Ninguna política es tan contraproducente en épocas de recesión como tratar de obtener superávit fiscal con el objetivo de contener la deuda pública; es decir, las políticas de austeridad. Mientras se acerca el décimo aniversario del derrumbe de Lehman Brothers, cabe preguntarnos por qué la austeridad despertó tanto entusiasmo en las élites políticas de Occidente después de la implosión del sector financiero en 2008.
El argumento económico contra la austeridad es claro y contundente: una desaceleración económica, por definición, implica reducción del gasto del sector privado. Cuando en respuesta a la caída de la recaudación tributaria un gobierno recorta el gasto público, deprime sin darse cuenta el producto nacional (que es la suma del gasto privado y público) e inevitablemente, sus propios ingresos. De tal modo, dificulta el objetivo original de reducir el déficit.
Es evidente entonces que debe haber otra motivación, no económica, para defender la austeridad. En la práctica, los partidarios de la austeridad se dividen en tres tribus bastante diferentes, cada una de las cuales tiene motivos propios para promoverla.
La primera, y la más conocida, de las tribus de la austeridad obra motivada por una tendencia a comparar al Estado con una empresa o una familia, que debe ajustarse el cinturón en los malos tiempos. Pero al desestimar la interdependencia crucial que hay entre el gasto del Estado y sus ingresos (tributarios), una interdependencia de la que empresas y familias están exentas, los miembros de esta tribu dan el salto intelectual erróneo que va de la frugalidad privada a la austeridad pública. Pero no es un error arbitrario, sino fuertemente motivado por un compromiso ideológico con el achicamiento del Estado, que a su vez oculta un interés de clase más siniestro en la redistribución de riesgos y pérdidas hacia los pobres.
La segunda tribu de la austeridad, no tan reconocida, puede hallarse en la socialdemocracia europea. Para tomar un ejemplo destacado, cuando estalló la crisis de 2008, el ministerio de finanzas de Alemania estaba en manos de Peer Steinbrück, un importante miembro del Partido Socialdemócrata. Casi de inmediato, Steinbrück prescribió una dosis de austeridad como respuesta óptima de Alemania a la Gran Recesión.
También promovió una enmienda constitucional que prohibiera a todos los gobiernos alemanes futuros apartarse de la austeridad, por profunda que sea una desaceleración económica. ¿Por qué, podemos preguntarnos, querría un socialdemócrata convertir la contraproducente austeridad en un mandato constitucional durante la peor crisis del capitalismo en décadas?
Steinbrück dio la respuesta en el Bundestag en marzo de 2009. Su retorcido argumento podría resumirse en esta frase: “¡Es la democracia, estúpido!”. En un contexto de quiebras de bancos y una recesión imponente, opinó que el déficit fiscal quita a los gobernantes electos “margen de maniobra” y despoja al electorado de alternativas significativas.
Aunque Steinbrück no lo dijo con todas las letras, su mensaje subyacente fue claro: incluso si la austeridad destruye empleos y perjudica a la gente común, es necesaria para preservar un margen para la decisión democrática. Extrañamente, no se le ocurrió que, al menos durante una recesión, hay un modo mejor de preservar ese margen, sin ajuste fiscal: aumentar los impuestos a los ricos y las prestaciones sociales a los pobres.
La tercera tribu de la austeridad es estadounidense, y tal vez la más fascinante de las tres. Mientras los thatcheristas británicos y los socialdemócratas alemanes practicaban la austeridad en un desacertado intento de eliminar el déficit fiscal, a los republicanos estadounidenses no les preocupa realmente contener el déficit del gobierno federal, ni creen que lo lograrán. Tras ganar la elección con una plataforma que proclamaba el odio al Estado grande y el compromiso con achicarlo, proceden a aumentar el déficit fiscal federal aprobando grandes rebajas de impuestos para sus donantes ricos. Aunque parecen totalmente libres de la fobia al déficit de las otras dos tribus, el objetivo de los republicanos (“matar de hambre a la bestia”, esto es, al sistema de prestaciones sociales estadounidense) es proausteridad hasta la médula.
En este sentido, Donald Trump es un republicano hecho y derecho. Ayudado por la exorbitante capacidad del dólar para atraer compradores de deuda pública estadounidense, puede dar por sentado que cuanto más aumente el déficit fiscal federal (mediante dádivas impositivas a los de su clase), mayor será la presión política sobre el Congreso para recortar la seguridad social, Medicare y otros programas. Así, echan por la borda la justificación usual de la austeridad (equilibrio fiscal y contención de la deuda pública) y van directo a su objetivo político más profundo: eliminar las ayudas a los muchos y redistribuir el ingreso entre los pocos.
En tanto, independientemente de los objetivos de los políticos del establishment y sus cortinas de humo ideológicas, el capitalismo siguió evolucionando. Hace mucho que la inmensa mayoría de las decisiones económicas ya no las toman las fuerzas del mercado, sino un hipercartel estrictamente jerárquico (aunque bastante laxo) de corporaciones globales. Sus directivos fijan precios, determinan cantidades, manejan expectativas, fabrican deseos y se complotan con políticos para crear pseudomercados que subsidian sus servicios. La primera víctima fue el objetivo de pleno empleo de tiempos del New Deal, oportunamente reemplazado por la obsesión con el crecimiento.
Más tarde, en los noventa, cuando el hipercartel se financierizó (y empresas como General Motors se convirtieron en grandes corporaciones financieras especulativas que a veces también fabrican autos), se sustituyó el objetivo del crecimiento del PIB por el de “resiliencia financiera”: una incesante inflación de activos de papel para los pocos y austeridad permanente para los muchos. Este mundo feliz se convirtió naturalmente en entorno propicio para las tres tribus de la austeridad, a cuya supremacía ideológica cada una de ellas hizo un aporte especial propio.
De modo que la ubicuidad de la austeridad refleja una dinámica general que, disfrazada de capitalismo de libre mercado, está creando un sistema económico global financierizado, jerárquico y cartelizado. Triunfa en Occidente porque tres poderosas tribus políticas lo defienden. Los enemigos del Estado grande (que ven en la austeridad su gran oportunidad de achicarlo) unen fuerzas con los socialdemócratas europeos (que sueñan con tener más opciones cuando lleguen al gobierno) y con los republicanos desgravadores (decididos a desmantelar el New Deal estadounidense de una vez y para siempre).
El resultado no es sólo un padecimiento innecesario para amplias franjas de la humanidad. También presagia un terrible círculo vicioso global de aumento de la desigualdad e inestabilidad crónica.
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