Joseph E. Stiglitz, recipient of the Nobel Memorial Prize in Economic Sciences in 2001 and the John Bates Clark Medal in 1979, is University Professor at Columbia University, Co-Chair of the High-Level Expert Group on the Measurement of Economic Performance and Social Progress at the OECD
NUEVA YORK – Durante 200 años, ha habido dos escuelas de pensamiento sobre qué es lo que determina la distribución de los ingresos – y sobre cómo funciona la economía. Una, que surge de los pensamientos de Adam Smith y los economistas liberales del siglo XIX, se centra en los mercados competitivos. La otra, consciente de la forma cómo el tipo de liberalismo de Smith conduce a una rápida concentración de la riqueza y el ingreso, toma como punto de partida la tendencia sin restricciones que tienen los mercados para dirigirse hacia el monopolio. Es importante entender ambas escuelas debido a que nuestros puntos de vista sobre las políticas gubernamentales y las desigualdades existentes se moldean según cuál de las dos escuelas de pensamiento cada uno de nosotros cree que es la que proporciona una mejor descripción de la realidad.
Para los liberales del siglo XIX, y para sus acólitos de estos últimos días, debido a que los mercados son competitivos, los rendimientos que reciben las personas individuales se relacionan con sus contribuciones sociales – con su “producto marginal”, en el lenguaje de los economistas. Los capitalistas son recompensados por ahorrar en lugar de consumir – por suabstinencia, en palabras de Nassau Senior, uno de mis predecesores en la Cátedra Drummond de Economía Política en la Universidad de Oxford. Las diferencias en los ingresos en aquel entonces se relacionaban con la propiedad de los “activos” – capital humano y financiero. Los académicos que estudiaban la desigualdad, por lo tanto, se centraron en los factores determinantes de la distribución de los activos, incluyendo en la forma cómo los activos se transmitían de generación en generación.
La segunda escuela de pensamiento toma como punto de partida “el poder”, incluyendo la capacidad para ejercer control monopólico o, en el caso de los mercados de trabajo, para hacer valer la autoridad sobre los trabajadores. Los académicos en esta área se han centrado en lo que da lugar al poder, cómo se lo mantiene y cómo se lo fortalece, y otras características que pudiesen impedir que los mercados sean competitivos. El trabajo sobre la explotación que emerge de las asimetrías de información es un ejemplo importante.
En Occidente, en la época posterior a la Segunda Guerra Mundial, la escuela liberal de pensamiento fue la escuela dominante. No obstante, a medida que la desigualdad se ampliaba y las preocupaciones sobre la misma crecían, esta escuela basada en la competencia y que visualiza los rendimientos individuales en términos de producto marginal, pierde cada vez más su capacidad para explicar cómo funciona la economía. Por lo tanto, hoy en día, la segunda escuela de pensamiento se encuentra en ascenso.
Al fin de cuentas, los grandes bonos que se pagaron a los directores ejecutivos cuando ellos conducían a sus empresas a la ruina y a la economía al borde del colapso son difíciles de conciliar con la creencia de que los pagos que reciben las personas individuales tienen algo que ver con sus contribuciones sociales. Por supuesto, históricamente, la opresión de grandes grupos – esclavos, mujeres y minorías de diversos tipos – se presentan como casos evidentes en los que las desigualdades son el resultado de las relaciones de poder, y no de los rendimientos marginales.
En la economía de hoy, muchos sectores – telecomunicaciones, televisión por cable, ramas digitales de los medios de comunicación social para la búsqueda en Internet, seguros de salud, productos farmacéuticos, agro-negocios, y muchos más – no se pueden entender mirándolos a través de la lente de la competencia. En estos sectores, la competencia que existe es oligopólica, no es la competencia “pura” que se describe en los libros de texto. Se puede definir a unos pocos sectores como sectores “tomadores de precios”; las empresas son tan pequeñas que no tienen ningún efecto sobre el precio de mercado. La agricultura es el ejemplo más claro, pero la intervención gubernamental en el sector es enorme, y los precios no se establecen, primordialmente, a través de las fuerzas del mercado.
El Consejo de Asesores Económicos (CEA) del presidente estadounidense Barack Obama, dirigido por Jason Furman, ha intentado calcular la magnitud del aumento en la concentración de mercado y algunas de sus implicaciones. En la mayoría de las industrias, de acuerdo con el CEA, las métricas estándar muestran grandes – y en algunos casos, dramáticos – aumentos en la concentración de mercado. El porcentaje de participación en el mercado de los depósitos de los diez primeros bancos, por ejemplo, aumentó de un nivel aproximado del 20% al 50% en tan sólo 30 años, entre el año 1980 al 2010.
Parte del aumento en el poder de mercado viene como resultado de cambios en la tecnología y la estructura económica: considere las economías en red y el crecimiento de las industrias del sector de servicios a nivel local. Una parte de dicho aumento de poder se debe a que las empresas – Microsoft y las compañías farmacéuticas son buenos ejemplos – han aprendido de mejor manera la forma cómo erigir y mantener barreras de ingreso, a menudo con el apoyo de fuerzas políticas conservadoras que justifican la laxa imposición de legislación antimonopólica y el fracaso en la imposición de limitaciones al poder de mercado basándose en el razonamiento que indica que los mercados son competitivos “naturalmente”. Y, otra parte del mencionado aumento refleja el abuso descarado y el apalancamiento de dicho poder de mercado a través de procesos políticos: los grandes bancos, por ejemplo, presionaron al Congreso de Estados Unidos mediante acciones de lobby para que modifique o derogue legislación que separa la banca comercial de otras áreas de las finanzas.
Las consecuencias se pueden evidenciar mediante los datos, mismos que muestran un aumento de la desigualdad en todos los niveles, no sólo a lo largo del espectro de las personas individuales, sino que también a lo largo y ancho de las empresas. El informe del CEA señaló que “las empresas que están en el 90 percentil ven rendimientos sobre sus inversiones en capital que son más de cinco veces la mediana. Este ratio estaba más próximo a dos veces la mediana, sólo hace un cuarto de siglo atrás”.
Joseph Schumpeter, uno de los grandes economistas del siglo XX, argumentó que uno no debe preocuparse por el poder del monopolio: los monopolios sólo llegarían a ser temporales. Se daría una feroz competencia por el mercado y esta competencia sustituiría la competencia en el mercado y se garantizaría que los precios se mantuvieran competitivos.
Mi propio trabajo teórico ya tiempo atrás mostró los defectos en el análisis de Schumpeter, y ahora los resultados empíricos proporcionan una fuerte confirmación. Los mercados de hoy en día se caracterizan por la persistencia de elevadas ganancias monopolistas.
Las implicaciones de esto son profundas. Muchas de las suposiciones acerca de la economía de mercado se basan en la aceptación del modelo competitivo, con rendimientos marginales conmensurados a las contribuciones sociales. Este punto de vista ha dado lugar a dudas acerca de la intervención oficial: si los mercados son fundamentalmente eficientes y justos, es poco lo que incluso el mejor de los gobiernos podría hacer para mejorar la situación. Pero si los mercados se basan en la explotación, la lógica que justifica una actitud laissez-faire desaparece. En efecto, en ese caso, la batalla contra el poder atrincherado no sólo es una batalla por la democracia, sino que también es una batalla por la eficiencia y la prosperidad compartida.
Traducción de Rocío L. Barrientos.
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