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"Peor que los peligros del error son los peligros del silencio." ""Creo que mientras más critica exista dentro del socialismo,eso es lo mejor" Fidel Castro Ruz

jueves, 13 de agosto de 2020

La teoría valor-trabajo y sus implicaciones políticas


Aug 12 · 25 min read

Por Joel Ernesto Marill Domenech

Ilustración: Manuel Monroy

En un contexto de franca lucha teórica, simbólica y política por el futuro de nuestra nación, los ataques a la obra de Marx se han convertido en un lugar común en nuestros días. Muchas de esas críticas se sustentan en nociones vulgares que se hacen pasar por científicas. No es que esas nociones sean nuevas — algunas son casi contemporáneas con el propio Marx — , pero muchas se han consolidado como lugares comunes en el imaginario y el discurso antimarxista que se ha reproducido durante todo el siglo XX. En todo caso, no es su antigüedad lo que las descalifica, sino el hecho de ser construcciones desconectadas en su totalidad de la obra que pretenden criticar, por lo que no pasan de ser meros ataques ideológicos.[1] En este texto pretendemos examinar algunas de esas críticas.

Me cuesta compartir la idea de que la teoría marxista tenga un fundamento estructurador único, aunque puedo estar de acuerdo en que, si lo tiene, la teoría del valor-trabajo tiene estatus teórico para serlo. Desmontar la teoría del valor-trabajo es, y ha sido siempre, uno de los blancos preferidos de la crítica por la economía política burguesa — en especial de la escuela austriaca de economía y todo el paradigma neoclásico — a la economía política marxista. Se pretende con ello dejar sin fundamento las implicaciones teóricas y políticas que de dicha teoría se desprenden, en especial la teoría del plusvalor y en última instancia toda la concepción de la explotación.

Entre las vulgarizaciones en que con más frecuencia caen los críticos de la teoría del valor-trabajo están:

a) Argumentar que la misma no puede explicar los precios — o los valores — de mercancías como las obras de arte y otras mercancías exóticas.

b) Esgrimir que la teoría del valor-trabajo falla al explicar por qué los precios de algunas mercancías producidas en menor tiempo de trabajo individual tienen mayor precio que aquellas producidas en mayor tiempo.

c) Asumir — en consonancia con los tópicos anteriores — que la teoría valor-trabajo se sustenta en la comparación directa de los tiempos de trabajo individuales de los productores para determinar las proporciones de intercambio de mercancías.

Para comenzar a desmotar esas nociones vulgares debemos partir de preguntarnos: ¿cuál es el campo explicativo de la teoría de valor-trabajo?

Es común suponer que la misma tiene carácter extensivo: que es aplicable a todos los aspectos posibles de la realidad económica. Pero esto no es verdad. La teoría del valor-trabajo, ya desde la formulación realizada por David Ricardo,[2] solo era aplicable a un grupo de mercancías específicas: las mercancías que son reproducibles mediante trabajo. Al respecto Ricardo argumentaba:

«Hay algunas mercancías cuyo valor viene determinado exclusivamente por su escasez. Ningún trabajo podrá incrementar la cantidad de dichos bienes, y por tanto su valor no se verá disminuido por una oferta mayor. Tal [es] el caso de algunas estatuas o pinturas excepcionales, libros o monedas raras, vinos de una calidad peculiar, que sólo pueden ser elaborados con uvas cultivadas en una tierra especial, de oferta muy limitada. Su valor es por completo independiente de la cantidad de trabajo originalmente requerida para producirlos, y varía con la riqueza y preferencias variables de quienes desean poseerlos.

Pero estos bienes constituyen una minúscula fracción de la masa de mercancías que diariamente se intercambian en el mercado. El trabajo es lo que procura la gran mayoría de los bienes que son objeto de deseo; y ellos pueden ser multiplicados, no sólo en un país sino en muchos, casi sin límite determinado, si estamos dispuestos a dedicar el trabajo necesario para obtenerlo».[3]

Ricardo demarca así el campo explicativo de la teoría del valor-trabajo. Dicha demarcación es continuada por Marx, aunque este es mucho menos explícito al exponerla. Su línea argumental no introduce hasta el Tomo III de El Capital el factor de la escasez como posible limitación para la reproducción mediante trabajo de las mercancías. En dicho momento Marx expone:

«Para que los precios a los cuales se intercambian las mercancías entre sí correspondan aproximadamente a sus valores, no hace falta ninguna otra cosa que […] en la medida en que hablamos de la venta, ningún monopolio natural o artificial posibilite que alguna de las partes contratantes venda por encima del valor, o la obligue a deshacerse de la mercancía a cualquier precio. Entendemos por monopolio casual el que surge, para el comprador o el vendedor, a partir de la situación casual de la oferta y la demanda».[4]

«Cuando hablamos de precio monopólico nos referimos en general a un precio únicamente determinado por la apetencia de compra y la capacidad de pago de los compradores, independientemente del precio determinado por el precio general de producción, así como por el valor de los productos».[5]

En el Tomo III, en su explicación del precio de monopolio, Marx introduce por primera vez en la obra el tema de la escasez relativa y la posibilidad del surgimiento de precios que no tengan referencia directa a los gastos de trabajo empleados en su producción. Se puede notar la similitud entre la concepción de «precios determinados por la escasez» en Ricardo y el «precio de monopolio» en Marx.[6] A este nivel del análisis, aquellas mercancías que no puedan ser reproducibles mediante trabajo humano, ya sea porque están limitadas por las estructuras de su mercado o porque son mercancías exóticas como las obras de arte, no entran dentro del campo explicativo de la teoría del valor-trabajo y se comportan de forma similar a como si fueran precios de monopolio: se determinan por la escasez y la predisposición de pago de los consumidores.[7]

La teoría del valor-trabajo explica los determinantes del proceso de producción general de mercancías que son en principio reproducibles con trabajo humano. Dentro de esta definición podemos encontrar los bienes industriales, los servicios comercializables, los productos de la tierra y un sinfín de mercancías que hoy se nos presentan como la riqueza material de las sociedades modernas. La teoría valor-trabajo no estudia, como mal suponen muchos críticos — e incluso comentaristas dentro de la propia economía política marxista — , los cuadros y demás obras de arte, ni las mercancías exóticas cuyo precio está determinado por los deseos de pago del comprador. Ricardo no afirma otra cosa y, como vimos, Marx tampoco.

El núcleo analítico de la teoría del valor-trabajo está en explicar cómo este tipo de mercancías reproducibles con trabajo y producidas dentro de una sociedad de productores aislados entre sí (aislamiento económico) que se especializan en la producción de diferentes productos (división social del trabajo), tendrán como un elemento regulador del intercambio los gastos de trabajo social. Si bien en los inicios del intercambio mercantil, los precios en los que se intercambiaban las mercancías tenían un carácter fortuito, la generalización del proceso de intercambio y, en especial, la competencia, obligaron a los productores a seguir patrones de eficiencia como reguladores del intercambio y la producción.

La competencia es el elemento objetivador de la teoría-valor trabajo en la obra de Marx. Solo la competencia hace que los productores vendan a un precio determinado objetivamente y no por los deseos subjetivos del productor o el vendedor. Esta determinación objetiva del precio está dada por las condiciones de producción de la rama de la que forma parte dicha mercancía. La competencia evita que un productor pueda determinar de manera arbitraria sus proporciones de cambio y, por tanto, impone como regulador del cambio los gastos de trabajo social de su rama. Es necesario destacar aquí, que toda la teoría de Marx — hasta llegar casi al final del Tomo III — está estructurada sobre la «libre movilidad de capitales»: supuesto teórico que asume que no existen monopolios naturales o artificiales que puedan controlar el mercado e imponer precios.

La segunda de las críticas vulgares de Marx a la que nos enfrentamos, consiste en suponer que dichos «gastos de trabajo social» que regulan el intercambio son los tiempos cronometrados de los trabajos individuales de cada productor. La consecuencia lógica es atribuirle a la teoría del valor-trabajo defender que una pieza de alta tecnología producida en 5 horas cuenta con menos valor que una pieza de madera producida a lo largo de una semana. Poniendo ya como ejemplos mercancías que sí son objeto de estudio de la teoría del valor-trabajo podemos sostener que esta acusación es igualmente errada.

Los gastos de trabajo en Marx no son relaciones temporales de manera lineal sino reducciones que realiza el mercado en la conversión del tiempo de trabajo individual a tiempo de trabajo socialmente necesario. El primero de dichos tiempos sí es una unidad temporal física: es el tiempo que un productor individual tarda en realizar su mercancía — este puede ser 5, 8, 10 o 15 horas, etcétera — en dependencia de las condiciones técnicas de ese productor individual. Sin embargo, dicho tiempo de trabajo no constituye en lo más mínimo la magnitud de valor de dicha mercancía, pues el gasto de trabajo social no es el gasto de trabajo del productor individual, sino el gasto de trabajo que en término medio — en las condiciones medias de destreza y productividad — la sociedad le reconoce al productor. El productor individual puede producir su mercancía en 5 o 10 horas de trabajo individual: el reconocimiento social objetivo de sus gastos de trabajo reduce dichos tiempos de trabajo a una media social no cuantificable. Por comodidad, y para muchas ejemplificaciones, podemos atribuir una medida temporal a dichos gastos de trabajo social. Podríamos decir que el gasto de trabajo social para producir una mercancía «X» es de 8 horas. En cuyo caso, el productor que logró producir en 5 horas se le reconocerían 8 horas de trabajo social medio, y por tanto generaría un plusvalor extraordinario, símbolo de mayores niveles de eficiencia que la media. En caso contrario, al productor que gastó 10 horas en la producción de una mercancía solo se le reconocerían igualmente 8 horas de tiempo de trabajo socialmente necesario, lo que es muestra de ineficiencia con respecto a la media de la rama.

Lo cierto es que el gasto de trabajo social o tiempo de trabajo socialmente necesario es en principio una magnitud inobservable en forma directa. La misma se compone de una sustancia social (un tiempo social) que no puede ser directamente estimada por una medición de tiempo físico mediante una reducción lineal de tiempos promediados. Dicha medida es tan inobservable como la medición ordinal de la «utilidad» propuesta por neoclásicos y austriacos, pero a diferencia de ella, sí se sustenta en una objetividad social, que no es la objetividad de una medida física de tiempo, sino la objetividad de la práctica social humana: la objetividad del valor no es la objetividad de 1 hora física de trabajo, sino el reconocimiento objetivado de la sociedad al trabajo del productor individual. Para la teoría del valor-trabajo, cada mercancía «X» no es sino un ejemplar homogéneo de su rama; a cada mercancía «X» de un productor «Y» se le reconocerá el mismo valor que a una mercancía «X» del productor «Z», pues el valor de la mercancía no está determinado por el productor individual, sino por las condiciones productivas generales de su rama y la cantidad de trabajo que la sociedad estime necesario para la producción de dicha mercancía «X». Ambas determinaciones en una sociedad de producción anárquica y no coordinada solo pueden darse como un promedio en el largo plazo.

El valor es, a la larga, el reconocimiento social del trabajo humano como trabajo social, donde cada eslabón aislado de tiempos de trabajo individuales, se unifica como un solo cuerpo de trabajo social, de gastos de energías físicas y mentales. Pero dicha «unificación» no es lineal.

Una hora de trabajo individual no constituye una hora de trabajo socialmente necesario. Dicha reducción unificadora solo ocurre en el intercambio, donde los trabajos individuales son reconocidos o no como sociales. Una mercancía puede contener 10.000 horas de trabajo individual que el mercado, la sociedad, puede reconocerlas o no, y reducirla a 2 horas de trabajo social o a ninguna, si las condiciones mercantiles impiden su venta. El trabajo individual pensado para ser vendido y materializado en un producto, que no se realice como mercancía — es decir: que no se venda — no llega nunca a formar parte del trabajo social y, por tanto, no es más que un mero desperdicio de energías físicas y mentales.

Por último, me gustaría destacar otro lugar común en que caen los críticos vulgarizadores de la teoría del valor-trabajo: suponer que trabajos desiguales se reducen proporcionalmente. Volviendo a nuestro ejemplo de la pieza de alta tecnología producida en 5 horas y la pieza de madera producida a lo largo de una semana, cabe destacar que la teoría valor-trabajo no supone una proporcionalidad en dichos tiempos de trabajo. Nos limitaremos a presentar las palabras de Marx sobre el tema, las cuales arrojaran igualmente una conclusión bastante certera del proceso de reducción antes comentado:

«Se considera que el trabajo más complejo es igual sólo a trabajo simple potenciado o más bien multiplicado, de suerte que una pequeña cantidad de trabajo complejo equivale a una cantidad mayor de trabajo simple. La experiencia muestra que constantemente se opera esa reducción. Por más que una mercancía sea el producto del trabajo más complejo su valor la equipara al producto del trabajo simple y, por consiguiente, no representa más que determinada cantidad de trabajo simple. Las diversas proporciones en que los distintos tipos de trabajo son reducidos al trabajo simple como a su unidad de medida, se establecen a través de un proceso social que se desenvuelve a espaldas de los productores, y que por eso a éstos les parece resultado de la tradición».[8]

Ya tenemos entonces elementos suficientes para rechazar este tipo de críticas vulgarizadas de la teoría valor trabajo de Marx:

a) La teoría clásica del valor-trabajo no abarca en forma directa el estudio de mercancías exóticas sino aquellas que son directamente reproducibles con trabajo humano. Contempla asimismo que dichas mercancías exóticas tendrán precios que se comportarán — no es que lo sean — como si fueran precios monopólicos, que serán determinados por la escasez de las mismas y los deseos de compra del consumidor. Ni Marx ni Ricardo niegan la existencia de este tipo de mercancías.

b) La teoría clásica del valor-trabajo explica cómo en condiciones de libre concurrencia, el intercambio mercantil estará determinado por los niveles de eficiencia medios de los productores de las distintas ramas, al considerar cada mercancía individual como un ejemplar homogéneo de su rama.

c) Los trabajos individuales no son directamente gastos de trabajo social. Entre ellos existe una mediación determinada por el intercambio, en donde opera una reducción que en todo momento ocurre de espalda a los productores. La sustancia del valor no es física sino social y el valor no es identificable mediante la medición promedial de los tiempos cronometrados de cada productor. Es la sociedad en el intercambio mercantil mismo quien opera de manera constante dicha reducción y determina de forma consecuente el valor de las mercancías.

d) Trabajos de diferentes niveles de complejidad no producen iguales magnitudes de valor, el mercado siempre opera igualando dichos tiempos de trabajo de forma tal que una hora de trabajo potenciado equivale siempre a mayor cantidad de trabajo simple.

La teoría del valor-trabajo no termina — resulta claro — en este punto. Los gastos de trabajo como elemento regulador del cambio tomarán cuerpo al final en la forma en que los productores más eficientes — los que produzcan por debajo del tiempo de trabajo socialmente necesario — serán recompensados, mientras que los que produzcan por debajo de la eficiencia media de la rama tenderán a desaparecer. Esto explica la dinámica de constante superación y la tendencia orgánica dentro del modo de producción capitalista a revolucionar sus medios, métodos y técnicas productivas como forma concreta de cada productor individual de huir de su propia extinción en una lucha donde solo los más eficientes salen victoriosos. Esto es, junto con la lucha de clases, el motor impulsor de la sociedad burguesa.

La teoría del valor-trabajo explica así el proceso de producción e intercambio mercantil en general, no solo el capitalista. A la larga la propia teoría del valor-trabajo — que supone siempre intercambios entre equivalentes, pues las mercancías cambiadas tienen magnitudes de valor equivalentes entre sí — se reconocerá incompleta para explicar la dinámica de la producción capitalista. Dinámica en la cual desde el inicio de la producción se arroja una cantidad de valor que luego vuelve ampliada al final del proceso productivo. La contradicción formal es simple: si el intercambio es siempre entre equivalentes, no puede explicarse que directamente exista un polo del intercambio con mayor magnitud de valor que otro. El simple intercambio no es suficiente para explicar dicha oposición, por lo que es necesario salir de este y adentrarse en el propio proceso productivo. Se llega así a la teoría del plusvalor.

Dicho momento de la obra de Marx es, sin lugar a dudas, uno de los más criticados en base a nociones en su esencia erróneas que adjudican al mismo:

a) Suponer que la teoría del plusvalor se sustenta solo en un juicio moral en torno a la sociedad burguesa.

b) Suponer que, en dicho juicio moral, la teoría del plusvalor se explica de manera simple como un robo ilegítimo del capitalista al obrero.

c) Suponer que la teoría del plusvalor constituye una generalización de la injusticia del capitalismo decimonónico que no tiene sentido en la economía contemporánea.

De nuevo caemos aquí en los lugares comunes de la crítica vulgarizada a Marx: caricaturizar la concepción de Marx de la plusvalía como robo ilegitimo que es, a la larga, el primer paso para desmontar la teoría de la explotación. Pero presentada de esta manera dicha crítica no es que solo sea un descrédito mal intencionado, sino que es además poner en Marx algo que nunca dijo, pues la apropiación del plusvalor está lejos de poder ser considerada en Marx un simple «robo ilegítimo».

El plusvalor es en realidad trabajo impagado por el capitalista, pero en ningún momento podría argumentarse que el mismo es un robo o que ocurre de manera ilegítima bajo las condiciones de la sociedad capitalista, incluso es válido argumentar todo lo contrario. Uno de los núcleos centrales de la teoría del plusvalor de Marx está en demostrar cómo, en los marcos del modo de producción capitalista, existe una legitimidad jurídica y moral en torno a la apropiación de dicho plusvalor.

De manera clara dicha «legitimidad jurídica y moral» no es — como lo presentan los ideólogos liberales — un producto del orden eterno y natural de las cosas. Es una construcción social mediada por el dominio burgués sobre la producción de la cultura, las leyes y el sentido común de las sociedades modernas. Los capitalistas necesitan legitimar su forma de apropiación en el Derecho y condicionar como perfectamente legítimo y moralmente aceptado la naturaleza de esa forma de apropiación sobre el producto del trabajo social. Como bien afirman Marx y Engels:

«Todas las clases que en el pasado lograron hacerse dominantes trataron de consolidar la situación adquirida sometiendo a toda la sociedad a las condiciones de su modo de apropiación. Los proletarios no pueden conquistar las fuerzas productivas sociales, sino aboliendo su propio modo de apropiación en vigor, y, por tanto, todo modo de apropiación existente hasta nuestros días. Los proletarios no tienen nada que salvaguardar; tienen que destruir todo lo que hasta ahora ha venido garantizado y asegurando la propiedad privada existente».[9]

La naturalización — como algo eterno e inmanente a las sociedades humanas — del modo burgués de apropiación de la realidad en general, y del producto del trabajo ajeno en particular, es condición indispensable para la reproducción del orden capitalista. El obrero en dicha relación no hace sino aceptar como universales y naturales las formas burguesas de apropiación que se convierten de esta manera en sus propias formas. Nada natural hay en este hecho; pero su legitimidad a los ojos de la sociedad burguesa es incuestionable. No lo es, sin embargo, si se mira desde el devenir histórico y la superación mediante la lucha de todas las formas de explotación naturalizadas — la dominación religiosa, por ejemplo — que la han antecedido. La abolición y superación de la cultura burguesa y de sus formas de apropiación de la realidad es también parte de la tarea histórica del proletariado. Demostrar que dichas formas de la cultura y legitimación de la explotación asalariada no son más que una construcción social mediada por la dominación burguesa, es una de las tareas colosales de Marx y un arma indiscutible de lucha política del proletariado.

«Lo mismo que para el burgués la desaparición de la propiedad de clase equivale a la desaparición de toda producción, la desaparición de la cultura de clase significa para él la desaparición de toda cultura. La cultura, cuya pérdida deplora, no es para la inmensa mayoría de los hombres más que el adiestramiento que los transforma en máquinas».[10]

El capitalista no le «roba ilegítimamente» nada al obrero, porque en las leyes de juego capitalista al obrero se le paga por lo que le corresponde: el valor de su fuerza de trabajo. Las necesidades básicas mínimas de subsistencia para la reproducción de sí mismo y su descendencia. La contradicción antes presentada es la clave para entender este momento teórico. Al obrero no se le roba dentro de la lógica del capital, porque al obrero no se le paga por su trabajo, sino por el valor de su fuerza de trabajo. El obrero al entrar en la fábrica, al vender su fuerza de trabajo y entregarse en cuerpo y alma al capitalista, pierde toda propiedad sobre el resultado de su trabajo. El obrero crea el fondo con que luego se le paga, pero no existe legitimidad para que él se apropie de este fondo.

El nuevo valor creado — una vez sustraído el pago del valor de la fuerza de trabajo — es, dentro de las reglas de la economía mercantil capitalista, propiedad del capitalista de manera legítima. Ese es el análisis de fondo que presenta Marx.

¿Cómo se resuelve entonces la contradicción entre los diferentes polos del ciclo del capital? Pues se resuelve poniendo de manifiesto que el plusvalor no puede brotar del intercambio — el cual siempre ocurre entre equivalentes — sino que surge en el proceso productivo: surge del consumo por parte del capitalista de una mercancía especial que agrega más valor que el que gasta para su reproducción. Esta mercancía, la fuerza de trabajo, permite al capitalista transferir el valor de los medios y objetos de producción, a la vez que agrega un nuevo valor con su trabajo. De esta manera, el capitalista se apropia legalmente de un excedente, en forma de plusvalor, en consonancia con las reglas objetivas del modo de producción en que se desenvuelve. Estas reglas determinan también una moral y un sentido común que reconocen como correcta y justificada dicha apropiación.

La lógica de fondo de estos ataques a Marx no es sino una crítica a la noción marxista de explotación, pues en Marx la explotación es inherente al modo de producción capitalista en tanto es igualmente inherente a todo régimen de producción asalariada.

La explotación no está en el hecho de que los niveles de vida de uno u otro obrero sean bajos, sino en las propias reglas del juego del sistema. Es producto de que el obrero, que no cuenta con medios de producción para sostenerse, tenga por necesidad que venderse en cuerpo y alma al capitalista para su sustento. La explotación está de manera efectiva en las formas «legítimas», pero injustas, en las que se reparte el excedente socialmente producido.

La explotación está en dicho intercambio desigual de valor: el obrero recibe — dadas las reglas socialmente aceptadas de la sociedad capitalista — menos valor del que agregó en la producción. El fundamento último de dicha explotación está en el régimen de producción asalariado donde el obrero pierde, al vender su fuerza de trabajo, todo derecho legítimo sobre el producto del mismo. En estas condiciones la explotación está presente tanto para el obrero de una maquila como para los ingenieros Google. La lucha de largo plazo de los comunistas no puede ser contra los bajos salarios, sino contra toda la producción asalariada en su conjunto.

El grado de dicha explotación está dado por cuánto más se apropia el capitalista por encima de lo que se le paga a su obrero. El ingeniero de Google puede cobrar 10 veces más que un obrero latinoamericano y aun así ser más explotado, en términos relativos, que este. Digamos por ejemplo que el primero cobra 1.000 UM, pero dada la productividad de su empresa, genera un valor de 10.000 UM de los que recibe solo 1/10 del valor que crea. El obrero latinoamericano solo recibe 100 UM, pero dado un menor nivel de desarrollo de las fuerzas productivas, genera solo un valor de 500 UM, y recibe entonces 1/5 parte del valor que crea. Desde esta teoría de la explotación — que no es un panfleto ideológico o pura fe como algunos acusan de ser a la teoría marxista y que es contraria al sentido común del progresismo reformista — el obrero de un país desarrollado puede ser más explotado, en términos relativos, que el trabajador de una maquila. Aun cuando sea en la piel maltratada de este último donde se cristaliza el verdadero horror del modo de producción capitalista.[11]

A partir de los puntos ya explicados de la teoría del valor-trabajo y la teoría del plusvalor podemos entonces cruzar las implicaciones de cada una. En el intercambio mercantil capitalista solo se determina qué parte del plusvalor social generado le toca a cada productor individual. El monto total de ese plusvalor fue determinado ya, en el proceso de producción general de la economía, y se realiza y distribuye en el proceso de circulación. En dicho momento cada productor capitalista no recibe — y esto es vital — un plusvalor proporcional al que produjeron sus propios trabajadores. Las condiciones de eficiencia y productividad media de las ramas distribuyen — en condiciones de libre concurrencia inter-ramal e intra-ramal — el plusvalor social generado de forma tal que cada productor capitalista reciba una ganancia (plusvalor transfigurado) proporcional al valor total de su capital adelantado (en medios de producción + fuerza de trabajo). De esta forma el productor capitalista con mayores inversiones en medios de producción y pocos trabajadores (que suelen ser productores más avanzados en tecnología) se apropia de una proporción mayor que el plusvalor que generan sus propios trabajadores, sucediendo de forma inversa en el caso contrario.[12]

Aparece así el concepto clave de «tasa de ganancia», que se define como la proporción del plusvalor (P) sobre el valor de la fuerza de trabajo (V) más el valor de los medios de producción(C).[13] La distribución proporcional del plusvalor supone una igualación de las tasas de ganancia mediante la competencia entre los diferentes productores. La consecuencia lógica de este análisis supone una serie nada despreciable de implicaciones políticas:

a) Toda la ganancia es siempre y en todo lugar plusvalor transfigurado: trabajo no retribuido al obrero en forma de dinero. Aun cuando la ganancia particular no guarda relación directa con los obreros de un productor individual.

b) Refuerza el carácter fetichista de la sociedad capitalista pues el productor individual bajo estas circunstancias puede defender que no existe relación alguna entre su ganancia y el trabajo de sus obreros. Esta es también la postura que adopta — bajo otros argumentos — la teoría económica convencional.

c) En la concepción «tasa de ganancia» se esconde la verdadera naturaleza del origen del plusvalor y de la ganancia, haciendo parecer que tanto los medios de producción como la fuerza de trabajo (los factores de la producción) aportan de igual manera a la ganancia del capitalista. Se oculta así el hecho de que el nuevo valor creado del que el capitalista se apropia de manera individual es a nivel social trabajo no retribuido. Se intenta encubrir así el origen explotador de toda la riqueza de la que se apropia el capital.

Es precisamente esa esencia explotadora la que se quiere encubrir en la teoría económica convencional y el objetivo último de las argumentaciones de estos críticos de la economía política marxista. En la economía académica moderna la noción de «excedente» no tiene lugar, y las diferencias entre el obrero y el capitalista quedan disueltas. A cada «factor de la producción» se le paga en correspondencia a su productividad marginal.[14] El obrero recibe una parte por su contribución y el capitalista otra. Juntas, dichas partes corresponden a la totalidad del producto nacional.

El plusvalor es la forma social que adopta el excedente en la producción capitalista. Ese excedente, que en otras formaciones económico-sociales apareció en su forma directamente material como productos, reaparece aquí como valor excedente. No pudiendo ser de otra forma en un modo de producción que tiene como fin el incremento del valor apropiado por el capitalista y no la producción de bienes y servicios. La lógica detrás de hacer desaparecer la noción de excedente es hacer desaparecer en consecuencia toda noción de plusvalor, de apropiación y de explotación. En la concepción subjetivista, inaugurada tras la «revolución marginalista» de Carl Menger, Stanley Jevons y León Walras desaparece en su totalidad la noción del excedente presente en la escuela clásica. Se sustituye por una concepción subjetivista que tiene como centro la asignación óptima de recursos escasos y no las formas sociales concretas en las que se produce y distribuye, con arreglo a unas relaciones sociales determinadas, el producto social. No hay excedente posible porque cada factor de la producción es retribuido con una parte del producto proporcional a su productividad. El obrero y el capitalista se homogenizan al igualarse como factores; se diluyen las relaciones jurídicas y las coacciones económicas que fuerzan al obrero a servir al capitalista. Las relaciones sociales se reducen a simples relaciones técnicas que se combinan en una cooperación «voluntaria» que rescata el mito del emprendedor y que disuelve todo antagonismo de clase. Si no hay excedente no hay apropiación legitima ni ilegitima del mismo, por tanto, no existe explotación en los términos antes planteados. La explotación pasa, si se quiere, al plano ético-moral del que constata el dolor del oprimido, pero que no ve en el modo de producción mismo la fuente de su opresión. En Marx el grado de explotación es objetivo como ya vimos, no es una simple postura moral. En estas condiciones negar la lucha de clases como motor de la historia no es un paso posible, sino que se devela como el claro fin de dicha argumentación.

Decir, como afirman muchos teóricos convencionales, que la teoría de los factores de la producción neoclásica es una teoría sin connotaciones ideológicas se desvela, así, como algo por completo insostenible. Asimismo, sería errado sostener que existe algún resquicio de no-intencionalidad política en la obra de Marx.


La guillotina que algunos realizan entre un Marx científico, teórico y analítico, y otro Marx ideológico que incita a la lucha, es una separación insostenible por completo, pero al mismo tiempo un lugar muy común en los críticos vulgares del marxismo.

Enfrentar a Marx con Marx no es un ejercicio nuevo: Althusser fue un buen pionero cuando aconsejó sustraer del Marx objetivo y científico todo rastro de idealismo hegeliano.[15]


La separación en nuestros tiempos entre lo estrictamente teórico y lo ideológico no puede ser más que el producto de un positivismo a ultranza. No existe tal guillotina, ni en Marx ni en ningún autor.

Nadie se quita su ideología cuando va a hacer ciencia, menos aun si está orientada a una dimensión social. La ideología está siempre y en todo momento permeando el avance del proceder científico, sin que esto signifique que demerita su carácter de ciencia. Hay una clara intencionalidad en Marx en develar la esencia explotadora del modo de producción capitalista, tanto como hay una intención en los teóricos convencionales de esconderla. Las teorías no son una descripción simple de la realidad: son una construcción sobre la misma, y por tanto suponen en su camino un sinfín de mediaciones, entre las cuales las costumbres, sentimientos y motivaciones del autor son también precondiciones inseparables del proceso.

Leer a un Marx científico sin entender la dimensión social y el objetivo revolucionario que persigue, no produce sino una fría caricatura de su teoría.

El Marx de la barricada y la Internacional es también el Marx de El Capital, aunque haya que separar las pasiones momentáneas de los análisis teóricos más elaborados.

Pero el análisis puramente positivo de su obra — como una teoría desideologizada — dice más de aquel que lo lee que del propio Marx.

Ese análisis positivo se hace todo el tiempo, más aún en aquellos educados en un ambiente de positivismo académico y cultural. Pero esa interpretación positiva es solo un momento que adquiere sentido en la totalidad y el contexto teórico de su autor.

El preferir al Marx desideologizado, es a todas luces una decisión políticamente muy consciente o una limitación academicista por desgracia extendida. Es desde ese Marx frío que se puede defender el capitalismo y la rendición de la lucha política revolucionaria. Desde ese «marxismo» se puede defender la restauración capitalista en Cuba y de hecho se hace, y no es de extrañar, pues solo bajo un ropaje de «marxismo» pueden colocarse ideas que, de advertirse en lo que son, no lograrían calar de la forma en que lo hacen en el debate cotidiano en el país.

Polemizar con aquellos que no tienen una concepción teórica similar debería ser siempre motivo de alegría pues reta al pensamiento a superar sus propios límites. Pero dichas polémicas deben venir acompañadas de una profunda honestidad teórica y ser capaces de sustentarse de manera objetiva en las teorías que se critican. Las nociones comunes de la crítica vulgarizada de la economía política marxista que son, de manera lamentable, los tópicos que más se difunden en el imaginario popular, son momentos especialmente tristes porque no son capaces de participar de una polémica real.

Por otra parte, los marxistas no debemos encerrarnos nunca en microburbujas y pensar que la verdad nos llega por ser los herederos en el lado correcto de la historia. Una teoría que se aísle de la realidad y se enajene de su objeto no es una buena teoría. Como bien expresara Marx:

«El problema de si al pensamiento humano se le puede atribuir una verdad objetiva, no es un problema teórico, sino un problema práctico. Es en la práctica donde el hombre tiene que demostrar la verdad, es decir, la realidad y el poderío, la terrenalidad de su pensamiento. El litigio sobre la realidad o irrealidad de un pensamiento que se aísla de la práctica, es un problema puramente escolástico».[16]

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Notas:

[1] Existen otras críticas a Marx que, aun teniendo en su mayoría un trasfondo ideológico, sí parten de una lectura consciente y profunda de su obra. Un ejemplo son los economistas de la línea austriaca. Algunos trabajos a destacar en este sentido son los de Eugen von Böhm-Bawerk: Capital e interés (1884); Joseph Schumpeter: Capitalismo, socialismo y democracia (1942) y Murray Rothbard: Historia del pensamiento económico. Tomo II (1995).

[2] David Ricardo fue el economista cumbre de la escuela clásica inglesa y el mayor exponente de la teoría del valor-trabajo dentro de la vertiente burguesa.

[3] Ricardo, David. Principio de Economía Política y Tributación. Ediciones Pirámide, Madrid, 2003.

[4] Marx, Karl. El Capital. Tomo III. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1974. p. 226.

[5] Ibídem. p. 987.

[6] Esa identificación es vital debido a que el uso que tiene en Marx la categoría «precio de monopolio» es diferente a la empleada con posterioridad por los marxistas a partir de Lenin.

[7] Después de Marx existen aportes en los que se intenta explicar desde la teoría del valor-trabajo clásica los precios de monopolio, e identifican estos últimos con el uso más moderno del término.

[8] Marx, Karl. El Capital, Tomo I. Editorial Ciencias Sociales, La Habana, 1973. p. 56.

[9] Marx, Carlos y Federico Engels. Manifiesto Comunista. Editorial Ciencias Sociales, La Habana, 2009. p. 50.

[10] Ibídem, p. 56.

[11] Esta idea que se sostiene dentro de los desarrollos de El Capital, merece ser matizada. La escuela marxista de la dependencia puso de relieve las complejidades propias del desarrollo en condiciones periféricas y de dependencia. La superexplotación y el intercambio desigual entre el centro-periferia como dos de esas determinaciones, complejizan enormemente el análisis concreto desarrollado antes para las condiciones de subdesarrollo. Aun así, sostenemos que la idea general de explotación desarrollada por Marx no se pierde y las interpretaciones posteriores solo enriquecen (y determinan) la misma, sin desvirtuar su esencia.

[12] Marx, Karl. El Capital, Tomo III. Capítulos 9 y 10. Editorial Ciencias Sociales, La Habana, 1974. Ver también Moseley, Fred. Money and Totality. Brill, Boston, 2016.

[13] El cálculo de la tasa de ganancia (TG) es: TG= P/(V+C).

[14] La definición de «el pago de los factores (capital y trabajo) por la productividad marginal del factor» es un lugar común en la teoría económica convencional. Quien desee profundizar sobre la misma puede consultar el Capítulo 9 de: Landreth, H.; Colander D. C. Historia del pensamiento económico. Mc Graw Hill, Madrid, 2006.

[15] Esta idea aparece expresada en varias obras de la primera parte (1960–1967) de la producción teórica de Louis Althusser. En su obra de 1965 Por Marx, Althusser explicita estas intenciones que ya estaban presentes en sus obras desde 1960.

[16] Marx, Karl y Federico Engels. «Tesis sobre Feuerbach», en Obras escogidas en tres tomos. Tomo I. Editorial Progreso, Moscú, 1981. pp. 7–10.

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