Nada es Gratis, que nació al final de la primera década de este siglo, ya va por su segunda gran crisis. Como ocurrió con la llamada "Gran Recesión" de 2007-2014, ahora nos enfrentamos a los retos de analizar y explicar la crisis del Covid-19 y sus vastas consecuencias económicas. Durante los últimos días varios editores y colaboradores del blog los han afrontado desde enfoques diferentes (aquí, aquí, aquí, aquí) y en los próximos días nuevas entradas lo seguirán haciendo en función del desarrollo de los acontecimientos. En esta, trataré de resumir lo que creemos saber hasta ahora sobre la naturaleza y las consecuencias económicas de la crisis del Covid-19, resaltando sus diferencias con respecto a la crisis anterior.

Todas las crisis son iguales (o no)
Una crisis económica suele comenzar con un suceso (relativamente) inesperado que desencadena una sucesión de efectos y respuestas de políticas económicas. Su magnitud, transmisión y profundidad acaban siendo pues resultados de la combinación de las características económicas de la perturbación (shocks de oferta, de demanda, financieros, etc.) y de las respuestas de las políticas económicas (relativamente) orientadas por los diagnósticos más o menos acertados de expertos económicos, organismos internacionales y, sobre todo, de los que los responsables de las políticas económicas estimen como más convincentes a la hora de diseñar y ejecutar medidas en respuesta a las crisis.
Las diversas fases de la crisis financiera de 2007-2014 proporcionan un buen ejemplo de esta sucesión de factores (un relato, quizá algo banal con la perspectiva que otorga el paso del tiempo, aquí).  El primer diagnóstico (oficial y erróneo) de entonces en España fue que la naturaleza de la crisis era el producto de “turbulencias financieras originadas en el mercado inmobiliario de Estados Unidos que no afectarían al país con el sistema bancario más sólido del mundo”. No se entendieron que las debilidades estructurales de la economía española la hacían especialmente sensible esas "turbulencias financieras”. En efecto, una economía altamente endeudada con respecto al exterior y con un sistema bancario que había canalizado un elevado flujo de transacciones financieras y con algunas entidades cuya solvencia se sostenía solo con el  mantenimiento de una burbuja inmobiliaria (como explicó Tano Santos, aquí), y con un mercado de trabajo disfuncional que servía como una correa de transmisión instantánea de cualquier disrupción financiera (como explicaron Samuel Bentolila y Marcel Jansen, aquí),  no era precisamente la que estaba en mejor situación para quedar aislada de aquella crisis. Con un diagnóstico equivocado y con las restricciones políticas impuestas por una Unión Económica y Monetaria, que todavía hoy es incompleta e imperfecta, no extraña que las respuestas de políticas económicas fueran mal diseñadas, mal dirigidas y, cuando finalmente acertaron, insuficientes.
¿Ocurrirá lo mismo con la crisis del Covid-19?
 Sobre la crisis del Covid-19 se está discutiendo mucho sobre en qué medida ha de entenderse como producto de un shock de oferta, de demanda o financiero. En realidad, es algo bastante más profundo y fundamental que una “perturbación económica”. Se trata de un crisis sanitaria muy grave que obliga a ralentizar considerablemente la actividad económica en muchos sectores y países durante un tiempo indeterminado que dependerá de la solución de la crisis sanitaria. En principio, cabría esperar que cuanto mayor sea la ralentización económica, menos durará la crisis sanitaria, pero ni siquiera esto está asegurado (por el contrario, la estrategia del gobierno británico se basa en un modelo de transmisión epidemiológica en el que menos ralentización económica resulta en menor duración de la crisis sanitaria, si bien con un riesgo mayor en lo que se refiere al número de defunciones). Las buenas noticas son que, aunque con bastante retraso, muchos gobiernos han entendido que dicha ralentización económica es necesaria y han impuesto medidas para aminorar la profundidad de la crisis sanitaria. Las malas noticias aparecen en dos frentes. Uno es que dicha ralentización genera una sucesión de perturbaciones de oferta, demanda y financieras que se retroalimentan y se transmiten a lo largo y ancho de la mayoría de los sectores económicos.  Otro es que la capacidad de los gobiernos y de los organismos económicos internacionales para dirigir dicha ralentización sin daños permanentes al “tejido productivo” puede ser limitada (en especial, si, como ocurrió en 2008, se someten a diagnósticos erróneos).
Tengo la sensación de que, al contrario que en la crisis de 2008, los diagnósticos (al menos en el campo económico) están siendo acertados. Se está entendiendo la naturaleza de la crisis a la que nos enfrentamos (muy bien explicada, por ejemplo, aquíaquí y aquí). Y la respuesta de las políticas económicas que se están proponiendo para algunos países también van en la dirección adecuada (por ejemplo, aquí en Italia, aquí en Alemania).
Sin embargo, hay dos factores que mueven a la melancolía.  Uno es que el virus no parece atacar el oportunismo egoísta y el dogmatismo de los que, a pesar de la gravedad de la situación, la aprovechan para tratar de imponer en el plan de lucha contra la crisis elementos accesorios inspirados en agendas políticas partidistas, independientemente de cuáles sean el diagnóstico y el tratamiento adecuados. Otro es que tratándose de un crisis global y muy profunda requiere de coordinación entre países y entre responsables de las distintas políticas económicas, algo que la experiencia demuestra que es muy difícil de conseguir. Los bancos centrales deben proporcionar, a nivel macro, la liquidez necesaria y ya lo están haciendo. Pero es tarea de los gobiernos implementar las políticas (micro) que han de asegurar rentas y liquidez a muchas empresas y trabajadores, lo que resulta fundamental para evitar daños permanentes al tejido productivo.  Que ambos hablen el mismo lenguaje es crucial. Es imprescindible la coordinación internacional, especialmente en el marco de la UEM (como la que se pide aquí o aquí). Hay países (e.g. Alemania) con “músculo financiero” e instituciones adecuadas para llevar a cabo esas políticas. Otros, como avisaba Marcel ayer mismo, no podrán hacerlo por sí solos.