Carles Manera, Catedrático de Historia Económica en la UIB, es miembro de Economistas Frente a la Crisis
Conectar la economía con las ciencias de la naturaleza, he aquí un reto importante para los científicos sociales: enlazar biología y termodinámica con la economía, matizando el exceso de formalismo matemático y enfatizando factores de carácter cualitativo. La capacidad de relacionar la crematística y la economía –en el sentido aristotélico de tales conceptos– es lo que puede proporcionar una clave interpretativa mucho más ajustada de la evolución económica. Sin embargo, no puede decirse que no se hayan prodigado estudios sobre esa estrecha relación, si bien con metodologías y planteamientos teóricos muy distintos. Los resultados se han cultivado sobre todo en el ámbito académico y, en algunos casos, se han trasladado ideas y reflexiones a la política activa.
Los aspectos tratados pueden agruparse en sendos bloques: temas que atañen a la economía ambiental; y los que se sumergen en la economía ecológica:
En el primer caso, el instrumental aplicado es el neoclásico, orientado a aspectos como, por ejemplo, la disposición a pagar para mantener un determinado recurso natural o paisajístico y aproximaciones a su valoración económica.
En el segundo, se han utilizado datos no crematísticos, de carácter biofísico –consumo territorial, producción de residuos, contaminación, etc.–, sin traslación directa a los precios. La distinción entre precio y valor es aquí muy significativa, de forma que indicadores, como por ejemplo la huella ecológica, se han hecho presentes en el ámbito de las ciencias sociales.
Estas investigaciones no han inferido, empero, la asunción de sus resultados en las políticas públicas. Esto es un problema que diluye las sensaciones que se viven en el panorama de las políticas públicas, sensaciones que urge cuantificar. En concreto: la disposición de magnitudes específicas que faciliten la toma de decisiones. Su culminación permitiría traspasar la cortina entre la investigación y su aplicación; el ascenso, en definitiva, a la política económica.
La confección de indicadores responde a ese reto. La economía no dispone “de oficio” –por llamarlo así; es decir, con cálculos regulares por parte de la administración– de una batería de variables al respecto. Los fundamentos bibliográficos sobre estas cuestiones son abundantes. De todas las contribuciones, la visión de las leyes de la termodinámica se convierte en una encrucijada –y un acicate– para los científicos sociales. Aquí, de nuevo, la ligazón entre economía y ciencias naturales emerge con solvencia.
En tal sentido, la asimilación de los principios de la termodinámica a la economía, propuesta en 1974 por el economista rumano Nicholas Georgescu-Roegen, significa asumir –o tener muy en cuenta– las reglas que provienen de la biología, la física y la química. Este autor aboga por una ampliación en el análisis de los procesos económicos –incorporando métodos y teorías provenientes de las ciencias de la naturaleza–, con un corolario claro: el crecimiento económico provoca desorden en todos los ámbitos y, obviamente, en el entorno ambiental. De ahí que sea transcendental una disección precisa sobre los impactos ecológicos que promueve un determinado tipo de crecimiento, y que sea importante realizar mediciones que no se circunscriban a los parámetros convencionales en la economía académica. Así, las investigaciones que se han desarrollado detallan aspectos importantes como las calidades de los suelos, la posible incidencia del clima en la estructura económica, la transformación económica y ecológica del paisaje, entre otros. La imbricación social de esos aspectos es absoluta, y los economistas e historiadores económicos los han trabajado; la proximidad cronológica facilita la disponibilidad de datos de mayor robustez para realizar análisis económico, con esta perspectiva ambiental. Se consideran unas ideas esenciales –a partir de las tesis de Georgescu-Roegen– que abogan por un cambio metodológico:
- Una crítica al mecanicismo económico, es decir, a una óptica lineal, atemporal, de la evolución económica, de manera que los elementos cualitativos sean considerados como claves explicativas, auxiliados por las matemáticas, pero sin el sometimiento a su excesivo formalismo –a veces con escaso contenido– que impera en la enseñanza e investigación en economía;
- La idea de evolución, en clave biológica; o sea, la relevancia del dato histórico, de la trayectoria, del tiempo;
- La adopción del concepto de entropía, derivado de la termodinámica, un argumento que implica la tesis de la irreversibilidad –e incluso del carácter irrevocable– de los procesos económicos.
El cambio es sustancial. Pero contribuye a enriquecer, técnica y conceptualmente, al análisis de la economía. Éste pasa de una fase mecanicista, de flujo circular cerrado, a otra holística, en la que el economista está impelido a dialogar con otras disciplinas para entender mucho mejor lo que acontece en la suya propia. De esta forma, conceptos esenciales como productividad y competitividad –que invariablemente se invocan en la economía– se refuerzan con otros que tienen mayores porosidades con los de la física, la química y la biología: capacidad de carga, eficiencia, eficacia, huella ecológica, intensidad energética, son muestras al respecto. El esfuerzo para el economista es innegable: su cuadro de lecturas se amplifica, sus necesidades de conocimientos –aunque éstos puedan ser indiciarios– se reafirman, desde el momento en que se “aprehende” que el material con el que se trabaja es de gran complejidad, presidido por la incertidumbre: el comportamiento humano. El vector temporal y la movilidad de factores constituyen características básicas, que proporcionan profundidad y mayor rigor –más proximidad a la realidad que se estudia– a los análisis. Y, por supuesto, se infiere la modestia necesaria para matizar la estrategia mecanicista que sustenta la predicción en economía.
La incertidumbre y el azar se hallan presentes en la cosmología económica; esto se contradice con los preceptos de la utilidad del consumidor, de la simetría de la información –que impediría los altibajos inherentes al azar y a los fenómenos caóticos– y del encuentro armonioso de familias y empresas en los mercados. Al mismo tiempo, otro elemento es considerado determinante: el tecnológico. Éste aparece en los modelos económicos más divulgados –y exigidos en buena parte de las investigaciones en economía– de manera acrítica. Es algo esperado que será capaz de resolver, casi sin discusión, cualquier reto que nos planteemos, incluyendo el relevo de recursos naturales, de manera que esto conduce a una fe ciega, a una confianza imbatible en el progreso tecnológico, resolutivo de los graves problemas que sacuden y cuestionan el crecimiento económico.[1]
La filosofía que impregna estas ideas proviene de los discursos más asimilados por la economía académica, bajo dos preceptos: la existencia de recursos infinitos (de manera que se resta importancia a la escasez de minerales); y lo que se ha venido a calificar como teorías energéticas del valor, es decir, la tesis de que el desarrollo científico proporcionará toda la energía necesaria para reciclar, de forma que el ambiente seguirá siendo natural y sustentará el crecimiento económico continuo. Se concluye que los materiales no son ni serán un problema, toda vez que pueden ser reciclados por mucho que se disipen. Es el “dogma energético” criticado por Georgescu-Roegen; a su vez, señala que lo que caracteriza a un sistema económico son sus instituciones y no la tecnología que utiliza.
La economía debe adoptar con decisión una nueva noosfera que tenga mucho más en cuenta la imbricación de la actividad humana con la biosfera, que con el recurso a pensar siempre que la tecnosfera va a resolver todas las externalidades provocadas por la actividad económica.
[1] En los medios de comunicación aparecen recurrentemente artículos firmados por académicos que van en esa dirección optimista, hasta el punto de hablar de una economía de la abundancia, donde la escasez desaparecería gracias al impulso de la ciencia y de la tecnología. Los ejemplos que suelen argüirse son variados: la obtención de energía limpia, el desarrollo de las renovables, supondría, según tales previsiones, un mundo de energía infinita a coste casi cero. La síntesis artificial de alimentos constituye otro campo en dicho avance: la generación de comida infinita, creada en laboratorio, a partir de células madre y a costes exponencialmente decrecientes; esto afectaría igualmente a la producción de carne sintética creada sin animales. “Si dejamos que la fuerza de la tecnología siga actuando, podemos aspirar a un futuro esperanzador, en el que la riqueza de los países no dependa de pozos de petróleo, sino de su talento y de la fuerza del sol; y en el que la alimentación, información, energía, educación y sanidad se produzcan a coste marginal cero, y su acceso sea, por tanto, universal”. Esta confianza acrítica, absoluta, en los progresos técnicos elude el funcionamiento, precisamente, de los principios físicos de la termodinámica, toda vez que para obtener la mayor cantidad posible de energía solar se van a necesitar importantes stocks de capital cuya generación va a requerir el consumo de la energía convencional en sus primeros estadios. El entrecomillado es de un artículo de Xavier Ferràs, “La economía de la abundancia”, suplemento Dinero de La Vanguardia, 20 de agosto de 2017.
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