La transferencia pacífica y ordenada del poder, el acto central de nuestra democracia, no pudo realizarse. Hay que culpar a los alborotadores, quienes deben asumir la responsabilidad de sus propias acciones. Pero, sobre todo, hay que culpar a Trump. También a los miembros republicanos del Congreso, quienes buscaron impulsar sus propias carreras políticas validando las fantasías paranoicas y egoístas de Trump.
Me refiero a usted, Josh Hawley, senador por Missouri. Y usted, Ted Cruz, senador por Texas. Y usted, Steve Scalise, representante por Louisiana. Y a todos los demás que pensaron que la manera de tener éxito en el Partido Republicano era fingir creer las mentiras de Trump en lugar de decirle a la nación la verdad.
Trump les dijo a sus legiones MAGA que no perdió las elecciones, que de hecho no podría haber perdido, y que se las arreglaría para seguir siendo su presidente durante un segundo mandato. Primero, serían los recuentos lo que lo salvarían, hasta que todos confirmaron la victoria de Joe Biden. Luego, las certificaciones de los votos totales, pero todos los estados certificaron sus resultados. Después los tribunales acudirían al rescate, pero los tribunales de todos los niveles, incluida la Corte Suprema, desecharon sus demandas frívolas como si fueran papel de desecho. Finalmente, el 6 de enero, el Congreso —o quizá Pence, actuando solo— seguramente descartaría los votos electorales de los estados que Trump afirmó falsamente haber “ganado”, dándole así la gloriosa victoria que se merecía. Instó a sus seguidores a acudir a Washington para “detener el robo”: evitar que el Congreso cumpliera con su deber constitucional de contar los votos electorales. Y Hawley, Cruz, Scalise y muchos otros republicanos en el Congreso estuvieron de acuerdo con este ridículo cuento de hadas para no enojar al presidente o sus seguidores.
Pero llegó el 6 de enero. Pence emitió un comunicado temprano dejando en claro que obedecería la Constitución, no los deseos autocráticos de Trump. Y los miles de partidarios de Trump que se habían reunido para escucharlo dar una perorata larga y enojada, y que obedecieron su orden de marchar hacia el Capitolio, se convirtieron en un misil guiado dirigido al corazón de la democracia estadounidense.
Eran como un culto apocalíptico a la espera de un asteroide que, cuando llega el día señalado, no golpea. Trump los había convencido de que no podía perder, pero dentro del Capitolio estaba perdiendo. Decidieron impedir la transferencia de poder por la fuerza. Hubo disparos y una persona resultó muerta. Se lanzó gas lacrimógeno. Las escenas eran como las que vi en lugares como Paraguay y Perú como corresponsal, y nada como lo que hemos visto en Estados Unidos.
Biden pronunció un discurso televisado pidiendo el fin de la “insurrección” y la restauración de “la decencia, el honor, el respeto y el estado de Derecho”. Trump posteó en redes una declaración en video inconexa, en la que instaba a los alborotadores a “irse a casa”, pero repitiendo sus afirmaciones de que la elección fue “robada”.
Es posible ver días mejores en el futuro. Biden es un buen hombre y un servidor público de toda la vida. Los votantes de Georgia le han dado al Partido Republicano el castigo que se merece al poner a los demócratas en control de la Casa Blanca y de ambas cámaras del Congreso. Faltan solo dos semanas para el día de la inauguración.
Pero, de alguna manera, nuestra nación dañada tiene que sobrevivir las próximas dos semanas. La Policía y la Guardia Nacional son más que capaces de restablecer el orden en las calles. Sin embargo, las heridas que Trump ha infligido a la nación son profundas. Pagaremos por el error de elegir como presidente a este hombre amargado y retorcido durante mucho, mucho tiempo.
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