Por Joseph Stiglizt
ELIMINAR LA
DESIGUALDAD EXTREMA: UN OBJETIVO DE DESARROLLO SOSTENIBLE, 2015-2030[35*](escrito en
coautoría con Michael Doyle)
Durante la
Cumbre del Milenio de las Naciones Unidas celebrada en septiembre de 2000, los
Estados miembros de la ONU dieron un espectacular paso adelante al anteponer
las personas a los Estados en el centro de su programa. En su Declaración del
Milenio,[47] los líderes mundiales
reunidos acordaron una serie de objetivos tremendamente ambiciosos de cara al
logro de la paz mediante el desarrollo, el medio ambiente, los derechos
humanos, la protección de los más vulnerables, las necesidades especiales de
África y las reformas de las instituciones de la ONU. La codificación de los
objetivos de la declaración relacionados con el desarrollo, que surgió en el
verano de 2001 como los ahora ya familiares ocho Objetivos de Desarrollo del
Milenio (ODM), que debían realizarse antes de 2015, fue particularmente
influyente.[48]
Erradicar la
pobreza extrema y el hambre.[49]
Reducir a la
mitad la proporción de personas que viven con menos de un dólar al día y que
padecen hambre.
Alcanzar la
educación primaria universal.
Garantizar que todos los
niños y niñas finalicen la escuela primaria.
Fomentar la
igualdad de género y el empoderamiento de las mujeres.
Eliminar las
disparidades de género en la enseñanza primaria y secundaria, preferentemente
antes de 2005, y a todos los niveles antes de 2015.
Disminuir la
mortalidad infantil.
Reducir en dos tercios el
índice de mortalidad entre los niños menores de cinco años.
Mejorar la
salud maternal.
Reducir en tres cuartas
partes la proporción de mujeres que mueren durante el parto.
Combatir el
sida/VIH, la malaria y otras enfermedades.
Detener y
comenzar a revertir la difusión e incidencia de la malaria y otras enfermedades
importantes.
Garantizar
la sostenibilidad medioambiental.
Integrar los
principios del desarrollo sostenible en las políticas y programas nacionales y
revertir la pérdida de recursos medioambientales.
Reducir a la mitad la
proporción de gente sin acceso a fuentes de agua potable antes de 2015. Lograr
una mejora manifiesta del nivel de vida de al menos cien millones de
chabolistas antes de 2020.
Lograr una colaboración
global para el desarrollo.
Desarrollar más a
fondo un sistema de comercio y financiero que incluya el compromiso con la
buena gobernanza, el desarrollo y la reducción de la pobreza, tanto a escala
nacional como internacional.
Abordar
las necesidades especiales de los países menos desarrollados, y las de los
Estados sin litoral o isleños en vías de desarrollo.
Ocuparse de
forma exhaustiva de los problemas de deuda de los países en vías de desarrollo.
Crear empleo digno y productivo para la juventud.
Facilitar el
acceso a medicamentos fundamentales en países en vías de desarrollo en
colaboración con las empresas farmacéuticas.
Facilitar los
beneficios de las nuevas tecnologías, sobre todo las tecnologías de la
información y la comunicación en colaboración con el sector privado.
Como más
tarde los describió el secretario general de la ONU, Kofi Annan, los ODM
constituyeron un extraordinario esfuerzo de coordinación internacional.
Permitieron establecer un terreno común entre agencias de desarrollo
competitivas, inspiraron acciones concertadas por parte de organizaciones
internacionales y Estados nacionales y ofrecieron una oportunidad a los
ciudadanos para que insistieran en que los Estados se centrasen en el pueblo al
que decían representar. En resumidas cuentas, transformaron el orden del día de
los líderes mundiales.[50]
Catorce
años después, el historial de los ODM es desigual. Algunos de ellos, como la
reducción a la mitad del número de personas que viven en la pobreza extrema, se
han cumplido a nivel global, pero ninguno se ha cumplido en todos los países.
Es improbable que otros, como el acceso universal a la enseñanza primaria, se
cumplan antes de 2015.[51]
Ahora bien,
aunque el logro de estos objetivos hubiera sido impresionante, ni aun tomados
en conjunto representarían una imagen completa o exhaustiva del desarrollo
humano. Estaban constreñidos por aquello en lo que pudieran ponerse de acuerdo
los Estados miembros en 2000, y en particular, carecían de una concepción del
desarrollo equitativo.[52] Mientras
la comunidad internacional reflexiona sobre cuál va a ser el conjunto de
objetivos que va a suceder a los ODM, ya va siendo hora de abordar esa
limitación, añadiendo a los ocho objetivos originarios el de «eliminar la
pobreza extrema».
Cada país
tiene una economía política particular que conforma el alcance y los efectos de
las desigualdades, y cada uno requiere ser evaluado de manera separada. Las
notables diferencias existentes en el alcance y la naturaleza de la desigualdad
entre distintos países no están determinadas únicamente por fuerzas económicas,
sino también por fuerzas políticas.
El objetivo
no es la igualdad plena. Es posible que ciertas desigualdades económicas
propicien el crecimiento económico. Puede que otras no merezca la pena
abordarlas porque supondría infringir libertades preciadas. Si bien el punto
exacto en el que las desigualdades se vuelven nocivas puede variar de un país a
otro, en cuanto la desigualdad se vuelve extrema, se manifiesta en
consecuencias sociales, económicas y políticas perniciosas. Las desigualdades
extremas tienden a obstaculizar el crecimiento económico y minar tanto la
igualdad política como la estabilidad social. Y dado que las desigualdades
tienen efectos económicos, sociales y políticos acumulativos, cada uno de estos
factores requiere una atención separada y concertada. Primero analizaremos los
argumentos económicos a favor de la reducción de las desigualdades extremas, y
a continuación nos ocuparemos de los argumentos políticos y sociales.
Economistas de orientaciones
ideológicas muy dispares están de acuerdo en que la desigualdad de ingresos y
de activos tiene efectos económicos perniciosos. Una desigualdad cada vez
mayor, con una distribución de los ingresos excesiva en los escalafones
superiores, reduce la demanda agregada (los ricos tienden a gastar una
proporción menor de sus ingresos que los pobres), lo cual puede ralentizar el
crecimiento económico. Los intentos de las autoridades monetarias de contrarrestar
estos efectos pueden contribuir a la creación de burbujas crediticias, y a su
vez estas burbujas pueden desembocar en la inestabilidad económica. De ahí que
a menudo se asocie la desigualdad con la inestabilidad económica. Consideradas
las cosas desde ese punto de vista, poco tiene de sorprendente que la
desigualdad alcanzara niveles elevados antes de la Gran Recesión de 2008 y
antes de la Gran Depresión de la década de 1930.[54]
Investigaciones recientes del Fondo Monetario Internacional muestran que un
elevado nivel de desigualdad está ligado a ciclos de crecimiento más cortos.[55]
Gran parte
de la desigualdad que se observa a través del mundo está ligada a la captación
de renta (por ejemplo, el ejercicio del poder de monopolio), y esa desigualdad socava
manifiestamente la eficacia económica. Ahora bien, quizá la peor dimensión de
la desigualdad sea la desigualdad de oportunidades, que es tanto la causa como
la consecuencia de la desigualdad de los resultados, y causa ineficacia
económica y disminución del desarrollo, ya que gran número de individuos no
consigue hacer realidad sus expectativas.[56]
Los países con una elevada desigualdad tienden a invertir menos en bienes
públicos como infraestructura, tecnología y enseñanza, que contribuyen a la
prosperidad y el crecimiento económicos a largo plazo.
Reducir la
desigualdad, por otra parte, tiene claras ventajas económicas y sociales.
Robustece la impresión de la gente de vivir en una sociedad justa; mejora la
cohesión y la movilidad sociales, al incrementar las posibilidades de que las
personas hagan realidad sus expectativas, y amplía el apoyo a las iniciativas
de crecimiento. En última instancia, las políticas que apuntan al crecimiento
pero que dan la espalda a la igualdad pueden ser contraproducentes, mientras
que las políticas que reducen la desigualdad (por ejemplo fomentando el empleo
y la enseñanza) tienen efectos beneficiosos sobre el capital humano que las
economías modernas cada vez requieren más.[57].
Argumentos
políticos y sociales
En parte,
las brechas entre ricos y pobres son el resultado de fuerzas económicas, pero
también son, y puede que lo sean todavía más, el resultado de opciones
políticas como la fiscalidad, el nivel del salario mínimo y las partidas
invertidas en atención sanitaria y educación. De ahí que países cuyas
circunstancias económicas son similares en todo lo demás puedan tener grados
notablemente diferentes de desigualdad. A su vez, estas desigualdades afectan
al diseño de las medidas políticas, porque hasta los cargos democráticamente
elegidos responden más atentamente a los puntos de vista de los votantes
adinerados que a los de la gente más humilde.[58]
Cuanto más se permita a la riqueza desempeñar un papel ilimitado a la hora de
financiar campañas electorales, más probable es que la desigualdad económica se
traduzca en desigualdad política.
Como ya he
indicado, las desigualdades extremas no sólo minan la estabilidad económica
sino también la estabilidad social y política. Ahora bien, no existe ninguna
relación causal sencilla entre desigualdad económica y estabilidad social
medida en función de los índices de delincuencia o de disturbios civiles.
Ninguna de estas dos formas de violencia guarda correlación con los
coeficientes de Gini o de Palma (la porción de los ingresos del Producto
Interior Bruto del 10 por ciento superior de la población dividida por la del
40 por ciento de la población más pobre).[59]
Existen, sin embargo, vínculos sustanciales entre violencia y «desigualdades
horizontales» que combinan la estratificación económica con la raza, la etnia,
la religión o la región. Cuando los pobres pertenecen a un grupo racial, etnia,
religión o región, y los ricos a otro, suele hacer su aparición una dinámica
letal y desestabilizadora.
Un estudio que echa mano de
123 encuestas nacionales de 61 países en vías de desarrollo documenta
meticulosamente los efectos de las desigualdades en materia de activos entre
etnias diferentes. Para un país típico con valores promedio en todas las
variables que dan cuenta de la violencia, la probabilidad de conflictos civiles
en un año dado es del 2,3 por ciento. Si el nivel de desigualdad de activos
horizontal entre grupos étnicos aumenta hasta el percentil 95 (y las demás
variables se mantienen en sus valores promedio), la probabilidad de conflictos
aumenta hasta el 6,1 por ciento: más del doble. Una comparación similar
centrada en las diferencias de ingresos entre grupos religiosos muestra un
incremento desde el 2,9 por ciento al 7,2 por ciento: de nuevo, de más del
doble.[60] Otro estudio que empleaba
métodos similares señala que las disparidades regionales de riqueza guardan
correlación con un riesgo especialmente elevado de estallido de conflictos en
el África subsahariana.[61]
Empleando una metodología
distinta —centrada en las disparidades geográficas en materia de ingresos
ligadas a la diferenciación étnica en lugar de las encuestas para medir las
desigualdades—, otros autores confirman los peligros de las grandes
desigualdades horizontales. Concentrándose en el periodo posterior a la Guerra
Fría (1991-2005) para obtener medidas específicas de producción económica per
cápita para cada grupo étnico, Lars Erik Cederman, Nils Weidmann y Kristian
Gleditsch dividen la suma total de la producción económica en un área de
asentamiento étnica dada por el tamaño de un grupo de población. La conclusión
a la que llegan es que tanto los grupos étnicos relativamente más pobres como
los relativamente más ricos tienen una probabilidad mayor de vivir guerras
civiles. Al demostrar que no sólo obran aquí los factores demográficos,
muestran que cuanto más rico (o más pobre) sea un grupo etnográfico, mayor es
la probabilidad de que los grupos situados en los extremos estén abocados a la
guerra civil con otros grupos etnográficos.[62]
Del mismo
modo que los debates sobre pobreza y reducción de la pobreza se ampliaron a
partir de la concentración exclusiva en los ingresos
para abarcar muchas otras dimensiones de privación —entre ellas la de la salud
y el medio ambiente—, también evolucionaron en el caso de la desigualdad.[63] Es más, en la mayoría de países las
desigualdades de fortuna superan a las desigualdades de ingresos. Sobre todo en
países que carecen de sistemas de atención sanitaria adecuados, un índice Palma
que reflejara el estatus sanitario sin duda pondría de manifiesto mayores
desigualdades aún que un índice Palma de los ingresos. Un índice Palma basado
en la exposición a peligros medioambientales seguramente pondría de manifiesto
una tendencia similar.
Una de las formas más perniciosas de
desigualdad es la que concierne a la desigualdad de oportunidades, reflejada en
la falta de movilidad socioeconómica, que condena con casi toda seguridad a
quienes han nacido en la parte inferior de la pirámide económica a permanecer
en ella. Alan Krueger, expresidente del Consejo de Asesores Económicos de
Estados Unidos, ha destacado este vínculo entre la desigualdad y la falta de
oportunidades.[64] La desigualdad de
ingresos tiende a ir asociada a una menor movilidad económica y menos
oportunidades entre una generación y otra. El hecho de que quienes han nacido
en la parte inferior de la pirámide económica estén condenados a no
materializar plenamente sus expectativas no hace sino ratificar la correlación
a largo plazo entre la desigualdad y un menor crecimiento económico.[65] Que estas dimensiones de la desigualdad
estén relacionadas indica que concentrarse en una dimensión a la vez quizá
suponga subestimar la verdadera magnitud de las desigualdades sociales y
proporcione unos fundamentos inadecuados en los que basar una política. Por
ejemplo, la desigualdad sanitaria es tanto causa como consecuencia de la
desigualdad de ingresos. Las desigualdades educativas son uno de los
determinantes primordiales de las desigualdades de ingresos y oportunidades. A
su vez, como hemos subrayado, cuando existen patrones sociales nítidos de estas
múltiples desigualdades (por ejemplo, las que están asociadas a la raza o la
etnia), las consecuencias para la sociedad (incluida la inestabilidad social)
aumentan.
Nosotros
propusimos que el objetivo siguiente —llamémoslo «Objetivo Nueve»— fuera
incorporado a las revisiones y actualizaciones de los ocho objetivos
originarios: eliminación de la desigualdad extrema a nivel nacional en
todos los países. De cara a cumplir este objetivo, proponemos las metas siguientes:
Reducir
las desigualdades extremas de ingresos en todos los países antes de 2030, de
manera que los ingresos del 10 por ciento superior —una vez deducidos los impuestos—
no superen los ingresos posteriores a transferencias del 40 por ciento
inferior.
Establecer
en todos los países una comisión pública encargada de evaluar e informar sobre
los efectos de las desigualdades nacionales antes de 2020.
El consenso
en torno a que el mejor indicador de estas metas es el índice Palma, que se
centra de forma efectiva en las desigualdades extremas, es cada vez mayor: el
índice de ingresos de quienes se encuentran en la parte superior de la pirámide
social en relación con los de quienes se encuentran en la parte inferior.[66] En muchos países de todo el mundo son los
cambios en estos extremos los que resultan más perceptibles y odiosos, mientras
que la proporción de ingresos que corresponde a la parte intermedia de la
pirámide permanece relativamente estable.[67]
Todos los países deberían concentrarse en sus desigualdades «extremas», es
decir, aquellas desigualdades que más perjudican al crecimiento económico
equitativo y sostenible y que minan la estabilidad social y política. Un índice
Palma de 1 es un ideal que pocos países alcanzan. Por ejemplo, no parece que
los países escandinavos, cuyos índices Palma son de 1 o menos,[68] padezcan las cargas asociadas a la
desigualdad extrema. Más aún, de acuerdo con algunos informes, parece que se
benefician de un «multiplicador de igualdad» que abarca los diversos aspectos
de su desarrollo socioeconómico y que hace que, además de equitativos y
estables, sean eficientes y flexibles.[69]
Ahora bien, los países no
sólo se distinguen entre sí por su grado de desigualdad, sino también por su
cultura, su tolerancia hacia las distintas formas de desigualdad y su capacidad
para el cambio social. De ahí que la meta más importante sea la segunda: el
diálogo nacional antes de 2020 acerca de lo que hay que hacer para abordar las
desigualdades más relevantes de cada país en concreto. Dicho diálogo llamaría
la atención sobre las políticas que exacerban la desigualdad en cada país (por
ejemplo, las deficiencias del sistema de enseñanza, del sistema legal, o de los
sistemas fiscales y los pagos de transferencia), aquellas que distorsionan la
economía a la vez que contribuyen a la inestabilidad económica, política y
social, y aquellas que podrían cambiarse con mayor facilidad.[70]
El apoyo a la reducción de
las desigualdades extremas está muy difundido.[71]
En una carta dirigida al doctor Homi Kharas, autor principal y secretario
ejecutivo del secretariado que apoya el Grupo de Alto Nivel de Personas
Eminentes para la Agenda de Desarrollo después de 2015, noventa economistas,
universitarios y expertos en desarrollo instaron a que se convirtiera en
prioridad la reducción de la desigualdad del marco de desarrollo posterior a
2015, y propusieron medir la desigualdad utilizando el índice Palma,[72] aduciendo que —lo que coincide con nuestro
análisis— la desigualdad representa una amenaza para la erradicación de la
pobreza, el desarrollo sostenible, los procesos democráticos y la cohesión
social.[73]
La
conciencia de los efectos adversos de la desigualdad ha llegado más allá de los
universitarios y activistas sociales. En un discurso de julio de 2013, el
presidente estadounidense Barack Obama subrayó el papel de la desigualdad en la
creación de las burbujas crediticias (como la que precipitó la Gran Depresión) y
la forma en que privan a la gente de oportunidades, lo que a su vez engendra
una economía ineficaz en la que los talentos de mucha gente no pueden ser
movilizados en beneficio de todos.[74]
También el papa Francisco, en su discurso en la favela Varginha de Río de
Janeiro, en el Día Mundial de la Juventud de 2013, subrayó la necesidad de una
mayor solidaridad, una mayor justicia social y una atención especial a las
circunstancias de la
juventud. Y además, lo que coincide una vez más con los estudios antes citados,
declaró que no se puede mantener la paz en sociedades desiguales con
comunidades marginadas.[75]
La
desigualdad tiene muchas dimensiones —algunas de ellas más odiosas que otras— y
existen muchas formas de medir esas desigualdades. Hay algo, sin embargo, de lo
que no cabe duda: el desarrollo sostenible no se podrá lograr mientras se haga
caso omiso de las disparidades extremas. Es imperativo que uno de los puntos
centrales de la agenda post-ODM sea la atención a la desigualdad.
Tras la
estela de la crisis del euro y del abismo fiscal estadounidense, resulta fácil
darle la espalda a los problemas de la economía mundial a largo plazo. Sin
embargo, mientras nosotros nos concentramos en las preocupaciones inmediatas,
esos problemas continúan enconándose, y si decidimos pasarlos por alto, lo
haremos por nuestra propia cuenta y riesgo.
El más grave
de ellos es el calentamiento global. Pese a que los pobres resultados de la
economía global hayan desembocado en la correspondiente ralentización del aumento de las emisiones de carbono, eso
no representa más que un breve respiro. Y Estados Unidos está muy por debajo de
la media: dado que hemos respondido con tanta lentitud al cambio climático,
respetar el límite objetivo de un aumento de dos grados (centígrados) en la
temperatura global exigirá drásticas reducciones de las emisiones en el futuro.
Ha habido
quien ha sugerido que, en función de la desaceleración económica, la cuestión
del calentamiento global debería ser postergada. Todo lo contrario, actualizar
la economía global de cara al calentamiento global ayudaría a restablecer la
demanda agregada y a restaurar el crecimiento.
Al mismo
tiempo, el ritmo del progreso tecnológico y de la globalización exige veloces
cambios estructurales tanto en los países desarrollados como en los países en
vías de desarrollo. Tales cambios pueden resultar traumáticos, y con frecuencia
los mercados no los manejan bien.
Del mismo
modo en que la Gran Depresión surgió en parte de las dificultades de pasar de
una economía rural y agraria a una economía urbana e industrial, los problemas
de hoy proceden en parte de la necesidad de pasar de una economía basada en la
industria a otra basada en los servicios. Es preciso crear nuevas empresas, y a
los mercados financieros contemporáneos se les da mejor la especulación y la
explotación que proporcionar fondos para nuevas empresas, sobre todo para las
pequeñas y medianas.
Más aún,
efectuar esa transición exige inversiones en capital humano que con frecuencia
los individuos no pueden sufragar. Entre los servicios que desea la gente se
encuentran la enseñanza y la atención sanitaria, dos sectores en los que el
Estado desempeña naturalmente un destacado papel (debido a imperfecciones de
mercado inherentes a estos sectores e inquietudes en torno a la equidad).
Antes de la
crisis de 2008, se hablaba mucho de desequilibrios globales y de la necesidad
de que los países con superávit comercial, como Alemania y China, incrementasen
su consumo. La cuestión sigue sobre el tapete; es más, la incapacidad de
Alemania para abordar su crónico superávit comercial es parte integral de la
crisis del euro. El superávit de China, en tanto porcentaje del PIB, ha
disminuido, pero las implicaciones a largo plazo aún están por ver.
Sin un
aumento del ahorro doméstico y un cambio más fundamental en los acuerdos
monetarios globales, el déficit comercial de conjunto de Estados Unidos no
desaparecerá. Lo primero exacerbaría la desaceleración económica del país, y
ninguno de los dos cambios está sobre la mesa. A medida que el consumo de China
aumente, no necesariamente comprará más bienes a Estados Unidos. De hecho, es
más probable que incremente su consumo de bienes no comerciales —como la
atención sanitaria y la enseñanza— que desembocan en profundas perturbaciones
de la cadena de suministro global, sobre todo en países que habían estado
suministrando los insumos para las empresas exportadoras chinas.
Por último,
hay una crisis mundial de desigualdad. El problema no reside sólo en que los
grupos con mayores ingresos obtienen una proporción mayor de la tarta
económica, sino también en que las personas de ingresos medios no están
recibiendo los frutos del crecimiento económico, al mismo tiempo que la pobreza
aumenta en muchos países. En Estados Unidos la igualdad de oportunidades ha
quedado desvelada como un mito.
Pese a que
la Gran Recesión ha exacerbado estas tendencias, ya eran visibles mucho antes
de que esta comenzase. Más aún, yo he argumentado (y también otros lo han
hecho) que uno de los motivos
de la desaceleración económica es la creciente desigualdad, y que, en parte,
esta se debe a los profundos cambios estructurales en curso en la economía
global.
A largo
plazo, un sistema económico y político que no cumple con las expectativas desde
el punto de vista de la mayoría de los ciudadanos no resulta sostenible. Con el
tiempo, la fe en la democracia y la economía de mercado disminuirá, y la
legitimidad de las instituciones y los acuerdos existentes se pondrá en tela de
juicio.
La buena
noticia es que en las últimas tres décadas la brecha entre los países
emergentes y los países avanzados se ha reducido mucho. No obstante, millones
de personas siguen viviendo en la miseria, y apenas ha habido progresos a la
hora de reducir la brecha entre los países menos desarrollados y los demás.
En este
último aspecto, unos acuerdos comerciales injustos —que incluyen el
mantenimiento de unas subvenciones agrícolas injustificables que deprimen los
precios de los que dependen los ingresos de muchas de las personas más pobres
del planeta— han desempeñado un papel importante. Los países desarrollados no
han cumplido su promesa de crear un régimen comercial que favorezca el
desarrollo, realizada en Doha en noviembre de 2001, ni el compromiso —adquirido
en la cumbre del G-8 de Gleneagles en 2005— de proporcionar una asistencia
significativamente mayor a los países más pobres.
Por sus
propios medios, el mercado no resolverá ninguno de estos problemas. El
calentamiento global es un problema de «bienes públicos» por excelencia. Para
llevar a cabo las transiciones estructurales que el mundo necesita, es preciso
que los Estados adopten un papel más activo en unos tiempos en los que la
exigencia de recortes va en aumento tanto en Europa como en Estados Unidos.
A la vez que
lidiamos con las crisis del presente, deberíamos preguntarnos si estamos
reaccionando de maneras que no hacen sino exacerbar nuestros problemas a largo
plazo. El itinerario trazado por los «halcones del déficit» y los abogados de
la austeridad debilita la economía aquí y ahora y socava las perspectivas de
futuro. La ironía reside en que, dado que la demanda agregada insuficiente es
la principal fuente actual de la fragilidad global, existe una alternativa:
invertir en nuestro futuro de formas que nos ayuden a abordar simultáneamente
los problemas del calentamiento global, los de la desigualdad y la miseria
globales, y la necesidad de cambios estructurales.
LA
DESIGUALDAD NO ES INEVITABLE[37*]
A lo largo
del último tercio de siglo se ha venido afianzando una tendencia insidiosa. Un
país que había experimentado el crecimiento compartido después de la Segunda
Guerra Mundial empezó a desgarrarse, tanto que cuando en 2007 se desató la Gran
Recesión, ya no se podía dar la espalda a las fisuras que habían acabado por
definir el panorama económico estadounidense. ¿Cómo se había convertido aquella
«ciudad brillante en lo alto de una colina» en el país avanzado con mayor nivel
de desigualdad?
Una de las
vertientes del extraordinario debate que ha puesto en marcha el oportuno e
importante libro de Thomas Piketty, El
capital en el sigloXXI, reposa sobre la noción de que los extremos
violentos de riqueza e ingresos son inherentes al capitalismo. Según este
esquema, deberíamos considerar las décadas que siguieron a la Segunda Guerra
Mundial —un periodo de rápida disminución de la desigualdad— como una anomalía.
En realidad,
esta es una lectura superficial de la obra del señor Piketty, que nos
proporciona un contexto institucional para comprender el ahondamiento de la
desigualdad con el paso del tiempo. Por desgracia, esa parte de su análisis ha
sido objeto de menor atención que los aspectos que parecen más fatalistas.
A lo largo
del pasado año y medio, The Great Divide
—la serie de artículos de TheNew York
Times para la que he ejercido de
moderador— también ha presentado una amplia gama de ejemplos que socavan la noción de que exista realmente ninguna ley
fundamental del capitalismo. La dinámica del capitalismo imperial del siglo XIX no tiene
por qué ser extensible a las democracias del XXI. No tenemos
por qué tener tanta desigualdad en Estados Unidos.
Nuestra
forma de capitalismo actual es un sucedáneo de capitalismo. Como prueba de
ello, les remito a nuestra respuesta a la Gran Recesión, con la que socializamos
pérdidas a la vez que privatizamos las ganancias. Una competencia perfecta
debería de reducir los beneficios a cero, al menos en teoría, pero a la vez hay
monopolios y oligopolios que acumulan continuamente grandes beneficios. Los
directivos disfrutan como promedio de unos ingresos 295 veces superiores a los
del trabajador medio, un índice mucho más elevado que en el pasado, sin que
haya indicio alguno de un aumento correspondiente de la productividad.
Si no han
sido las leyes inexorables de la economía las que han conducido a la gran
brecha estadounidense, ¿qué ha sido? La respuesta más directa es: nuestras
políticas. La gente se aburre de oír la historia del éxito escandinavo, pero lo
cierto es que Suecia, Finlandia y Noruega han tenido todos éxito en lograr
tanto crecimiento en los ingresos per cápita como Estados Unidos, o incluso más
rápido, y con un grado de igualdad mucho mayor.
Entonces,
¿por qué ha optado Estados Unidos por políticas que intensifican la
desigualdad? En parte, la respuesta es que a medida que la Segunda Guerra
Mundial fue quedando en el olvido, también lo hizo la solidaridad que había
engendrado. Cuando Estados Unidos salió victorioso de la Guerra Fría, no
parecía que frente a nuestro modelo económico hubiera un competidor viable. A
falta de esta competencia internacional, ya no teníamos que demostrar que
nuestro sistema era capaz de cumplir con la mayoría de los ciudadanos.
La ideología
y los intereses se solaparon de forma perversa. Alguna gente extrajo la lección
errónea del colapso del sistema soviético. La tortilla dio la vuelta, y se pasó
de un gran exceso de intervencionismo gubernamental a excesivamente poco. Los
intereses empresariales abogaron por prescindir de las regulaciones, aun cuando
esas regulaciones habían hecho muchísimo por proteger y mejorar nuestro
entorno, nuestra seguridad, nuestra salud y la misma economía.
No obstante,
esta ideología era hipócrita. Los banqueros —que se encontraban entre los
defensores más enérgicos del liberalismo económico— se mostraron más que
dispuestos a aceptar cientos de miles de millones de dólares del Estado en el
transcurso de los rescates que han sido un rasgo recurrente de la economía
global desde el comienzo de la era Thatcher-,Reagan de los mercados
«libres» y la desregulación.
El sistema
político estadounidense está dominado por el dinero. La desigualdad económica
se plasma en desigualdad política, y la desigualdad política genera una
desigualdad económica cada vez mayor. De hecho, como él mismo reconoce, el
argumento del señor Piketty depende de la capacidad de los dueños de la riqueza
para mantener elevado su índice de rentabilidad en relación con el crecimiento
económico una vez deducidos los impuestos. ¿Cómo lo consiguen? Diseñando las
reglas del juego para asegurar dicho desenlace, es decir, a través de la
política.
Por tanto,
el bienestar de las grandes empresas aumenta al mismo ritmo que se limita el
bienestar de los pobres. El Congreso mantiene las subvenciones para
agricultores ricos a la vez que recortamos el apoyo alimentario a los
necesitados. A las empresas farmacéuticas se les han entregado cientos de miles
de millones de dólares a la vez que se limitan las prestaciones de Medicaid.
Los bancos que provocaron la crisis global recibieron miles de millones, mientras
que los propietarios de viviendas y las víctimas de las prácticas prestamistas
predatorias de esos mismos bancos recibían una miseria. Esta última decisión
fue especialmente necia. Existían alternativas distintas a echarle dinero a los
bancos y esperar que este circulara mediante el aumento de los préstamos.
Podríamos haber ayudado directamente a los propietarios de vivienda que estaban
con el agua al cuello y a las víctimas de prácticas predatorias, lo que no sólo
habría fortalecido la economía, sino que nos habría colocado en la senda de la
recuperación.
Estamos
profundamente divididos. La segregación económica y geográfica ha inmunizado a
quienes se encuentran en la cima de la pirámide social frente a los problemas
de quienes se encuentran abajo del todo. Como los reyes de antaño, han acabado
por considerar, grosso modo, sus posiciones de privilegio como
un derecho natural. ¿Cómo explicar si no las recientes declaraciones del inversor de capital riesgo Tom Perkins, que
insinuó que criticar al 1 por ciento era equiparable al fascismo nazi, o las
que realizó el gigante de los fondos de capital riesgo Stephen A. Schwarzman,
que comparó el hecho de pedir a los financieros que paguen impuestos en la
misma proporción que quienes viven de su trabajo con la invasión hitleriana de
Polonia?
Nuestra
economía, nuestra democracia y nuestra sociedad han pagado por estas enormes
iniquidades. La verdadera piedra de toque de una democracia no está en la
cantidad de riqueza que puedan acumular sus príncipes en paraísos fiscales,
sino en el grado de bienestar del ciudadano medio, más aún en Estados Unidos,
donde la imagen que tenemos de nosotros mismos está arraigada en nuestra
pretensión de ser una gran sociedad de clases medias. No obstante, los ingresos
medios actuales son inferiores a los de hace un cuarto de siglo. El crecimiento
ha llegado a las máximas cumbres, donde la proporción se ha cuadruplicado desde
1980. Lejos de haberse ido filtrando hacia abajo (como se suponía que tenía que
hacer) el dinero se ha evaporado en el clima cálido de las islas Caimán.
Estados
Unidos hace tan poco por sus pobres que las privaciones que se están imponiendo
a una generación están siendo impuestas a la siguiente, ya que casi una cuarta
parte de los niños estadounidenses menores de cinco años viven en la pobreza.
Por supuesto, ninguna nación se ha aproximado jamás a ofrecer una igualdad de
oportunidades total. Pero ¿por qué Estados Unidos es uno de los países
avanzados donde las perspectivas de futuro de los jóvenes están tan determinadas
por los ingresos y el nivel educativo de sus padres?
Entre los
relatos más conmovedores de The Great
Divide estaban los que retrataban las frustraciones de la juventud, que
ansía incorporarse a nuestra menguante clase media. Unas matrículas por las
nubes y unos ingresos cada vez menores se han plasmado en unas cargas de deuda
mayores. A lo largo de los últimos treinta y cinco años, los ingresos de
quienes sólo tienen un diploma de secundaria se han reducido en un 13 por
ciento.
En lo que a la justicia se refiere, también se da
una amplia brecha. A ojos del resto del mundo y de una parte
significativa de su propia población, el encarcelamiento masivo es uno de los
rasgos distintivos de Estados Unidos, un país que, insistiré en ello, alberga a
alrededor de un 5 por ciento de la población mundial, pero también a
aproximadamente una cuarta parte de la población penitenciaria del planeta.
La justicia
se ha convertido en un bien accesible sólo a unos pocos. Mientras los
ejecutivos de Wall Street utilizaban a sus abogados (que cobran elevados
honorarios) para asegurar que no fueran responsabilizados de las fechorías que
la crisis de 2008 puso tan gráficamente de manifiesto, los bancos abusaron de
nuestro sistema legal para ejecutar hipotecas y desahuciar a personas, algunas
de las cuales ni siquiera estaban endeudadas.
Hace más de
medio siglo, Estados Unidos estuvo a la cabeza de la defensa de la Declaración
Universal de Derechos Humanos que adoptó Naciones Unidas en 1948. En la
actualidad, al menos en los países avanzados, el acceso a la atención sanitaria
se encuentra entre los derechos más universalmente aceptados. Estados Unidos, a
pesar de la puesta en práctica de la Ley de Atención Sanitaria Asequible, es la
excepción. Se ha convertido en un país con grandes brechas en el acceso a la
atención sanitaria, la esperanza de vida y los niveles de salud.
En medio del
alivio que experimentó mucha gente cuando el Tribunal Supremo no anuló la Ley
de Atención Sanitaria Asequible, las implicaciones de esta decisión para
Medicaid no se apreciaron plenamente. El objetivo del Obamacare —garantizar que
todos los estadounidenses tuvieran acceso a la atención sanitaria— se ha visto
frustrado: veinticuatro estados no han puesto en práctica el programa ampliado
de Medicaid, el medio a través del cual se suponía que Obamacare iba a cumplir
su promesa con algunos de los sectores más pobres de la sociedad.
Lo que
necesitamos no es una nueva guerra contra la pobreza, sino una guerra de
defensa de la clase media. Las soluciones para estos problemas no tienen que
ser novedosas, todo lo contrario. Obligar a los mercados a funcionar como tales
no sería un mal punto de partida. Hemos de poner fin a la sociedad captadora de
rentas hacia la que hemos ido gravitando, en la que los ricos obtienen
beneficios manipulando el sistema.
En lo
fundamental, el problema de la desigualdad no es una cuestión de economía
técnica, sino de política práctica. Garantizar que quienes están en la cima
paguen la proporción de impuestos que les corresponde —poner fin a los
privilegios especiales de los especuladores, las grandes empresas y los ricos—
es a la vez pragmático y justo. Revertir una política de la codicia no
significa abrazar una política de la envidia. La igualdad no tiene que ver sólo
con los tipos impositivos marginales de los de arriba sino también con el
acceso de nuestros hijos a la alimentación y el derecho a la justicia para
todos. Si invirtiéramos más en educación, sanidad e infraestructura,
sanearíamos nuestra economía, ahora y en el futuro. El hecho de que ya lo
hayamos oído en otras ocasiones no significa que no deberíamos volver a
intentarlo.
Hemos
localizado la fuente del problema: desigualdades políticas por un lado, y
políticas que han mercantilizado y corrompido nuestra democracia por otro. Sólo
una ciudadanía comprometida puede luchar para restablecer un Estados Unidos más
justo, y sólo podrá hacerlo si entiende la profundidad de ese reto y sus
dimensiones. No es demasiado tarde para recobrar nuestro lugar en el mundo ni
la noción de quiénes somos como país. La desigualdad cada vez más extendida y
profunda que padecemos no está impulsada por leyes económicas inmutables, sino
por leyes que hemos redactado nosotros mismos.
Continuará
Notas:
[47] Resolución de la Asamblea General 55/2, «Declaración del Milenio de
las Naciones Unidas», documento de la ONU A/RES/55/2, 8 de septiembre de
2000, www.un.org<<
[48]
Como se anunció en el apéndice al «Informe sobre la
hoja de ruta», documento de la ONU A/56/326 del 6 de septiembre de 2001. Los
Estados miembros de la ONU encargaron al secretario general de esta la
elaboración de una «hoja de ruta» que desarrollara y supervisara los
«resultados y puntos de referencia» («Followup to the Outcome of the Millennium
Summit», documento de la ONU A/RES/55/162, 18 de diciembre de 2000). Para un
análisis de los orígenes y la relevancia de los ODM, ver Michael Doyle,
«Dialectics of a Global Constitution: The Struggle over the UN Charter», European Journal of International Relations
18, núm. 4 (2012), pp. 601-624. <<
[49]
El indicador originario era un dólar diario, que desde
entonces ha sido aumentado a 1,25 dólares para que refleje la inflación. <<
[50]
Kofi Annan y Nader Mousavizadeh, Interventions: A Life in War and Peace, Nueva York, Penguin, 2012,
pp. 244-250 [Intervenciones: una vida en
la guerra y en la paz, Madrid, Taurus, 2013]. <<
[51]
Naciones Unidas, Informes
de los Objetivos de Desarrollo del Milenio 2013, pp. 4-5. Para más
información sobre el estado de los Objetivos de Desarrollo del Milenio, ver el
informe completo de 2013: www.un.org<<
[52]
Entre los objetivos originales no figuraba el acceso a
los derechos reproductivos, lo que se corrigió en 2005. Ver Resolución de la Asamblea General 60/1,
«2005 World Summit Outcome», Documento de la ONU A/RES/60/1, párrafos 57(g) y
58(c): mdgs.un.org. También
estaban ausentes de los objetivos las metas de gobernanza que se tienen en
consideración en la actualidad. Ver el Grupo de Alto Nivel de Personas
Eminentes para la Agenda de Desarrollo
posterior a 2015, A New GlobalPartnership: Eradicate Poverty
and Transform Economies through
Sustainable Development, Anexo II, p. 50: www.un.org<<
desigualdad,
ver Joseph Stiglitz, The Price of
Inequality, Nueva York, W. W. Norton, 2012, pp. 83-117 [El precio de la desigualdad, Madrid,
Taurus, 2012]. <<
[55] A. Berg, J.
Ostry y J. Zettelmeyer, «What Makes Growth Sustained?», Journal of Development
Economics 98, núm. 2 (2012). Para un tratamiento más teórico de los
vínculos entre desigualdad,
inestabilidad y desarrollo humano, ver Stiglitz, «Macroeconomic Fluctuations,
Inequality, and Human Development», Journal
ofHuman Development and Capabilities 13,
núm. 1 (2012), pp. 31-58. Reimpreso en Deepak Nayyar (ed.), Macroeconomics and Human Development, Londres, Routledge, Taylor
& Francis Group, 2013. <<
[56] William
Easterly, «Inequality Does Cause Underdevelopment: Insights from a New
Instrument», Journal of Development
Economics 84, núm. 2 (2007). El Consejo de Relaciones Exteriores informó
este año de que hay enormes diferencias en el rendimiento de los estudiantes
estadounidenses en función de su origen socioeconómico, y descubrió que en
Estados Unidos la riqueza familiar ejerce una influencia mayor sobre el
rendimiento que en cualquier otro país desarrollado. Ver Consejo de Relaciones
Exteriores, Remedial Education: Federal Education Policy, junio de 2013, www.cfr.org<<
[59]
Sería preferible una media de los ingresos
«posfiscales» (después de los impuestos sobre la renta y todos los demás) y los
ingresos posteriores a los pagos de transferencia (después de la vivienda, el
cuidado infantil, la Seguridad Social y otros subsidios), pero todavía no se
encuentra ampliamente disponible. Existen índices Palma para cada país
disponibles bajo pedido. Para solicitar estos datos no oficiales, pónganse por
favor en contacto con Alicia Evangelides en la dirección de correo electrónico ame2148@columbia.edu<<
[60]
Gudrun Østby, «Inequalities, the Political Environment and Civil
Conflict: Evidence from 55
Developing Countries»,
en Frances Stewart
(ed.), HorizontalInequalities and Conflict:
Understanding
Group Violence in Multiethnic Societies, Basingstoke, Palgrave Macmillan, 2008,
[61] Gudrun
Østby y Håvard Strand, «Horizontal Inequalities and Internal Conflict: The
Impact of Regime Type and Political Leadership Regulation», en K. Kalu, U. O.
Uzodike, D. Kraybill y J. Moolakkattu (eds.), Territoriality, Citizenship, and Peacebuilding: Perspectives on Challenges
to Peace in Africa,
Pietermaritzburg, Sudáfrica, Adonis & Abbey, 2013. <<
[62]
Lars Erik Cederman, Nils B. Weidmann y Kristian Skrede
Gleditsch, «Horizontal Inequalities and Ethnonationalist Civil War: A Global
Comparison», American Political Science
Review 105, núm. 3 (2011), pp. 487-489. <<
[63]
El clásico estudio del Banco Mundial Voices of the Poor subrayó que los
pobres no sólo padecían falta de ingresos, sino inseguridad y carencia de
capacidad expresiva. Esto quedó reflejado después en el Informe de Desarrollo Mundial sobre la Pobreza publicado cada diez
años por el Banco Mundial en 2000. La Comisión Internacional para la Medición
del Rendimiento Económico y el Bienestar Social (2010) hizo hincapié en que la
métrica del rendimiento (que incluye la producción y la desigualdad) tenía que
ser ampliada más allá de las medidas convencionales del PIB y/o los ingresos.
La OCDE ha continuado esta labor con su Iniciativa
para una vida mejor, que incluye la construcción de su Índice para una Vida
Mejor. Una parte importante de la
agenda del Grupo de Expertos de Alto Nivel de la OCDE sobre la Medición del
Rendimiento Económico y Bienestar Social es la construcción/evaluación de
formas alternativas de medición de la desigualdad. <<
[64]
Alan B. Krueger, «Land of Hope and Dreams: Rock and
Roll, Economics, and Rebuilding the Middle Class» (comentarios, Rock and Roll
Hall of Fame and Museum, Cleveland, Ohio, 12 de
[65]
Miles Corak, «Income Inequality, Equality of Opportunity, and
Intergenerational Mobility»,
[66]
Alex Cobham y Andy Sumner, «Putting the Gini Back in the Bottle? ‘The
Palma’ as a Policy
[67]
Ahora bien, esto no es cierto en lo que se refiere a
todos los países. En Estados Unidos, por ejemplo, se ha producido un
encogimiento de la clase media y una disminución del sector de población
comprendido entre, pongamos por caso, unos ingresos que superen en dos veces y
media los ingresos medios y la reducción de los ingresos correspondientes a
este grupo. Hace mucho tiempo que se considera que una democracia estable
depende de la existencia de una clase media próspera. De ahí que la decadencia
de la clase media deba resultar especialmente inquietante. (Para una exposición
más a fondo sobre estas cuestiones, ver Stiglitz, El precio de la desigualdad).
Una parte de los diálogos nacionales sobre desigualdad que recomendamos más adelante se centraría en la
naturaleza de las desigualdades que están apareciendo en diversos países. <<
[68]José Gabriel
Palma, «Homogenous Middles vs. Heterogeneous Tails, and the End of the
‘InvertedU’: The Share of the Rich Is What It’s All About», Cambridge Working
Papers in Economics (CWPE) 1111, enero de 2011, www.econ.cam.ac.uk<<
[69]
Karl Ove Moene, «Scandinavian Equality: A Prime Example
of Protection without Protectionism», en Joseph E. Stiglitz y Mary Kaldor
(eds.), The Quest for Security:
Protection without Protectionism and
the Challenge of Global Governance, Nueva York, Columbia University Press, 2013, pp. 48-74. <<
[70]
Por ejemplo, en Estados Unidos dicho diálogo pondría el
acento en la desigualdad en el acceso a la enseñanza y la atención sanitaria,
en un código de bancarrota que da prioridad a los derivados y que dificulta la
liquidación de los préstamos estudiantiles aun en caso de bancarrota, en un
sistema fiscal que grava los ingresos que los ricos obtienen de la especulación
con índices mucho menores que los ingresos salariales, en un salario mínimo
ajustado en función de la inflación que no ha aumentado en medio siglo, y en un
sistema de protección social que corrige mucho peor la desigualdad de ingresos
que los sistemas de otros países industriales avanzados. Analizaría la medida
en que la disparidad de ingresos es el resultado de diferencias de
productividad, diferencias que a su vez se explican en parte por la disparidad
en el acceso a la enseñanza de calidad, así como la medida en que la disparidad
de ingresos está relacionada con la búsqueda de rentas y el grado en que tales
disparidades se explican por las herencias. <<
[71]Alex Cobham
y Andy Sumner, «Is It All About the Tails? The Palma Measure of Income
Inequality», Centro para el Desarrollo Global, Working Paper 343, septiembre de
2013, www.cgdev.org<<
[72]
Ver la carta al doctor Homi Kharas del Brookings
Institute por parte de noventa economistas universitarios y expertos en
desarrollo apoyando el uso del índice Palma como forma de medir la desigualdad
en: www.post2015hlp.org<<
[74]
Michael Shear y Peter Baker, «Obama Focuses on Economy,
Vowing to Help Middle Class», TheNew York
Times, 24 de julio de 2013, www.nytimes.com<<
[75]
Papa Francisco, «WYD 2013: Full text of Pope Francis’s
address in Rio slum», Catholic Herald 25 de julio de 2013, www.catholicherald.co.uk<<
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