AUSTIN – Existe una mitología política odiosa en Estados Unidos que tiene que ver con el bipartidismo, según la cual los adversarios encarnizados, heridos por la batalla, encuentran puntos de coincidencia, mancomunan esfuerzos y avanzan juntos hacia la puesta del sol. Es básicamente una tontería. Ulysses S. Grant no se reconcilió con Robert E. Lee después de Appomattox. Franklin D. Roosevelt no se reconcilió con Herbert Hoover durante la Gran Depresión, ni John F. Kennedy se reconcilió con Richard Nixon después de la elección de 1960. Podemos detectar reminiscencias empalagosas del intercambio de lisonjas entre Ronald Reagan y Tip O’Neill. Pero el verdadero O´Neill peleó contra Reagan -por principios y en la política- con todo lo que tenía a su alcance.
En el espíritu del mito, el presidente norteamericano, Joe Biden, recientemente elogió al presidente de la Cámara, Kevin McCarthy, después de llevar a cabo un acto deplorable de rendición política -en materia de recaudación de impuestos, programas sociales, deuda estudiantil, medioambiente y otras cosas más-. Peor aún, Biden abandonó el principio de que el techo de deuda no debería obstruir las prioridades progresistas en el futuro. Pero, según nos dijeron, todo está bien, porque Biden y McCarthy trabajaron codo a codo. Hasta se tienen aprecio -o al menos eso dice Biden.
Pero la Casa Blanca y el Tesoro tuvieron al menos tres maneras razonablemente legales y absolutamente constitucionales de disipar la supuesta crisis sin involucrar a McCarthy y a su cónclave republicano cada vez más desquiciado. La administración podría haber acuñado una moneda de platino de alto valor y haberla depositado en la Reserva Federal, podría haber recurrido a bonos consolidados (que nunca vencen) o podría haber emitido bonos premium. En cambio, los demócratas salieron de sus trincheras, agitaron una bandera blanca y entregaron las llaves de su fortaleza -todo para que el ejército sitiador se fuera por un par de años-. Peor aún, como todos los que estaban observando, los demócratas sabían que las tropas republicanas estaban divididas y en estado de rebeldía. Biden lo demostró cuando les dijo, correctamente, que se marcharan cuando se acercaron por primera vez.
Sin embargo, hay una verdad aún más grande que nadie quiere admitir: la gran bomba de los republicanos siempre fue un fiasco. El Tesoro, por ley, no puede frenar o priorizar pagos. Tampoco existe un interruptor de apagado procesal. La secretaria del Tesoro, Janet L. Yellen, y sus antecesores han hecho gran hincapié en esto cada vez que se los preguntaron. Aun si se cruza el “límite”, los cheques tienen que seguir saliendo. El techo de deuda solo impide que el Tesoro emita nuevos bonos. En el peor de los casos, la Cuenta General del Tesoro de la Fed (TGA por su sigla en inglés) no tendría fondos suficientes para cubrir los cheques.
Llegado ese momento, la Fed probablemente podría haber emitido una línea de crédito -un sobregiro- para garantizar que se honraran los pagos, aun si sus autoridades odiaran hacerlo. Casi con certeza se han realizado sobregiros dentro de los límites de un solo día, pero no han llamado la atención porque la TGA se salda solo por la noche. Los sobregiros nocturnos no garantizados y sin interés no están cubiertos por el techo de deuda y presumiblemente son una posibilidad legal. Los propios registros de la Fed dicen que la cuestión sería decidida por su Junta de Gobernadores.
Es verdad, la cuestión en definitiva se resolvería en la corte. ¿Pero cuál es el problema? Si la Fed decidiera hacerlo, o si una corte así lo ordenara, algunos de esos cheques del Tesoro podrían rebotar, y volverse créditos no garantizados del Tesoro. Y si los bancos se negaran a pagarlos, ¿cuánto tiempo pasaría hasta que la Fed (presidida por un republicano) hiciera un llamado desesperado al Congreso para resolver la “crisis”? Sospecho que eso sucedería mucho antes de que abrieran los mercados al día siguiente.
Si traspasar el límite de deuda realmente hubiera amenazado con generar una “catástrofe”, la culpa habría recaído sobre aquellos republicanos que decidieron hacer de eso un problema y casi con certeza se habrían replegado. Y si, contra toda lógica, optaban por el suicidio político, cuánto mejor para los demócratas. La Casa Blanca tenía la artillería pesada de todos modos y, aun así, se rindió. Parece que los asesores de Biden no estaban particularmente preocupados por las concesiones hechas en el acuerdo, y que al menos algunas personas tenían una razón económica sólida para evitar las secuelas de un “default”.
Examinemos ese escenario. Supongamos que las fuerzas de McCarthy resistían, que Biden no se rendía, que la Fed emitía sobregiros y que el estancamiento político continuaba. Aun entonces, la vida seguiría normalmente, excepto que los bonos del Tesoro que vencían se habrían pagado en efectivo, porque ya no se podían refinanciar. Por supuesto, a los tenedores de los bonos eso tal vez no les guste y podrían usar su dinero para comprar otra cosa. Como advirtió Hillary Clinton en el New York Times, el dólar internacional caería, lo que implica que la pequeña élite que vive según el dólar internacional recibiría el mayor impacto.
Para el resto del país, la situación sería análoga a cuando Roosevelt suspendió el patrón oro y lanzó el Nuevo Trato en 1933. La industria norteamericana se volvería más competitiva y se recuperarían los empleos industriales y manufacturaros. Estados Unidos tendría la oportunidad de empezar a deshacer el inmenso daño infligido por las Grandes Finanzas y la extralimitación imperial de los últimos 40 años. Aunque, por supuesto, un dólar más bajo tiene sus costos, estos resultarían compensados por los beneficios. Además, un dólar más débil va a llegar de todas maneras en tanto el mundo avanza, gradualmente, hacia la multipolaridad.
El escenario de “catástrofe” era absurdo desde el principio. En realidad, todo tenía que ver con el carácter del Partido Demócrata. ¿Seguiría satisfaciendo a las Grandes Finanzas, como lo ha venido haciendo desde los años 1990? ¿O se vería obligado a representar los intereses de sus propios votantes y del pueblo norteamericano?
Si Biden es reelegido, los demócratas en el Congreso enfrentarán la misma opción nuevamente en 2025. Pueden aceptar hacer más concesiones y, una vez más, esconderse detrás de la retórica de la “cooperación bipartidista” o, finalmente, pueden negarse a someterse a la extorsión.
¿Y si Biden es derrotado? Los republicanos harán lo que les plazca -con los programas federales, las regulaciones, los impuestos y el techo de deuda-. Este último episodio desdichado ha hecho que ese desenlace resulte más probable. Después de todo, ¿quién necesita un Partido Demócrata que no lucha por sí mismo o por sus votantes?
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