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"Peor que los peligros del error son los peligros del silencio." ""Creo que mientras más critica exista dentro del socialismo,eso es lo mejor" Fidel Castro Ruz

domingo, 14 de julio de 2024

La falsa distinción entre política industrial y política económica




Los economistas han tenido dificultades para definir la política industrial de manera rigurosa, pero lo cierto es que casi toda política económica requiere el uso de instrumentos que favorezcan directa o indirectamente a determinados sectores o grupos. La cuestión, entonces, no es si se debe utilizar la política industrial, sino cómo hacerlo de manera transparente y adecuada.

CAMBRIDGE – Tras décadas de desprestigio y menosprecio, la política industrial ha vuelto a la agenda económica mundial. Tal vez la prueba más contundente de su rehabilitación sea una reciente conferencia internacional sobre el replanteamiento de la transformación estructural, copatrocinada por el Fondo Monetario Internacional y a la que asistieron algunos de los economistas más influyentes del mundo.

La política industrial ha vuelto a estar de moda por muchas razones, entre ellas los temores a la desglobalización, el surgimiento de un mundo multipolar, las perturbaciones en las cadenas de suministro, el regreso del nacionalismo económico y las tensiones comerciales (sobre todo entre Estados Unidos y China, pero también entre países occidentales). Los gobiernos del Reino Unido , Estados Unidos , Francia , Vietnam , Brasil y Sudáfrica han publicado planes de política industrial.

Pero a pesar del renovado interés mundial por la política industrial, las élites intelectuales y políticas siguen confundidas acerca de su significado preciso, sus instrumentos específicos y en qué se diferencia de otras políticas económicas. Esto es así tanto para los economistas que la defienden como para quienes la desacreditan.

En un famoso informe de 1791 , el primer secretario del Tesoro de Estados Unidos, Alexander Hamilton, definió la política industrial como las medidas gubernamentales para impulsar la industria manufacturera y los llamados sectores “productivos”. Esa definición ha evolucionado y se ha ampliado en los últimos dos siglos para reflejar las transformaciones económicas y la necesidad de pensar más allá de la industria manufacturera.

El término abarca hoy todas las intervenciones gubernamentales –desde subsidios e incentivos fiscales hasta compras públicas y el diseño de protección de la propiedad intelectual– “que apuntan explícitamente a la transformación de la estructura de la actividad económica en pos de algún objetivo público”. Según esa medida, las políticas industriales son aquellas que se califican de selectivas e intencionales. Pero estas etiquetas siguen siendo aleatorias, y el enfoque en las intenciones declaradas de los responsables de las políticas es riesgoso: ¿alguien usaría las proclamaciones públicas de los políticos para medir las políticas de los gobiernos democráticos?

Estudios recientes del FMI han ido un paso más allá, al distinguir entre una política industrial “vertical” que favorece a sectores específicos (que supuestamente son una fuente de distorsiones del mercado, captura del Estado y oportunidades de búsqueda de rentas) y una política económica “horizontal” centrada en mejorar el entorno empresarial para todas las industrias y empresas. El enfoque horizontal se considera justo, e incluso deseable.

Pero esta nueva opinión convencional refleja un consenso engañoso sobre el alcance adecuado de la intervención gubernamental. Y, lo que quizá sea más importante, la distinción entre política industrial y política económica es fundamentalmente falsa. Trazar una línea divisoria entre una intervención gubernamental “buena” (“horizontal” y “neutral”) y una “mala” (“vertical” y “focalizada”) puede ser políticamente atractivo, pero no se sostiene ni conceptualmente ni en la práctica.

Casi todas las partidas de un presupuesto nacional podrían clasificarse como políticas industriales porque implícita o explícitamente favorecen a determinados lugares, sectores o empresas. La decisión de construir cualquier tipo de infraestructura productiva en un lugar específico siempre otorga ventajas (injustas) a determinadas regiones o empresas.

Además, las políticas macrofinancieras que suelen presentarse como la antítesis de la política industrial, en realidad, no son totalmente neutrales. Por ejemplo, las medidas cambiarias favorecen a algunos sectores e industrias más que a otros. De la misma manera, la regulación del sector financiero, que suele presentarse como la política gubernamental más “neutral” y “horizontal”, determina la asignación sectorial de una economía.

Los beneficios que obtienen algunas industrias y empresas no siempre son evidentes. El sector bancario de Estados Unidos es un buen ejemplo: la Reserva Federal (una rama del gobierno) presta dinero a los bancos a una tasa de interés del 1%, que luego los bancos utilizan para comprar letras del Tesoro (del mismo gobierno) con un rendimiento de aproximadamente el 4%. Esto representa unos 30.000 millones de dólares en subsidios por año, más de lo que cualquier país en desarrollo concedería jamás a una sola industria.

Las redes de protección social para mitigar la pobreza y los impuestos progresivos sobre la renta para reducir la desigualdad también afectan la estructura económica, porque implican ganadores y perdedores, a menudo en zonas geográficas o grupos sociales específicos. Los análisis del gasto público y de la incidencia de los beneficios que realiza el Banco Mundial suelen captar importantes cuestiones distributivas en cuanto a quién se beneficia de este tipo de gasto.

En un nivel más fundamental, las políticas siempre tienen efectos indirectos. Por ejemplo, en países con un espacio fiscal limitado, los programas sociales bien intencionados presentados como proyectos transversales neutrales –no pensados ​​para favorecer a industrias o regiones particulares– pueden de todos modos cambiar la estructura de la economía si hacen que aumenten los niveles de deuda pública y plantean riesgos para la estabilidad financiera, lo que perjudicaría desproporcionadamente a ciertos sectores y grupos.

En vista de lo anterior, es ilusorio pensar que los efectos de la política industrial “vertical” pueden separarse de los de las políticas macroeconómicas o regulatorias generales y estudiarse de manera aislada. Ambos tipos de políticas siempre tienen repercusiones en toda la economía, ya sean efectos directos y observables en otros sectores o industrias, o costos de oportunidad indirectos para diversos agentes económicos.

Los intentos de desentrañar estos resultados casi siempre darán como resultado ruido, no señales. Los estudios empíricos que utilizan aranceles y cuotas para evaluar la eficacia de la política industrial en un país determinado a menudo no tienen en cuenta que esas medidas ayudan a generar ingresos fiscales adicionales y lograr ganancias en los términos de intercambio, además de proteger a las industrias nacionales no competitivas o incipientes.

Casi todas las políticas económicas tienen como objetivo mejorar la estructura de la economía o alcanzar un objetivo social, y requieren el uso de instrumentos que favorezcan directa o indirectamente a algunas industrias, sectores o empresas. La controversia sobre la política industrial es en gran medida una cuestión de semántica: los gobiernos implementan estas banales estrategias de transformación económica a diario.

Del mismo modo que Monsieur Jourdain, en El burgués gentilhombre de Molière , descubre que ha estado hablando en prosa toda su vida sin darse cuenta, los economistas deberían finalmente reconocer que casi toda política económica es, de hecho, política industrial. La cuestión, entonces, no es si se debe utilizar o no, sino más bien cómo hacerlo de manera transparente y adecuada.


Célestin Monga, exdirector gerente de la Organización de las Naciones Unidas para el Desarrollo Industrial y exasesor económico superior del Banco Mundial, enseña políticas públicas y economía en la Escuela Kennedy de la Universidad de Harvard. Es exvicepresidente y economista jefe del Grupo del Banco Africano de Desarrollo. Es coeditor (con Justin Yifu Lin) de The Oxford Handbook of Structural Transformation (Oxford University Press, 2019) y coautor (con Justin Yifu Lin) de Beating the Odds: Jump-Starting Developing Countries (Princeton University Press, 2017)

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