El tratamiento que Trump y los republicanos dan a Puerto Rico es extremadamente bochornoso
FOTO: Donald Trump tira papel de cocina en Guaynabo (Puerto Rico). / VÍDEO: Imágenes de la bochornosa escena del pasado 4 de octubre. EVAN VUCCI (AP) / EPV
La situación en Iowa sigue siendo espeluznante. Más de la tercera parte de la población carece de agua potable desde hace tres semanas, y las enfermedades transmitidas por el agua contaminada parecen estar propagándose. Solo la sexta parte de la población dispone de electricidad. El sistema sanitario está en ruinas, y el hambre pura y dura podría ser un problema en algunas zonas aisladas.
Por fortuna, las autoridades federales hacen todo lo posible por ayudar a estos ciudadanos afligidos. El presidente ha dado máxima prioridad a la ayuda humanitaria, elogiando al mismo tiempo los heroicos esfuerzos de los residentes de Iowa para ayudarse unos a otros. Y la generosa ayuda, promete, se mantendrá mientras sea necesario.
Vale, he mentido. La terrible situación que acabo de describir se está dando en Puerto Rico, no en Iowa (que tiene aproximadamente el mismo número de habitantes). Y mi optimista retrato de la respuesta federal —que podría haber sido así si esta pesadilla estuviese teniendo lugar efectivamente en Iowa— es lo opuesto a la verdad. Lo que estamos viendo en realidad es traicionar y abandonar a tres millones y medio de nuestros compatriotas.
Es difícil evaluar con exactitud la respuesta de emergencia inicial al huracán María, aunque hay varios indicios de que fue tristemente insuficiente, muy por debajo de la respuesta dada a desastres naturales en otras partes de Estados Unidos. Lo que está claro, sin embargo, es que la recuperación ha sido dolorosamente lenta, y que la vida de muchos residentes empeora de hecho a medida que los efectos de la escasez de energía eléctrica, de agua y de alimentos empiezan a pasar factura.
Y parece que el Gobierno de Trump trata cada vez más esta tragedia como una cuestión de relaciones públicas, algo de lo que hay que sacar partido político —culpando en parte a las víctimas— y no como un problema urgente que hay que resolver.
Desde el principio, Donald Trump —que literalmente parece creerse digno de elogio por arrojarle unos cuantos rollos de papel de cocina a una multitud— ha dado a entender que Puerto Rico es responsable de su propio desastre, y ha menospreciado sistemáticamente los esfuerzos de sus ciudadanos por ayudarse unos a otros.
A comienzos de semana, por ejemplo, tuiteó un video que daba una imagen positiva de los esfuerzos de recuperación, muy distinta a la que ofrecía la mayor parte de las informaciones independientes, y en el que aparecían muy pocos puertorriqueños. Y como señalaba The Washington Post, la edición del vídeo es de lo más reveladora: un segmento mostraba a trabajadores del Servicio Forestal de Estados Unidos limpiando una carretera, pero la cinta se interrumpía justo antes de que el agente entrevistado elogiase los esfuerzos de los residentes: “Los ciudadanos de Puerto Rico han realizado un trabajo extraordinario a la hora de limpiar las carreteras para que pudiese llegar la ayuda necesaria”.
Por lo visto, el que los puertorriqueños se porten como es debido no encaja con la narrativa oficial. Por otro lado, desde que sucedió el desastre, Trump tardó casi tres semanas en pedir ayuda económica al Congreso, y lo que solicitó fueron préstamos, no subvenciones, algo que, teniendo en cuenta que el territorio está de hecho en quiebra, provoca estupor.
Y está también lo del jueves por la mañana, cuando Trump volvió a culpar a Puerto Rico de su propio desastre y pareció amenazar con cortar la colaboración de la Agencia Federal de Gestión de Emergencias y del Ejército.
Para que quede claro: Puerto Rico atravesaba graves dificultades financieras y económicas antes incluso del huracán, y parte de esas dificultades reflejaba una mala gestión. Pero la mayor parte era también reflejo de los cambios en la economía mundial —por ejemplo, la creciente competencia de los países latinoamericanos— reforzada por las políticas impuestas por Washington, como el fin de una exención fiscal fundamental y la aplicación forzosa de la Ley Jones, que obliga a depender exclusivamente de las caras empresas de transporte estadounidenses.
Y Puerto Rico no es ni mucho menos la única región de Estados Unidos que sufre dificultades debido al cambio económico mundial, y estas regiones cuentan normalmente con el apoyo federal para ayudar a paliar el problema. ¿Cómo creen que estaría Virginia Occidental si los sistemas de Medicare y Medicaid no atendiesen al 44% de la población? Aparte de los miles de personas que afrontarían la ruina económica o la muerte prematura, ¿qué ocurriría con los puestos de trabajo en la sanidad y la asistencia social, que emplean al 16% de la población activa del estado, muchos más que la minería del carbón?
En cualquier caso, todo esto debería ser irrelevante. El hecho simple es que millones de compatriotas están soportando una catástrofe. ¿Cómo podemos abandonarlos en tiempos de necesidad?
Buena parte de la respuesta reside, sin duda, en la habitual palabra de cuatro letras: raza. Sin duda, los puertorriqueños recibirían mejor trato si fuesen, digamos, de ascendencia noruega.
Pero seamos justos: mientras usted lee esto, Trump trabaja también para destruir la atención sanitaria a millones de estadounidenses más, muchos de ellos blancos no hispanos de clase obrera, los mismos que lo votaron tan abrumadoramente. Yo no llegaría a llamarlo un monstruo de la igualdad de oportunidades —claramente tiene una animosidad especial contra las minorías—pero su egocentrismo y su completa falta de empatía se prodigan de manera muy general.
Sea cual sea la mezcla de motivos, lo que está ocurriendo en Puerto Rico es extremadamente bochornoso. Y todo aquel que permita el régimen que perpetúa esta vergüenza tiene parte de la culpa.
Paul Krugman es premio Nobel de Economía.
© The New York Times Company, 2017.
Traducción de News Clips.
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