Samuel Bentolila 21-01-2020 17
Para mucha gente, lo más parecido a un economista debe de ser Scrooge, el protagonista del Cuento de Navidad de Dickens: “un hombre de corazón duro, egoísta y al que le disgusta la Navidad, los niños o cualquier cosa que produzca felicidad”. Confieso que simpatizo con él (en particular sobre las Navidades) pero, créanme, la gran mayoría de mis colegas de profesión no son así (con permiso de Javier Ferri )
Algunos de los mejores economistas académicos actuales están produciendo resultados empíricos que mucha gente no asociaría con nuestra profesión y sí con posturas “progres” o de izquierdas. Veamos tres ejemplos de posturas tradicionales en economía laboral actualmente en revisión (incluyo entre paréntesis enlaces a entradas de NeG relacionadas).
El comercio internacional no destruye empleo neto. Cuando aumenta el comercio entre dos países, en cada país tenderá a caer el empleo en los sectores de bienes que pasan a importarse más y a subir en los que pasan a exportarse más. No obstante, tradicionalmente ha sido difícil hallar grandes efectos negativos del comercio internacional sobre el empleo. Sin embargo, hace unos años David Autor, David Dorn y Gordon Hanson estudiaron el impacto del enorme aumento del comercio de Estados Unidos con China desde 2001 al nivel de áreas geográficas reducidas (en concreto, 722). Y encontraron grandes efectos, imputando alrededor de un cuarto de la destrucción de empleo industrial en EEUU entre 1990 y 2007 a las importaciones (ver aquí).
El progreso tecnológico no crea paro a largo plazo. El progreso tecnológico siempre deja obsoletos algunos sectores, productos y ocupaciones, y hace nacer otros. La consecuente necesidad de transferir empleo de unos a los otros crea paro a corto plazo, pero históricamente el progreso tecnológico nunca ha elevado el paro a largo plazo (ver aquí). No obstante, hoy, con la inteligencia artificial, resurge la duda. Daron Acemoglu y Pascual Restrepo llevan años estudiando este asunto. Han hallado que hay tecnologías basadas en la automatización que destruyen empleo y tecnologías basadas en nuevas tareas que sí crean empleo. Y resulta que en las últimas décadas las primeras están avanzando más rápido que las segundas.
El salario mínimo destruye empleo poco cualificado. Si se fija un salario mínimo superior a la productividad de los trabajadores poco cualificados, los empresarios contratarán menos, ¿no? Esta visión se cuestionó ya en 1994, cuando David Card y Alan Krueger estudiaron un aumento del salario mínimo comparando dos estados de EEUU y no encontraron caídas del empleo (ver aquí), si bien no aportaron una explicación de quién paga la subida del salario mínimo. El año pasado Peter Harasztosi y Attila Lindner han mostrado, para Hungría, efectos muy pequeños sobre el empleo y estiman que el 75% lo pagaron los consumidores a través de mayores precios y el 25% lo pagaron los empresarios mediante menores márgenes de beneficios.
Estos resultados no han rebatido definitivamente los tradicionales, sino que los ponen en duda. Más que encontrar resultados totalmente generales, a lo que podemos aspirar en economía es a acotar en qué condiciones determinado cambio tendrá unos efectos concretos. Por ejemplo, Harastoszi y Lindner sí encuentran una destrucción de empleo significativa en los sectores más sometidos a la competencia internacional, que tienen difícil trasladar los aumentos de costes a sus precios.
Podría citar muchos otros resultados “progres”, como los estudios sobre la pobreza en los países menos desarrollados de los últimos premiados con el Nobel, Abhijit Banerjee, Esther Duflo y Michael Kremer (aquí) y en EEUU de Raj Chetty (aquí). O los estudios sobre el aumento de la desigualdad de Thomas Piketty, Emmanuel Saez y Gabriel Zucman (aquí). O el hallazgo de Jan De Loecker, Jan Eeckhout y Gabriel Unger de que globalmente los empresarios han aumentado sus márgenes (aquí). O los resultados de Nick Bloom, John van Reenen y coautores que señalan que la in/eficiencia de las empresas no necesariamente se debe a la habilidad de los trabajadores sino también a la de los empresarios (aquí). Y no se trata economistas de segunda, sino de los más prestigiosos (ver este ranking), siéndolo no por su ideología sino por la calidad científica de su trabajo (aquí).
¿Qué explica esta nueva orientación, en una disciplina habitualmente defensora del libre mercado? Se puede alegar que no es tan nueva, pues asuntos como la desigualdad o el poder de mercado de las empresas frente a los consumidores y los trabajadores se han estudiado desde hace mucho tiempo. Y es verdad, pero no con la preponderancia actual. A continuación, menciono algunos factores que seguramente hayan sido relevantes (aviso: lo que viene a continuación es epistemología amateur).
En primer lugar, en el análisis económico parece haber ciclos (ondas largas), propiciadas por la propia evolución económica. Tras la terrible experiencia de la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial surgió la economía keynesiana, preocupada sobre todo por usar las políticas macroeconómicas, fiscal y monetaria, para minimizar las oscilaciones cíclicas y, en especial, para mitigar las recesiones y lograr el pleno empleo.
En los años 70, las economías de mercado reguladas por políticas keynesianas se mostraron incapaces de lidiar con las grandes subidas del precio del petróleo, sufriendo grandes aumentos del paro y la inflación. Esto favoreció el triunfo de la revolución conservadora de Reagan y Thatcher, que fue acompañada por la llamada economía de la oferta, que condujo en macroeconomía a los llamados modelos del ciclo real, y en finanzas a la hipótesis de los mercados eficientes (habitualmente rechazada empíricamente). Aquí el énfasis se ponía en la mejora de la eficiencia, favorecida por la desregulación y un menor intervencionismo del gobierno, y en la integración económica entre los países.
Por último, las políticas económicas favorecidas por estas posiciones contribuyeron (aunque no sean las únicas causas en absoluto) a la acumulación de desequilibrios económicos y sociales, y al estallido de la Gran Recesión de 2008. Esta generó grandes aumentos del paro y la desigualdad en muchos países y contribuyó a poner de relieve tendencias previas del mismo tipo.
Un segundo factor relevante es la revolución del enfoque empírico en economía, que da primacía a la estimación de efectos causales creíbles –descrita en este trabajo de Josh Angrist, y Jörn-Steffen Pischke (aquí)–. La conjunción de los nuevos métodos, la disponibilidad de megadatos (big data), en especial administrativos, y los grandes aumentos de la capacidad de computación está permitiendo analizar asuntos antes inabordables. Estos desarrollos han llevado al predominio abrumador de la economía empírica sobre la economía teórica, revirtiendo la situación inversa previa (como han documentado Daniel Hamermesh y Josh Angrist y coautores). Y, como apunta Dani Rodrik, “la evidencia del mundo real, con su natural desorden, desplaza a la ideología”.
Otro ingrediente –que no sé si considerar causa o efecto– es una mayor variedad de países de origen de los economistas punteros (Banerjee y Chetty son indios, Acemoglu y Rodrik turcos, Duflo, Piketty y Zucman franceses, etc.), que puede haber contribuido a ampliar los temas estudiados y a cambiar el enfoque. De hecho, la profesión económica también está volviéndose más consciente de sus propios sesgos en el trato interno a algunos grupos: las mujeres y las minorías identitarias o raciales (como describe el propio Rodrik) y su negligencia del cambio climático. En fin, espero haberles convencido de que no todos los economistas son como Scrooge
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