Publicado por Carlo Frabetti
En artículos anteriores (sobre todo en «Reivindicación del pensamiento único» y «¿Dónde está María?») he hablado de pensamiento múltiple, discreto, circular, insignificante, onírico, enrevesado… Al releerlos, observo que me había dejado en el tintero al menos dos adjetivos (des)calificativos que me parecen relevantes a la hora de analizar las claudicaciones del pensamiento:
Pensamiento cautivo
Cautivado —en ambos sentidos del término— por los grandes relatos totalizadores.
La física actual es sumamente compleja, y conocer tan siquiera los rudimentos de la relatividad y la mecánica cuántica requiere muchas horas de estudio y reflexión, así como el abandono de una serie de prejuicios derivados de una concepción idealista e ingenuamente intuitiva de la naturaleza. Nadie en su sano juicio sigue creyendo que la Tierra es plana1, aunque nuestros sentidos así lo sugieran; pero para una inmensa mayoría de la población, la curvatura del espacio-tiempo o el indeterminismo cuántico no son más que oscuras elucubraciones que en nada afectan a su visión del mundo (en este sentido, es muy significativo que se siga hablando de la «teoría» de la relatividad cien años después de su constatación irrefutable).
Y la política actual no es menos compleja. Con el agravante de que con respecto a la física nadie —o casi nadie— miente, mientras que la información política más abundante, la que nos ofrecen los grandes medios de comunicación, es casi siempre parcial o tendenciosa, cuando no falaz. Y con la particularidad de que, así como a la mayoría de la gente no le importa reconocer su escasa formación científica, nadie admite su ignorancia política; todo el mundo opina sobre todas las cuestiones y acontecimientos de interés general, como en las tertulias televisivas, y todos creen —o pretenden hacernos creer— que sus opiniones se basan en un conocimiento objetivo de la realidad.
Para colmo de males, las escasas personas que tienen una formación política mínimamente sólida tienden a aferrarse a los clásicos con un fervor que, en última instancia, no es sino nostalgia de la religión, de sus profetas y sus tranquilizadoras certezas absolutas. Nadie cuestiona a Galileo y Newton como padres de la ciencia moderna, pero la gente instruida no ignora que sus formulaciones han sido superadas. Sin embargo, no es inusual que los izquierdistas sigan repitiendo como axiomas incuestionables afirmaciones que nunca fueron más que primeras aproximaciones a problemas sumamente complejos; seguir esgrimiendo, a estas alturas, simplificaciones tales como que la economía está en la base de todas las actividades humanas o que los obreros no tiene patria, o apelar a conceptos tan esquemáticos (aunque en su día esclarecedores) como los de infraestructura y superestructura, es tan frecuente como empobrecedor.
Todo ello parece indicar que, en política como en física, no basta con afinar tal o cual concepto o ajustar tal o cual teoría: se impone un cambio de paradigma que renueve en profundidad un pensamiento (entendido ahora como corpus de ideas) que ha quedado obsoleto. Lo cual no significa romper con lo anterior, sino relativizarlo —sin caer en el relativismo— para revitalizarlo, valga el trabalenguas.
La relatividad no acabó con la física newtoniana, como proclamó en su día la prensa sensacionalista, sino que la integró en un sistema más amplio: como dijo acertadamente el afamado escritor de ciencia ficción James Blish, Einstein se tragó vivo a Newton. Y los «antisistema» del siglo XXI tendrán que tragarse vivos a Marx, a Kropotkin, a Rosa Luxemburgo, a Gramsci, a Simone de Beauvoir, a Marcuse, a Chomsky y a muchos y muchas más. Y vaciar de reliquias el desván de la mente.
Pensamiento sumiso
Sometido a los poderes establecidos y a la lógica del mercado.
Desde hace muchos años, mi principal fuente de ingresos son los derechos de autor. Pero cada vez que en mis frecuentes viajes a Latinoamérica descubro una edición «pirata» de alguna de mis obras, lejos de indignarme o acongojarme me llevo una gran alegría, pues es una señal de que lo que escribo interesa a quienes no pueden pagar el excesivo precio que se suele cobrar por los libros. Y estoy radicalmente en contra del canon por el préstamo de libros en las bibliotecas públicas, que supuestamente nos beneficia a los autores y que en realidad no es sino una maniobra de los verdaderos piratas culturales para incrementar aún más sus abusivos beneficios; o sea, un paso más hacia la destrucción de lo público en aras del lucro de unos pocos, un nuevo zarpazo del capitalismo salvaje.
Quienes fotocopian mis libros, o los leen en las bibliotecas, o se los bajan gratis de internet, no me roban ni me amenazan, sino todo lo contrario: le dan sentido a mi trabajo y me animan a seguir haciéndolo; pues si he llegado al punto de ser «pirateado» es, sencillamente, porque mi obra ya ha alcanzado un grado de difusión y de remuneración superior al que merece. Y no se entienda esto último como un alarde de falsa modestia (y mucho menos de modestia auténtica), sino como el mero reconocimiento de que, en términos comparativos (en comparación con otros trabajos, quiero decir), cualquier autor con presencia en el mercado está recibiendo de la sociedad mucho más de lo que le ha dado. O devuelto, más bien, pues quienes podemos dedicarnos a alguna actividad vocacional y creativa, no hacemos más que restituir una pequeña parte de lo mucho que hemos recibido. Somos doblemente privilegiados: por el mero hecho de poder dedicarnos a algo que nos gratifica y enriquece, y por haber tenido acceso a la formación necesaria para poder desarrollar nuestras capacidades.
A lo largo de mi vida, he tenido la suerte de conocer personalmente a un buen número de grandes artistas e intelectuales. Y cuanto mayor era su talento, más afortunados se sentían y más agradecidos se mostraban, aunque su actividad no siempre fuera acompañada de unos ingresos sustanciosos. Solo los mediocres se quejan; y cuando, por una u otra vía, consiguen encumbrarse, se aferran a sus inmerecidos privilegios como los politicastros a sus escaños y los ejecutivillos a sus maletines. Solo los mediocres que han conseguido el premio de consolación del «éxito» tienen miedo de las nuevas tecnologías, es decir, de las nuevas relaciones de intercambio que inevitablemente generan. Y con razón, porque tienen mucho que perder. Las nuevas formas de reproducción y difusión de textos, imágenes y sonidos amenazan tanto el monopolio de los grandes medios de comunicación como la hegemonía de los mediocres, anuncian el final de ambas mediocracias.
Los verdaderos depredadores, los verdaderos enemigos de la cultura, que no son otros que quienes quieren convertirla en un coto y un mercado, y quienes en vano intentan compensar su falta de talento con una mezcla de oficiosidad, oportunismo y sumisión a los poderes establecidos, tiemblan ante internet de la misma manera —y por los mismos motivos— que el clero y la nobleza del Medioevo temblaron ante la imprenta. Pues si la imprenta hizo posible la revolución humanista del Renacimiento y el telégrafo hizo posible la revolución rusa, internet, heredera forzosa de la imprenta y de la telegrafía, está propiciando una revolución sociocultural cuyas consecuencias solo podemos vislumbrar. Y, como en todas las revoluciones, caerán las cabezas de algunos privilegiados (esperemos que solo de forma metafórica). Y como todas las revoluciones, corre el riesgo de dar paso a nuevas tiranías: impedirlo es la batalla, una batalla de la que nadie puede quedar al margen.
Notas
(1) El hecho de que los terraplanistas se cuenten por millones no refuta esta afirmación: solo da idea de la alarmante incidencia de la enajenación mental en nuestra desquiciada sociedad.
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