Venezuela es el único país de América Latina donde dos recursos fundamentales no están controlados por EEUU
No soy, ni he sido nunca, un chavista acérrimo. Hugo Chávez fue un benévolo meteorito político que sacudió el subcontinente latinoamericano y el mundo en la primera década del siglo XXI.
En 2013, poco después de la muerte de Hugo Chávez, escribí un artículo titulado «Hugo Chávez: el legado y los desafíos». En él identificaba algunos signos de autoritarismo y burocratización y terminaba el texto así: «Sin injerencias externas, estoy seguro de que Venezuela sabría encontrar una solución no violenta y democrática. Lamentablemente, lo que está ocurriendo es que se están utilizando todos los medios para poner a los pobres en contra del chavismo, la base social de la revolución bolivariana y los que más se han beneficiado de ella. Y, al mismo tiempo, para provocar una ruptura en las Fuerzas Armadas y el consiguiente golpe militar para derrocar a Maduro. La política exterior europea (si es que puede llamarse así) podría ser una fuerza moderadora si entretanto no hubiera perdido su alma.»(1) He de reconocer que mi temor no se ha hecho realidad hasta la fecha, aunque no han faltado intentos para que así fuera. Creo que el momento actual es otro de esos intentos. De ahí la importancia de reflexionar sobre el clamor en los medios de comunicación occidentales sobre la posibilidad de fraude en las recientes elecciones en Venezuela y el consenso en la derecha e izquierda sobre la necesidad de auditar los resultados. Esto me deja muy perplejo y me obliga a reflexionar.
El sistema electoral venezolano ha sido considerado unánimemente como uno de los más seguros y protegidos contra el fraude. Requiere cuatro fases de identificación: inscripción en el censo electoral, voto electrónico, extracción de la papeleta y huella dactilar del votante. Los números deben coincidir. Por supuesto, ningún sistema electoral es completamente inmune al fraude, pero si lo comparamos con los sistemas electorales de otros países (como Estados Unidos o Portugal), el sistema venezolano es más seguro. ¿Por qué es tan obvio para tanta gente que puede haber habido fraude?
La oposición venía anunciando que sólo reconocería los resultados si ganaba las elecciones. En este sentido, seguía una práctica que se está generalizando entre las fuerzas de extrema derecha que se presentan a las elecciones (Trump en 2020, Bolsonaro en 2022, Milei en 2023). Esto debería llamar a cierta cautela a las fuerzas democráticas, no sea que su insistencia en la auditoría sirva de muleta a fuerzas políticas que, supuestamente en nombre de la democracia, quieren destruirla.
Fuera de Venezuela, las fuerzas más vociferantes en defensa de la democracia venezolana son fuerzas políticas de extrema derecha que en sus propios países han propugnado o practicado golpes de Estado y fraudes electorales. En Brasil, con la colaboración activa de EEUU, Jair Bolsonaro y las fuerzas políticas y militares que le apoyaron protagonizaron el fraude electoral más clamoroso de la última década. Consiguieron inhabilitar y meter en la cárcel durante más de 500 días al candidato que con toda seguridad habría ganado las elecciones, Lula da Silva; manipularon fácilmente los medios de comunicación y los tribunales; y las elecciones de 2018 fueron declaradas válidas internacionalmente sin ningún tipo de reservas. Esto demuestra que el clamor mediático-político sobre la posibilidad de fraude y la necesidad de verificar los resultados no se basa, al contrario de lo que parece, en un arraigado amor a la democracia, sino en otras razones, que explicaré a continuación.
El doble rasero va mucho más allá de las fuerzas de extrema derecha y del primitivismo de sus consideraciones. Los países europeos, que se precian de ser democracias impecables, fueron casi unánimes en reconocer como presidente legítimo de Venezuela a un señor que se había autoproclamado presidente en una plaza de Caracas. Me refiero a Juan Guaidó, el 23 de enero de 2019. ¿Cómo se explica que, en este caso, no se haya tenido ningún cuidado en verificar los procesos democráticos? Resulta aún más chocante si comparamos esta aparente negligencia con el celo de ahora, respecto a unas elecciones que contaron con más de 900 observadores de casi 100 países. Por cierto, en un aparte que aumenta la perplejidad, uno se pregunta por qué sólo en unos pocos países es tan crucial recurrir a observadores externos para dar credibilidad a los procesos electorales. Si siempre existe la posibilidad de fraude, la necesidad de observadores debería ser universal y supervisada por la ONU.
No discuto las razones de la inhabilitación de María Corina Machado (es bien sabido que participó en varios intentos de golpe de Estado contra el gobierno bolivariano e incluso pidió una intervención militar extranjera), pero la forma en que se eligió a su sustituto, el ex diplomático Edmundo González Urrutia, es desconcertante. Hay algo inquietantemente caricaturesco en la oposición venezolana. Primero fue Juan Guaidó; ahora es un señor que parecía que acababa de salir de una residencia de ancianos para una actividad de ocio que resultó ser una candidatura presidencial. Si menciono esto es sólo porque las manos de Edmundo González pueden acabar manchadas de sangre. Entre 1981 y 1983 Edmundo González fue el primer secretario de la Embajada de Venezuela en El Salvador, cuyo embajador era Leopoldo Castillo, conocido como Matacuras. En esa época se ejecutaba en ese país el Plan Cóndor de contrainsurgencia, impulsado por Ronald Reagan, con el objetivo de impedir el avance de las fuerzas revolucionarias del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN). Este plan incluía la ejecución de la Operación Centauro, en la que participaban el ejército y escuadrones de la muerte y cuyo objetivo era asesinar a revolucionarios y, en particular, a miembros de comunidades religiosas basadas en la teología de la liberación. Un total de 13.194 personas fueron asesinadas, entre ellas Don Oscar Romero, hoy santo de la Iglesia Católica, cuatro monjas Maryknoll y cinco sacerdotes. Según datos de la CIA desclasificados en 2009, Leopoldo Castillo aparece como corresponsable de la coordinación y ejecución de la Operación Centauro. Edmundo González era el primer secretario de la Embajadade Venezuela. Los crímenes cometidos son de lesa humanidad y como tales son imprescriptibles[2].
¿Por qué tanto clamor sobre un posible fraude electoral?
La respuesta corta a esta pregunta es la siguiente: Venezuela es el único país de América Latina donde dos recursos fundamentales no están controlados por EEUU: las fuerzas armadas y los recursos naturales (las mayores reservas de petróleo, tierras raras, oro, hierro, etc.). A lo largo del siglo XX, EEUU intervino repetidamente en las elecciones de Venezuela con el objetivo de garantizar su acceso a los recursos naturales. Siempre lo han hecho con la ayuda de un número muy reducido de familias oligárquicas, algunas de las cuales controlan la riqueza del país desde el siglo XVI y la época de las encomiendas. María Corina Machado pertenece a una de estas familias. Su programa electoral es muy similar al de Javier Milei y ya ha prometido en una entrevista que, si fuera presidenta, trasladaría la embajada venezolana de Tel Aviv a Jerusalén. Es un programa de extrema derecha que ha sido apoyado por EEUU y, últimamente, por el oligarca de oligarcas, Elon Musk.
Como no controla los dos recursos que he mencionado, EEUU ha utilizado las dos estrategias que tiene a su disposición (además de la injerencia electoral y el apoyo a la oposición): la participación en golpes de Estado, que pueden incluir o no intentos de asesinato de los líderes a derribar; y las sanciones económicas. En estos momentos, Venezuela está siendo castigada con 930 sanciones impuestas desde hace casi dos décadas. Las sanciones han causado el empobrecimiento abrupto de Venezuela y han sido responsables de miles de muertes debido a la falta de medicamentos esenciales para la vida (por ejemplo, durante un periodo, insulina). Este empobrecimiento abrupto llevó a la suspensión de muchas de las políticas redistributivas del gobierno y, en última instancia, a la emigración. Más de siete millones de personas.
No cabe duda de que un país con tantos millones de ciudadanos obligados a emigrar no puede ir bien. Y es comprensible que muchos de estos emigrantes vean en la derrota de Nicolás Maduro el fin de las sanciones y la esperanza de volver. En este contexto, es necesario hacer dos reflexiones. La primera es que Maduro ha liberalizado la economía en los últimos años, adoptando algunas medidas que difícilmente pueden considerarse socialistas o incluso de izquierdas. Se están firmando muchos acuerdos con grandes empresas estadounidenses y europeas, tanto en el sector petrolero como en otros. Hoy en día, la economía venezolana es una de las de mayor crecimiento de América Latina, pero obviamente esto viene después de un empobrecimiento brutal. Hasta qué punto este nuevo modelo económico (¿inspirado en China?) puede tener éxito es una cuestión abierta.
La segunda reflexión es que, si observamos el panorama internacional de las migraciones y los refugiados, Venezuela es el único caso en el que la atención mediática se centra en el país del que salen los desplazados. En todos los demás casos, la atención se centra en los países «receptores» (lo que a menudo incluye la deportación). Una vez más, la razón parece ser ésta: la política de desestabilización y demonización del gobierno bolivariano y la creación de un consenso para activar la tercera arma estadounidense: el infame cambio de régimen. De hecho, creo que la agitación social que se está produciendo actualmente tiene como objetivo crear una Revolución Maidan diez años después. Me refiero al malestar social en Ucrania en 2014 que llevó a la huida del presidente democráticamente elegido, Víctor Yanukóvich, y, poco después, a la elección de Volodymyr Zelensky. La razón por la que es improbable que se produzca una «revolución de colores» en Venezuela es que Estados Unidos no cuenta con militares venezolanos formados en la Escuela de las Américas, donde se han fraguado tantos golpes de Estado. Las Fuerzas Armadas venezolanas ya han reconocido los resultados electorales.
Pero seguro que habrá más intentos en el futuro, sobre todo porque Venezuela cuenta con tres grandes aliados: China, Rusia e Irán, tres enemigos de EEUU. Los dos primeros son miembros originales de los BRICS y el tercero pronto se unirá a ellos. Esto significa que, aunque la fachada discursiva sea sobre el fraude electoral y la democracia, lo que está en juego es la agitación geopolítica que está provocando la victoria de Maduro. Esto debería hacer reflexionar a los dirigentes de los países latinoamericanos, especialmente a Brasil. Tarde o temprano, Brasil tendrá que decidir de qué lado está en el nuevo horizonte geopolítico y geoestratégico mundial que está en marcha. Comprendo la cautela porque, después de todo, Estados Unidos interfirió recientemente de forma brutal en la política interna de Brasil. Pero, por otro lado, sólo defendiendo la soberanía de otros países podrá Brasil, o cualquier otro país, defender eficazmente su propia soberanía cuando llegue la tormenta imperial. En cualquier caso, es mejor actuar colectivamente que individualmente. La Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) debe ser más activa ahora que ha desaparecido la Unión de Naciones Latinoamericanas (UNASUR).
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Notas:
[1]Pneumatóforo. Escritos políticos, 1981-2018. Coimbra: Almedina, 2018, p. 165-175
[2] Puede consultar la información en: https://nlginternational.org/2024/07/national-lawyers-guild-report-election-monitoring-delegation-to-the-bolivarian-republic-of-venezuela/; https://www.elperiodista.cl/2024/07/vinculan-a-candidato-opositor-en-venezuela-con-asesinatos-de-religiosos-en-el-salvador/