Reserva Federal todavía esté contribuyendo a una
recuperación sin empleo cuando finalmente se produzca esa recuperación.
Cabe la
posibilidad de que las cosas empeoren. La austeridad por la que abogan algunos
republicanos conducirá a mayores niveles de desempleo, lo que a su vez llevará
a unos salarios más reducidos a medida que los trabajadores compitan por los
empleos disponibles. Un crecimiento menor se plasmará en menores ingresos
fiscales a nivel estatal y local, lo que conducirá a recortes en servicios
importantes para la mayoría de los estadounidenses (entre ellos, los empleos de
maestros, agentes de policía y bomberos). También obligará a nuevos aumentos en
el precio de las matrículas universitarias: los datos publicados este mes
muestran que la matrícula media para una universidad pública de cuatro años
aumentó en un 15 por ciento entre 2008 y 2010, mientras que los ingresos y la
fortuna de la mayoría de estadounidenses estaban disminuyendo. Eso conducirá a
una mayor deuda estudiantil y a mayores beneficios para los banqueros, pero
también a un sufrimiento mayor para quienes ocupan la parte intermedia e
inferior del espectro social. Algunos, al ver las consecuencias de la deuda de
sus padres, no estarán dispuestos a endeudarse en la medida necesaria para
obtener una educación universitaria, lo que los condenará a una vida entera de
bajos salarios. Incluso en la parte media del espectro, a los ingresos les ha
estado yendo muy mal; para los trabajadores varones, los ingresos medios
ajustados por la inflación son inferiores hoy en día de lo que lo eran en 1968.
La igualdad de oportunidades en Estados Unidos —que ya es el país con menos
igualdad de oportunidades entre los países avanzados del mundo, y donde las
perspectivas de futuro de un niño dependen aún más de los ingresos y el nivel
educativo de sus padres que en la fosilizada Europa— disminuirá aún más.
Si queremos
que haya recuperación, no hay otra opción que acudir a la política fiscal. Por
suerte, un gasto público bien diseñado puede conducir simultáneamente a más
empleo, más crecimiento y más igualdad. Mayores inversiones en enseñanza,
dirigidas sobre todo a los pobres y la clase media, desde preescolar hasta la
edad para ser candidato a una beca Pell para poder ir a la universidad,
estimularían la economía, incrementarían la igualdad de oportunidades y
aumentarían el crecimiento. Invertir una pequeña proporción del dinero que el
Gobierno federal entregó a los bancos para ayudar a los propietarios de
viviendas que están con el agua al cuello —o ampliar las prestaciones de
desempleo para aquellas personas que llevan mucho tiempo buscando empleo sin
encontrarlo— mitigaría al mismo tiempo la carga de quienes sufren por culpa de
la recesión y contribuiría a acelerar el final de esta. A su vez, el mayor
crecimiento resultante conduciría a recaudar más impuestos, lo que mejoraría
nuestra situación fiscal. Muchas inversiones se autofinanciarían.
Por el
contrario, si enfilamos el sendero de la austeridad, nos arriesgamos a entrar
en una doble recesión, sobre todo si la crisis europea se agrava. Como mínimo,
sería probable que nuestra desaceleración durase muchos más años que en caso
contrario. Nuestro crecimiento futuro sería más endeble. Pero quizá lo más
importante sea que nuestro país se dividiría cada vez más y que pagaríamos un
elevado precio económico por nuestra desigualdad económica y la reducción de la
igualdad de oportunidades. Las consecuencias serían aún peores para nuestra
democracia, para nuestra identidad como tierra de las oportunidades y de la
justicia para todos y para nuestra sociedad.
Notas
[42]
Para un debate más exhaustivo sobre esa disputa, ver
Nicholas Lemann, «The Hand on the Lever», TheNew
Yorker, 21 de julio de 2014. <<
[43]
La sección «Room for Debate» de TheNew York Times publicada el 28 de octubre de 2014, a la que yo
contribuí, preguntaba: «¿Debería la política de los bancos centrales intentar
contrarrestar la desigualdad de los resultados económicos? ¿O se trata de algo
que debería quedar exclusivamente en manos de los procesos políticos?». <<
[44]Ver Joseph
E. Stiglitz, El malestar de la
globalización, Madrid, Taurus, 2010; Joseph E. Stiglitz, Cómo hacer que funcione la globalización,
Madrid, Taurus, 2006; y Andrew Charlton y Joseph E. Stiglitz, Comercio justo para todos, Madrid,
Taurus, 2007. <<
[45]
Ver el Estudio de las Finanzas del Consumo de la
Reserva Federal de octubre de 2014 para un resumen de la expansión de la
desigualdad de fortunas desde la recesión. La riqueza media ha descendido en un
40 por ciento desde el comienzo de la crisis, de 135 400 dólares en 2007 a 81
200 dólares en 2013 (ajustados a la inflación). <<
[46] Resolución de la Asamblea General 55/2, «Declaración del Milenio de
las Naciones Unidas», documento de la ONU
A/RES/55/2, 8 de septiembre de 2000, www.un.org<<
Continuará
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