¿Cuáles son las causas de la inflación según la teoría
económica?
Al igual que acabamos de ver en el caso del paro, no hay una sola respuesta de la teoría económica ante el problema de la inflación.
Los
economistas keynesianos consideran que las subidas de precios se producen
cuando hay un exceso de la demanda de
bienes y servicios sobre la oferta
(inflación de demanda). Lo normal sería que las empresas aumentaran inmediatamente su oferta cuando se produce
el aumento de la demanda, para aumentar así sus ventas y sus beneficios. Pero puede ocurrir que la economía
se encuentre ya en situación de pleno empleo y, por tanto, que no se pueda
producir más; o bien que, incluso sin haber alcanzado el pleno empleo, no haya capacidad
de respuesta en ese momento
por parte de las empresas,
ya que no siempre
es posible aumentar
la producción en
el corto plazo;
o también puede ocurrir que el aumento del consumo haya hecho que se agote el ahorro y que no haya, por tanto,
suficientes recursos para la inversión que aumente la capacidad productiva. Y,
en todos estos casos, el aumento de la demanda hará que haya escasez de bienes
y, por tanto, que suban los precios.
Otra
segunda explicación de la inflación, vinculada en este caso a
corrientes de pensamiento liberales, es la que indica que se produce por
presión de los costes y, más concretamente, de los salarios (inflación de
costes). Cuando los salarios se elevan porque los trabajadores tienen gran
capacidad negociadora, las empresas responden
con subidas en los precios. La política contra esta inflación
de costes deberá basarse entonces en medidas de moderación salarial y en el
establecimiento de condiciones que rebajen el poder negociador de los
trabajadores.
Una variante de esta explicación es la que proporcionan los economistas poskeynesianos, como Joan Robinson, quien señala que la inflación se produce porque los mercados no son competitivos y las empresas fijan los precios según su conveniencia, generalmente añadiendo un margen sobre los costes. Si no mejoran sus condiciones productivas, siempre que se produzca una presión en algún componente de su estructura de costes lo trasladarán sobre los precios para mantener su margen de beneficio; y para evitar esto último, por tanto, habrá que incentivar a las empresas para que actuén sobre esos cambios productivos antes que recurrir a subir los precios.
Los
economistas
monetaristas
explican
la
inflación
a
partir
de
la
ecuación cuantitativa que conocemos. Puesto que consideran que la velocidad de circulación del dinero es
constante y que la producción es siempre la de pleno empleo, resultará que un
aumento en la cantidad de dinero siempre hará que suban los precios. El gran defensor de esta tesis, Milton Friedman,
lo expuso rotundamente: «El reconocimiento de que una inflación
importante es siempre y en todos los sitios un
fenómeno monetario representa sólo el inicio de una comprensión de las causas y
soluciones de la inflación».134
Sin
embargo, cuando comenzaron a coincidir altos niveles de paro y de subida de
precios estas explicaciones más
básicas tuvieron que hacerse algo más complejas y
sofisticadas. Como comentamos anteriormente, si la tasa de
paro real es más baja que la «natural», los trabajadores demandarán salarios
más elevados, y eso producirá enseguida la inflación de costes que hemos
comentado. Por eso se estableció la idea de que había una tasa de paro que,
además de natural, era no aceleradora de la inflación, mientras que cualquier
otra produciría inestabilidad en los precios. Es decir, que sería «obligado» aceptar una tasa de paro
relativamente elevada para no provocar subidas de precios.
Pero
muchos economistas más críticos han puesto de manifiesto
las limitaciones de todas estas explicaciones de la inflación. Han señalado,
por ejemplo, que la explicación keynesiana no puede explicar
que en la realidad se
produzca inflación cuando también hay
desempleo; y también que la explicación de costes se centra exclusivamente en los salarios
sin mencionar el empuje a los
precios que producen los beneficios u otros costes, como los financieros, los
energéticos, los publicitarios, etc.
La explicación monetarista es considerada por los economistas de otras tradiciones como una pura tautología, es decir, que es cierta porque así se ha definido. Mantienen que, para poder afirmar que los aumentos en la masa monetaria son los que provocan subidas de precios, como se deduce de la ecuación cuantitativa, deben darse condiciones que no se dan en la realidad, o bien que son bastante irrealistas y se dan sólo en circunstancias excepcionales: que la nueva masa monetaria vaya a la economía y no se quede en los balances de los bancos o en depósitos del banco central; que si va a la economía se destine al consumo y no al ahorro; y que si va al consumo haya escasez de oferta. Porque, si ocurre todo eso y el incremento de masa monetaria se destina a comprar bienes y servicios que proporcione con suficiencia la oferta, no tienen por qué subir los precios.
Asimismo, señalan
que las tesis
relativas a la
tasa natural de
paro también se pueden poner en cuestión,
porque igualmente se basan en presupuestos muy poco realistas, como el de las
expectativas racionales, que implica que todos los sujetos tenemos información perfecta y gratuita y
podemos predecir con exactitud el futuro; o la idea de que todos los mercados
son de competencia perfecta.
Estas
críticas han llevado a que otros economistas traten de explicar la inflación a
partir de factores más reales y diversos. Estos consideran que la inflación se
puede producir en realidad por la confluencia de circunstancias
que tienen que ver con rasgos estructurales (por eso se habla de la inflación
estructural) de las economías contemporáneas, como el predominio de mercados concentrados y con muy poca competencia efectiva, el gran peso
de los
gastos financieros, el
mayor peso de
los bienes importados,
la ineficacia de muchas intervenciones estatales que implican costes
elevados que se traducen a todos los precios de la economía (por ejemplo, por
excesiva presión fiscal), el consumismo y la presión constante de la
publicidad, así como la desarticulación sectorial, que hace que el aparato productivo tenga componentes muy desiguales con actividades muy avanzadas y competitivas
y otras mucho más atrasadas
que generan sobrecostes y precios más elevados.
Y, por último, otros economistas añaden a todas estas circunstancias el hecho de que la economía capitalista se basa en un conflicto de base entre los intereses de los asalariados y los propietarios del capital, y entre los diferentes subgrupos de interés que se pueden distinguir claramente en su seno respectivo. Cada uno tiene aspiraciones diferentes, y eso hace que la vida social y económica sea en realidad una pugna constante por alcanzar un trozo más grande de la «tarta». Los precios se pueden considerar como el reflejo del ingreso que tendrá cada sujeto económico. Los de los bienes son los que recibirán quienes los vendan en los mercados. Los de los factores son, como ya sabemos, las rentas de sus propietarios. Todos ellos, los asalariados, los pequeños, grandes o medianos empresarios, los rentistas que venden o alquilan recursos naturales o maquinaria, instalaciones, vehículos…, todos se enfrentan por disponer de mayores ingresos, y eso se traduce en una presión constante sobre los precios de los bienes y servicios y de los factores que terminan provocando inflación si no hay mecanismos de equilibrio, de compensación y negociación social que establezcan una pauta de reparto que evite la presión constante.
En resumen,
la teoría económica no proporciona una única explicación de las causas de la inflación,
y creer que ésta es siempre de la misma naturaleza contraviene la evidencia
histórica y no puede llevar a soluciones eficaces ni equitativas, como veremos
enseguida. Muchos economistas creemos
que resulta mucho más realista considerar que los procesos inflacionarios son complejos y que
pueden estar causados por motivos
diversos, no siempre coincidentes en todos los casos. Y, por tanto, que lo más correcto es analizar cada situación
concreta para dilucidar de la manera más rigurosa posible su etiología. Y, sobre todo, que conviene no olvidar lo fácil
que resulta caer en falacias del pensamiento que nos engañan y nos llevan a
conclusiones erróneas. El hecho de que algo acompañe siempre a un
fenómeno, o incluso que lo anteceda, no significa que sea su causa. Siempre
que hay inflación debe haber aumentado
la oferta monetaria, el dinero circulante, pero eso no quiere decir que dicho
aumento haya sido la causa última de la inflación. Como decía el profesor José Luis Sampedro, eso es algo así como
decir que la causa del desbordamiento de un río fue que subió mucho su caudal.
Sin duda debió ocurrir eso para que se desbordase, pero, para evitarlo, lo importante es saber las causas de esa
subida de caudal.
39
¿Cómo se puede combatir la inflación
y qué efectos tiene que se haga de un modo u otro?
Los
remedios
que
se
pueden
utilizar
para
combatir
un
mal
dependen
lógicamente
de cuáles sean sus causas.
Por tanto, no hay medidas universales
que sirvan para evitar que se produzca inflación, sino que se pueden utilizar
unas u otras dependiendo necesariamente de los factores que se crea que la
provocan.
Los
keynesianos, que consideran que la
inflación se produce por un exceso de la demanda agregada respecto a la oferta
global que las empresas están dispuestas a llevar al mercado, proponen la
adopción de políticas restrictivas, o bien fiscales que reduzcan el gasto
público o aumenten
los impuestos para disminuir la demanda, o bien monetarias, también
restrictivas, que eleven el tipo de interés y produzcan así una disminución subsiguiente del consumo y la inversión
(porque entonces resultará
más caro financiarlos).
Puesto que los monetaristas consideran que la inflación es simplemente
la expresión de un aumento desordenado de la oferta monetaria, lo que hay que
hacer para combatirla es mantener bajo control la oferta monetaria.
Los economistas que consideran que la inflación está causada por desajustes estructurales de la economía propondrán medidas de más largo alcance que refuercen la competencia y la integración entre las diferentes actividades para evitar cuellos de botella que estrangulen la oferta en algunas fases de la producción. Quienes consideran que la inflación se desencadena por causas que tienen que ver con la posición privilegiada que en algún momento puedan tener los sujetos económicos (bancos, sindicatos, patronal, grandes empresas, sector público, etc.) o con determinados comportamientos como el consumismo, reclamarán una regulación efectiva de todo ello o incentivos y desincentivos adecuados para evitar que se traduzcan en tensión sobre los precios. Y los economistas que explican la inflación como resultado de un doble proceso alcista —uno primero por cualquiera de las razones que conocemos, y otro posterior de ajuste ante esas subidas iniciales, con el fin de protegerse de su efecto empobrecedor— propondrán mecanismos que favorezcan e incentiven la negociación y el equilibrio entre los distintos grupos de interés para que sus aspiraciones (seguramente legítimas en todos los casos, pero no igual de dañinas en todos ellos) no terminen por producir los efectos negativos para casi todos que conlleva la inflación, sobre todo cuando se desboca.
Está
claro, por tanto, que el análisis que
se haga de las causas de la inflación es la clave de las
políticas que se adoptan, y es fácil deducir que sus efectos sobre los
diferentes sujetos económicos o grupos sociales no son ni mucho menos los mismos para cada
uno de ellos. Cada tipo de política antinflacionista tiene unas consecuencias muy diferentes, sobre todo desde el punto de vista distributivo.
Y eso queda
especialmente en evidencia
al
analizar las consecuencias que ha tenido y está teniendo
en los últimos años el
asumir el control de la inflación como principal objetivo de la política
económica.
Ya
sabemos que la inflación es un problema muy serio que, cuando se
produce, puede provocar perturbaciones muy graves en la actividad económica; y, por eso, mantener
la estabilidad de los precios
ha sido siempre uno de los grandes objetivos de las políticas
económicas, junto al pleno empleo, el crecimiento económico, el equilibrio
exterior (el «cuadrado mágico» de Kaldor) y la distribución equitativa de la
renta. ( HHC negritas nuestras)
Sin embargo,
desde la década de 1980, se fue consolidando la idea de que combatir la inflación no era un objetivo más, sino el principal que debían perseguir
las autoridades económicas y al que debían supeditarse los demás.
Desde
el punto de vista doctrinal, ese cambio reflejaba el triunfo de las ideas monetaristas y liberales sobre
el keynesianismo dominante desde el final de la segunda guerra mundial. Y, en particular, suponía abandonar la obligación formal de mantener «altos y
estables niveles de empleo», lo cual, según
Nicholas Kaldor, fue «probablemente, la innovación más revolucionaria del siglo en la
esfera de la administración pública».135
Cuando se inició el cambio de paradigma, a mediados de la década de
1970, las
economías vivían fuertes
tensiones inflacionistas como consecuencia de la subida de los precios
del petróleo y del conflicto constante entre el capital y el trabajo para
apropiarse de la mayor parte posible del ingreso. Y en ese contexto
fue fácil que se consolidara la idea de que, ante todo, debía combatirse la inflación.
Pero
aceptar —como se viene haciendo en los últimos años— que combatir la inflación es el principal
objetivo de la política económica
y que su origen es «siempre y
en todos los sitios un fenómeno monetario» conlleva varias consecuencias
inevitables.
En
primer lugar, que el objetivo de crear el mayor volumen posible de empleo
desaparece de la agenda de la política económica. En segundo lugar, que la tarea principal
debería ser el control de los precios
y, por tanto, el de los salarios, que, al fin y al cabo, no
son sino el precio del factor trabajo. En tercer lugar, que las políticas fiscales
y, en general, todas las
manifestaciones del
intervencionismo estatal no
sólo eran
innecesarias, sino contraproducentes. Como había señalado Friedman
y más adelante los
defensores de las nuevas teorías de las expectativas racionales, la política
económica era innecesaria y sería suficiente, como ya comentamos, con una regla
estricta que garantizara un crecimiento sostenido
y bajo control de la oferta
monetaria.
Finalmente,
todo eso quería decir que la presencia de las autoridades representativas podía
reducirse al mínimo a la hora de tomar decisiones económicas mientras que los
bancos centrales independientes asumían el control de la situación para poner en marcha ese nuevo tipo de política monetaria.
Nicholas
Gregory Mankiw resumía la idea años después en uno de los manuales de
macroeconomía más utilizados por los estudiantes de ciencias económicas de todo el planeta: «La teoría cuantitativa del dinero establece que el banco central,
que controla la oferta monetaria, tiene el control último de la tasa de inflación. Si el banco central mantiene estable la oferta monetaria, el nivel de precios se mantiene estable.
Si eleva rápidamente la oferta monetaria, el nivel de precios sube
rápidamente».136
Las puesta en marcha de estos principios de actuación se traduce en dos medidas principales: por un lado, en la disminución de la masa salarial; y, por otro, en la tendencia al alza de los tipos de interés como consecuencia de la restricción monetaria. Y el efecto combinado de ambas medidas es la disminución de la demanda (como consecuencia del menor gasto en consumo), de la inversión (al encarecerse la inversión), del empleo (al disminuir las ventas) y del crecimiento económico. Los datos lo corroboran claramente. Las estimaciones realizadas por Angus Maddison, por ejemplo, demuestran que la tasa de crecimiento fue más elevada en los períodos de políticas keynesianas más intensas (1960-1980) que en los períodos en que predominaron las políticas neoliberales (1980-2000), tanto en los países más ricos de la OCDE como en los menos avanzados. En los primeros fue del 3,5 por ciento entre 1960 y 1980, y del 2 por ciento en el período 1980-2000. Y en los menos avanzados fue del 5,5 por ciento en la primera etapa, y del 2,6 por ciento en la segunda. 137
Eso
quiere decir que el objetivo y el resultado de la lucha contra la inflación que
se está llevando a cabo en el mundo en los últimos años no es sólo que bajen
los precios, que es lo que busca una política antinflacionista, sino también el
freno de la actividad económica como medio de modificar la pauta de
distribución de la renta bajando los salarios. Lo que se ha hecho con
la economía ha sido como conducir un automóvil con el freno pisado para evitar
que aumente de velocidad, una estrategia que ha provocado paro y salarios más bajos, y que ni siquiera favorece
a todos los perceptores de rentas de capital en su conjunto. Sólo
ganan las empresas que tienen una posición
de fuerte privilegio
y poder en
el mercado y
que disponen de clientes cautivos o de mercados en otros
lugares de mundo. La inmensa
mayoría de las empresas viven del consumo que deriva de la masa salarial, de
modo que su disminución les
perjudica. Pero las grandes corporaciones que tienen muchos países donde poder compensar la pérdida de poder
adquisitivo o que venden bienes y servicios que tienen el consumo garantizado en la gran mayoría de los hogares
sí pueden aprovecharse de una política
deflacionista de este tipo (porque seguirán vendiéndolos aunque baje el
ingreso al haber más paro, por ejemplo). Así lo reconocía, por ejemplo, John
Kenneth Galbraith: «Una rigurosa tentativa de control monetario a principios de
la década de los ochenta en Estados Unidos contribuyó a la más grave recesión
desde la Gran Depresión. Se eliminaron el poder sindical y la presión alcista resultante sobre los precios,
ciertamente, pero esto se consiguió, en una parte considerable, restringiendo
la fuerza económica e incluso la solvencia de los empresarios».138
Hoy día, en realidad desde hace años, la inflación es muy baja o incluso negativa, y en muchos países hay una auténtica deflación, mientras que los niveles de paro son elevados. ¿Por qué, a pesar de ello, se siguen manteniendo políticas deflacionistas? La respuesta no parece que pueda ser otra distinta a la que se acaba de exponer: lo que en realidad se persigue con estas políticas no es combatir la inflación (que está bajo mínimos), sino provocar artificialmente escasez de empleos para que bajen los salarios y para que el paro disminuya la capacidad de resistencia de las clases trabajadoras convirtiéndose en el potente instrumento disciplinario que es. Y, a partir de ahí, para que los beneficios puedan ser más elevados que nunca. En España, por ejemplo, estas políticas son las que han permitido que la masa salarial haya bajado en unos 150.000 millones de euros en casi cuarenta años, desde 1976 hasta la actualidad, según los datos de la Contabilidad Nacional.
Al encumbrar
la inflación como único objetivo de la política económica a costa de provocar caída en la actividad
y en el empleo, parece que se le da la razón a los economistas, que, como
hiciera Harry Gordon Johnson, vienen afirmando desde años que «la falta de
puestos de trabajo hoy día tiene que atribuirse a una decisión
deliberada de las autoridades económicas».139 Y quizá por eso se trata siempre de ocultar lo
que hay detrás de estas políticas deflacionistas. Así lo reconoció claramente un asesor del gobernador del Banco
de Inglaterra cuando comenzaron a ponerse en marcha estas políticas:
«[…]
descubrir los objetivos sería un ejercicio muy peligroso, los objetivos, o bien
serían inaceptables para la opinión pública, o bien inadecuados para
asegurar una reducción sustancial de la tasa de inflación,
o bien ambas cosas a la vez».140
A pesar
de ello, fueron
muchos los economistas que supieron descubrir la razón y las consecuencias
que se trataban de ocultar con este tipo de planteamientos destinados a hacer aparecer la lucha contra la
inflación como una estrategia neutra e
imprescindible para todos. Entre ellos está el premio
Nobel James Tobin, quien ya
en 1981 expresó con rotundidad lo que
se podía esperar de este tipo de políticas: «[…] las redistribuciones de la
renta, la riqueza y el poder del Estado a las empresas
privadas, de los trabajadores a los capitalistas y de los pobres a los
ricos».141
Citas
134. M. Friedman y R. Friedman,
Libertad
de elegir: hacia
un
nuevo liberalismo económico, Grijalbo, Barcelona, 1980, p. 353.
135. N. Kaldor, Ensayos sobre política económica, Tecnos,
Madrid, 1971, p.
129.
136. N. G. Mankiw, MacroeconomÍa, Antoni Bosch, Barcelona, 1997, p. 199.
137. A. Maddison, «La economía de Occidente y la del resto del mundo en el
último milenio», Revista de Historia Económica
/ Journal of Iberian and
Latin American Economic History, Fundación SEPI, Centro de Estudios
Constitucionales e Instituto Laureano Figuerola, año XXII, n.º 2, verano
de
2004, pp. 259-336.
138. Galbraith,
La cultura de la satisfacción: los impuestos, ¿para qué?:
¿quiénes son los beneficiarios?,
Ariel, Barcelona, 1992, p. 98.
139. H. G. Johnson,
Teoría de la distribución de la renta,
Tecnos, Madrid,
1981, p. 281.
140. Ph. Armstrong,
A.
Glyn
y J. Harrison,
Capitalism since
1945, Basil
Blackwell, Oxford, 1991, p. 308.
141. Citado en S. Bowles,
D. M. Gordon y T. E. y Weisskopf, La economía del despilfarro, Alianza Editorial, Madrid, 1989, p. 85
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