En esta pequeña serie me detendré en tres vértices de un triángulo; en su interacción, pero también en su dinámica propia: la oposición, el factor EEUU y la política del gobierno cubano.
Por Rafael Hernández, OnCuba
I
La Marcha por el Cambio y sus sube-y-bajas han vuelto más visible el espectro de las ideas en la sociedad cubana actual. Este refleja una conciencia cívica del sentido común, con franjas y matices que ya estaban ahí. Como es típico en otros muchos sitios, el sentido común cubano personaliza y sentimentaliza los fenómenos políticos, se alinea frente a ellos, calificándolos o descalificándolos, aprobándolos o no, poniéndoles etiquetas, aunque no necesariamente entendiéndolos.
En las franjas de ese espectro se advierten antinomias que marcan la situación política cubana. Al referirme a ellas solo busco ilustrar las complejidades de nuestro consenso, sin pretender retratar aquí «lo que piensa la mayoría,» para lo que haría falta una investigación.
Ese sentido común conoce el peso del bloqueo en la vida nacional; y sabe que EEUU ha apoyado siempre a la oposición. Pero estas certezas tienden a difuminarse, especialmente por su recurso constante en los discursos oficiales como claves para casi todo.
También el sentido común respalda la ley y el orden como imprescindibles. Pero la propia cultura cívica fomentada por el socialismo le hace percibir la violencia, incluso contra los que infringen la ley, como abuso de poder.
Aun cuando ha desaprobado históricamente los métodos de esa oposición y sus objetivos últimos, no necesariamente considera falso todo lo que esta dice ni discrepa de todo lo que propone.
Incluso compartiendo principios y objetivos últimos del socialismo, disiente de algunos métodos y razones con que el Estado fundamenta sus políticas.
Sabe que la seguridad es un interés nacional fundamental. Pero cuando esa noción se invoca para lidiar con problemas eminentemente políticos, duda de su eficacia.
Estas antinomias no son ninguna novedad. Algunos observadores las han registrado, además de otras. Pero muchas veces solo se posicionan ante ellas, y dejan intactos los problemas de fondo que distinguen la actual situación política. Su crítica se queda entonces dentro de la caja del mismo sentido común, especialmente cuando se limita a opinar y aconsejar al gobierno o a la oposición «qué debería hacer.»
Un análisis que vaya más allá de ese rol opinático y consejero tendría que analizar fríamente las implicaciones de las políticas actuales y alternativas, sin despegarse del contexto específico de esos problemas, aquí y ahora. Hacerlo contribuiría a ganar claridad, y quizás a fomentar una conciencia cívica del buen sentido, como diría Antonio Gramsci.
Lo que sigue intenta esbozar un mapa de esa situación política, con la única intención de facilitar el análisis y propiciar el debate. En esta pequeña serie me detendré en tres vértices de un triángulo; en su interacción, pero también en su dinámica propia: la oposición, el factor EEUU y la política del gobierno cubano.
La oposición
Las principales debilidades estructurales de la oposición, a lo largo del tiempo, han sido tres: las divisiones entre grupos; la ausencia de líderes con experiencia y capacidad política; la convergencia con la hostilidad de EEUU.
Las organizaciones armadas de los años 60, sobre todo la disidencia anticomunista dentro de las que se opusieron a la dictadura, incluida la Juventud Católica, abarcaban a decenas de miles de militantes activos, dispuestos a seguirlas y a enfrentar los costos de la lucha. No es el caso de las actuales. Aunque su resonancia en las redes digitales y los medios de difusión contribuya a sobredimensionarlas, la capacidad de este liderazgo para movilizar miembros activos y para conducir políticas coherentes es mucho menos eficaz.
A diferencia de la oposición en otras latitudes, este liderazgo no ha ejercido cargos de representación en organizaciones más amplias, ni en funciones de gobierno, que lo doten de una noción real sobre los problemas políticos y el ejercicio del poder. Aquellos opositores que fueron cuadros del Estado, las organizaciones del sistema, los órganos de la Seguridad, o el aparato del Partido no sobresalen en el liderazgo, y aun menos en la oposición de última generación.
Aparte de los oportunistas y aventureros que ejercen la disidencia como un modo de vida, la mayoría de sus dirigentes con un nivel intelectual y una real conciencia política son académicos, periodistas, artistas, escritores, incluso ex-profesores de marxismo, que un día decidieron declararse activistas de la causa antigobierno. Estos y estas son animales políticos de libros, que para aprender a combatir el sistema hacen seminarios de 100 horas sobre las obras de Hanna Arendt, y cosas por el estilo. Por lo general, los intelectuales orgánicos de la oposición, que se representan al «Estado-Partido» como un bloque, no entienden mucho la dinámica política, ni creen que valga a pena perder tiempo buscando diálogo o negociación.
Al enarbolar como banderas de lucha la impopularidad y la condición represiva esenciales del sistema, la mayoría de ese liderazgo se convence a sí mismo de la ineptitud del Estado para regenerar consenso con los recursos a su alcance. No advierten que, además de los medios de fuerza para enfrentar la subversión, ese Estado dispone de un capital político más allá de la ideología, de mecanismos esencialmente políticos para neutralizar sus maniobras, incluso si son más creativas y sofisticadas, como ahora.
Ha sido un error estratégico básico de la oposición no entender que el uso de la fuerza, en cualquier grado y modalidad (incluida la «no violenta»), ha disparado la alarma de la seguridad nacional, con efectos contraproducentes para sus fines de resquebrajar el consenso y legitimarse como opción viable.
Aprovechar una situación económica incierta y de desgaste del consenso para pulsear con el gobierno, intentar sacarle concesiones, y capitalizarlas para aumentar sus filas, no solo incide en la polarización política. Ese pulseo también contradice en sus propios términos la convocatoria al diálogo, la reconciliación, la unidad nacional, la búsqueda de la paz, etc., pero sobre todo echa gasolina a una situación volátil. En esa particular circunstancia, es mucho menos probable que el gobierno reaccione con los mismos reflejos de diálogo y conciliación que ante otras demandas sociales, e incluso políticas.
Como se sabe, una situación de inestabilidad y sus consecuencias serían más amenazantes que ninguna crisis económica, no solo para el sistema, sino para la sociedad y el interés nacional, más allá de diferencias ideológicas.
Por otra parte, aun si no se está bordeando una crisis política que amenace realmente el control del poder, la impresión de que la situación que se le va de las manos ya es bastante riesgosa. En efecto, la mera percepción de que la oposición le arranca concesiones bajo presión puede interpretarse como ineptitud para lidiar con la crisis en curso. No es posible soslayar que se trata de diálogo con una oposición que, bajo las banderas de la paz y el entendimiento, reclama un pluralismo con los sectores más alejados del diálogo, los del exilio duro y sus patrocinadores por excelencia.
La evolución de la situación cubana en los últimos años hace pensar que la bandera de la reconciliación es una idea bonita, pero que llevada al extremo resulta el sueño de la razón voluntarista. Convocar a un diálogo nacional ilimitado resulta ser, en el mejor caso, un proyecto utópico. Una república viable y sostenible basada en la convivencia de viejos y nuevos opositores con comunistas veteranos y nueva izquierda, militantes de la juventud anticomunista y del socialismo posible, los norteamericanos Díaz-Balart y Marco Rubio y los diputados a la Asamblea Nacional, los votantes de Coral Gables y los de Mantilla, resulta improbable, no importa cuántas frases de Martí se pronuncien para invocarla.
Finalmente, con ese interlocutor de siete cabezas, no se cumple un requisito clave de la negociación: la confianza en lo que hará el otro.
La cultura política de esta oposición se ilustra en lo que entiende por derechos humanos. Axiomas como que la genuina libertad de expresión es a la americana, que la manifestación de calle es la quintaesencia de la participación política, que irse a plebiscito es la forma plena de la democracia, que la única autonomía del poder judicial es la que corresponde a «la separación de poderes,» que democracia equivale a sistema de partidos como los imperantes en el Hemisferio Occidental, que libertad política conlleva registro de todo tipo de organizaciones sin importar su ideología, o que una libertad artística sin riberas es la medida de la cultura cívica de una sociedad, la retratan.
Entre los disidentes que he conocido (algunos de muy cerca), los hay que se hartaron de las liturgias del socialismo real, sufrieron el efecto de políticas sectarias o extremistas, perdieron la fe cuando se derrumbó el Muro, y se fueron al insilio o al exilio, o nunca llegaron a identificarse con un sistema como el vivido desde el Período especial, ni se sintieron motivados por la retórica que satura la prensa y la televisión cubanas. Ya no les interesó cambiar las cosas, y decidieron colgar los guantes; o nunca lo intentaron. También los hay con méritos para figurar en una historia universal del oportunismo.
¿Podría signficar algo diferente el caso de Yunior García dentro del liderazgo de esos grupos? ¿Cómo se explica que, en apenas unos meses, transitara de disensor a disidente? ¿Es que haber mantenido un diálogo dentro del sistema le confirió una mayor legitimidad a su marcha cívica? ¿No provenir de la oposición organizada le otorgó una mayor credibilidad? ¿Qué revelan los zigzagueos del proyecto y su desenlace?
Examinar esa política rebasa este breve espacio. Así como entender el factor EEUU en este cuadro. ¿Responden sus políticas hacia Cuba a su compromiso con los opositores? ¿A la promesa hecha a los «luchadores por la libertad,» desde 1960 hasta 2021? ¿Es que la brújula de los órganos de la seguridad nacional que han conducido siempre la relación con Cuba está clavada por el imán de Miami? ¿Qué misterio explicaría que en la política hacia Cuba, una cola así pudiera mover a un perro como ese?
Finalmente, ¿es que la política cubana hacia EEUU, y su disposición a retomar la normalización, puede depender ahora de su percepción de amenaza respecto a esta oposición y sus aliados? ¿Qué otras lecciones y experiencias se derivan para esa política?
Diría que esta carga de problemas ya es mucho para un primer round.
II
Mi abuela, maestra de primer grado en una escuela pública de Cabaiguán, recibía la revista Bohemia. Yo me acostumbré a leerla, de atrás hacia delante, empezando por los chistes gráficos. Lo único que me brincaba era la sección donde escribían Jorge Mañach, Herminio Portell Vilá, y otros destacados intelectuales, porque a mis 10 años no entendía ni me interesaban los temas que trataban.
Ese periodismo intelectual, que abordaba todos los temas, no es muy frecuente hoy entre nosotros. Cada vez que alguien me dice que el lector promedio o el televidente promedio no entiende o no se interesa en esos temas, que son demasiado complejos o sensibles, o que no están preparados para el análisis político, me pregunto si hablan de una isla y un mundo habitados por niños de 10 años.
Analizar la situación política no es lo mismo que enunciar la Cuba que los muy diversos cubanos imaginan o quisieran. Aunque yo también tengo una, me he limitado aquí a comentar la complejidad de un consenso compartido por esos cubanos diversos, que no consiste en «apoyo casi unánime,» sino en una base social con un sentido común contradictorio, tensiones y disparidades agravadas por la crisis, como sería normal en cualquier parte. Confundir la escala del consenso con la del oxígeno en la sangre, de manera que un apoyo del 97% indica un estado «saludable,» y uno «apenas de 80% o 75%» indica «grave,» resultaría una broma en cualquier parte.
Desde ese consenso entreverado que sostiene al sistema ahora mismo, intento examinar la situación política, a partir de tres sujetos: la nueva oposición política, el nuevo gobierno, y la nueva administración de EEUU.
Por muy nuevos que sean, esos actores y ese conflicto no se entienden fuera de la historia, sin vínculos con el pasado, con factores de poder, estructuras, instituciones, y sin la interacción de intereses opuestos entre dos Estados, el de Cuba y el de EEUU. Sin embargo, resulta imprescindible identificar lo que esos actores traen consigo y los diferencian de sus antecesores, sus propios problemas, y especialmente, su contexto particular. Entenderlos con sentido de este momento histórico, del cambio fundamental de circunstancia que lo caracteriza, en vez de pensarlos como islas que se repiten, según diría un caribeñista famoso. Sin discernir esos problemas propios, en relación con los conflictos que enfrentan y con la sociedad cubana actual, no es posible razonar sobre el campo político, más allá de antinomias ideológicas —como suele hacer el sentido común.
Criticar algunos postulados de ese sentido común que circulan en medios de comunicación e incluso en el discurso intelectual no requiere ponerse filosófico ni siquiera haber leído a Gramsci. Basta con someterlos a prueba.
Como botón de muestra, van los siguientes. «Este sistema político no tiene chance de cambio, porque está dominado por un esquema leninista.» «El Estado-Partido es un bloque de arriba abajo, inmóvil e inamovible.» «La reconciliación nacional depende de la voluntad política del gobierno para dialogar con la oposición.» «La iglesia católica es un actor particularmente dotado para mediar en esa reconciliación.» «Vivimos años negros para la libertad de expresión.» «La disidencia de los artistas responde a la falta de libertad del gremio y el cierre de las políticas culturales.» «Los jóvenes han desertado del campo de la Revolución, y se quieren ir a vivir afuera.» «La decepción de los pobres y los negros con el socialismo los ha convertido en base social de la oposición y de su nuevo liderazgo.» Etcétera.
En el sustrato de casi todos está la cuestión del funcionamiento democrático y la participación ciudadana. Para abordarla, habría que considerar no solo los llamados mecanismos de democracia directa —manifestación de calle, plebiscito, etc.— o votación cada cinco años, sino sobre todo, participación sistemática en toma de decisiones, control de las políticas, canalización de la opinión pública, diálogo con el gobierno. ¿Es posible esa participación sin un sistema más democrático, incluyendo al propio Partido?
Hace pocos días, en carta abierta al presidente de Cuba, un jesuita español le recriminaba por qué no acababa de reconocer el total fracaso de la Revolución y del sistema de dictadura del proletariado. Algunos no han advertido que en 2022 se cumplirán 30 años de la reforma a la Constitución que borró los conceptos dictadura del proletariado y vanguardia de la clase obrera. Y de que este año hicieron tres décadas de la eliminación de las creencias religiosas, como contradictorias con la ideología marxista y leninista.
Me pregunto si alguien presume que ser empresario privado inhabilita para ocupar cargos o ingresar al Partido. Y que criticar públicamente políticas del Partido por algún militante lo hace cometer violación flagrante del centralismo democrático.
Todos los conceptos subrayados arriba están en el decálogo del leninismo. A esa lista de herejías habría que agregar otras, consideradas incompatibles con la ideología por la educación política anterior. Por ejemplo, el fin de la enseñanza del ateísmo en las escuelas, la introducción de un artículo constitucional que permite familias encabezadas por parejas de un mismo sexo, el desmantelamiento del sistema de becas estudio-trabajo obligatorio en la enseñanza secundaria, la libertad para residir en el exterior sin perder sus derechos ciudadanos, etc. Quizás los problemas actuales del Partido no sean precisamente los atribuidos a un cierto leninismo.
Por el contrario, algunas prácticas bolcheviques podrían inspirar una mayor democracia en Cuba. Digamos, la lucha de las bases, los soviets y los sindicatos por controlar la burocracia; la legitimidad de discrepancias en sus filas, como la Oposición Obrera; la aplicación de una Nueva Política Económica (NEP) con mercado y economía mixta; el estímulo al debate sistemático abajo y arriba; la posibilidad de exponer en Pravda criterios de todos los militantes, no solo de algunos.
Legitimar cambios democráticos en el Partido, aquí y ahora, podría considerar lo dicho por el propio Raúl Castro hace casi diez años: «si hemos escogido soberanamente la opción del Partido único, los que nos corresponde es promover la mayor democracia en nuestra sociedad, empezando por dar el ejemplo en las filas del Partido.» Así que el PCC no está por encima de las reformas, ni es solo un sujeto protagónico en su aplicación, sino también objeto de una política que llama a «cambiar todo lo que debe ser cambiado.»
Aunque sabemos que la política no se contiene en los discursos, la lucha por convertir esas palabras en realidad tiene hoy mayor respaldo que nunca. ¿Cuál es, sin embargo, la vara para medir esa democratización? ¿Reconocer, dialogar y negociar con organizaciones políticas como las que predominan en la oposición cubana, en la Isla y el exilio? Una pregunta alternativa, congruente con la propia Constitución del sistema: ¿es deseable que un sistema socialista dé cabida a una «oposición leal» (definida por su propósito de mejorar el sistema, no de liquidarlo)?
Entrevistando hace siete años a un grupo de sujetos con responsabilidades institucionales, esta pregunta produjo respuestas disímiles.1
Un ex-presidente de la Asamblea Nacional apoyó «la «parlamentarización de la sociedad», la discusión constante, en fábricas y colectivos, de los problemas y las propuestas para encararlos,» no la «manipulación del disenso en «oposiciones» más o menos leales.»
Una Secretaria general de la UJC en funciones afirmó que «un disenso entre revolucionarios es muy necesario.» «En Cuba todavía no conocemos esa oposición [leal], porque las personas financiadas por un gobierno extranjero para derrocar la Revolución no pueden llamarse sino mercenarios.» Y añadió «No creo tampoco que hayamos alcanzado la democracia ideal…No descarto ninguna fórmula para más socialismo.»
Un educador popular de una ONG religiosa opinó: «Es necesario dejar claro los puntos que no entran en negociación; es decir, a qué ser leal… Está la lealtad a los principios de equidad social, dignidad personal y nacional, soberanía, socialización del poder, de la economía y de la felicidad; lealtad al poder popular ejercido por el pueblo. Si la apuesta es por estos [principios], la lealtad a las formas políticas se hace más flexible, pues sería al gobierno que haga valer esos principios.
Un jurista académico la definió como «una oposición que cumpla la ley de todos, que no pretenda, mediante la intolerancia, exigir tolerancia al Estado; que no use banderas de ideologías excluyentes e inhumanas, que respete el orden público y las normas que nos hemos dado en democracia, es leal al Estado de Derecho, y por lo tanto ella misma es imprescindible.
Un delegado del Poder Popular en Marianao respondió: «Tenemos que darle posibilidades a ese tipo de oposición; la que no está de acuerdo con las cosas mal hechas, y que pueda proponer cómo resolverlas…Si es con buena fe, oponerse a las cosas que no dan resultados ayuda a mejorar el sistema socialista, que en definitiva es el pueblo…A veces criticamos a los que dicen las verdades, y consideramos que tienen problemas políticos, pero esas personas lo que quieren es ver resultados.»
Una presidenta en funciones de una institución cultural la consideró «una antinomia. Porque la oposición lo es de verdad si muestra cierto nivel de organización, si constituye una alternativa frente a los poderes establecidos. Un revolucionario que se opone» a una política en particular «no es un opositor; es solo alguien que discrepa.»
El editor de una revista católica dijo que «se debe actuar para mejorar el sistema establecido por consenso y no para liquidarlo…Quienes posean otras preferencias ideológicas deben aceptarlo con humildad, pero sin dejar de aportar sus criterios y proyectos, aunque puestos a disposición de la realización de los intereses del pueblo. Así podríamos disfrutar de un socialismo capaz de integrar, incluso, la diversidad ideológica…No sería leal una oposición que… para conseguir sus propósitos políticos,…se alíe con potencias extranjeras, …que posea vínculos orgánicos con instancias nacionales o foráneas encargadas de promover la subversión, que no cuide la soberanía del país ni la concordia social.»
En estas entrevistas no solo es observable la diferencia de matices dentro de las instituciones del Estado y dentro de la sociedad civil, sino, entre sus visiones de entonces y las de ahora, en algunos casos particulares.
Hace una docena de años, en un medio oficial cubano, mencioné la cuestión de la oposición leal: «¿Podrá admitir el socialismo cubano en el futuro, junto con una institucionalidad democrática renovada, un sistema descentralizado, un sector no-estatal, también una oposición leal, dentro del propio sistema? Esa no es una pregunta para congresistas norteamericanos y europarlamentarios, sino para los cubanos que vivan su futuro en la Isla.»
Curiosamente, mientras la revista católica Espacio Laical celebraba el concepto un tiempo después, al punto de convocar un evento en 2013 donde se debatió, los editorialistas de Cubaencuentro lo consideraron una burda estratagema, «un candado,» detrás de la cual asomaba la oreja peluda del oficialismo disfrazado de «locuacidad liberal,» dirigida a «refrescar» el discurso totalitario.
Estos parecían ignorar que quienes lo acuñaron, a mediados del siglo XIX, no lo concibieron como una fórmula para «tomar el poder» o cambiar el sistema británico, sino para hacerlo políticamente más eficaz y ampliar su consenso. No buscaban precisamente «consentir» a los discrepantes, sino incorporarlos a la compleja tarea de gobernar. Lo que explica que la partidocracia de EEUU nunca lo asimilara, dado su bipartidismo acérrimo de doscientos años.
Me he extendido sobre este punto porque ilustra la brecha de una reconciliación nacional que algunos sueñan resolver de un salto. Asimismo, evidencia criterios dentro de la Revolución, abajo y arriba, que avalan una democratización realista. Reformulada siete años después, aquella pregunta se leería hoy así: ¿en qué medida una política dirigida a expandir el consenso, que integre la oposición leal al espacio político, sería congruente con el nuevo estilo de gobierno? Y podría añadirse: ¿está en el interés nacional que esa oposición leal dentro del sistema, en favor de un socialismo más democrático, sea una opción para los que abogan por el cambio, en vez de dejarlos afuera, y que algunos terminaran dejándose arrastrar por la oposición anticomunista?
Adivino a un lector que ya está preguntándose: ¿Y qué harían los EEUU? Para comentarlo haría falta un tercer round.
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1 «Hacer política socialista: un simposio,» entrevistador Daniel Salas, Temas # 78, abril-junio, 2014.
III
Entre el montón de antinomias que han poblado la política de EEUU desde Jefferson hasta Trump, probablemente la más florida de todas consiste en intentar, al mismo tiempo, aislar a Cuba en lo externo e influir en sus procesos internos.
La razón que la ha gobernado siempre, y también a lo largo de este último medio siglo, es geopolítica, en vez de meramente ideológica, económica, o doméstica. Si respondiera a factores ideológicos o doctrinales, la clave de esta política se podría encontrar en sus discursos anticomunistas sobre derechos humanos y democracia propios de la Guerra Fría. Si obedeciera a intereses económicos, estaría dictada por las corporaciones expropiadas en 1959-60, en busca de presionar a un Estado cubano “reacio a indemnizarlas.” Si Cuba fuera apenas «un tópico de política local de Florida», la continuidad de los mandantes en el enclave cubanoamericano, y sus antinomias, explicarían la hostilidad del Norte contra la isla.
La lógica geopolítica, en cambio, fundamenta la aplicación de un recurso de fuerza llamado bloqueo (no embargo) en los manuales de guerra caliente, dirigido a asfixiar al país, y arrastrarlo por las malas a un punto de quiebre —breaking point, según la jerga de esos manuales. Al mismo tiempo, esta lógica explica el intento por meter el pie en el proceso político interno, y empujarlo en la dirección del interés estadunidense.
Ambas dimensiones de esta estrategia cuadran en torno al objetivo de imponer un cambio de régimen que le convenga a EEUU. Ninguna de las dos dimensiones responde, naturalmente, al interés plural de la sociedad civil, la democracia o la libertad ciudadanas de los cubanos, dentro o fuera de la isla, ni está asociada a un cambio pacífico, a menos que se trate de un cambio en esa dirección prefijada.
A decir verdad, esta combinación de asedio y erosión política interna ha formado parte del arsenal estratégico universal desde Sun Tzu y Atila el Huno hasta Napoleón y Heinrich Himmler, pasando por Claussewitz, diestros en combinar la excelencia militar e ideológica de sus huestes, con lo que ahora llamamos penetración, guerra psicológica y cultural, a fin de ablandar al enemigo por fuera y por dentro. En su formato básico, fue diseñada y aplicada contra la Revolución cubana, muy especialmente, por el equipo de la administración de JFK. Desde entonces, se hizo evidente que, lejos de funcionar, resultaba muy contraproducente, según reconocieron los miembros de ese equipo, reunidos en La Habana tres décadas después.
En el campo militar, los próceres de aquella llamada Nueva Frontera solo se detuvieron ante el uso de sus propias tropas y medios, incluido el ataque nuclear. Para ahorrarse el altísimo costo de una intervención directa, cubanizaron la desestabilización, aprovechando las decenas de miles de descontentos, a quienes convirtieron en sus aliados. Desde entonces, los políticos estadounidenses se obsesionaron con la búsqueda de disidentes en el campo de la Revolución. “Even Castro himself,” dice un egregio memorándum de McGeorge Bundy, el Asesor de Seguridad Nacional de JFK, quien había servido de anfitrión al Comandante cuando visitó Harvard en 1959.
Sin embargo, esa refinada estrategia y formidables recursos puestos en juego contra un país tan chiquito, han padecido siempre un déficit de política práctica: resulta muy difícil cerrarle todos los accesos, puertas y ventanas a una casa, y al mismo tiempo, pretender influir en lo que pasa adentro. Como el lobo de los tres cerditos, el Estado norteamericano siguió soplando sin parar, mientras la casa se volvía más difícil de tumbar. Esta ha sido la antinomia por excelencia de la política de EEUU hacia la isla.
Aunque no es la única. Puesto que enumerarlas todas sería un abuso, comentaré solo dos.
En una nota anterior, he apuntado que la condición de anticastrista y anticomunista involucra a un conjunto imposible. Esta alianza de EEUU con “la nación cubana” ha abarcado desde los batistianos y sus familias (digamos, los Díaz-Balart) hasta ex-revolucionarios de todos los colores (viejos militantes del PSP, la Juventud Católica, el II Frente, el Directorio, el 26 de julio, las ORI, la UJC, el PCC…). También a militares de la dictadura y algunos alzados para derrocarla, aliados luego contra la Revolución; a miembros de la Brigada 2506 junto a ex-oficiales de las FAR y el MININT convertidos en disidentes; a periodistas del Granma, profesores de marxismo-leninismo, y a muchos que coreaban himnos en la Plaza, junto a quienes los execraron siempre, reunidos ahora en las filas de la Vigilia Mambisa y las marchas por las calles de Little Havana.
No es extraño que un conjunto tan incongruente revele cierta ineptitud para actuar como bloque de oposición, y compartir una plataforma y un liderazgo comunes. Su consigna podría ser “contra la Revolución todo, dentro de la Revolución, nada.” Ahijados de sectores diferentes dentro de los poderes establecidos —la CIA, el Departamento de Estado, las facciones dentro del Congreso, los politiqueros de la industria local del anticastrismo— los opositores ostentan la marca de ese apoyo. Aun dejando de lado los epítetos que les dedican los medios cubanos, esa marca contradice su legitimidad como oposición a los ojos de mucha gente cubana, incluida la que discrepa o no apoya al gobierno.
Esta peculiar relación entre los aparatos del Estado y las sucesivas cohortes del anticastrismo es más enrevesada de lo que parece, y da lugar a una especie de antinomia del doctor Frankenstein. En el pasado, creerse los diagnósticos de esa oposición apadrinada lo llevó a dejarse embarcar en operaciones tan delirantes como Playa Girón. Ahora mismo, esta antinomia se transparenta en la declaración más reciente del mismísimo Secretario de Estado sobre Cuba, con frases entresacadas de medios antigobierno dentro y fuera de la isla, y de sus intelectuales orgánicos más combativos,
Este discurso le atribuye el origen de la sentada frente al MinCult hace un año, y el diálogo con sus representantes la noche del 27N, a la iniciativa de activismo político antigobierno de unos artistas instalados en La Habana Vieja. A esta elite, en su mayoría de clase media blanca, la identifica como “la voz del pueblo cubano.” Emplaza al gobierno por “redoblar su ideología en bancarrota y fracasado sistema económico.” “Felicita al pueblo cubano por continuar reclamándole al gobierno que lo escuche.” Y “urge al régimen que atienda su llamado, y le permita labrarse su futuro propio, libre de amenaza de represión gubernamental.” A todo lo anterior le llama “apoyar el diálogo en Cuba.”
Ni una palabra acerca de reiniciar el otorgamiento de visas al pueblo cubano; facilitar remesas de sus familiares; reanudar intercambios con artistas, académicos, deportistas; incentivar la cooperación científica, en el campo de la salud y el enfrentamiento a la pandemia; permitirles a los cubanoamericanos que inviertan y se asocien con sus parientes en la isla; reconocer las reformas dirigidas a abrir espacio al sector privado, el mercado, el uso de internet, etc. Ni el menor atisbo de anuncio sobre relajamiento de los mecanismos del bloqueo en beneficio de la sociedad civil en ambos lados del estrecho de Florida.
La última antinomia de esta política que comentaré es la que se manifiesta en su efecto contraproducente.
Por mucho que el gobierno cubano lo mencione para explicarlo todo, el asedio a la isla no es una paranoia castrista, sino un cerco geopolítico real. Para apreciar su minucioso alcance basta con observar a un banco chino negarse a abrirle la cuenta a un cubano o leer el mensaje “usted está en un país donde no puede acceder a este servicio” enviado por Google o Yahoo a una laptop en la isla.
El síndrome de la fortaleza sitiada interfiere de mil maneras en la vida cotidiana, y es una luz roja que parpadea ante cada cambio que se propone implementar en Cuba. “¿Cómo se aprovecharán ellos (los americanos) de este cambio, para intentar serrucharnos el piso?” No hay mejor vitamina que ese acoso incesante para el bando de los que no quieren cambiar nada en Cuba.
Las Fuerzas Armadas cubanas y la Seguridad del Estado se fundaron y crecieron desde el origen del poder revolucionario, y se han perpetuado en su forma actual, porque responden al acoso de los EEUU. Su costo y su rol en el sistema, así como la centralización y el verticalismo que caracterizan el funcionamiento del socialismo cubano, son inseparables de ese desafío. Quizás la antinomia más escandalosa de la política norteamericana hacia Cuba en la actualidad radique, precisamente, en reproducir continuamente las condiciones que operan en contra de un socialismo más democrático y de la conquista de mayores libertades sociales e individuales.
Para decirlo de otra manera, sin dejar resquicio a malentendidos: el camino impostergable hacia un sistema más democrático y con mayores libertades ciudadanas se hace cuesta arriba gracias a esa política estadunidense, que se da el permiso de hablar a nombre de la misma sociedad civil cubana que mantiene bajo asedio. Su apoyo oficial a la oposición antigobierno recarga la atmósfera en contra del reconocimiento y normalización de una oposición leal, que contribuya a expresar la diversidad y pluralidad reales dentro de un socialismo cubano renovado.
¿Cómo funcionan estas antinomias en el actual contexto político de las relaciones bilaterales?
Luego del corto verano de la normalización con Obama y los cuatro años fatídicos con Trump, la prolongación del trumpismo bajo Biden es lo que faltaba para disipar las ilusiones de una re-normalización en el seno de este nuevo gobierno cubano, que enfila el cierre de un muy difícil tercer año de su mandato. Aun si muchos de los acuerdos y medidas de confianza mutua logrados con Obama siguen existiendo formalmente, las torpezas y el desinterés de esta administración ha mantenido el tono de las relaciones a un punto tan bajo como siempre. No sería realista (o “pragmático,” como dicen algunos) que este joven gobierno cubano invirtiera un centavo en fomentar un tango que el otro no quiere bailar. En términos de costo-beneficio, está claro que Cuba no ganaría en este escenario lo que habría podido, si Biden hubiera cumplido sus promesas de campaña. Sin embargo, para el interés norteamericano en relación con la isla, el costo de oportunidad podría ser mayor de lo que algunos observadores políticos parecen advertir.
En efecto, Cuba no es un asteroide gravitando en solitario frente a un planeta masivo llamado EEUU, en medio de la nada. Ese espacio está habitado por numerosos cuerpos. El vacío que EEUU deja de ocupar en el entorno de la transición cubana es asumido por otros. No son solo Rusia, China, Vietnam, sino la Unión Europea y Canadá, con intereses económicos y políticos en esta transición, así como un número considerable de países de América Latina y el Caribe, Asia y el Medio Oriente, cuya órbita política no los ha alejado de Cuba, a pesar de los presagios de descarrilamiento que inundaron 2021.
Paradójicamente, cuando miremos hacia atrás dentro de un tiempo, quizás podamos apreciar este año dramático como un punto de viraje, donde la continuidad y ritmo de los cambios se empezaron a estabilizar, a pesar de las antinomias que atraviesan la política de los EEUU hacia la Isla.
Excelente ensayo, como todo lo que viene de Rafael. Los Estados Unidos hacen y harán cualquier tipo de cosas para mantener la hostilidad y Trump y luego Biden han sido y son categóricos en que republicanos y demócratas, son pelos del mismo lobo.
ResponderEliminarEn Cuba no existe oposición sería, es una oposición que nace, crece y se desarrolla con el objetivo supremo de ganar dinero.
En Cuba se están produciendo importantes cambios en el orden institucional, económico y quierase o no reconocer, cambios políticos también. Y esto asusta, desespera a los amos de la llamada oposición o disidencia. No puede haber, sin traicionar diálogos con mercenarios al servicio de una potencia extranjera. Lo que necesitamos es poner en práctica activa una de las leyes de la dialéctica: unidad y lucha de contrario. Unidad como expresión de necesidad histórica y lucha de contrario para mantener en activo la discrepancia y no el pensamiento único y desterrar de una vez la monótona unanimidad. Necesitamos crear la cultura del debate, el don de escuchar los argumentos de los demás cuando provienen de quienes buscan el mejoramiento del sistema, del modelo, haciéndolo más eficaz. Tenemos que reconocer que no hemos sido educados para debatir y si para asentir y el diálogo igual.
Con la llamada oposición y disidencia pagada solo cabe aceptar y actuar con antagonismo.
No habra regla que logre planificar round alguno en cuánto a lo que hará los Estados Unidos, siempre se moverán en el camino y destino de aplastar la Revolución.