¿No sería acaso este el momento para responder a los mismos problemas con otras soluciones?
Por Dr.C Juan Triana Cordoví, OnCuba
en Contrapesos
Hace apenas unos días tuve la oportunidad de leer un magnifico artículo del doctor Silvio Calves Hernández, colega, profesor, amigo, ingeniero industrial graduado muchas décadas atrás, asesor en varios organismos, autor de libros, conferencista invitado a eventos los cuales prestigia con su presencia, observador profundo, conocedor de la idiosincrasia del cubano de hoy y de muchas, casi infinitas experiencias de dirección, ya sea, a nivel empresarial, ministerial y también de la administración pública, testigo viviente y participante activo de este largo proceso que nos ha traído hasta aquí.
El hecho que provocó el artículo de mi amigo fue aparentemente sencillo y casi normal para los cubanos y las cubanas que vivimos en Cuba y que debemos sufrir/padecer/soportar las “innovaciones” de nuestro sistema de comercio. A alguien —sin dudas brillante— se le ocurrió la innovadora idea de concentrar en dos puntos de venta el expendio a 12 mil consumidores de un producto de alta demanda y perecedero que además, requiere de ser pesado y anotado en la libreta. A mi amigo, que un día tuvo que examinar teoría de colas en su carrera y que después ha tenido la oportunidad de debatir al respecto con especialistas altamente calificados, le sirvió de poco aquel conocimiento, excepto para reafirmar la irracionalidad de lo que enfrentaba. De todas formas tuvo que esperar sus seis horas y minutos para adquirir el tan ansiado y estratégico producto.
El comercio, casi tan viejo como el ser humano, eslabón imprescindible de esa cadena que lo profesores de economía política le repetimos a nuestros estudiantes en las aulas: producción, distribución, cambio y consumo; agrega valor, entre otros, cuando logra acortar los tiempos entre la concepción del producto y su consumo, conveniente para el productor porque aumenta la rotación de su inventario y para el cliente, porque le reduce el tiempo empleado en la adquisición de los bienes que desea. Y el tiempo, aunque sigamos sin darnos perfecta cuenta, es de todos los recursos que tiene a mano el ser humano, el más escaso.
Restaurante privados ofertan ventas de comida para llevar. Foto: Otmaro Rodríguez (archivo)
Nuestro comercio, en especial el que se realiza por las empresas estatales, independientemente de la empresa, cadena, moneda en que se realice; no ayuda todo lo que pudiera en ese proceso y muchas veces no cumple aquello de agregar valor haciendo que los clientes ahorren su tiempo. Más bien produce el efecto contrario.
La alta concentración de establecimientos que comercializan productos en determinadas localidades —algo que de pronto descubrimos con la COVID—, y el hecho de que existen territorios, incluso municipios de la capital de la república sin presencia o con muy escasa presencia de estos es, sin dudas, una de las causas que explican este hecho, pero no es la única.
Quizás existen dos filosofías en la organización de la red de comercio. La primera, muy rara de encontrar materializada en nuestro país, es aquella que entiende que el cliente es decisivo y que todo lo que se haga en términos de comercio debe tener por razón principal la satisfacción en tiempo, forma y calidad del cliente.
Luego está aquella otra, que se realiza desde la perspectiva de las empresas que concentran y en cierta medida ejercen facultades cuasi monopólicas sobre la actividad, sabiendo que los usuarios/clientes/consumidores no les queda de otra, porque no tienen la alternativa de ir a otra “tienda”. Esas empresas, hacen sus arreglos organizacionales para facilitarse a sí mismas ejercer su actividad —a sabiendas de que la competencia no existe o es demasiado débil, rara o escasa— o para cumplir propósitos como el llamado “control”, que en algún momento se transforma en su negación o el “ahorro” de electricidad, combustible, transporte y salario a expensas del tiempo de los clientes y del daño intangible que ese desperdicio de tiempo produce a la economía nacional.
No es, sin dudas, el único de los costos, hay otros, que van desde la salud hasta la generación de un cierto conformismo que alimenta ese círculo vicioso de la baja calidad de los servicios y los productos. No obstante, debo aclarar que esta filosofía no es privativa del comercio estatal, también crece y prospera en el sector no estatal, lamentablemente, porque también allí, la concurrencia es poca y la posición dominante de los vendedores en un mercado con déficit de oferta lo propicia.
Los problemas del comercio en nuestro país, estatal, no estatal, en negro, en blanco o en semi-gris, mayorista, minorista, interior, exterior, nos acompañan desde hace mucho, mucho tiempo. Los del comercio minorista en especial, desde finales de la década del sesenta. En las instituciones que tienen a su cargo su organización y regulación han trabajado y siguen trabajando decenas de compañeros valiosos, inteligentes, preparados, abnegados y entregados a su trabajo, nadie puede dudarlo, aun cuando los haya que no sean así.
Sin embargo, todo su esfuerzo e inteligencia han chocado, año tras año, década tras década, mucho antes de esta pandemia, contra la tozuda y obcecada realidad, que les devuelve, después de haber pasado unos meses de las inauguraciones correspondientes al último programa de relanzamiento, la misma imagen de años anteriores a ese último programa.
Hoy, que ya es cotidiano el “e-comerce”, la entrega a domicilio, el pago con tarjeta, ese fenómeno tan moderno para nosotros, también esa modalidad, en breve, repitió los mismos males y generó otros propios de dicha actividad. No se han cruzado de brazos las empresas a cargo, es cierto, pero lamentablemente tampoco han dado con la solución que realmente agrega valor para el cliente y resuelve definitivamente las insatisfacciones. También aquí ha aparecido un cierto espacio para el sector no estatal, que se ha sumado al esfuerzo de las compañías estatales, ayudando a paliar algunos de los déficits existentes, acercando el productor al cliente y viceversa, reduciendo tiempos de entrega, llegando a veces hasta donde resulta muy difícil y aislado, contribuyendo con las empresas y productores a una mayor rotación de sus inventarios y sobre todo sumándose, en estos tiempos tan difíciles, a satisfacer las necesidades de un segmento de la población cubana, exhibiendo una capilarización que a veces asombra y contribuyendo con su accionar a la entrada de divisas al país.
Ocurre sin embargo, que a pesar del éxito del comercio electrónico, el grueso del comercio minorista en Cuba sigue realizándose de forma física, directa, presencial, y la inmensa mayoría de los cubanos seguimos padeciendo de aquellos males que relaté más arriba y que la pandemia, el bloqueo, la crisis mundial, ha hecho peor. Nadie se ha cruzado de brazos, pero las soluciones definitivas siguen sin aparecer.
¿No sería acaso este el momento para responder a los mismos problemas con otras soluciones?
¿No sería mas conveniente al país fomentar un sector no estatal en el comercio minorista que permitiera expandir los puntos de venta, mejorar y diversificar la oferta sin comprometer el dinero del pueblo, más necesario seguro para otros fines?
¿Acaso no hay otra solución que seguir manteniendo las eufemísticamente llamadas bodegas bajo la misma concepción en que se han mantenido durante décadas?
¿No sería beneficioso para nuestra población que existieran otras cadenas de tiendas, no estatales, incluso, algunas no nacionales, que pudieran mantener una oferta estable y asumieran ellas los riesgos que todo mercado implica? ¿Acaso no podría ganar el Estado obteniendo los impuestos sobre la venta, la renta de locales, el impuestos sobre el salario a los trabajadores de esas empresas?
Nuestro sistema de comercio necesita mucho más que un programa de recuperación y modernización requiere un profundo y radical proceso de reconversión.
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