NUEVA YORK – En la cumbre climática COP26 del mes pasado, cientos de instituciones financieras declararon que pondrían a trabajar billones de dólares para financiar soluciones para el cambio climático. Sin embargo, una barrera importante se interpone en el canino: el sistema financiero del mundo en realidad impide el flujo de financiación a los países en desarrollo, creando para muchos una trampa financiera mortal.
El desarrollo económico depende de inversiones en tres tipos esenciales de capital: capital humano (salud y educación), infraestructura (electricidad, digital, transporte y urbana) y negocios. Los países más pobres tienen niveles más bajos por persona de cada tipo de capital y, por lo tanto, también tienen el potencial de crecer rápidamente si invierten de manera equilibrada en cada uno de ellos. Hoy en día, ese crecimiento puede y deber ser verde y digital, evitando el crecimiento sumamente contaminante del pasado.
Los mercados de bonos y los sistemas bancarios globales deberían ofrecer suficientes fondos para la fase “convergente” de alto crecimiento del desarrollo sustentable, pero no es lo que pasa. El flujo de fondos de los mercados de bonos globales y de los bancos a los países en desarrollo sigue siendo pequeño, muy costoso para los prestatarios e inestable. Los prestatarios de los países en desarrollo pueden pagar cargos por intereses que muchas veces son 5-10% más altos por año que los costos de endeudamiento que pagan los países ricos.
Como grupo, los prestatarios de los países en desarrollo son considerados de alto riesgo. Las agencias de calificación de bonos asignan ratings más bajos mediante fórmulas mecánicas a los países sólo porque son pobres. Sin embargo, estos altos riesgos percibidos son exagerados y, muchas veces, se convierten en una profecía autocumplida.
Cuando un gobierno emite bonos para financiar inversiones públicas, por lo general cuenta con la capacidad para refinanciar algunos de los bonos, o todos, al momento del vencimiento, siempre que la trayectoria de largo plazo de su deuda en relación a los ingresos del gobierno sea aceptable. Si el gobierno de repente descubre que es incapaz de refinanciar las deudas que vencen, probablemente se vea forzado a caer en default –no por mala fe o por una insolvencia de largo plazo, sino por falta de efectivo.
Esto es lo que les sucede a demasiados gobiernos de países en desarrollo. Los prestadores internacionales (o agencias de calificación) creen, muchas veces de manera arbitraria, que un País X se ha vuelto insolvente. Esta percepción resulta en una “parada repentina” de nuevos préstamos al gobierno. Sin acceso a un refinanciamiento, el gobierno se ve obligado a decretar un default, “justificando” así los temores precedentes. El gobierno luego recurre, por lo general, al Fondo Monetario Internacional para un financiamiento de emergencia. Recuperar la reputación financiera global del gobierno normalmente lleva años o inclusive décadas.
Los gobiernos de países ricos que se endeudan internacionalmente en sus propias monedas no enfrentan el mismo riesgo de una parada repentina, porque sus propios bancos centrales actúan como prestadores de último recurso. Prestarle dinero al gobierno de Estados Unidos se considera seguro sobre todo porque la Reserva Federal puede comprar bonos del Tesoro en el mercado abierto, garantizando en efecto que el gobierno pueda refinanciar las deudas que vencen.
Lo mismo es válido para los países de la eurozona, suponiendo que el Banco Central Europeo actúa como el prestador de último recurso. Cuando el BCE dejó de desempeñar ese rol brevemente poco después de la crisis financiera de 2008, varios países de la eurozona (entre ellos Grecia, Irlanda y Portugal) temporariamente perdieron acceso a los mercados de capital internacionales. Después de esa debacle –una experiencia casi mortal para la eurozona-, el BCE redobló su función de prestador de último recurso, implementó un alivio cuantitativo a través de compras masivas de bonos de la eurozona y, así, alivió las condiciones de endeudamiento para los países afectados.
En consecuencia, los países ricos por lo general se endeudan en sus propias monedas, a bajo costo y con poco riesgo de iliquidez, excepto en momentos de una mala gestión política excepcional (como la implementada por el gobierno de Estados Unidos en 2008 y el BCE poco después). Los países de bajos ingresos y de ingresos bajos y medios, por el contrario, se endeudan en monedas extranjeras (principalmente dólares y euros), pagan tasas de interés excepcionalmente altas y sufren paradas repentinas.
Por ejemplo, el ratio deuda-PIB de Ghana (83,5%) es mucho más bajo que el de Grecia (206,7%) o que el de Portugal (130,8%). Sin embargo, Moody´s califica la solvencia de los bonos del gobierno de Ghana en B3, varios niveles por debajo que la de Grecia (Ba3) y Portugal (Baa2). Ghana paga alrededor del 9% sobre un endeudamiento a diez años, mientras que Grecia y Portugal apenas pagan el 1,3% y el 0.4%, respectivamente.
Las principales agencias de calificación crediticia (Fitch, Moody´s y S&P Global) asignan calificaciones de grado de inversión a la mayoría de los países ricos y a muchos países de ingresos superiores y medios, pero asignan calificaciones por debajo del grado de inversión a casi todos los países de ingresos bajos y medios y a todos los países de bajos ingresos. Moody´s, por ejemplo, actualmente asigna un grado de inversión sólo a dos países de ingresos bajos y medios (Indonesia y Filipinas).
Billones de dólares en pensiones, seguros, bancos y otros fondos de inversión se retiran mediante leyes, regulaciones o prácticas internas de títulos por debajo del grado de inversión. Una vez perdida, una calificación soberana de grado de inversión es extremadamente difícil de recuperar a menos que el gobierno cuente con el respaldo de un banco central importante. Durante los años 2010, 20 gobiernos –entre ellos Barbados, Brasil, Grecia, Túnez y Turquía- fueron degradados por debajo del grado de inversión. De los cinco que han recuperado su calificación de grado de inversión, cuatro están en la UE (Hungría, Irlanda, Portugal y Eslovenia), y ninguno está en América Latina, África o Asia (el quinto es Rusia).
Una revisión del sistema financiero global, por lo tanto, es urgente y está muy retrasada. Los países en desarrollo con buenas perspectivas de crecimiento y necesidades de desarrollo vitales deberían poder endeudarse de manera confiable en términos de mercado decentes. Con este objetivo, el G20 y el FMI deberían diseñar un sistema de calificación crediticia nuevo y mejorado que responda a las perspectivas de crecimiento y a la sustentabilidad de la deuda de largo plazo de cada país. Las regulaciones bancarias, como las del Banco de Pagos Internacionales, deberían ser revisadas según el sistema mejorado de calificación crediticia para facilitar más préstamos bancarios a los países en desarrollo.
Para poner fin a las paradas repentinas, el G20 y el FMI deberían usar su poder de fuego financiero para sustentar un mercado secundario líquido en bonos soberanos de países en desarrollo. La Fed, el BCE y otros bancos centrales clave deberían establecer líneas de swap de monedas con los bancos centrales en los países de bajos ingresos y de ingresos bajos y medios. El Banco Mundial y otras instituciones financieras de desarrollo también deberían aumentar marcadamente sus subsidios y préstamos concesionales a los países en desarrollo, especialmente los más pobres. Finalmente, pero no menos importante, si los países y las regiones ricos, entre ellos varios estados norteamericanos, dejaran de patrocinar el lavado de dinero y los paraísos fiscales, los países en desarrollo tendrían más ingresos para financiar inversiones en desarrollo sostenible.
Jeffrey D. Sachs, University Professor at Columbia University, is Director of the Center for Sustainable Development at Columbia University and President of the UN Sustainable Development Solutions Network. He has served as adviser to three UN Secretaries-General, and currently serves as an SDG Advocate under Secretary-General António Guterres. His books include The End of Poverty, Common Wealth, The Age of Sustainable Development, Building the New American Economy, A New Foreign Policy: Beyond American Exceptionalism, and, most recently, The Ages of Globalization.
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