CAMBRIDGE – El poderoso dólar estadounidense sigue siendo el rey de los mercados internacionales. Pero su dominio tal vez sea más frágil de lo que parece, ya que futuras modificaciones al régimen cambiario de China pueden iniciar una transformación significativa del orden monetario internacional.
Por diversas razones, es de prever que algún día las autoridades chinas abandonarán su política actual de mantener el valor del yuan atado a una cesta de monedas y adoptarán en cambio un régimen moderno de metas de inflación, en el que se permita una flotación mucho más libre (en particular respecto del dólar). Cuando eso suceda, la mayor parte de Asia seguirá a China. Y con el tiempo, la importancia internacional del dólar (que hoy actúa como ancla monetaria para alrededor de dos tercios del PIB mundial) podría quedar reducida a la mitad.
Estados Unidos depende en gran medida del lugar especial del dólar (o lo que el entonces ministro de finanzas francés Valéry Giscard d’Estaing denominó «privilegio exorbitante» de Estados Unidos) para financiar una emisión masiva de deuda pública y privada, de modo que el impacto de ese cambio puede ser importante. Y ahora que Estados Unidos dio rienda suelta al déficit para financiar el combate a los estragos económicos de la COVID‑19, la sostenibilidad de su deuda podría quedar en duda.
El argumento tradicional para la flexibilización del yuan es que China es demasiado grande para permitir que su economía baile al compás de la Reserva Federal de los Estados Unidos (más allá de que obtiene cierto grado de aislamiento con el control de capitales). El PIB de China (a precios internacionales) superó al de Estados Unidos en 2014, y la economía china todavía crece más rápido que Estados Unidos y Europa; por eso la idea de flexibilizar el tipo de cambio resulta cada vez más atractiva.
Un argumento más actual es que el papel central del dólar da al gobierno de los Estados Unidos demasiado acceso a datos sobre transacciones internacionales (lo cual también inquieta a Europa). En principio, las transacciones en dólares se podrían liquidar en cualquier lugar del mundo, pero los bancos y cámaras compensadoras estadounidenses tienen una ventaja natural significativa, porque cuentan con el respaldo implícito (o explícito) de la Fed, que puede emitir moneda en forma ilimitada durante una crisis. En comparación, cualquier cámara de compensación fuera de los Estados Unidos está más expuesta a eventuales crisis de confianza, un problema que afectó incluso a la eurozona.
Además, las políticas que inició el expresidente estadounidense Donald Trump para limitar el dominio comercial de China no se terminarán pronto. Es uno de los pocos temas en los que demócratas y republicanos coinciden en líneas generales; y es indudable que la desglobalización del comercio debilita al dólar.
Abandonar la fijación del yuan supone para las autoridades chinas numerosas dificultades, pero como es habitual en ellas, llevan tiempo preparando el terreno en una variedad de frentes. China flexibilizó el acceso de inversores institucionales extranjeros a bonos denominados en yuanes; y en 2016 el Fondo Monetario Internacional añadió el yuan a la cesta de monedas en las que se basa el valor de los derechos especiales de giro (el activo global de reserva del FMI).
Además, el Banco Popular de China está muy adelantado respecto de otros grandes bancos centrales en el desarrollo de una moneda digital. Por ahora es sólo de uso interno, pero en algún momento servirá para facilitar el uso internacional del yuan, sobre todo en países que están gravitando hacia un futuro bloque monetario chino. Esto dará al gobierno chino acceso a datos de las transacciones digitales de los usuarios (como es el caso con el sistema actual respecto de Estados Unidos).
¿Seguirán otros países asiáticos a China? Estados Unidos hará todo lo posible por mantener a otras economías en órbita alrededor del dólar, pero no le resultará fácil. Así como a fines del siglo XIX Estados Unidos eclipsó a Gran Bretaña como principal socio comercial del mundo, hace mucho que China superó a Estados Unidos en ese aspecto.
Japón y la India tal vez se mantengan aparte, pero es probable que en caso de flexibilizarse el yuan le den al menos un peso similar al del dólar en las reservas de divisa extranjera.
El vínculo actual de Asia con el dólar se parece mucho a la situación de Europa en los sesenta y principios de los setenta. Pero ese período terminó con alta inflación y el derrumbe del sistema de fijación cambiaria de la posguerra (Bretton Woods). Entonces la mayor parte de Europa comprendió que el comercio intraeuropeo era más importante que el comercio con Estados Unidos, se formó un bloque basado en el marco alemán, y décadas después este se transformó en la moneda única, el euro.
No quiere decir esto que el yuan chino vaya a ser la moneda mundial de un día para el otro. La transición de una moneda dominante a otra puede llevar mucho tiempo. Por ejemplo, durante el período de entreguerras (1919‑39), la nueva moneda internacional (el dólar) tuvo más o menos la misma importancia en las reservas de los bancos centrales que la libra británica, que había sido la moneda global dominante por más de un siglo después de las Guerras Napoleónicas de principios del siglo XIX.
¿Qué tiene de cuestionable el hecho de que tres monedas mundiales (el euro, el yuan y el dólar) compartan el centro del escenario? Nada, excepto que ni los mercados ni los gobiernos parecen mínimamente preparados para la transición. Es casi seguro que el tipo de interés de la deuda pública estadounidense subirá, aunque el mayor efecto lo sentirán los deudores corporativos, en particular pequeñas y medianas empresas.
Los funcionarios estadounidenses y muchos economistas al parecer siguen convencidos de que el apetito mundial de deuda denominada en dólares es prácticamente insaciable. Pero la posición internacional del dólar puede recibir un duro golpe si China moderniza sus esquemas cambiarios.
Traducción: Esteban Flamini
Kenneth Rogoff, Professor of Economics and Public Policy at Harvard University and recipient of the 2011 Deutsche Bank Prize in Financial Economics, was the chief economist of the International Monetary Fund from 2001 to 2003. He is co-author of This Time is Different: Eight Centuries of Financial Folly and author of The Curse of Cash.
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