Cuando luego de haberlo entrevistado vuelvo a coincidir con Pat en un puesto de artesanía cerca de la calle Mercaderes y concordamos en que “todo va más allá de la política” y nos estrechamos las manos, recuerdo que aún en esta era de contactos virtuales y conexión permanente el viaje físico es insustituible para que las personas -y los pueblos- se conozcan, se entiendan, se encuentren o reencuentren.
Pat, un Baby Boomer de casi dos metros de altura residente en la Florida, bromeó todo el tiempo -sin que faltara algún dardo a su actual presidente- y curiosamente fue parte de un coro improvisado cuando, luego de resumir todas las cuestiones que pesan hoy sobre los viajes de estadounidenses a Cuba, le pregunté cuál era su impresión de la Isla al estar aquí. Él y dos de sus acompañantes, Jacky y Jasnada, respondieron simultáneamente: I like it (Me gusta).
Antes, Xiomara, de San Antonio, Texas, me había comentado que “cuando dices a alguien en los Estados Unidos que vienes a Cuba, automáticamente responde ‘Oh, va a ser difícil estar allá. ¿Cómo vas a llegar allá?’”, algo que, en su opinión, es “seguirle la corriente a la propaganda”. Ella, que vino a La Habana para una presentación en el estudio de tatuajes La Marca, no se dejó influenciar.
Meses antes de que Pat y Xiomara llegaran a la Isla, ambos por primera vez, la administración del presidente Donald Trump emitió una alerta de nivel 3 sobre el país caribeño en la que aconseja a los ciudadanos de EE.UU que “reconsideren viajar a Cuba debido a los ataques contra empleados de la embajada estadounidense en La Habana, que llevaron a una reducción del personal de la embajada”.
Y en noviembre de 2017 entraron en vigor regulaciones que en la práctica llevan a la época pre-Obama el entorno de los viajes entre ambos países e incluyen la Cuba Restricted List, una larga enumeración de establecimientos y proveedores del Estado cubano, muchos operados por empresas extranjeras, vedados para los estadounidenses.
Se busca, argumenta el Departamento del Tesoro, encauzar lejos de los militares y fuerzas de seguridad e inteligencia de Cuba la actividad económica, mientras se mantienen las oportunidades para que los estadounidenses se involucren en los viajes legales a la Isla y apoyen el sector privado y el pequeño negocio nacionales.
Aun así, mientras encuestaba a viajeros estadounidenses por las calles de La Habana Vieja, pregunté a algunos dueños y empleados de negocios privados y no es optimista la opinión general. Para algunos, lento el movimiento; para otros, no como meses atrás.
“Tremendo ruido le metieron al negocio este de los viajes”, me suelta uno, y yo no dejo de advertir la polisemia del comentario.
Será, como indica la lógica, que en un escenario a la baja en las cifras de quienes llegan en aviones y se hospedan en establecimientos, la alternativa de los cruceros gana en poder de atracción. Un medio de transporte que es a la vez hotel, lo cual simplifica todo, bajo la sombrilla de compañías influyentes como Royal Caribbean o Carnival. Solo que los cruceristas -se sabe hace tiempo- tienen en cada destino un gasto menor que los viajeros convencionales.
Pedro Beltrán, de Texas, se muestra tranquilo. “Claro, no es que hayamos viajado por nuestra cuenta. Venimos en el barco, viajamos con Royal Caribbean, y la compañía no expresó preocupación o nos dio advertencia alguna”.
“Hasta ahora, me siento muy seguro. He viajado el mundo intensamente en viajes de negocios, y siempre se trata de lo mismo, tienes que usar tu sentido común”, agrega.
Jacky, una de las acompañantes de Pat, también está tranquila, encantada con “la gente tan amistosa”, pero sí ha oído sobre “problemas con la seguridad de los viajeros en Cuba”.
“Cuando viajas a Cuba te dicen que tengas cuidado”, cuenta. “¿Quién lo dice?”, le pregunto. “Los Estados Unidos”. “¿El gobierno?”, vuelvo a preguntar. Y asiente con la cabeza.
Todos han llegado en el Majesty of the Seas, que ofrece cruceros de cuatro y cinco noches desde Tampa a La Habana. Entre ellos y el resto de los pasajeros de ese y otros barcos de cruceros, y entre quienes aún siguen llegando en vuelos desde EE.UU, están los que desconocen la advertencia y las regulaciones del gobierno de Trump, los que no creen en ellas y las desafían, y los que les dan crédito pero se aventuran a ver por sus propios ojos.
En noviembre pasado, el presidente del U.S. Cuba Trade and Economic Council, John S. Kavulich, dijo que las nuevas medidas de la Casa Blanca “están diseñadas para crear ansiedad entre los viajeros y las empresas”. El viaje físico vuelve a ser insustituible aquí: o corrobora los prejuicios o cambia de plano la percepción.
“He salido de noche y caminado por las calles de La Habana Vieja. Incluso cuando está oscuro y estás solo te sientes muy seguro. No me he sentido incómoda ni preocupada por mi seguridad en todo el tiempo que he estado aquí”, me comenta Xiomara.
Otra joven viajera que voló de Colorado a Miami y de ahí a la capital cubana, dijo conocer la advertencia de viaje a Cuba y confesó que “aquí me siento de noche y sola más segura que en Denver. Los extraños en la calle nos ayudan a encontrar el camino cuando nos perdemos, o nos indican dónde hay buena comida, o tragos”.
En marzo último, cuando el Departamento de Estado extendió la advertencia nivel 3 para viajes a Cuba, la gran mayoría de encuestados (más del 99%) en un sondeo a estadounidenses que viajaron a la Isla dijeron haberse sentido “seguros” o “muy seguros”.
Pat, Jacky, Xiomara, Pedro y Michelle, entre otros, se unieron a ellos mientras caminaban esta semana por las calles de La Habana Vieja en un día gris de llovizna intermitente. Quizá por eso, por la llovizna y la falta de sol, estaba un poco apagada la ciudad vieja, aunque no del todo.
Michelle, canadiense, coincidió con otros al decirme que sí, hay ruido en La Habana, el más notable el de la construcción, “pero si vas a Toronto lo tendrás diez veces peor. Créeme”.
Michelle no conocía las advertencias del gobierno de Canadá válidas aún a mediados de mayo, entre ellas la que recomienda a mujeres embarazadas o en plan de quedar embarazadas no viajar a Cuba. Pero aún luego de saberlo asegura: “Voy a volver”, como muchos de su familia, francocanadienses, que viven en el norte de Ontario.
Para mayo, ninguna de las actualizaciones epidemiológicas de la Organización Panamericana de la Salud menciona a Cuba pero sí a otros países del hemisferio, incluido Canadá en el caso del sarampión.
Kevin, de Carolina del Norte, que caminaba con su esposa cerca de la Plaza de Armas, piensa como Michelle. “Sí, hay ruido, de la construcción”. “¿Qué otro sonido le llama la atención?”, le pregunto. “La música. La música se escucha más alto que el ruido”.
Igual siente Xiomara –“la música es bella”-, pero Michelle –“la música está a dondequiera que vas”- percibe algo más y trata de explicarse buscando las palabras: “Aquí, siento que gran parte de todo es como… como si tuviéramos culturas similares”.
Leonel, con varios años de experiencia en el negocio de la hostelería en La Habana Vieja, afirma que sí, se siente la baja en la afluencia de estadounidenses. “Algunos de los que llegan cuentan que les han dicho que es peligroso venir”, dice.
Puede estar funcionando la smear campaign de la administración Trump, el intento de convertir otra vez a Cuba en isla “prohibida” o “extraña”, de controlar dónde va el desembolso monetario de los estadounidenses.
La pregunta es hasta cuándo. Dónde consumen y gastan su dinero aquí cae en un área bastante nebulosa. Tampoco es que puedan Trump y los Departamentos del Tesoro, Estado o Comercio controlar dónde gastan sus ingresos los propietarios privados, esos que pretenden sean los únicos receptores de los dólares que traen a este país los ciudadanos de EE.UU.
Una campaña que advierte que Cuba no es segura. Viajeros estadounidenses que caminan tranquilamente por La Habana y confiesan sentirse muy seguros. “Todo va más allá de la política”. “Me gusta” (Cuba). “Se trata de usar el sentido común”… Un gobierno que dice una cosa, y viajeros que una vez aquí, y de regreso allá, piensan y dicen otra. Y los barcos que siguen llegando.
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