Foto: Kaloian.
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11 junio, 2018
Por:
Dr.C Juan Triana Cordoví, On Cuba
Las alarmas se había disparado. De pronto todos los estantes estaban repletos de productos, los almacenes también, los suministradores clamaban por que les recibieran las mercancías pero era imposible, no había capacidad de almacenaje, el puerto estaba lleno de contenedores que no tenían salida. Había ocurrido un gran problema: todo se había detenido, nada funcionaba, porque ellos, los insignificantes consumidores, se habían propuesto no consumir por un tiempo. Las empresas dejaron de ingresar, los bancos dejaron de prestar pues no existía ninguna garantía de ingresos futuros, los productores no pudieron producir nada más. La economía se había paralizado.
Producción, distribución, cambio y consumo. Ese es el ciclo sagrado de la dinámica económica. Lo que no se produce no se consume, pero lo que no se consume llega el momento en que se deja de producir. Cabe igual para los productos que para los servicios. Cuando alguno de esos cuatro momentos no anda suficientemente bien, todos terminan andando mal.
Todos somos consumidores, y también prácticamente todos somos prestadores de servicios y por tanto de alguna manera tenemos que tratar con consumidores. Hay quienes se dedican a eso específicamente.
En todo el mundo, incluso en el más sofisticado de todos los mundos, garantizar que los consumidores sean tratados como merecen es una preocupación y muchas veces una gran ocupación.
Hay países que combinan una alta instrucción de sus ciudadanos con una educación exquisita y que además tienen políticas de protección al consumidor muy bien estructuradas; y hay otros que están en el otro extremo. En el medio, hay múltiples combinaciones.
Hace mucho tiempo, cuando en Pinar del Río aún no existía Universidad, sino una filial, muchos profesores de la Universidad de La Habana viajábamos a impartir docencia allí los fines de semana. Nos hospedábamos en el Hotel Occidente (no sé si aún existe), y en el restaurante de aquel modesto hotel nos atendía un señor que constantemente repetía la frase: “Con mi mayor respeto, compañero”.
Me llamó la atención desde el primer momento, pues ya en aquella época (año 1976-1977) los cubanos nos habíamos transformado de consumidores y clientes en “usuarios”. Los usuarios parecen ser algo amorfo, obligados a recibir lo que se les entrega, independientemente de que lo necesiten o no, y también de la calidad del producto o servicio. Su derecho a elección parece no existir.
Sin embargo, aquel señor, en aquel humilde restaurante, nos recordaba en el desayuno, en el almuerzo y en la comida que nosotros éramos sus clientes y que merecíamos el mayor respeto, lo cual tenía como contrapartida nuestro mayor respeto y consideración hacia él. De alguna forma, su trato nos alejaba de la condición de “usuarios” y nos acercaba a aquella especie extinguida en Cuba que era el consumidor.
La “defensa del consumidor” comienza por el respeto en ese camino doble que va del que presta un servicio al que lo recibe, y viceversa. Está asociada también a normas de educación y conducta que no las resuelve ningún decreto, sino el hogar y los primeros grados de la escuela.
Cuando los padres no enseñan a los niños que existen palabras “mágicas” como: por favor, gracias, buenos días, buenas tardes, con permiso… entonces defender al consumidor se hace más difícil. Si las normas sociales de convivencia se deterioran, es muy difícil que no se deteriore la buena atención al consumidor. Hay que empezar a cambiar esa situación cuanto antes.
La otra batalla importante tiene que ver con la calidad intrínseca del producto o el servicio objeto de consumo. Por grande que sea la sonrisa del prestador del servicio, por “buena gente” que sea el dependiente, la calidad intrínseca es determinante.
Digamos, por ejemplo, aquellas famosas croquetas del Ditú, la poca variedad de productos de las cafeterías de la terminal 3 del Aeropuerto de Rancho Boyeros, la mala calidad del queso del bocadito de aquella cafetería del barrio que ya ha perdido hasta el nombre, la forma en que se transportan los productos cárnicos que se distribuyen por la libreta, la higiene de las “carnicerías estatales”, etcétera. Son atentados directos contra el consumidor.
Quizás lo más paradójico de toda esta situación es que el Ministerio que propone y está encargado de la misión de “proteger a los consumidores” es el mismo que “atiende” a una buena cantidad de establecimientos con una larga historia de mal servicio y maltrato a ese mismo consumidor. Es definitivamente kafkiano.Foto: Kaloian.
Pero hay más. Algo que es un derecho esencial: la posibilidad de elegir. Ella es la que define al consumidor. Que tenga mayores márgenes de elección o no por diversas razones, desde aquellas asociadas a sus ingresos hasta aquellas otras que tienen que ver hasta con su salud. Pero la posibilidad de escoger entre diferentes bienes y servicios según sus propios criterios y combinaciones de necesidades y recursos, es una condición definitoria.
Es cierto que, a diferencia de lo que nos propone la microeconomía, el consumidor ideal, absolutamente racional, con información completa y capaz de tomar las mejores decisiones para maximizar sus ingresos, ese consumidor “teórico”, raramente existe; pero la posibilidad y el derecho a elegir, aun en condiciones en que esa elección no cuente con todos los elemento necesarios para hacerla eficaz, es el primero de todos los derechos del consumidor.
Y para que el consumidor pueda ejercerlo debe haber una diversidad de oferta. Este es uno de los grandes problemas en Cuba: la oferta de bienes y servicios es muy poco diversa.
Es cierto que la expansión del sector cuentapropista y cooperativo ha introducido mayor variedad, pero comparado con el volumen total del consumo, esa diversidad está lejos de ser la necesaria.
Las grandes cadenas de tiendas se distinguen hoy por tener una oferta muy parecida en cuanto a calidad y precio, y además intermitente. En el circuito asociado a los mercados estatales de productos industriales, ocurre otro tanto y peor; allí la oferta es escasa y muchas veces la calidad está muy lejos de lo que debe ser.
De otra parte, la estructura monopólica que asume la organización de una parte de nuestras empresas resulta también un obstáculo importante para realizar ese primer y más importante derecho del consumidor.
El gasto de consumo de los hogares cubanos en el año 2016 fue de 32,263 millones de pesos (a precios constantes de 1997). En el mercado estatal los hogares cubanos gastan 23,150 millones de pesos. Sin ese gasto de consumo, sin esos consumidores, sería muy difícil que nuestra economía funcionara y que nuestro Estado tuviera suficientes ingresos para poder desempeñarse adecuadamente.
Sí, el consumidor es importante, en realidad es muy importante. Para nada tiene una función pasiva, no es un mero receptor de bienes y servicios de cualquier calidad. Nadie se crea magnánimo por pensar en que hay que protegerlo. Hay que retenerlo. Hay que cuidarlo en el sentido amplio de la palabra.