Por Francisco Louça, Sin Permiso
Aproximadamente un año antes de morir, el físico Stephen Hawking se preguntó en un periódico británico cuál es el efecto de la desigualdad, en una situación en la que “la vida de las personas más ricas en las partes más prósperas del mundo se vuelve angustiosamente visible para todos, incluidos los pobres, que tienen acceso a un teléfono. Y dado que ya hay más personas con teléfono que con acceso a agua potable en África subsahariana, esto significa que en poco tiempo casi nadie en nuestro planeta superpoblado escapará a la percepción de] desigualdad” (The Guardian, 12/01/2016). Este dramático hallazgo tiene numerosas implicaciones. La principal es que la desigualdad, resaltada por la fluidez de la comunicación, añade angustia al castigo, especialmente donde la gente más sufre, como en el continente donde hay más personas con teléfonos móviles que con acceso al agua. La desigualdad es una agonía que está destruyendo nuestro mundo y su visibilidad refuerza la exigencia de justicia.
Desigualdad
Thomas Piketty, el economista francés que ha continuado brillantemente una vieja tradición de estudios de desigualdad, ha hecho pública una base de datos sobre muchos países que nos habla de nuestro tiempo. Uno de los datos más impresionantes es el cambio creado por lo que entonces se llamaba con franqueza globalización. El éxito social de este neoliberalismo se puede medir en los Estados Unidos: en 1980, la proporción del ingreso nacional que estaba en manos del 1% más rico era aproximadamente la mitad que la del 50% más pobre. Una gran diferencia, en promedio, ya una persona rica recibía en un día lo que la mitad menos acomodada de la población ganaba en un mes. Cuarenta años después, la proporción se ha revertido y el 1% superior casi duplica al 50% inferior. Ha sido un huracán de cambio social.
Un estudio reciente de la Reserva Federal de Chicago realiza el siguiente ejercicio: pregunta si los padres de un niño ganaban el doble que su vecino de al lado en los EEUU, ¿Qué diferencia habrá entre los ingresos de adulto de ese niño y los del vecino? La respuesta es, en promedio, más del 60%. El que va por delante se queda por delante, olvídate de la movilidad social. En Brasil, la diferencia es del 70%, en Francia del 41%, en Alemania del 32%, pero en Dinamarca solo del 15%. Peor aún en China: el coeficiente de Gini, dato oficial, es de 0,47 (la media de la OCDE, como la portuguesa, es de 0,35). La desigualdad tiene una genealogía pero diferentes historias.
El coste social de la contaminación
La Cumbre de Glasgow, en su flagrante fracaso, tuvo la virtud de producir información actualizada sobre los riesgos de contaminación. Aprendimos que, con la política actual, el aumento de la temperatura del planeta llegará a los 2,9º C y que, incluso con las metas proclamadas pero no obligatorias, se elevará en 2,4º C, fallando el objetivo que no se puede perder. Aquí también hay una historia de desigualdad: el 1% más rico genera 70 toneladas de emisiones contaminantes per cápita, en promedio, mientras que el 50% más pobre produce una tonelada per cápita. La emisión producida por los más ricos es treinta veces el umbral que restringiría el aumento medio de temperatura a 1,5º C. Una vez más, aquí está la ecuación de Hawking: la desigualdad es angustiosamente visible y empeora.
Hay una consecuencia de esta fractura social y sus implicaciones, como estas formas de vida que promueven la contaminación. Es una ingobernabilidad que surge de los obstáculos sistémicos a las soluciones razonables y bloquea la política de transición energética y ambiental, perdida en el laberinto de los intereses financieros dominantes. Esta tendencia solo se agravará en las guerras por el agua y la energía, o en formas de apartheid social, que defienden la desigualdad como una condición inexpugnable y agonizante.
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