Por Juan Torres
¿Es bueno o malo que haya impuestos?
Seguramente,
la polémica sobre la bondad o maldad de los impuestos es una de las más intensas en los últimos años. Los
economistas y políticos
liberales han hecho de la bajada
de impuestos su bandera principal, como dejó claro uno de los principales inspiradores,
si no el principal, del neoliberalismo de nuestros días, Milton Friedman. A él se le atribuye una frase que, tal y como
se dice hoy día en el mundo de las redes sociales, se ha hecho viral: «Estoy a
favor de reducir impuestos
bajo cualquier circunstancia y con
cualquier excusa, por cualquier
razón, en cualquier momento
en que sea posible». Tradicionalmente, se había
asociado el rechazo a los impuestos
con las corrientes políticas
de derecha, pero el influjo del
pensamiento liberal ha sido tan grande que hasta dirigentes progresistas como Rodríguez Zapatero
llegan a decir que «bajar los impuestos es de izquierdas».
En
el relato económico dominante hoy día no cabe duda de que los impuestos son
algo así como los malos de la película. Aunque hay que reconocer que ese rechazo viene de antiguo. Lao-Tse
llegaba a decir que «las personas se mueren de hambre porque
el Estado las machaca con sus impuestos», y Winston
Churchill dijo que «no existe tal cosa como un buen impuesto».
La
aversión a los impuestos por las corrientes más liberales es tan visceral que resulta imposible
combatirla a través de argumentos. A los impuestos se los demoniza como un mal per se, por
definición, puesto que no hay manera de demostrar que sean
ciertos los males que afirman que llevan consigo.
Normalmente, en
contra de los
impuestos se argumenta
que desincentivan el empleo y el crecimiento de la economía y de la
productividad, y también
que la redistribución que producen
es al final más costosa para la sociedad que el daño,
en forma de pobreza o exclusión social, que se quiere evitar.
Sin
embargo, con los datos que proporciona la OCDE, es muy fácil comprobar que los
países pertenecientes a esa organización que tienen el tipo marginal del
impuesto sobre la renta más elevado (Suecia, los Países Bajos, Alemania, Dinamarca, el Reino Unido, Japón, Suiza, Noruega o Francia, entre otros)
son los que tienen el producto interior bruto per cápita más alto.
Obviamente, eso no quiere decir que para que haya más PIB per cápita sea necesario
que los impuestos sean más elevados, sino que, en contra del argumentario liberal,
no es cierto que tipos
impositivos más elevados
frenen el crecimiento de la economía.58
Y
exactamente lo mismo ocurre cuando se comparan esos tipos impositivos más altos
con las tasas de paro. La tesis liberal según la cual unos impuestos elevados destruyen empleo no
se puede corroborar en la realidad.Tampoco
se puede probar que unos altos impuestos frenen la productividad. Peter H. Lindert, autor de una de las obras de referencia sobre los
efectos del incremento del gasto
público y de los impuestos
en la historia económica contemporánea, lo dice taxativamente: «Es bien conocido
que altos impuestos y transferencias reducen
la productividad. Bien conocido,
pero sin apoyo de la estadística ni de la historia»; y este mismo autor ha
demostrado con multitud de evidencias empíricas que «los costes sociales netos
de las transferencias sociales y de los impuestos que las financian son
esencialmente cero».59
Posiblemente,
el economista que más fama ha
alcanzado en los últimos decenios como combatiente de los impuestos
es el estadounidense Arthur Laffer. Se cuenta que fue en una
simple servilleta donde dibujó el diagrama al que recurren quienes defienden
que de ninguna manera conviene subir los impuestos. Según Laffer, la recaudación impositiva sube cuando aumentan los impuestos, pero hasta un
determinado nivel, superado el cual la recaudación baja, ya que entonces habrá muchos sujetos a los
que, en su opinión, ya no les compensará seguir trabajando y dejarán de
cotizar.
Lo
curioso es que los defensores de la tesis de Laffer como argumento contra los
impuestos la toman sólo en uno de sus sentidos. Lo que se deduce de
su propuesta es, efectivamente, que a partir de un determinado nivel de
tasa impositiva habrá sujetos a quienes no compensará trabajar o producir, de
modo que bajará la actividad y la recaudación. Y, por el contrario, que las
rebajas impositivas aumentan los recursos en manos de hogares y empresas, aumentando
gracias a ello el empleo, la actividad y los ingresos fiscales. Pero esto es una conclusión que no se puede deducir
de la propuesta de Laffer. Este economista dibujó una curva en forma de «U» invertida, para señalar, como he
dicho, que la recaudación deja de crecer cuando se llega a un nivel impositivo
máximo u óptimo, pero si esa curva refleja de verdad lo que pasa con los
impuestos y su recaudación, también indica que la recaudación baja cada vez más
a medida que la tasa se reduce por debajo del nivel óptimo. ¿Y cuál es ese nivel óptimo para el conjunto
de la población? La respuesta es fácil: no hay manera de saberlo.
Los
partidarios de Laffer hacen trampa: recurren sólo a una mitad de la famosa «U»
invertida, la que les conviene para reclamar que no suban los impuestos, sin mencionar
que la otra
parte, la que
refleja lo que
ocurre cuando bajan, desmiente su tesis.
Incluso si se acepta
una tesis tan discutible como la de Laffer para reflejar cómo evoluciona la
recaudación cuando varían los tipos impositivos, lo cierto es que la conclusión
que puede sacarse de ella no es unilateral (ni lo es el sentido de que sea bueno o malo subir los impuestos
ni bajarlos). Por el contrario, es necesario determinar con exactitud en qué situación
se encuentra la economía
y qué factores van a condicionar el comportamiento de los diferentes
sujetos. Ni se puede decir que una bajada de impuestos
va a reducir o aumentar en cualquier caso la recaudación ni
que una subida va a aumentarla
o bajarla.
De
hecho, la experiencia nos dice que
los grupos que obtienen más ingresos, cuando llegan a niveles cada
vez más elevados de renta, no renuncian a obtenerla, sino que se organizan
para
conseguir
que
la
imposición baje y recurren a la multitud de vías de que disponen para evitar
pagar impuestos. Lo que hacen los titulares
de las rentas más elevadas en
España, sin ir más lejos, no es desanimarse y dejar de trabajar o de dirigir
sus negocios, sino recurrir a instrumentos fiscales como las sicav (sociedades
de inversión de capital variable), que son, en teoría, sociedades de inversión
que permiten diferir el pago de impuestos y
aprovecharse de algunas exenciones
fiscales, pero que, en la práctica, se utilizan para que los grandes
patrimonios eludan la carga fiscal que normalmente debería corresponderle.
La
discusión sobre si es bueno o malo que haya impuestos o que sean más o menos
elevados tiene que ver, por tanto, con otras consideraciones.
Como
hemos dicho, la mayoría de los economistas liberales critican el
establecimiento de los impuestos como un mal en sí mismo, como instrumentos
cuyo único fin es engordar un aparato estatal que vive y crece sólo
por sí y para sí mismo. Milton Friedman lo decía con toda claridad: «¿Es acaso
posible reducir el tamaño del gobierno? Creo que hay una sola manera
de lograrlo: de la misma manera que los padres
controlan
a
los
hijos
botarates, reduciéndoles su estipendio. En el caso del gobierno,
eso equivale a reducir los
impuestos».
Pero
lo cierto es que los impuestos sirven para financiar actividades que
proporcionan bienes y servicios
(sanidad, educación, pensiones, cuidados, infraestructuras, seguridad, etc.) a una parte de la población que, de no ser
por esa provisión pública, no podría acceder a ellos. Por tanto, no parece lógico plantear la cuestión en
términos de si los impuestos son buenos o malos, sino de si se desea que el
sector público provea esos bienes y servicios para garantizar que acceden
a ellos todas las personas
y no sólo quienes tengan
ingresos suficientes.
Por otro
lado, hay que
tener en cuenta
que los impuestos
no se establecen sólo con finalidad recaudatoria, o para financiar la provisión de bienes o servicios que el mercado
no puede garantizar a toda la población.
También se establecen como instrumentos para incentivar o desincentivar
determinadas actividades, concretamente,
encareciendo las que la sociedad
considera más negativas o indeseables (como aquellas que ocasionan daños a la salud,
al medio ambiente o al funcionamiento
de la vida económica). Y también en ese caso el debate es puramente político, en el sentido de que se trata de dilucidar
si la población
quiere evitar esas actividades encareciéndolas por vía de
impuestos o prefiere simplemente perseguirlas legalmente o dejar que se
produzcan en aras de la libertad particular de quienes desean llevarlas a cabo
en contra del bienestar, la salud o la seguridad general. Por tanto, se puede estar más o menos a favor o en contra de los impuestos en general, pero por razones
ideológicas, no estrictamente económicas.
Los impuestos
también pueden establecerse con el propósito de redistribuir la renta,
tratando de conseguir que una desigual distribución originaria del ingreso o la riqueza no se reproduzca y crezca indefinidamente, sino que se
reduzca para permitir que los seres humanos puedan tener las mismas oportunidades a la hora de utilizar y disfrutar
de los recursos. En este caso,
resulta de nuevo evidente que habrá diferentes posturas en conflicto que
lógicamente se manifestarán en posiciones diferentes según el coste/beneficio
que cada decisión redistributiva suponga para cada una. Pero no menos
evidente es que este conflicto y la forma en que se resuelva es una cuestión
puramente normativa, que tiene que ver con las preferencias y con la ética
que guía el comportamiento y las decisiones de cada persona, y que
no se puede establecer una verdad
económica, un criterio objetivo
indiscutible, al respecto.
Por
último, cabe preguntarse si es bueno
o malo que haya impuestos utilizados como instrumento de
estabilización económica, es decir, como inyección de rentas cuando éstas bajan en
épocas en que disminuye el ingreso
en la economía, o como disminución de rentas cuando demasiados ingresos en manos de los
sujetos
puede
producir
efectos
indeseables
sobre
la
economía. Pero tampoco en este sentido hay razones objetivas para decir que bajar los impuestos es lo que conviene
siempre, porque la evidencia empírica nos indica justamente lo contrario.
Como
ya hemos explicado, la política fiscal puede tener un efecto estabilizador en la economía, ya
que cuando aumenta el gasto público se produce
un efecto expansivo
que termina generando
finalmente un incremento en la renta nacional bastante
mayor que el inicial, gracias al llamado efecto multiplicador. Y, al revés,
cuando se recorta
el gasto público se produce un descenso final en
la renta nacional mayor que el inicial del gasto.
Decimos que ese efecto es estabilizador porque ayuda a combatir la caída de la actividad cuando la
economía va mal (aumentando en ese caso el gasto público) y porque permite
frenar un exceso de demanda cuando ésta es mayor que la oferta y eso produce
subidas indeseadas en los precios. Si la
economía va mal, la mejora; y si va «demasiado» bien, puede enfriarla para
evitar males mayores.
Pero
es lógico plantear que ese efecto no tiene por qué producirse sólo a través de
incrementos del gasto público. Los liberales, siempre
opuestos al intervencionismo estatal y a la expansión
del sector público como proveedor de bienes y
servicios (porque consideran que lo hace peor que la iniciativa privada),
defienden que, en todo caso, si hubiera que ayudar a que aumente la
renta, lo mejor sería que se disminuyeran los impuestos, y no que se aumentara
el gasto público.
Los
economistas liberales afirman que de esa manera se puede conseguir que
haya más actividad, más empleo y
mayor productividad, pero, como hemos señalado más arriba, no es de ninguna
manera seguro que eso vaya a ser así, sino que incluso podemos afirmar que a lo
largo de la historia ha ocurrido justo lo contrario. Un análisis bastante elemental
de lo que sucede cuando se
genera gasto y cuando se reduce un impuesto permite comprender muy fácilmente
cuál es el método más efectivo para aumentar la renta final.
Cuando el
sector público aumenta
el gasto en
cien euros, inmediatamente
aumenta la renta de los sujetos por esa misma cantidad. Y, como ya dijimos, a
partir de esos cien euros se van produciendo sucesivos gastos en la economía
cuya magnitud depende de la propensión marginal al consumo que exista. Si suponemos
que ésta es 0,8 (es decir, que de cada nuevo euro se consume 0,8 euros y se
ahorran 0,2 euros), el gasto sucesivo que se genera
cuando se produce
el gasto público
inicial de cien euros será, en
primer lugar de 80 euros,
luego de 64 (0,8 × 80), después
de 51,2 (0,8 × 64), y
así sucesivamente, dando
lugar, como sabemos,
a un renta
final bastante mayor de los 100 euros iniciales. Será la suma de los sucesivos aumentos: 100 + 80 + 64 + 51,2
+…
Sin embargo,
cuando el gobierno
acuerda una reducción
de cien euros en los impuestos, lo que ocurre
es que la renta nacional
aumenta en esa misma
cantidad, siendo así que una parte de esa nueva renta se consume y otra
se ahorra. Si suponemos que la propensión marginal a ahorrar
es la misma (0,8) resulta que
la bajada de impuestos aumenta la renta en cien, y de ese nuevo incremento, por tanto, se destinan al consumo ochenta
euros (100
× 0,8). Y el proceso
del efecto multiplicador comienza entonces con esos
ochenta euros de primer gasto y no con cien euros, como ocurría cuando lo que
se produce es un aumento del gasto.60
Y
es evidente que esta última suma siempre será menor que la correspondiente al
gasto, lo que significa que una disminución de los impuestos también
tiene efecto multiplicador, pero menor que el del gasto público. Es decir, que incrementar este último es más efectivo
si lo que se busca es aumentar la renta. Y exactamente lo mismo se puede
decir si lo que se busca es enfriar la economía
recortando la renta inicial.
Sin embargo,
dicho esto hay que recordar
que el efecto multiplicador del gasto (y el de los impuestos) no está ni mucho menos
asegurado, como ya señalamos anteriormente. Ya
vimos las circunstancias que pueden dar lugar a que el del gasto sea reducido, y podemos
pensar también en lo que puede ocurrir cuando se aumenta la renta por la vía de
bajar los impuestos en una situación de malas expectativas o de gran
endeudamiento de las familias y las empresas (como podría ser el momento actual): lo más probable
es que una gran parte de la nueva renta no vaya al gasto, sino al ahorro, bien
por previsión, o bien para reducir el nivel de deuda.
Por
otro lado, hay que señalar que cuando se desea reactivar la economía aumentando
la renta (o enfriarla, por el contrario) no sólo existen las alternativas
extremas de subir el gasto público o reducir los impuestos, sino que se pueden
combinar ambas de forma tal que se logre mayor efecto multiplicador en cada
caso. Por ejemplo, reduciendo
impuestos a los sujetos con mayor propensión a consumir o realizando
el gasto en las actividades que también generen el mayor
efecto multiplicador.
En
los últimos años, y especialmente en Europa, las corrientes neoliberales
proponen algo así como una especie de cuadratura del círculo: reducir el gasto
y los impuestos al mismo tiempo para aumentar la actividad y el crecimiento de
la economía. Mario Draghi, presidente del Banco Central Europeo, decía que «es mejor
reducir gasto improductivo y bajar impuestos»,61 y uno de los más brillantes economistas ultraliberales españoles, Juan Ramón Rallo, se sumaba a esta
idea pidiendo reducción de impuestos… y de gasto
público: «Menos gastos, menos impuestos
y menos déficit. Ése es el camino
realmente liberal».62
Son propuestas que en realidad
responden a una preferencia ideológica, la de reducir la intervención del Estado sea del modo que sea. Pero
la experiencia demuestra que así no es verdad que se genere más actividad. La
evidencia empírica indica, por el contrario, que los recortes de gasto público
y, en general, las llamadas políticas de austeridad «no ayudan a promover
crecimiento económico robusto y generador
de empleo, ni a mejorar el nivel de vida ni
la cohesión social», como aseguran los liberales. Una reciente investigación, realizada
a partir de 314 informes
del Fondo Monetario
Internacional, demuestra que ese tipo de medidas basadas en reducir gasto
público e impuestos al mismo tiempo empeoran los resultados económicos, y que,
en lugar de ayudar a salir de las crisis, producen nuevas recesiones y mayor desigualdad.63 Y otra investigación muy reciente de Alan Blinder
y Mark Zandi demuestra que si
en lugar de las medidas de expansión
monetaria y fiscal tomadas en Estados
Unidos desde 2008 se hubieran
aplicado las europeas de austeridad, la caída del PIB en vez del 4 por ciento habría sido
del 14 por ciento; la contracción se hubiera alargado
más del doble del tiempo; se habrían
perdido unos diecisiete millones de puestos
de trabajo (el doble
del número real),
con una tasa máxima de desempleo que habría sido del 16 por ciento; y el déficit presupuestario habría crecido
hasta un 20 por
ciento del PIB.64
En
definitiva, detrás de la radical posición contra cualquier tipo de impuestos de
los economistas liberales no hay sino una pura y llana opción ideológica, que puede ser tan legítima
como cualquier otra opción política que opte por un modelo social u otro, pero que carece de fundamento científico. Detrás de la existencia de impuestos se encuentra un principio
moral: que debemos ser todos los ciudadanos quienes
sufraguemos los gastos que realiza el Estado, y que hay
impuestos y gastos públicos imprescindibles si se quiere garantizar
un
mínimo
de
eficacia,
de
equidad,
justicia
y
estabilidad social. Este principio
moral se puede asumir o no, pero no se debería
imponer ni en un sentido ni en otro. Y por eso, como en otras tantas ocasiones, a donde lleva el debate
sobre la bondad de los impuestos es a la necesidad de que las sociedades
modernas, complejas y diversas como las nuestras dispongan de mecanismos de
información auténticamente plural, de participación y de debate que permitan
que las preferencias de toda la población se revelen en libertad y con
democracia. Otra cosa es que los economistas podamos proporcionar, como
hace una buena parte de la profesión, criterios técnicos
que permitan entrever
qué se puede conseguir con
unos impuestos o con otros, los efectos que puede tener cada figura impositiva
y las consecuencias reales sobre los
diferentes grupos sociales derivadas
de que se establezcan o no de una u otra forma. Quizá una forma de evitar la
influencia espuria de las diversas posiciones ideológicas, cuando presentan sus
propuestas políticas a la población como si fueran verdades científicas y
absolutas, sería que existieran
organismos auténticamente plurales e independientes que presentasen la
información económica a la sociedad tan diversa como en realidad es y con
advertencia de los efectos de todo tipo de las medidas derivadas de cada
posición ideológica.
Citas
58. La fuente de estos datos y las gráficas elaboradas para demostrar lo que se ha dicho pueden verse en J. Torres
López, «Otro mito liberal sobre
los impuestos», artículo,
2013. Disponible en: <http://bit.ly/2bA6DWL>. [Consulta: 15/09/2016]
59. P. H. Lindert, Growing
Public:
social expending and economic growth
since the eighteenth
century, 2 vols., Cambridge University Press, Cambridge (Massachusetts), vol. 1, 2004, p. 227.
60. Es evidente
que la suma de 100 +
80 +
64 +
51,2... tiene que ser forzosamente mayor que la de 80 + 64 + 51,2... Y por eso decimos
que el efecto multiplicador del gasto público es mayor que el de los impuestos.
61. Declaraciones recogidas
en diversos medios de comunicación, como, por ejemplo, en El Mundo: «Draghi recomienda a países como España bajar impuestos y el gasto público», 6 de junio
de 2013. Sin embargo, a principios
de 2016, Draghi ya había cambiado de opinión y reclamaba «más gasto público y
menos impuestos para crecer». Véase el artículo
de Lalo Agustina en La Vanguardia: «Mario Draghi pide más gasto público y menos impuestos para crecer», 16 de febrero de
2016. Disponible en: <http://bit.ly/29urfMY>. [Consulta:
15/09/2016]
62. J. R. Rallo, «Reduzcamos los impuestos... y el gasto público», Vozpópuli,
15/09/2016]
63. I. Ortiz y M. Cummins, «The age
of
austerity:
a
review
of
public expenditures and adjustment
measures
in
181
countries»,
documento
de
trabajo, Initiative for Policy Dialogue
y The South Centre, Nueva York y Ginebra, marzo de 2013.
64. A. Blinder y M. Zandi,
«The financia!crisis:
lessons for the next one», Center
on
Budget
and
Policy
Priorities
(web), 15 de octubre de 2015. Disponible en: <http://bit.ly/1hii8q2>. [Consulta: 15/09/2016]
Continuará
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