Por Joseph Stiglizt
OCTAVA PARTE
PONER A ESTADOS UNIDOS A TRABAJAR DE NUEVO
Este libro empezó con una breve
sección sobre la génesis de la Gran Recesión que se centraba en los
vínculos entre esa recesión y la desigualdad, y en cómo esta fue a la vez
consecuencia y causa de la misma. Cerraré el libro volviendo sobre esos temas.
Al concluir
el año 2009 quedó claro que habíamos salvado a los bancos y que el país se
había librado de otra Gran Depresión. No obstante, a esas alturas yo también
tenía claro que no habíamos situado a la economía en la trayectoria que conduce
a una recuperación rápida. Como señalé en la presentación del preludio, y sobre
todo en «Cómo salir de la crisis financiera», necesitábamos estímulos potentes,
bien diseñados, de grandes dimensiones y a largo plazo; nos hacía falta un
rescate, sí, pero uno que indujera a los bancos a hacer préstamos a las
pequeñas y medianas empresas. Las reformas regulatorias apropiadas nos
ayudarían a lograrlo y a reducir el margen para que los bancos se dedicasen a
especular y manipular los mercados. Necesitábamos una política de vivienda que
ayudase a los millones de estadounidenses que estaban perdiendo sus casas. No
hicimos ninguna de tales cosas. Si bien habíamos rescatado a los bancos, no
habíamos impedido que millones y millones de estadounidenses perdieran sus
empleos. La administración de Obama y la Reserva Federal tenían mayor confianza
que yo, al parecer, en que estábamos a punto de pasar página. A mediados de
2011 empezó a dejarse sentir la desilusión. Estaba claro que necesitábamos algo
más para poner a trabajar de nuevo a un número mayor de estadounidenses.
Escribí «Cómo volver a poner a trabajar a Estados Unidos» para Politico con la intención de ofrecer un
plan alternativo.
Corría el
año 2013, y la economía seguía débil. Estaba fraguándose un nuevo debate
nacional. ¿Existía una nueva normalidad? ¿Deberíamos aceptar un nuevo nivel de
desempleo, más elevado? Yo seguía creyendo que la principal razón de la
debilidad de nuestra economía era la falta de demanda, y una de las principales
razones subyacentes era nuestro nivel de desigualdad, que se había agravado
todavía más desde el comienzo de la recesión. En «La desigualdad está
retrasando la recuperación» vuelvo a explicar, de forma bastante pormenorizada,
por qué la desigualdad era tan mala para la economía, qué podíamos hacer para
reducirla y cómo, en consecuencia, podríamos lograr no sólo un mejor
rendimiento sino también menos desigualdad.
A medida que
se constataba que la recuperación seguía siendo anémica comenzaron a suscitarse
dudas sobre si el diagnóstico original de los problemas de la economía había
sido correcto: ¿tenía la economía algún problema más fundamental? En el momento
de la crisis, el diagnóstico habitual había sido que los bancos se habían
dedicado a hacer préstamos temerarios, por lo que estaban en bancarrota, y sin
un sistema bancario en condiciones la economía no puede funcionar. El dinero
suministrado por los bancos era como la sangre para el cuerpo. Por eso, se
argumentaba, era fundamental salvar a los bancos. No era porque adorásemos a
los bancos y a los banqueros, sino porque no podíamos prescindir de ellos. La
receta Obama-Bush se desprendía de este diagnóstico: metamos a los bancos en la
UVI, hagámosles una transfusión masiva de dinero (o, dicho de manera más
precisa, una infusión), y dentro de un año o dos todo habrá regresado a la
normalidad. En el ínterin a la economía le haría falta un empujón a corto plazo
—un estímulo—, pero puesto que el estímulo no era más que una medida temporal
que sólo iba a hacer falta durante el tiempo en que los bancos tardaran en
recuperarse, no había que ser demasiado tiquismiquis con los detalles. Y así
fue cómo lo que finalmente tuvimos fue un estímulo demasiado pequeño, demasiado
breve y no muy bien diseñado.
(Por
supuesto, como expliqué en Caída libre
y en partes anteriores de este libro, se podría haber salvado a los bancos sin
salvar a los banqueros ni a los accionistas ni a los poseedores de bonos. La
ironía de todo ello es que lo que hicimos fue innecesariamente oneroso para el
contribuyente y menos eficaz de lo que podía o debía de haber sido).
Dos años
después del colapso de Lehman Brothers los bancos, a grandes rasgos, gozaban de
nuevo de buena salud. El nivel de préstamos a pequeñas y medianas empresas
seguía siendo notablemente inferior al que había existido antes de la crisis,
pero eso se debía en parte a que habíamos centrado nuestros esfuerzos de
rescate en los grandes bancos, permitiendo así que cientos de bancos pequeños,
locales y regionales —que se dedican de manera desproporcionada a realizar
dichos préstamos— cerrasen. Aun así, la economía estadounidense no iba bien,
sobre todo si uno se fijaba en el ciudadano medio. Es más, en el momento de
enviar este libro a la imprenta, unos ocho años después del estallido de la
burbuja y del comienzo de la Gran Recesión, y casi siete años desde el colapso
de Lehman Brothers, los ingresos medios siguen estando por debajo del nivel
alcanzado hace un cuarto de siglo.
Escribí «El
libro del empleo» para explicar lo que estaba sucediendo. La inspiración
fundamental procede de la historia, de fijarme en la Gran Depresión y de
constatar el paralelismo entre lo que sucedió entonces y lo que está sucediendo
ahora. Los incrementos de productividad en la agricultura contribuyeron a un
espectacular descenso en los ingresos agrícolas de más del 50 por ciento. Los
agricultores no podían permitirse comprar bienes manufacturados en las
ciudades, por lo que allí los ingresos también descendieron. Y los agricultores
con ingresos descendentes estaban atrapados en sus granjas: no podían mudarse a
otros lugares. Dato interesante: quienes estaban en la ciudad y no podían
obtener empleo se vieron forzados a regresar a las granjas, y debido a la
mecanización de las zonas agrícolas más prósperas, se vieron obligados a emigrar
a algunas de las zonas más pobres.
Lo que hacía
falta era una transformación estructural de la economía, que la hiciera pasar
de la agricultura a la industria; pero los mercados no se ocupan muy bien por
sí solos de llevar a cabo esa clase de transiciones. La gente cuyas viviendas
habían perdido casi todo su valor ni siquiera tenía dinero como para marcharse
a las ciudades. Hacía falta asistencia gubernamental, y finalmente esta llegó
gracias a la Segunda Guerra Mundial: hacía falta trasladar a gente a las
ciudades para fabricar armamento y otras cosas necesarias para ganar la guerra.
Y luego, tras la guerra, proporcionamos a todos aquellos que combatieron —lo
que en la práctica quería decir a casi todos los varones jóvenes— enseñanza
universitaria gratuita, preparándolos para la «nueva economía» que en aquel
entonces estaba surgiendo.
El artículo
sostiene que bajo el malestar económico contemporáneo hay acontecimientos
similares: un aumento de la productividad en la industria que ha superado al
crecimiento de la demanda, de manera que el empleo global en la industria está
disminuyendo; cambios en las ventajas comparativas y la globalización
—impulsados por nosotros— que implican que Estados Unidos obtendrá una
proporción más reducida de este empleo menguante. Igual que la gente de
entonces, hemos sido víctimas de nuestro propio éxito. Y de nuevo al igual que
entonces, ante semejantes transformaciones estructurales, por sí solos los
mercados no dan buenos resultados. Sin embargo, ahora las cosas están todavía
peor: los nuevos sectores que deberían estar creciendo son sectores de
servicios como la atención sanitaria y la enseñanza, en los que el papel del
Estado es fundamental. Pero el Estado, en lugar de dar un paso al frente para
contribuir a esta transformación, se está echando atrás.
Si este
análisis es correcto, entonces se avecina un panorama desolador. Y en el tiempo
transcurrido desde que escribí este artículo, esos pronósticos se han cumplido
en no poca medida. Se ha producido un comportamiento mediocre de la economía
estadounidense a pesar de la existencia de fuerzas que cabría esperar que
hubieran conducido a una poderosa recuperación: un sector de alta tecnología
que es la envidia del resto del mundo y un boom en gas pizarra
y petróleo han hecho bajar de nuevo el precio de la gasolina a niveles
históricos. Pese a que mientras este libro está en prensa parece que el
crecimiento económico esté regresando por fin —ocho años después de que
comenzara la recesión en 2007—, ese crecimiento apenas es lo bastante robusto
como para crear empleo para quienes ingresan por primera vez en la población
activa. El nivel de desempleo se ha reducido, pero sobre todo porque la
participación en la población activa ha bajado a unos niveles que no se habían
visto en casi cuatro décadas: millones de estadounidenses han renunciado a
encontrar un empleo.
Ahora bien,
como he explicado aquí y en otras partes, este estancamiento a largo plazo (o
como a veces se denomina, secular) en el que parece estar sumido Estados Unidos
no es tanto una consecuencia de las leyes subyacentes de la economía como de
nuestras políticas: la negativa del Estado a facilitar la transformación
estructural y su negativa a hacer nada respecto a nuestro creciente nivel de
desigualdad.
Los
artículos finales de esta parte del libro están consagrados a reflexionar un
poco más sobre las implicaciones del cambio tecnológico y los enigmas que por
lo visto suscita. Los primeros los escribí antes del advenimiento de la Gran
Recesión, pero cuando para mí ya estaba muy claro que algo no iba bien en el
funcionamiento de nuestra economía. En «Escasez en una era de abundancia», me
pregunté cómo podía ser que en esta era de la abundancia, con todos los avances
tecnológicos de los que no paramos de alardear, haya al mismo tiempo tanta
gente en Estados Unidos y en otros lugares que lo está pasando cada vez peor.
La respuesta, en parte, era el incremento de la desigualdad: los frutos del
progreso estaban repartidos tan poco equitativamente que en Estados Unidos la realidad
era que la situación de las clases medias estaba empeorando.
A nivel
global, seguía habiendo dos problemas añadidos. Algunas de las políticas
estadounidenses estaban ayudando a los ricos del país más rico del mundo a
expensas de los más pobres de los países más pobres: las subvenciones para
nuestros agricultores podrían haberse empleado muchísimo mejor —invirtiendo en
infraestructura, tecnología o enseñanza—, pero se las dimos a agricultores
acaudalados, lo que hizo bajar los precios a escala global y empobreció más a
los agricultores pobres de los países en vías de desarrollo.
Además,
algunas de nuestras políticas de «bienestar corporativo» estaban enriqueciendo
a nuestras compañías petrolíferas y mineras a expensas de las generaciones
futuras. Estábamos subvencionando a esos contaminadores, que estaban agravando
el cambio climático, una vez más con dinero que podría haberse invertido
muchísimo mejor de otras maneras. Peor aún, se estaba distorsionando la
innovación. Nuestras innovaciones estaban excesivamente orientadas a ahorrar
trabajo —en un mundo en el que había una sobreabundancia de trabajadores en
relación con los empleos disponibles— y demasiado poco a preservar el medio
ambiente.
A largo
plazo, el éxito a la hora de mejorar nuestro nivel de vida dependerá del
crecimiento, del tipo adecuado de crecimiento, lo que significa una prosperidad
compartida que proteja el medio ambiente. En «Para crecer, gire a la
izquierda», explico cómo se puede obtener esa clase de crecimiento, por qué el
funcionamiento sin trabas del mercado no creará esa clase de crecimiento por sí
solo, y qué puede hacer el Estado. Lo que la crisis puso de manifiesto, por el
contrario, es que los mercados ni siquiera son eficientes o estables. Incluso
cuando los tipos de interés estaban muy bajos, el dinero —y las innovaciones—
no se orientaron hacia la creación de empleos bien remunerados ni al aumento de
la productividad en los sectores clave de la economía. Se orientaron hacia la
construcción de viviendas de pacotilla en pleno desierto de Nevada, y también
hacia la especulación. La innovación se orientaba hacia el diseño de nuevos
productos financieros que aumentaban los riesgos en lugar de gestionarlos
mejor. El artículo ofrecía el esbozo de un programa de crecimiento exhaustivo,
mucho más prometedor que la inestabilidad y el estancamiento que hemos
experimentado en décadas recientes.
En «El enigma de la innovación» pregunto: «¿Cómo
puede ser que pretendamos ser una economía de
la innovación y, sin embargo, esa innovación no aparezca en los datos
macroeconómicos, por ejemplo en el PIB per cápita?». Sugiero que en parte se
debe a que nuestras estadísticas de PIB no muestran realmente lo que está
sucediendo en nuestra economía (ese fue el tema principal de la Comisión sobre
la Medición del Desarrollo Económico y del Progreso Social, que yo presidí).[84] No obstante, también se debe en parte a
que ha habido bastante ruido mediático en torno a la innovación. Enfocar la
publicidad de manera más eficiente, como hacen Google y Facebook, es
importante, pero ¿cabe comparar de algún modo estas innovaciones con el
desarrollo de la electricidad, el ordenador, el láser o el transistor?
La otra cara
de la innovación, sin embargo, es real: si la productividad aumenta más
rápidamente que la demanda, se producirá una disminución de los ingresos y del
empleo. Eso es lo que sucedió durante la Gran Depresión. Antes hacía falta
alrededor de un 70 por ciento de la población activa para producir los
alimentos que necesitamos para sobrevivir. Ahora menos del 3 por ciento puede
producir más de lo que puede consumir incluso una sociedad obesa. Aquellos que
pierdan sus empleos no van a encontrar empleo automáticamente en otra parte.
Los tecnooptimistas citan el caso del automóvil: se perdieron empleos en la
fabricación de látigos de carruaje, pero se crearon muchísimos más en la
reparación y la fabricación de coches. Ahora bien, esto no tiene nada de
inevitable. Y no se crearán nuevos empleos si la demanda agregada es débil,
como sucede ahora.
La atención
del país está —o debería estar— centrada en el empleo. Unos veinticinco
millones de jóvenes estadounidenses que quisieran tener un empleo a tiempo
completo no lo encuentran. Ese nivel de paro juvenil supera en más del doble la
ya inaceptable media nacional. Estados Unidos siempre se ha considerado a sí
mismo como la tierra de las oportunidades, pero ¿dónde están las oportunidades
para nuestra juventud, que se enfrenta a perspectivas tan lúgubres? Históricamente,
quienes perdían su empleo obtenían otro rápidamente, pero un sector cada vez
más numeroso de los parados —que supera ahora el 40 por ciento— lleva más de
seis meses sin trabajar.
El jueves el
presidente Barack Obama pronunciará un discurso en el que delineará su visión
de lo que se puede hacer. Otros deberían estar haciendo lo mismo.
En el país
hay un pesimismo creciente. La retórica nos hará bien. Pero ¿realmente hay algo
que se pueda hacer, dadas los amenazantes deuda y déficit del país?
La respuesta
de la ciencia económica es: podemos hacer mucho para crear empleo y fomentar el
crecimiento.
Existen
políticas capaces de lograrlo, y además reducir la tasa de deuda pública en
relación con el PIB a medio y largo plazo. Incluso hay cosas que, aunque sean
menos eficaces a la hora de crear empleo, también podrían proteger el déficit a
corto plazo.
Ahora bien,
que la política nos permita hacer lo que podemos y debemos hacer ya es otro
asunto.
El pesimismo
es comprensible. La política monetaria, uno de los principales instrumentos de
gestión de la macroeconomía, no ha sido eficaz, y es probable que siga sin
serlo. Creer que podría sacarnos del lío que ha contribuido a armar sería
engañarse. Por nuestro propio bien, tenemos que reconocerlo.
Entretanto, el
voluminoso déficit y la deuda pública excluyen, en apariencia, el recurso a la
política fiscal. O eso se nos dice. Y no hay consenso alguno en torno a qué
política fiscal podría dar resultado.
¿Estamos
condenados a un prolongado periodo de «malestar económico» a la japonesa hasta
que el excesivo coeficiente de deuda y la capacidad real se reajusten? La
respuesta, he sugerido yo, es un «no» rotundo. Dicho con más exactitud: no se
trata de un desenlace inevitable.
En primer
lugar, hemos de acabar con dos mitos. Uno es que la reducción del déficit
saneará a la economía. No se crea empleo y crecimiento despidiendo a
trabajadores y recortando el gasto público. La razón por la que las empresas
con acceso a capital no están invirtiendo y contratando es que hay insuficiente
demanda de sus productos. Debilitar la demanda —eso es lo que significa la
austeridad— no hace sino desalentar la inversión y la contratación.
Como ha
subrayado Paul Krugman, no existe ningún «hada de la confianza» que inspire
mágicamente a los inversores en cuanto ven reducirse el déficit. Ese
experimento lo hemos intentado una y otra vez. El presidente Herbert Hoover
convirtió el crac de la bolsa en la Gran Depresión aplicando la fórmula de la
austeridad. Yo pude comprobar de primera mano cómo la austeridad impuesta por
el Fondo Monetario Internacional a los países de Asia oriental convirtió las
desaceleraciones en recesiones y las recesiones en depresiones.
No logro
entender por qué, colocado ante pruebas tan abrumadoras, ningún país se impondría
a sí mismo algo semejante. Incluso el Fondo Monetario Internacional reconoce
ahora que el apoyo fiscal es necesario.
El segundo
mito es que el estímulo no funcionó. La supuesta prueba que corrobora esa
afirmación es sencilla: el desempleo culminó al alcanzar el 10 por ciento, y
sigue siendo superior al 9 por ciento. (Mediciones más precisas consideran
mucho más elevada esa cifra). La administración había anunciado, sin embargo,
que con el estímulo sólo llegaría al 8 por ciento.
La administración cometió un único
gran error, que yo señalé en mi libro Caída
libre: subestimó enormemente la gravedad de
la crisis que había heredado.
Sin el
estímulo, no obstante, el desempleo habría culminado en torno al 12 por ciento.
No cabe duda de que el paquete de estímulo se podría haber diseñado mejor.
Ahora bien, sí se redujo el desempleo significativamente con relación al que se
habría producido en caso contrario. El estímulo dio resultado. Sencillamente no
fue de unas dimensiones lo bastante importantes, y no duró lo suficiente: la
administración no sólo subestimó la tenacidad de la crisis, sino también su
profundidad.
Pensando en
el déficit, tendríamos que remontarnos a diez años atrás, cuando el país tenía
un superávit tan grande (2 por ciento del PIB) que al presidente de la Reserva
Federal le preocupaba que pronto fuéramos a saldar la deuda nacional completa,
lo que dificultaría dirigir la política monetaria. Saber cómo pasamos de
aquella situación a esta nos ayuda a analizar pormenorizadamente cómo resolver
el problema del déficit.
Ha habido
cuatro cambios principales: en primer lugar, bajadas de impuestos por encima de
las posibilidades del país. En segundo lugar, dos guerras costosas y unos
gastos militares desorbitados, que han contribuido a nuestra deuda en 2,5
billones de dólares. En tercer lugar, Medicare Part D y la disposición que
prohíbe al Estado, el mayor comprador de fármacos, negociar con las
farmacéuticas, con un coste de cientos de miles de millones durante diez años.
En cuarto lugar, la recesión.
Revertir
estas cuatro políticas conduciría rápidamente al país a la senda de la
responsabilidad fiscal. Lo más importante, sin embargo, es volver a poner a
Estados Unidos a trabajar: unos ingresos mayores significan ingresos fiscales
más elevados.
Pero ¿cómo
volver a poner a Estados Unidos a trabajar? La mejor forma es aprovechar esta
ocasión —con unos tipos de interés asombrosamente bajos a largo plazo— para
realizar las inversiones a largo plazo en infraestructuras, tecnología y
educación que el país necesita tan desesperadamente.
Deberíamos
centrar nuestra atención en inversiones con un alto margen de rentabilidad y
que a la vez sean intensivas en trabajo. Estas inversiones complementan la
inversión privada: aumentan el rendimiento privado y, por tanto, tiran
simultáneamente del sector privado.
Ayudar a los
estados a pagar por la educación también permitiría salvar rápidamente miles de
puestos de trabajo. En un país rico que reconoce la importancia de la
educación, no tiene ningún sentido estar despidiendo profesores, y menos cuando
la competencia global es tan feroz. A los países dotados de una fuerza de
trabajo mejor formada les irá mejor. Es más, la enseñanza y la formación
laboral son fundamentales para reestructurar nuestra economía de cara al siglo XXI.
La ventaja
que tiene haber invertido insuficientemente en el sector público durante tanto
tiempo es que es posible que tengamos muchas oportunidades de realizar
inversiones de gran rentabilidad. El incremento de la producción a corto plazo
puede generar ingresos fiscales de sobra para pagar los bajos intereses de la
deuda. La consecuencia será que nuestra deuda se reducirá, nuestro PIB
aumentará y la tasa de deuda pública en relación con el PIB mejorará.
Ningún
analista se fijaría sólo en la deuda de una empresa: escrutaría ambas caras de
los balances, los activos y los pasivos. Yo estoy exhortando a que hagamos lo
mismo en el caso del Gobierno de Estados Unidos y superemos nuestro fetichismo
de la deuda.
Si no somos
capaces de hacerlo, existe otro modo, aunque menos potente, de crear empleo.
Hace mucho tiempo que los economistas han constatado que aumentar
simultáneamente el gasto público y los impuestos de manera equilibrada
incrementa el PIB. La proporción en la que aumenta el PIB por cada dólar de
aumento en los impuestos y el gasto público se denomina el «multiplicador de
presupuesto equilibrado».
Con unos
incrementos fiscales bien diseñados —concentrados en los estadounidenses de
ingresos más elevados, en las grandes empresas que no están invirtiendo en
Estados Unidos o en cerrar
las lagunas fiscales—, además de programas de gasto público inteligente que
estén centrados en la inversión, el multiplicador se situaría entre 2 y 3.
Eso supone
pedirle al 1 por ciento superior del país, que en la actualidad acapara casi el
25 por ciento de todos los ingresos de Estados Unidos, que pague unos pocos
impuestos más, o simplemente la parte que en justicia les corresponde. Invertir
el dinero así recaudado podría tener un efecto significativo sobre la
producción y el empleo. Y puesto que la economía crecería más en el futuro, la
tasa de deuda pública en relación con el PIB volvería a bajar.
Si se
midiera correctamente la producción, algunos impuestos realmente podrían
mejorar la eficiencia de la economía y la calidad de vida, y tendrían una
repercusión aún mayor sobre el rendimiento económico nacional. Yo presidí una
Comisión Internacional sobre la Medición del Desarrollo Económico y del
Progreso Social que descubrió grandes defectos en nuestro sistema de medida
actual.
En la
ciencia económica existe un principio básico: es mejor gravar las cosas malas
que generan externalidades negativas que gravar las cosas buenas. Esto implica
que deberíamos gravar la contaminación o las transacciones financieras desestabilizadoras.
También existen otras formas de recaudar ingresos, por ejemplo, subastar mejor
los recursos naturales del país.
Si, por
algún motivo, se excluyeran tales mejoras en la recaudación —y no existe
ninguna buena razón económica por la que debieran ser excluidas—, sigue
habiendo margen de maniobra. El Gobierno podría cambiar el diseño de los
programas fiscales y de gasto público, incluso dentro del actual marco
presupuestario.
Aumentar los
impuestos de las clases altas, por ejemplo, y bajárselas a las inferiores,
conducirá a un mayor gasto en consumo. Subir los impuestos a las grandes
empresas que no invierten en Estados Unidos y bajárselos a las que sí lo hacen
alentaría mayores inversiones. El multiplicador —la proporción en la que
aumenta el PIB por dólar invertido— por los gastos incurridos en guerras en el
extranjero, por ejemplo, es muy inferior al multiplicador por gastos en
educación, así que transferir dinero de una actividad a la otra estimula la
economía.
Hay cosas
que podemos hacer para ir más allá del presupuesto. El Gobierno debería tener
cierta influencia sobre los bancos, y más aún dada la enorme deuda que tienen
con nosotros por haberlos rescatado. El palo y la zanahoria podrían inducir a
realizar más préstamos a las pequeñas y medianas empresas, y a reestructurar
más hipotecas. Es inexcusable que hayamos hecho tan poco para ayudar a los
propietarios de viviendas, y mientras continúen produciéndose ejecuciones
hipotecarias al veloz ritmo actual, el mercado inmobiliario seguirá siendo
débil.
Las
prácticas anticompetitivas con tarjetas de crédito de los bancos también
representan en lo fundamental un impuesto a todas las transacciones, pero se
trata de un impuesto cuyos ingresos van a parar a las arcas del banco, sin
servir a ninguna finalidad de interés público, como pudiera ser la reducción de
la deuda pública. También sería una bendición para muchas empresas pequeñas que
se obligara a cumplir más estrictamente la legislación antitrust a los bancos.
En resumidas
cuentas, no nos hemos quedado sin munición. El aprieto en el que nos
encontramos no es un problema de teoría económica. La teoría y la experiencia
ponen de manifiesto que nuestro arsenal sigue siendo poderoso. Por supuesto, el
déficit y la deuda limitan aquello que podemos hacer. Ahora bien, incluso
dentro de estos límites, podemos crear empleo y expandir la economía a la vez
que reducimos la tasa de deuda pública en relación con el PIB.
Que
decidamos dar o no los pasos que tenemos que dar para restablecer la
prosperidad de nuestra economía es simplemente una cuestión política.
La reelección del presidente Obama
fue como un test de Rorschach: estuvo sujeta a múltiples interpretaciones.
En estos comicios, cada uno de los bandos debatió cuestiones que a mí me
preocupan profundamente: el largo malestar en el que parece estar instalándose
la economía, y la brecha cada vez mayor entre el 1 por ciento y el resto; una
desigualdad no sólo de resultados sino también de oportunidades. Para mí, estos
problemas representan las dos caras de una misma moneda: ahora que la
desigualdad se halla en el nivel más alto desde la Gran Depresión, será difícil
que a corto plazo se produzca una recuperación sólida, y el sueño americano
—una buena vida a cambio de trabajar duro— se está extinguiendo poco a poco.
Los
políticos suelen hablar del aumento de la desigualdad y de la lentitud de la
recuperación como si se tratara de fenómenos separados, cuando en realidad
están estrechamente relacionados. La desigualdad sofoca, contiene y reprime
nuestro crecimiento. Cuando hasta la revista The Economist, defensora del mercado libre, argumenta —como hizo en
un artículo especial del mes de octubre— que la magnitud y la naturaleza de la
desigualdad que hay en el país representan una seria amenaza para Estados
Unidos, deberíamos tener claro que algo ha ido terriblemente mal. Y no
obstante, tras cuatro décadas de desigualdad en aumento y la mayor
desaceleración económica desde el crac de 1929, no hemos hecho nada al
respecto.
Hay cuatro
grandes razones por las que la desigualdad está asfixiando la recuperación. La
más inmediata es que nuestra clase media es demasiado débil para sustentar el
gasto en consumo que históricamente ha impulsado nuestro crecimiento económico.
Mientras el 1 por ciento de la gente que más dinero gana se llevó a casa el 93
por ciento del aumento de los ingresos en 2010, los hogares del sector
intermedio —que tienen más probabilidades de gastar sus ingresos en lugar de
ahorrarlos y que en cierto sentido son los verdaderos creadores de empleo—
tienen unos ingresos por hogar más reducidos, ajustados a la inflación, de los
que tenían en 1996. El crecimiento que se produjo en la década anterior a la
crisis fue insostenible, ya que dependía de que el 80 por ciento de la parte
inferior de la pirámide social consumiera en torno a un 110 por ciento de sus
ingresos.
En segundo
lugar, el encogimiento de la clase media que viene produciéndose desde la
década de 1970, fenómeno que sólo se vio brevemente interrumpido durante la
década de 1990, implica que esta sea incapaz de invertir en su futuro para
formarse a sí misma y a su descendencia, así como de abrir nuevas empresas o
mejorar las que ya existen.
En tercer
lugar, la debilidad de la clase media pesa sobre la recaudación fiscal, en
particular porque quienes están en la cima de la pirámide social son sumamente
hábiles a la hora de evitar pagar impuestos y lograr que Washington les otorgue
rebajas fiscales. El reciente y modesto acuerdo para restablecer los tipos
marginales superiores del impuesto sobre la renta de la era Clinton para
individuos que ganen más de 400 000 dólares y hogares que ganen más de 450 000
no hizo nada para cambiar esto. Las ganancias de la especulación en Wall Street
se gravan con unos tipos mucho más bajos que otras formas de ingreso. Una
recaudación fiscal baja significa que el Gobierno no puede realizar las
inversiones decisivas en infraestructura, educación, investigación y sanidad
para restablecer la pujanza económica a largo plazo.
En cuarto
lugar, la desigualdad está ligada a ciclos de prosperidad y depresión más
frecuentes y más severos, que hacen que nuestra economía sea más volátil y
vulnerable. Si bien la desigualdad no fue la causante directa de la crisis, no
fue ninguna casualidad que la década de 1920 —la última vez que la desigualdad
de ingresos y de riqueza en Estados Unidos fue tan elevada— desembocase en el
crac y la crisis de 1929. El Fondo Monetario Internacional ha tomado nota de la
relación sistémica entre inestabilidad económica y desigualdad económica, pero
los líderes estadounidenses no han aprendido la lección.
Nuestra desigualdad desbocada —tan opuesta a nuestro
ideal meritocrático de Estados Unidos como un
lugar donde cualquiera que trabaje duro y tenga talento puede «triunfar»—
significa que es probable que quienes sean hijos de padres con pocos recursos
nunca hagan realidad sus expectativas. Los niños de países ricos como Canadá,
Francia, Alemania y Suecia tienen más probabilidades de que les vaya mejor en
la vida que a sus padres que los niños estadounidenses. Más de una quinta parte
de nuestros niños viven en la pobreza, lo que nos convierte en la segunda peor
de todas las economías avanzadas, y nos sitúa por detrás de países como
Bulgaria, Letonia y Grecia.
Nuestra
sociedad está despilfarrando su recurso más valioso: nuestra juventud. El sueño
de una vida mejor, que atrajo a los inmigrantes a nuestras costas, está siendo
destruido por una brecha de ingresos y riqueza cada vez mayor. Tocqueville, que
en la década de 1830 consideró que el impulso igualitario constituía la esencia
del carácter estadounidense, debe de estar revolviéndose en la tumba.
Aun en el
caso de que pudiéramos darle la espalda al imperativo económico de solucionar
nuestro problema de desigualdad, el daño que está haciendo a nuestro tejido
social y a nuestra vida política debería ser motivo de inquietud. La
desigualdad económica conduce a la desigualdad política y a un proceso de toma
de decisiones disfuncional.
Pese al
compromiso declarado del señor Obama de ayudar a todos los estadounidenses, la
recesión y los persistentes efectos de la forma en que se gestionó han agravado
muchísimo la situación. A la vez que en 2009 entregábamos a los bancos el
dinero de los rescates a espuertas, ese mismo mes de octubre el paro se disparó
hasta alcanzar el 10 por ciento. La tasa actual (7,8 por ciento) parece mejor
en parte porque hay muchísima gente que ha abandonado la búsqueda de trabajo,
que nunca ha entrado a formar parte de la población activa o que ha aceptado
empleos a tiempo parcial porque nadie les ofrecía trabajo a tiempo completo.
Un alto
nivel de paro, por supuesto, presiona a la baja sobre los salarios. Ajustados a
la inflación, los salarios reales se han estancado o han caído; en 2011, los
ingresos de un trabajador varón típico (32 896 dólares) eran más bajos que en
1968 (33 880 dólares). A su vez, una menor recaudación fiscal ha obligado a
realizar recortes en los servicios estatales y municipales, que son tan
fundamentales para quienes ocupan el espectro inferior e intermedio de la
escala social.
El activo
más importante de la mayoría de estadounidenses es su hogar, y a medida que los
precios de la vivienda caían en picado, también lo hizo la fortuna de los
hogares, sobre todo teniendo en cuenta que tanta gente se había endeudado tanto
para pagar sus hipotecas. Eso deja a grandes cantidades de personas con un
valor negativo neto, y la fortuna media familiar descendió en casi un 40 por
ciento, desde 126 400 dólares en 2007 a 77 300 en 2010, y sólo se ha recuperado
ligeramente. Desde la Gran Recesión, la mayor parte del aumento de la riqueza
del país ha ido a parar a la crème de la
crème.
Entretanto,
mientras los ingresos se estancaban o descendían, el precio de la enseñanza se
disparaba. Actualmente en Estados Unidos la forma principal de acceder a la
enseñanza —que es la única forma segura de ascender socialmente— es el
endeudamiento. En 2010, la deuda estudiantil, que ahora es de un billón de
dólares, superó por primera vez a la deuda de las tarjetas de crédito.
La deuda
estudiantil casi nunca puede ser liquidada, ni siquiera en caso de bancarrota.
Un progenitor que avale una deuda no necesariamente puede conseguir liquidar la
deuda aun en el caso de que haya muerto su vástago. La deuda ni siquiera se
puede liquidar si la universidad —que es una organización con ánimo de lucro y
propiedad de financieros explotadores— ofrece una enseñanza inadecuada,
engatusa al alumno con promesas falsas y es incapaz de conseguirle un empleo
aceptable.
En lugar de
entregar grandes cantidades de dinero a los bancos, podríamos haber intentado
reconstruir la economía de abajo arriba. Podríamos haber permitido a
propietarios de viviendas con el agua
al cuello —los que deben más dinero de sus hipotecas de lo que valen esas
viviendas— hacer borrón y cuenta nueva, reestructurando las hipotecas a cambio
de entregar a los bancos una parte de las ganancias en caso de que los precios
de las viviendas vuelvan a subir.
Podríamos
haber reconocido que cuando los jóvenes están en paro sus habilidades se
atrofian. Podríamos habernos asegurado de que todos los jóvenes estuvieran
estudiando, cursando un programa de formación o empleados. En su lugar,
permitimos que el paro juvenil llegara al doble de la media nacional. Los hijos
de los ricos pueden permanecer en la universidad o hacer estudios de posgrado
sin acumular deudas enormes, así como aceptar periodos de prácticas sin cobrar
para engordar sus currículos. Quienes pertenecen a las clases medias o bajas no
pueden hacer lo mismo. Estamos sembrando las semillas de una desigualdad cada
vez mayor en los años inmediatamente venideros.
Por
supuesto, la administración de Obama no es la única culpable. Las inmensas
rebajas fiscales del presidente George W. Bush en 2001 y 2003 y sus guerras
multibillonarias en Irak y Afganistán vaciaron la hucha a la vez que
exacerbaban la gran brecha. El recién hallado compromiso de su partido con la
disciplina fiscal —en forma de una insistencia sobre los impuestos bajos para
los ricos a la vez que recortaba los servicios para los pobres— es el colmo de
la hipocresía.
Se ofrecen
toda clase de excusas para la desigualdad. Hay quien dice que está más allá de
nuestro control y apunta hacia fuerzas de mercado como la globalización, la
liberalización del comercio, la revolución tecnológica o el «auge de los
demás». Otros afirman que hacer cualquier cosa al respecto empeoraría las cosas
para todos, ya que asfixiaría nuestra ya achacosa maquinaria económica. Se
trata de falsedades interesadas e ignorantes.
Las fuerzas
de mercado no existen en el vacío; somos nosotros quienes las conformamos.
Otros países, como Brasil (que está creciendo a un ritmo trepidante), las han
conformado de formas que han reducido la desigualdad a la vez que creaban más oportunidades
y un crecimiento mayor. Países muchísimo más pobres que el nuestro han decidido
que todos los jóvenes deberían tener acceso a alimentación, educación y
atención sanitaria para poder hacer realidad sus aspiraciones.
En Estados
Unidos el marco legal y el modo en que lo aplicamos han proporcionado mayor
margen para abusos por parte del sector financiero, para indemnizaciones
perversas para los grandes ejecutivos, así como para la capacidad de los
grandes monopolios de aprovecharse injustamente de la concentración de su
poder.
Sí, el
mercado valora algunos conocimientos más intensamente que otros, y a quienes
posean esos conocimientos les irá bien. Sí, la globalización y los avances
tecnológicos han llevado a la pérdida de buenos empleos en la industria, y es
muy poco probable que regresen jamás. El empleo global en la industria se está
contrayendo simplemente como consecuencia de unos enormes aumentos de
productividad, y es probable que a Estados Unidos le toque una cantidad cada
vez más reducida del número cada vez más reducido de nuevos empleos. Si
conseguimos «salvar» esos empleos puede que sólo sea convirtiendo empleos mejor
pagados en empleos peor pagados, cosa que difícilmente puede considerarse como
una estrategia a largo plazo.
La globalización,
y el modo desequilibrado en que se ha llevado a cabo, ha privado a los
trabajadores de poder de negociación: las empresas pueden amenazar con
trasladarse a otra parte, sobre todo ahora, cuando la legislación fiscal trata
de manera tan favorable esas inversiones en ultramar. A su vez, esto ha
debilitado a los sindicatos, y aunque en ocasiones estos hayan sido fuentes de
rigidez, los países que respondieron de manera más eficaz a la crisis
financiera global, como Alemania o Suecia, poseen sindicatos fuertes y
poderosos sistemas de protección social.
Ahora que empieza el segundo mandato del señor
Obama, todos hemos de afrontar el hecho de que
nuestro país no puede recuperarse rápidamente y de forma significativa sin
políticas que aborden directamente la cuestión de la desigualdad. Lo que hace
falta es una respuesta global que tendría que incluir, cuando menos,
inversiones significativas en enseñanza, un sistema fiscal más progresivo y un
impuesto sobre la especulación financiera.
La buena
noticia es que nuestra forma de pensar ha sido redefinida: antes solíamos
preguntar cuánto crecimiento estaríamos dispuestos a sacrificar a cambio de un
poco más de igualdad y de mayores oportunidades. Ahora nos damos cuenta de que
estamos pagando un alto precio por nuestra desigualdad y que aliviarla y
fomentar el crecimiento son dos metas estrechamente relacionadas y
complementarias. Es asunto de todos —incluidos nuestros líderes— armarse de
valor y previsión para curar por fin esta angustiosa enfermedad.
Han pasado ya casi cinco años desde
que estalló la burbuja inmobiliaria, al comienzo de la recesión. En
Estados Unidos hay 6,6 millones de empleos menos de los que había hace cuatro
años. Unos 23 millones de estadounidenses que querrían trabajar a tiempo
completo no logran encontrar empleo. Casi la mitad de los que no tienen empleo
son parados de larga duración. Los salarios están bajando: en la actualidad los
ingresos reales de un hogar estadounidense medio están por debajo del nivel que
tenían en 1997.
Ya en 2008
sabíamos que la crisis era grave. Y creíamos saber quiénes eran los «malos de
la película»: los grandes bancos, que mediante préstamos cínicos y
especulaciones insensatas habían conducido a Estados Unidos al borde de la
ruina. Las administraciones de Bush y Obama justificaron un rescate con el
argumento de que la economía sólo podría recuperarse si dábamos a los bancos
dinero sin límites y sin condiciones. Así lo hicimos, no porque amásemos a los
bancos sino porque (así se nos dijo) no podíamos prescindir de los préstamos
que ellos hacían posibles. Mucha gente, sobre todo del sector financiero, alegó
que actuar de forma enérgica, resuelta y generosa para salvar no sólo a los
bancos sino también a los banqueros, a sus accionistas y a sus acreedores
devolvería a la economía al estado en el que se encontraba antes de la crisis.
Entretanto, un estímulo a corto plazo, de dimensiones moderadas, bastaría para
sacar de apuros a la economía hasta que los bancos recobraran la salud.
Los bancos
obtuvieron su rescate. Parte del dinero lo transformaron en bonificaciones.
Utilizaron poco para hacer préstamos. Y en realidad la economía no se recuperó:
la producción apenas es mayor ahora de lo que era antes de la crisis y la
situación del empleo es desgarradora. El diagnóstico del estado en el que nos
encontrábamos y las recetas que se dedujeron de él fueron incorrectos. Para
empezar, fue una equivocación pensar que con tal de que se les tratara con
suficiente manga ancha, los banqueros se enmendarían. De hecho, se nos dijo:
«No impongamos condiciones a los bancos para exigirles que reestructuren las
hipotecas o que se comporten con mayor honradez en el caso de ejecuciones
hipotecarias. No les obliguemos a utilizar dinero para realizar préstamos. Esas
condiciones no harían más que alarmar a los mercados, tan delicados».
Finalmente, los directores de los bancos se dedicaron a cuidar de sí mismos y a
hacer aquello a lo que estaban acostumbrados.
Incluso
cuando hayamos reparado del todo el sistema bancario, seguiremos teniendo
graves problemas, porque ya los teníamos antes. La presunta era dorada de 2007
estaba lejos ya de ser un paraíso. Sí, había muchas cosas de las que Estados
Unidos podía sentirse orgulloso. Las empresas del sector de las tecnologías de
la información estaban a la cabeza de una revolución. No obstante, los ingresos
de la mayoría de trabajadores estadounidenses aún no habían regresado a los
niveles previos a la recesión anterior. El nivel de vida de nuestro país sólo
se sostenía gracias a una deuda cada vez mayor, tan grande que la tasa de
ahorro estadounidense había descendido hasta prácticamente cero. Y en realidad
«cero» no cuenta la historia completa. Dado que los ricos habían logrado
ahorrar una parte significativa de sus ingresos colocándolos en la columna de
los positivos, una tasa media de prácticamente cero quiere decir que todos los
demás deben estar en números rojos. (Esa es la realidad: en el periodo
inmediatamente anterior a la recesión, de acuerdo con las investigaciones realizadas
por mi colega de la Universidad de Columbia, Bruce Greenwald, el 80 por ciento
más pobre de la población estadounidense había estado gastando en torno al 110
por ciento de sus ingresos). Lo que posibilitó ese nivel de endeudamiento fue
la burbuja inmobiliaria, que Alan Greenspan y Ben Bernanke, presidentes de la
Reserva Federal, contribuyeron a diseñar gracias a los bajos tipos de interés y
la ausencia de regulación, sin utilizar siquiera las herramientas regulatorias
que tenían a su disposición. Como sabemos ahora, eso permitió a los bancos
ofrecer préstamos y a las familias obtenerlos sobre la base de unos activos
cuyo valor estaba parcialmente determinado por los efectos
de una ilusión colectiva.
El hecho es
que en los años previos a la crisis actual la economía se encontraba en un
estado de debilidad fundamental como consecuencia de la burbuja —que hacía las
veces de soporte vital— y del consumo insostenible al que esta había dado pie.
De no haber sido tanto por una cosa como por la otra, el nivel de desempleo
habría sido elevado. Era absurdo pensar que arreglar el sistema bancario podría
haber devuelto la salud a la economía por sí solo. Devolver a la economía a
«donde estaba» no hace nada en lo concerniente a abordar los problemas
subyacentes.
El trauma
que estamos viviendo ahora mismo recuerda al trauma que experimentamos hace
ochenta años, durante la crisis de 1929, y ha sido provocado por un conjunto de
circunstancias análogas. Entonces, como ahora, la quiebra del sistema bancario
fue, en parte, consecuencia de otros problemas más profundos. Aun en el caso de
que respondamos correctamente al trauma —los fracasos del sector financiero—
será precisa una década o más para lograr una recuperación completa. En las
mejores condiciones, tendremos que soportar una Larga Recesión. Si respondemos
de forma incorrecta, como hemos estado haciendo, la Larga Recesión durará aún
más, y el paralelismo con la crisis de 1929 adquirirá dimensiones nuevas y
trágicas.
Hasta ahora,
la crisis de 1929 fue la última vez en la historia de Estados Unidos en que el
paro superó el 8 por ciento cuatro años después del comienzo de la recesión. Y
nunca en los últimos sesenta años se había dado el caso de que el rendimiento
económico fuera apenas un poco mayor, cuatro años después de una recesión, de
lo que había sido antes del comienzo de la misma. El porcentaje de la población
civil con trabajo se ha reducido el doble que en cualquier desaceleración
económica posterior a la Segunda Guerra Mundial. No es de extrañar que los economistas
hayan empezado a reflexionar sobre las similitudes y las diferencias entre
nuestra Larga Depresión y la crisis de 1929. Desprender de ello las lecciones
apropiadas no es fácil.
Mucha gente
ha sostenido que la crisis de 1929 fue causada ante todo por la excesiva
restricción de la oferta de dinero por parte de la Reserva Federal. Ben
Bernanke, un estudioso de la crisis de 1929, ha declarado públicamente que esa
fue la lección que extrajo él y el motivo por el que abrió los grifos
monetarios. Los abrió mucho. A partir de 2008, el balance de la Reserva Federal
se duplicó y más adelante llegó a triplicar su nivel anterior. En la actualidad
está en 2,8 billones de dólares. Si bien la Reserva Federal, al hacer esto,
puede haber rescatado a los bancos, no logró salvar la economía.
La realidad
no sólo ha desacreditado a la Reserva Federal, sino que también ha suscitado
dudas sobre una de las interpretaciones convencionales de la crisis de 1929. Se
ha esgrimido el argumento de que fue la Reserva Federal quien provocó la crisis
al restringir el acceso al dinero, y que si en aquel entonces la Reserva
Federal hubiera incrementado la oferta de dinero —en otras palabras, si hubiera
hecho lo que la Reserva Federal ha hecho ahora— es probable que se hubiera
evitado una crisis a gran escala. En economía es difícil poner a prueba las
hipótesis con experimentos controlados como los que pueden llevarse a cabo en
las ciencias exactas. Sin embargo, la incapacidad de la expansión monetaria
para contrarrestar la recesión actual debería acabar de una vez por todas con
la idea de que durante la década de 1930 el principal culpable fue la política
monetaria. El problema actual, como sucedía entonces, está en otra parte. El
problema actual es la llamada economía real. Es un problema que echa raíces en
la clase de empleos que tenemos, en la clase de empleos que necesitamos, y que
también echa raíces en la clase de trabajadores que queremos y la clase de
trabajadores con los que no sabemos qué hacer. La economía real lleva décadas en
un estado de transición desgarrador, y nunca se han afrontado los trastornos
que padece. A la Larga Recesión le subyace una crisis de la economía real, al
igual que sucedió durante la crisis de 1929.
Durante los últimos años, Bruce Greenwald y yo nos hemos
dedicado a investigar una teoría alternativa
de la crisis de 1929, así como un análisis alternativo de lo que aqueja a la
economía en la actualidad. Esta explicación considera la crisis financiera de
la década de 1930 como consecuencia no tanto de una implosión financiera como
de la debilidad subyacente de la economía. La quiebra del sistema bancario no
llegó a su culminación hasta 1933, mucho después de que empezara la crisis y de
que hubieran empezado a dispararse los niveles de desempleo. En 1931 el paro ya
estaba situado en torno al 16 por ciento, y alcanzó el 23 por ciento en 1932.
Por todas partes surgían barrios de chabolas (las «Hoovervilles»). La causa
subyacente era un cambio estructural en la economía real: el descenso
generalizado de los precios agrícolas y de los ingresos procedentes de la
agricultura, provocado por lo que normalmente se considera como algo «bueno»:
una mayor productividad.
Al comenzar
la crisis de 1929, más de una quinta parte de todos los estadounidenses
trabajaba en la agricultura. Entre 1929 y 1932, los ingresos de estas personas
se vieron reducidos a razón de entre una y dos terceras partes, lo que agravó
los problemas a los que llevaban años enfrentándose. La agricultura había sido
víctima de su propio éxito. En 1900 hacía falta una gran proporción de
población estadounidense para producir alimentos suficientes para el país en
conjunto. A continuación se produjo una revolución en la agricultura que se fue
acelerando a lo largo del siglo: mejores semillas, mejores fertilizantes,
mejores prácticas de cultivo, así como la mecanización generalizada. En la
actualidad, el 2 por ciento de los estadounidenses producen más alimentos de
los que somos capaces de consumir.
Lo que
acarreó aquella transición, sin embargo, fue la destrucción de puestos de
trabajo y formas de ganarse la vida en las granjas. A causa de la aceleración
de la productividad, la producción aumentaba más rápidamente que la demanda y
los precios cayeron de forma brusca. Fue esto, más que cualquier otra cosa, lo
que desembocó en una rápida disminución de los ingresos. En aquel entonces los
agricultores (como los trabajadores ahora) se endeudaron mucho para sustentar
sus niveles de vida y la producción. Dado que ni los agricultores ni los
banqueros fueron capaces de prever hasta qué punto iban a caer los precios, la
consecuencia inmediata fue una crisis crediticia. Los agricultores
sencillamente no podían devolver el dinero que debían, y el sector financiero
se vio arrastrado al vórtice por el descenso de los ingresos en la agricultura.
Las ciudades
no se libraron, todo lo contrario. A medida que descendían los ingresos
rurales, los agricultores tenían cada vez menos dinero para comprar los bienes
que producían las fábricas. Los industriales tuvieron que despedir a obreros,
lo que redujo más todavía la demanda de productos agrícolas e hizo descender
los precios todavía más. Al poco tiempo, el círculo vicioso había afectado a
toda la economía nacional.
El valor de
los activos (como las viviendas) suele reducirse cuando disminuyen los
ingresos. Los agricultores quedaron atrapados en su sector en declive y en sus
municipios empobrecidos. La disminución de los ingresos y de la riqueza
dificultó más la emigración a las ciudades; el elevado índice de desempleo
urbano redujo el atractivo de emigrar. Pese al enorme descenso de los ingresos
agrícolas, en conjunto y a lo largo de la década de 1930, hubo poca emigración.
Entretanto, los agricultores seguían produciendo, y a veces trabajando todavía
más duro para tratar de compensar la disminución de los precios.
Individualmente, eso tenía sentido, pero colectivamente no, pues cualquier
aumento de la producción seguía haciendo bajar los precios. Debido a la
magnitud del declive de los ingresos agrícolas, no es de extrañar que ni el
mismísimo New Deal fuera capaz de sacar al país de la crisis: los programas
eran demasiado modestos, y muchos de ellos fueron abandonados enseguida. En el
año 1937 Franklin D. Roosevelt, cediendo ante los «halcones del déficit»,
recortó los esfuerzos para estimular la economía, lo que fue un error
desastroso. Entretanto, los estados y municipios en apuros tuvieron que empezar
a despedir a sus empleados, igual que ahora. Sin duda, la crisis bancaria
complicó todos esos problemas, y amplió y ahondó la desaceleración. Ahora bien,
cualquier análisis de
un trastorno financiero tiene que empezar por aquello que provocó la reacción
en cadena.
Es posible
que la Ley de Ajuste Agrícola, la ley agraria de Roosevelt, que pretendía hacer
aumentar los precios reduciendo la producción, aliviara un tanto la situación,
al menos de forma tangencial. Pero Estados Unidos no empezó a salir de la
crisis hasta que el gasto público se disparó en previsión de la guerra mundial.
Es importante captar esta sencilla verdad: fue el gasto público —un estímulo
keynesiano, no corrección alguna de la política monetaria ni resurrección
alguna del sistema bancario— lo que propició la recuperación. Por supuesto, las
perspectivas a largo plazo para la economía habrían sido aún mejores si una
parte mayor del dinero se hubiera invertido en enseñanza, tecnología e
infraestructura en vez de en munición, pero aun así, la intensidad del gasto
público compensó de sobra la debilidad de la inversión privada.
De forma
involuntaria, el gasto público resolvió el problema subyacente de la economía:
remató una transformación estructural necesaria, llevando de forma decisiva a
Estados Unidos, y en particular al sur del país, de la agricultura a la
industria. Los estadounidenses tienden a ser muy reacios a expresiones como
«política industrial», pero la inversión bélica fue exactamente eso: una
política que cambió de forma permanente la naturaleza de la economía. La
creación masiva de empleo en el sector urbano —en la industria— consiguió que
la gente abandonara el campo. La oferta y la demanda de alimentos volvieron a
equilibrarse, y los precios agrícolas empezaron a subir. Los nuevos inmigrantes
que llegaban a las ciudades recibieron formación para adaptarse a la vida
urbana y las labores industriales, y tras la guerra la Ley de Derechos de los
Soldados aseguró que los veteranos que regresaban del frente estuvieran
preparados para prosperar en una sociedad industrial moderna. En el ínterin,
prácticamente desparecieron las inmensas reservas de trabajadores atrapados en
las granjas. El proceso había sido muy largo y muy doloroso, pero la fuente de
la congoja económica se había esfumado.
Los
paralelismos existentes entre la historia de la crisis de 1929 y nuestra Larga
Recesión son muy grandes. En aquel entonces estábamos pasando de la agricultura
a la industria; ahora estamos pasando de la industria a una economía de
servicios. La disminución del empleo en la industria ha sido espectacular,
desde aproximadamente un tercio de la población trabajadora hace sesenta años a
menos de una décima parte de ella en la actualidad. El ritmo se ha acelerado
notablemente en el transcurso de la última década. Esa disminución tiene dos
explicaciones. Una es una mayor productividad, es decir, la misma dinámica que
revolucionó la agricultura y obligó a la mayoría de agricultores
estadounidenses a buscar trabajo en otra parte. La otra es la globalización,
que ha trasladado millones de puestos de trabajo al extranjero, a países con
salarios reducidos o a aquellos países que han estado invirtiendo más en
infraestructura o tecnología. (Como señaló Greenwald, el grueso de la pérdida
de empleo que se produjo durante la década de 1990 tenía que ver con los
aumentos de productividad, no con la globalización). Sea cual sea la causa
concreta, el resultado inevitable es exactamente el mismo que hace ochenta
años: una disminución de los ingresos y del empleo. Los millones de
extrabajadores industriales sin empleo que antes trabajaban en ciudades como
Youngstown, Birmingham, Gary y Detroit son los equivalentes contemporáneos de
los agricultores condenados a desaparecer durante la crisis de 1929.
Las
consecuencias desde el punto de vista del consumo y de la salud fundamental de
la economía —por no hablar de los espantosos costes humanos— son evidentes,
pese a que hayamos podido darles la espalda durante algún tiempo. Las burbujas
inmobiliarias y de los mercados de préstamos lograron disimular el problema
durante algún tiempo creando una demanda artificial que a su vez generó empleos
en el sector financiero, así como en la construcción y otros sectores. La
burbuja incluso llegó a hacer olvidar a los trabajadores que sus ingresos
estaban disminuyendo. Paladearon la posibilidad de una riqueza que superase
todas sus
fantasías a medida que el valor de sus viviendas se disparaba y el valor de sus
pensiones, invertidas en bolsa, parecía estar haciendo otro tanto. Pero los
empleos eran temporales, y se alimentaban de humo.
Los
economistas pertenecientes a la corriente dominante aducen que en una
desaceleración el verdadero coco no es la disminución de los salarios sino su
rigidez. ¡Con tal de que los salarios fuesen más flexibles (es decir, más
bajos), las desaceleraciones se corregirían por sí solas! Ahora bien, eso no
fue cierto durante la crisis de 1929 y tampoco lo es ahora. Al contrario, unos
salarios e ingresos más bajos no harían sino reducir la demanda y debilitar aún
más la economía.
De los
cuatro pilares fundamentales del sector servicios —las finanzas, el sector
inmobiliario, la atención sanitaria y la enseñanza— los dos primeros estaban
sobredimensionados antes de que estallara la crisis actual. Tradicionalmente
los otros dos, la atención sanitaria y la enseñanza, han recibido importantes
subvenciones públicas. Sin embargo, la austeridad gubernamental a todos los
niveles —es decir, los recortes presupuestarios adoptados frente a la recesión—
han golpeado a la enseñanza con especial dureza, como han diezmado en conjunto
al sector público. Durante los últimos cuatro años, a imitación de lo que sucedió
durante la crisis de 1929, han desaparecido casi 700 000 empleos estatales y
municipales. Al igual que en 1937, hoy en día los «halcones del déficit»
reclaman presupuestos equilibrados y cada vez más recortes. En lugar de
impulsar una transición estructural inevitable —en lugar de invertir en el
capital humano apropiado, así como en la tecnología y en la infraestructura que
acabarán llevándonos a donde necesitamos estar— el Estado se echa atrás. Las
estrategias actuales sólo pueden acabar de una manera: asegurarán que la Larga
Recesión sea más larga y más profunda de lo que tendría que ser.
De esta
breve historia se pueden extraer dos conclusiones. La primera es que la
economía no va a recuperarse por sí sola, al menos no dentro de un plazo que
tenga relevancia alguna para las personas corrientes. Sí, se acabará
encontrando a gente que habite todas esas viviendas embargadas, o acabarán
siendo derribadas. En algún momento los precios se estabilizarán o incluso
empezarán a subir. Los estadounidenses también se adaptarán a un nivel de vida
más bajo, y no sólo se adaptarán a vivir dentro de sus posibilidades, sino
también a hacerlo por debajo de sus posibilidades a la vez que
se afanan en amortizar una montaña de deuda. Sin embargo, los daños serán enormes. La noción que Estados Unidos
tiene de sí mismo como tierra de las oportunidades está ya muy deteriorada. Los
jóvenes parados se sienten marginados y desafectos. Será cada vez más difícil
conseguir que una proporción importante de ellos emprenda alguna trayectoria de
vida productiva. Como consecuencia de lo que está sucediendo en la actualidad
tendrán cicatrices de por vida. Si uno atraviesa en coche las cuencas fluviales
industrial del Medio Oeste, los pueblecitos de las Grandes Llanuras o los
centros industriales del sur lo que contemplará es un cuadro de decadencia
irreversible.
La política
monetaria no va a sacarnos de este embrollo. Aunque sea con retraso, eso es lo
que ha venido a reconocer Ben Bernanke. La Reserva Federal desempeñó un
importante papel a la hora de crear las condiciones actuales —estimulando la
burbuja que dio pie a un consumo insostenible— pero ahora es muy poco lo que
puede hacer para mitigar las consecuencias. Puedo entender que quienes formen
parte de ella experimenten cierta sensación de culpa, pero cualquiera que
piense que la política monetaria va a resucitar la economía se va a sentir
dolorosamente decepcionado. Esa idea no es más que una maniobra de distracción,
y además una maniobra de distracción peligrosa.
Lo que
tenemos que hacer es embarcarnos en un programa de inversiones masivas —como
hicimos, poco menos que de forma accidental, hace ochenta años— que aumente
nuestra productividad en los años venideros y que también haga aumentar el
empleo aquí y ahora. Esas inversiones públicas, y la restauración resultante
del PIB, incrementarán la rentabilidad de las inversiones
privadas. Las inversiones públicas podrían orientarse a mejorar la calidad de
vida y la productividad real, en
contraste con las inversiones del sector privado en innovaciones financieras,
que resultaron ser algo así como armas financieras de destrucción masiva.
¿Seremos
capaces de hacer esto en ausencia de una movilización de cara a una guerra
mundial? Puede que no. La buena noticia (hasta cierto punto) es que Estados
Unidos ha estado invirtiendo menos de lo que debería en infraestructura,
tecnología y enseñanza durante décadas, por lo que la rentabilidad de las
inversiones añadidas será elevada en un momento en que los costes de capital se
encuentran en unos mínimos históricos sin precedentes. Si tomamos prestado hoy
para financiar inversiones altamente rentables, nuestra tasa de deuda pública
en relación con el PIB mejorará notablemente. Si al mismo tiempo subiéramos
nuestros impuestos —por ejemplo, al 1 por ciento superior de todas las
familias, medido en términos de ingresos— la sostenibilidad de nuestra deuda
mejoraría aún más.
Por sí solo,
el sector privado no puede llevar a cabo transformaciones estructurales de la
magnitud necesaria y no lo hará ni aun en el caso de que la Reserva Federal
mantuviese los tipos de interés a cero durante años. La única forma en que eso
sucederá será mediante un estímulo gubernamental destinado no a conservar la
vieja economía sino enfocado, por el contrario, a crear una economía nueva.
Tenemos que efectuar una transición para pasar de la industria a los servicios
que quiere la gente, hacia actividades productivas que aumenten los niveles de
vida, no que aumenten los riesgos y la desigualdad. Con ese fin, son muchas las
inversiones de alta rentabilidad que podríamos realizar. La enseñanza es uno de
los sectores fundamentales en los que podríamos invertir: la población bien
formada es uno de los motores básicos del crecimiento económico. Para la
investigación elemental hace falta apoyo público. En décadas anteriores la
inversión estatal —por ejemplo, para desarrollar Internet y la biotecnología—
ayudó a impulsar el crecimiento económico. Sin invertir en investigación
elemental, ¿qué será lo que impulse el próximo salto cualitativo de innovación?
Entretanto, no cabe duda de que a los estados les vendría bien ayuda federal
para cerrar déficits presupuestarios. Al ritmo actual de consumo de recursos el
crecimiento económico a largo plazo es imposible, así que financiar la
investigación, la formación de técnicos y las iniciativas destinadas a obtener
una producción energética más limpia y más eficiente no sólo nos ayudará a
salir de la recesión, sino también a construir una economía cuya salud durará
décadas. Por último, nuestra decadente infraestructura, desde las carreteras y
las vías férreas a los diques y las centrales energéticas, es un objetivo
primordial de inversión rentable.
La segunda
conclusión es esta: si esperamos mantener una mínima apariencia de
«normalidad», hemos de arreglar el sistema financiero. Como ya he señalado,
puede que la implosión del sector financiero no haya sido la causa de la actual
crisis, pero la ha agravado, y representa un obstáculo para la recuperación a
largo plazo. Las pequeñas y medianas empresas, sobre todo las nuevas, son una
fuente desproporcionadamente importante de creación de empleo en cualquier
economía, y han sido golpeadas con especial dureza. Lo que hace falta es sacar
a los bancos del peligroso negocio de la especulación y hacer que vuelvan a
dedicarse al aburrido negocio de hacer préstamos. Ahora bien, no hemos
arreglado el sistema financiero; más bien hemos entregado dinero a los bancos a
espuertas, sin restricciones y sin condiciones, y sin una concepción de la
clase de sistema bancario que queremos y necesitamos tener. En resumidas
cuentas, hemos confundido los medios y los fines. Se supone que un sistema
bancario está para servir a la sociedad, no al revés.
Que hayamos
tolerado semejante confusión de medios y fines dice algo muy preocupante acerca
de hacia dónde han estado dirigiéndose nuestra economía y nuestra sociedad. El
conjunto de los estadounidenses está empezando a comprender lo que ha sucedido.
Quienes participan en manifestaciones de protesta a lo largo y ancho del país,
movidos por el movimiento Occupy Wall Street, ya lo saben.
Continuará
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