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"Peor que los peligros del error son los peligros del silencio." ""Creo que mientras más critica exista dentro del socialismo,eso es lo mejor" Fidel Castro Ruz

lunes, 21 de septiembre de 2020

Sector no estatal: Banco Metropolitano informa sobre facilidades para abrir cuentas en MLC

En este artículo: Banco, Comercio, créditos, Economía, Sector no estatal
21 septiembre 2020 

Foto: Abel Padrón Padilla/Cubadebate

El Banco Metropolitano informó hoy sobre la oferta de servicio de apertura de cuentas corrientes en moneda libremente convertible (MLC) para las formas de gestión no estatal.

A través de un comunicado de prensa, la institución explicó sobre la implementación de los mecanismos necesarios para garantizar el proceso de apertura de cuentas corrientes en MLC a las personas naturales y jurídicas cubanas que realizan actividad de comercio exterior.

Este servicio se ofrecerá en correspondencia con la Resolución No.112/2020 del Banco Central de Cuba, y hasta la actualidad, se han habilitado un total de 187 cuentas.

Para esta apertura se requiere, en primera instancia, del documento de identidad, y un documento oficial que autorice a ejercer el trabajo por cuenta propia u otra forma de gestión no estatal, emitido por la autoridad competente o copia certificada del documento que acredita la constitución de la persona jurídica, según corresponda.

De igual manera, es necesaria la inscripción en el Registro de Contribuyentes, en correspondencia con lo establecido en la legislación especial vigente, y un depósito inicial no inferior al equivalente de cien dólares estadounidenses, solo para las personas naturales.

Las formas de gestión no estatal que tienen cuentas corrientes en el Banco Metropolitano deben dirigirse a la sucursal, donde tienen abiertas sus cuentas y proceder a confeccionar el modelo de solicitud de apertura.

Las cuentas corrientes en moneda libremente convertible se hacen operativas, cuando las formas de gestión no estatal presenten al banco, el contrato suscrito con la entidad autorizada para realizar actividades de comercio exterior.

Con el fin de aclarar dudas e inquietudes, el departamento de Comunicación Institucional y Mercadotecnia de Banco Metropolitano S.A., ha habilitado el correo electrónico: tcp@banmet.cu.

(Con información de ACN)

Nuestra otra guerra

Existe una asimetría grande entre el comportamiento de la vanguardia y el de la retaguardia, aquel otro sistema que debería proveer los medios para que Cuba pueda enfrentar la pandemia en mejores condiciones.




Una buena amiga me envió hace unas semanas un discurso que ha circulado fundamentalmente en las redes sociales y se le adjudica al presidente de Uganda, sobre el significado de la COVID-19. Es quizás, tal como ella me dijo, el más aleccionador de todos los que he leído. En una de sus partes afirma: “El mundo está en una guerra (…) Una guerra sin armas y balas, una guerra sin soldados humanos. Una guerra si fronteras”. Sin dudas, tiene razón.

Lo que aprendí leyendo y viendo muchas películas de guerra, en especial de la Segunda Guerra Mundial y específicamente de la Gran Guerra Patria, esa que los soviéticos le ganaron al fascismo alemán y que hoy en muchas interpretaciones se pretende olvidar o relegar a un segundo plano, es que la vanguardia, siendo decisiva, solo puede tener éxito real si cuenta con una retaguardia poderosa. Aquellas grandes batallas de tanques, donde el Ejército Rojo literalmente aplastó a las divisiones blindadas alemanas, solo fueron posibles porque la retaguardia producía el acero, el bronce, los motores y finalmente, los tanques. Sin una retaguardia poderosa, le hubiera sido muy difícil al Ejército Rojo tomar Berlín.

Cuba también libra esta guerra nueva. Lo hace todos los días y cada mañana recibimos el parte.

Pero esa no es la única de las guerras que nuestro país pelea. Hay otras, tan viejas como nosotros los cubanos; otras, un poco menos, pero viejas también y otras más recientes. Algunas son libradas contra factores externos, otras, por el contrario, tienen que ver con factores internos; unas son evidentes y palpables, otras no lo son tanto y muchas veces cuesta visibilizarlas.

En esta guerra contra la pandemia, desde mi perspectiva, la vanguardia es nuestro sistema de salud. Todo él: desde las escuelas de medicina y el personal de salud hasta el más simple y alejado de los consultorios del médico de la familia. Nuestra industria farmacéutica, en especial el sistema asociado a la biotecnología y su sistema de investigación, desarrollo e innovación, con todos sus centros de investigación, constituye una de las armas más poderosas de la vanguardia, la de sus médicos y científicos. Su capacidad de respuesta, la agilidad demostrada y sus resultados creo que no dejan lugar a dudas.

Existe, sin embargo, una asimetría grande entre el comportamiento de la vanguardia y el de la retaguardia. Por retaguardia entiendo a aquel otro sistema que debería proveer los medios necesarios para que Cuba pueda enfrentar la pandemia en mejores condiciones. Para ello, la producción y oferta de alimentos es decisiva.

La retaguardia está compuesta por aquellos sectores responsables de producir/ofertar un grupo de bienes y servicios, algunos de ellos imprescindibles y otros quizás relativamente prescindibles, pero que deberían ayudar a enfrentar esta guerra. Hablo del sector que produce alimentos —agricultura e industria transformadora de los alimentos—, y de aquellos otros que garantizan servicios que se han tornado muy necesarios: el comercio, en sus diferentes modalidades (físico y electrónico) y la banca, por ejemplo.

Quizás una de las enseñanzas que esta guerra contra la COVID-19 nos ha dejado es confirmar cuán insuficientes ya eran una buena parte de esos servicios y cuán errada era nuestra percepción al respecto.

Por ejemplo, hoy descubrimos cuán insuficiente es la red de tiendas existente en nuestro país, incluida la capital de la República y, en especial, algunos de sus barrios periféricos. Descubrimos también lo mal que utilizamos la red de comercio más difundida y al alcance de todos, nuestras bodegas (de las cuales creo que hay alrededor de 12 000 en toda Cuba); lo necesario que resulta incrementar la cantidad de oficinas bancarias, para reducir colas y tiempo de trámites; cuánta distancia nos resta para alcanzar estándares de servicios adecuados en el ahora tan popular comercio electrónico (que un año atrás pensábamos que andaba bien); cuánto más se puede avanzar en la informatización de la sociedad y cuánto nos hemos tardado en hacerlo (sin dudas, en los últimos años se ha avanzado en ello, aunque no lo necesario). 

Pero el núcleo duro de la retaguardia es la producción de alimentos. Esta no ha logrado la respuesta necesaria ni en tiempo ni en cantidad ni en calidad. Ha obligado a las autoridades a desgastarse en un ejercicio bíblico diario (el del milagro de los panes y los peces) y, a la vez, ha sometido a nuestra población a rigores inauditos y a estrecheces que era casi imposible imaginar.

Aquí las falencias se han hecho más que evidentes. Son, de alguna manera, una de las causas principales de la insatisfacción y el malestar de la población y probablemente uno de los temas (quizás el segundo) a los que la dirección del país les dedica más tiempo.

De la producción primaria de alimentos queda poco por decir; se ha escrito casi desde todos los ángulos. Anicia García, utilizando series de datos hasta el año 2017, mucho antes de la COVID-19 y todavía sin sufrir los efectos del gobierno de Trump, lo resume con esta afirmación: “Las diferencias de productividad entre el sector agropecuario cubano y el resto de las actividades económicas del país permiten afirmar que el sector, lejos de contribuir al desarrollo económico de Cuba, se ha convertido en una de sus principales dificultades”.

La evolución de los resultados de la pesca evidencia el deterioro productivo.


Fuente: ONEI. AEC.

Siempre llama la atención el argumento de la sobreexplotación de nuestros mares como razón fundamental de la disminución de la captura, algo que contrasta con el hecho de que, desde hace muchos años, la captura de peces de plataforma ha disminuido sustancialmente. En el 2018 era menos de un tercio que en 2007. Un dato curioso es que, en 1960, cuando aún la acuicultura no existía, la captura de peces en Cuba alcanzó la cifra de 31 200 toneladas y casi el 100 % fue capturado en nuestra plataforma. Durante los años que van de 1960 a 1965, la captura nunca bajó de las 30 000 toneladas

Luego, la industria que transforma los alimentos, también deja mucho que desear. En un programa de la Mesa Redonda de octubre de 2018, reproducido en Cubadebate, los funcionarios de esa industria expusieron cuánto se había hecho y se estaba haciendo. Sostuvieron que del 2017 al 31 de octubre del 2018 “se han ejecutado el doble de las inversiones de años anteriores, lo que tendrá un impacto futuro en las producciones y entregas a nuestra población”. Se refirieron a las principales inversiones ejecutadas en los últimos años.


Una débil producción primaria del sector agropecuario y el recorte de las importaciones de suministros externos permiten explicar buena parte de sus magros resultados, aunque sin dudas hay otras causas.

Hace dos años, se explicó también que el programa de desarrollo estaba dirigido a “restituir gradualmente la producción de alimentos (…) la modernización tecnológica, el mantenimiento, el mercado, los requerimientos nutricionales de la población, la diversidad de formatos y surtidos, la preparación del capital humano incluido los cuadros; todo desde una base científica”.

Para aquellos años, el sector tenía “12 empresas mixtas en operaciones, 7 contratos de asociación extranjera, 11 Empresas Mixtas también se negocian, cuatro de ellas encadenadas con la Agricultura para la producción de lácteos y cárnicos y existen más de 40 proyectos en la cartera de oportunidades”. 

Lamentablemente, resulta difícil darle seguimiento a lo informado en el 2018, a partir de la presentación hecha este septiembre. No obstante, se conoció que existen en operaciones 16 negocios con inversión extranjera directa y se han aprobado cuatro nuevas empresas mixtas en el 2020, para la producción de cervezas, aceite y harina de soya, jugo y ramen, y un contrato de administración económica para la comercialización de ron. Se afirma que “para 2030 el Programa de Desarrollo de la Industria Alimentaria, concibe el 58% con la participación de la Inversión Extranjera, y hasta la fecha se ha ejecutado el 45 %”.

No parece poco; sin embargo, seguimos lejos de lo que se necesita.

Si el esfuerzo del Estado, sumado a la inversión extranjera, es insuficiente, ¿no sería bueno también pensar en sumar el esfuerzo del sector privado y cooperativo nacional, como un “complemento”?

La guerra contra la COVID-19 nos deja un largo listado de mejoras posibles, de potenciales puestos de trabajo a crear, de espacios que pueden ser llenados tanto por el esfuerzo del Estado como por las oportunidades que ello pueda significar para el sector privado y cooperativo, que puedan ser explotadas por los territorios, la sociedad y las personas individualmente, con ganancias para todos. Las crisis son siempre una oportunidad de mejora y de innovación.

Es cierto que la retaguardia importa, pero es cierto también que no lo es todo. Ejércitos con tremenda retaguardia han perdido guerras contra otros con apenas una infraestructura elemental. Vietnam, Afganistán y nosotros mismos somos un buen ejemplo.

No obstante, para esta guerra que libramos hoy, necesitamos con urgencia mejorar la retaguardia. Esta debería convertirse después en la punta de la vanguardia de otra guerra mayor: la de todo el pueblo por su bienestar.

Un país, dos pandemias

 Xulio Ríos

21/09/2020
  • Español
  • Opinión
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La gestión de la pandemia de la Covid-19 por parte del presidente Donald Trump se ha instalado inevitablemente en el debate político estadounidense, condicionado por la importante cita electoral del próximo 3 de noviembre. En el más reciente libro del afamado periodista Bob Woodward, que lleva por título “Rage” (Ira) y llegará a las librerías el próximo 15 de septiembre, se amerita que el inquilino de la Casa Blanca estaba, desde el primer momento, perfectamente informado de la gravedad de la enfermedad pero antepuso a ello sus intereses políticos preferenciales: no crear pánico, no perjudicar la economía, exaltar su gestión…, quitando hierro y evitando movilizar las inmensas capacidades del país más poderoso del mundo para proteger a los más vulnerables. Tan irresponsable actitud catapultó a EEUU a la cima de los países con más casos de Covid-19 diagnosticados en el mundo y a superar la cifra de 190.000 muertos.

 

Pero Trump no quiere hablar de esto, ningunea las cifras, desprecia a la ciencia y se escuda en culpar a China, convertida, una vez más, en el chivo expiatorio ideal. Su rival, el demócrata Joe Biden, le ha acusado de “traición” en toda regla por mentir al pueblo estadounidense. La primera vez que se vio con mascarilla a Trump en público fue el 11 de julio, diciendo entonces que era “patriótico” su uso cuando en los meses anteriores desaconsejaba ufanamente su utilización.

 

Consciente de su indefendible posición y fragilidad, el candidato republicano prefiere hablar de otra cosa. Entonces, se encara con las protestas contra el racismo presentándose como el más cabal defensor de la ley y el orden. Pero el racismo en EEUU es mucho más que un problema de orden público. Al negar también el racismo estructural de la sociedad estadounidense para contentar al supremacismo blanco que necesita de su lado en noviembre, todo su discurso pone el acento en la seguridad ciudadana, pero no de cualquier manera. No se trata de tomar medidas para garantizar una mejor seguridad para la población afroamericana sino de agravar el terror que sienten cada día millones de personas de color en un país donde los diferentes cuerpos policiales se destacan por su militarización y recurren al uso de las armas con más frecuencia y facilidad que en muchas otras latitudes.

 

Una investigación reciente de la CNN destaca que la población negra tiene tres veces más probabilidades de morir a manos de la policía que los blancos. Investigadores de Harvard concluyeron que entre las muertes provocadas por la policía en 17 estados, un 32 por ciento eran negros, a pesar de que solo representaban el 12 por ciento de la población.

 

Tras el cruel asesinato de George Floyd en mayo de este año se desataron numerosas protestas en EEUU y en el mundo en contra del racismo y de una brutalidad policial que no da tregua. Recientemente, fue el caso de Jacob Blake, que recibió siete balazos de un agente dejándolo paralítico. Y la espiral de violencia se desató nuevamente ante la inexistencia de respuestas políticas serias y dialogadas para superar esta crisis.

 

La combinación de devastación sanitaria y económica y la eclosión de la protesta racista con las elecciones de noviembre en la agenda ponen de manifiesto la severa crisis de la gobernanza en EEUU. La extrema politización de la información, la militarización al alza de las fuerzas del orden, la pervivencia de una cultura discriminatoria que hunde sus raíces en el fenómeno esclavista, consustancial a la identidad profunda del país, etc., conforman una crisis endógena de múltiples ramificaciones. Aunque la esclavitud fue abolida hace más de 150 años y que las leyes de derechos civiles abolieron las normas segregacionistas, las actitudes xenófobas persisten y es constatable una enorme resistencia a su superación en algunos estados.

 

El racismo estructural se ha convertido en EEUU en una forma de organización social, destaca la historiadora Valeria Carbone, para quien ser negro te remite a una serie de estructuras sociales y económicas de subordinación y justificadas por una ideología de supremacía de la raza blanca.

 

Y son también los negros, junto con otras minorías como los latinos, quienes más sufren los efectos de la pandemia. No porque biológicamente sean más proclives a ello sino porque su ubicación en el sistema y la falta de respuesta protectora acentúan su vulnerabilidad. El propio Floyd ejemplificó tristemente esta circunstancia: cuando le hicieron la autopsia, trascendió que además se había infectado del coronavirus antes de ser asesinado.

 

Vemos la paja en el ojo ajeno, y no vemos la viga en el nuestro, dice el refranero español. EEUU se despacha a gusto cada año emitiendo informes sobre la situación de los derechos humanos, incluidos los de las minorías, en todo el mundo. Con ello pretende realzar una autoproclamada superioridad ética y moral que sin embargo presenta un balance interno a cada paso más demoledor y justamente cuestionado.

 

- Xulio Ríos es director del Observatorio de la Política China

 

 https://www.alainet.org/es/articulo/208977

Soberana-01, esperanza desde Latinoamérica y el Caribe

 

Verdades al descubierto

  ENTREVISTAS  PERSONAJES CON TALENTO

Verdades al descubierto
Daniel Pink es uno de los pensadores contemporáneos más aclamados y leídos. Sus obras se han traducido a 40 idiomas y ha vendido más de tres millones de copias. Las páginas de sus bestsellers –entre ellos, títulos como When, Drive y To Sell is Human– combinan reflexión y práctica sobre el mundo de la tecnología, los negocios y el comportamiento humano. 
Licenciado en Derecho por la Universidad de Yale, aunque nunca ha ejercido, destaca su labor en el ámbito de la consultoría y la asesoría política, donde llegó a trabajar tres años en la Casa Blanca como redactor jefe de los discursos del vicepresidente Al Gore.
Pink fue uno de los ponentes del encuentro virtual Reimagine the future, donde conversó con Des Dearlove, cofundador de Thinkers50, sobre el impacto y las secuelas del COVID-19, como el desenmascaramiento de realidades hasta ahora ocultas o distorsionadas.

DES DEARLOVE: Dan, tiene una visión muy interesante sobre la situación actual. ¿Podría explicárnosla?

DANIEL PINK: Me gustaría partir de un meta-encuadre, porque estas circunstancias son tan complejas, que sólo sabemos que desconocemos muchas cosas; y eso no es necesariamente malo. Hoy la respuesta más genuina, tanto de expertos autoproclamados como de quienes están en el terreno, es “no sé”, y para saber hay que plantear las preguntas adecuadas para, con humildad, avanzar en las respuestas. 

Creo que se está produciendo, particularmente en el mundo de los negocios, un desenmascaramiento de realidades escondidas con las que hay que enfrentarse. Cuando haya pasado todo, la máscara será la metáfora que defina esta crisis.

Como americano, reconozco que mi país no estaba preparado y ha demostrado ser menos resiliente de lo que pensaba. En los últimos años el aparato público, diseñado para responder a cierto tipo de amenazas y peligros, ha sido doblegado por un grupo de personas en un avión y por un virus. Es decir, no hemos tenido ni la infraestructura ni los marcos de pensamiento, ni siquiera la memoria, para gestionar amenazas de este tipo. Hemos sufrido un desenmascaramiento nacional. 

Empresarialmente, se le está quitando la careta al futuro de un capitalismo democrático que ya estaba agrietándose en todo el mundo. Acontecimientos como el Brexit, el aumento del nacionalismo y las políticas identitarias, o cosas más pequeñas, como la redefinición de los negocios que la Business Roundatable proclamó antes de la epidemia, afirman algo que habría sido considerado hace poco como una herejía. El pensador Roger Martin nos dice que el valor y dividendo accionarial no es lo más importante. Este “desenmascarar” al mundo de los negocios de Roger Martin plantea cuestiones tan críticas como: ¿Qué obligaciones tienen las empresas respecto de los individuos? o ¿qué obligaciones tienen los individuos respecto de las empresas?

A la desigualdad en ingresos, se suma hoy una brecha todavía más profunda: la divergencia entre aquellos afortunados que pueden trabajar desde casa vs. quienes han de salir para desempeñarlo presencialmente y que se enfrentan a  un riesgo superior. 

Individualmente, estamos ante un desenmascaramiento sobre lo verdaderamente importante en la vida; sobre lo que queremos y lo que debemos tener en cuenta para nuestro desarrollo. El COVID-19 nos plantea unas preguntas muy interesantes y cuanto más las verbalicemos, más sanos estaremos.

D.D.: ¿Qué opina del desenmascaramiento del liderazgo?

D.P.: Fantástica pregunta. Esta pandemia provoca interrogantes sobre lo que nuestro liderazgo hace realmente. También cuestiona si los rasgos requeridos en este tipo de situaciones son trasladables a situaciones de normalidad. Llama la atención el tipo de líder que mejor está haciendo su trabajo, como es el caso de Jacinda Ardern, la Primera Ministra de Nueva Zelanda, que ha sido capaz de transmitir un sentido de urgencia ausente en mi país. Evidentemente, EE.UU. y Nueva Zelanda son realidades diferentes, pero plantear esa necesidad de urgencia en un marco de extraordinaria transparencia ha sido esencial para el éxito; y que fuese tremendamente empática ante las preocupaciones de los demás, ayudó. Esas cualidades como urgencia, transparencia y empatía, son de gran valor en momentos como este.

Para los americanos, Franklin Delano Roosevelt es un emblema de liderazgo, y creo que algunos de sus atributos se ven reflejados en Ardern. En EE.UU. –en buena medida por un funcionamiento particular, compuesto por estados donde cada uno sigue su propio camino–, no tenemos la sensación de ser una nación que va unida en una dirección, y eso es preocupante. 

Si el pasado noviembre, cuando celebrábamos en Londres los Premios Thinkers50 se le hubiese preguntado a uno de los asistentes que, si ante una situación como la que estamos viviendo, habría sido posible mantener la distancia social, el confinamiento, el cierre de negocios y colegios y todo lo demás que estamos viviendo, seguramente habría respondido que no. Ahora miro por la ventana de mi casa en Washington y veo cómo se cumplen las medidas sin necesidad de que intervenga la policía o el ejército. ¡Eso en EE.UU., un país donde la gente se pelea por el derecho a llevar armas!

Ciencia frente a política sin conciencia 

D.D.: Estamos viendo cómo algunos líderes no solamente no están siendo decisivos, sino que ni siquiera siguen sus propias recomendaciones, ni las que les hacen los científicos. Resulta perturbador percibir cómo algunos creen que hay unas reglas para ellos, y otras para los demás. 

D.P.: Hay que desenmascarar a estos líderes y hacerles aprender algunas lecciones. Muchos infravaloran la empatía por ser una habilidad soft, pero es algo fundamental. Premiamos el liderazgo capaz de actuar con urgencia y decisión. En los niveles gubernamentales y de grandes compañías existe la necesidad de tomar decisiones continuamente y con rapidez, pero también es necesaria la empatía para poder liderar.

Una de las cosas más corrosivas en el ámbito empresarial es la falta de autenticidad, sinceridad y congruencia. Líderes que predican algo y hacen lo contrario –planteando por ejemplo un escenario de reducción de gastos mientras ellos siguen utilizando su jet privado– o que incluso formulan edictos para otros que ellos ignoran, acaban cayendo en el cinismo y eso es peor que no hacer nada; el cinismo es una gran barrera frente a la verdad. 

Por el contrario, si queremos que un cambio perdure, es fundamental la transparencia. Además, con todos los nuevos medios digitales no hay donde esconderse. La transparencia, la urgencia, la empatía y la integridad son características perennes.

D.D.: Es curioso que los gobernantes que mejor han gestionado esta crisis sean mujeres. Me refiero a Dinamarca, Finlandia, Nueva Zelanda, Taiwán, Islandia o Alemania.

D.P.: Que Angela Merkel sea científica quizás haya ayudado... Por desgracia, el número de científicos ejerciendo funciones públicas es minúsculo. Es algo generalizado, que también se da en EE.UU.

En ese proceso de desenmascaramiento, hemos descubierto un elevado nivel de analfabetismo científico, tanto en los políticos como en el resto de líderes.

Estoy convencido –y lo he repetido durante años– que si a los 500 Congresistas y Senadores de mi país se les preguntase cuál es la diferencia entre un cromosoma y un gen, unos 450 no sabrían qué decir… y aquí estamos nosotros esperando a que tomen decisiones sobre el modelo sanitario de la recuperación o cómo se debe desarrollar la inmunidad de grupo.

D.D.: ¿Por qué el sector público parece restar valor a los expertos?

D.P.: Es un hecho muy extendido, propiciado en parte por las tecnologías digitales, que ofrecen una plataforma capaz de dar voz a personas que antes no podían expresarse. Eso, que es algo inequívocamente positivo, también tiene un lado oscuro: cualquiera puede decir lo que le dé la gana; y un lado aún más oscuro, resultante de la combinación tóxica entre la elección individual y las recomendaciones algorítmicas, que actúan a modo de cámara de resonancia, haciéndose eco y reforzando sus creencias, al tiempo que hacen que se desconsidere la verdad. La consecuencia es un entorno altamente contaminado, donde la gente no puede estar segura de lo que es cierto. Un ejemplo es que muchos estadounidenses creen que el virus se prefabricó en un laboratorio chino, sin que exista la más mínima evidencia. Según una encuesta reciente, la mayoría desconfía de las cifras proporcionadas por el gobierno. Los de la derecha dicen que son muy altas, y los de la izquierda dicen que se esconden fallecimientos. El único remedio, aunque no perfecto, es la transparencia.

Deriva del capitalismo democrático 

D.D.: ¿Cómo nos afectará económica y empresarialmente esta pandemia? ¿Cómo va a impactar en las desigualdades? 

D.P.: Sin tener certezas se perciben datos alarmantes, como un desempleo del 30%, superior al de la Gran Depresión. Hay una técnica frente a esto que puede resultar útil, ya que si detectamos algo similar podemos preguntarnos si eso es una señal de cómo será el futuro. Normalmente las señales son débiles, por lo que hay que prestar atención. Lo habitual es que desaparezcan, pero a veces se transforman en señales fuertes, consolidándose y transformándose en predictores del futuro.

Un ejemplo de señal es la propuesta del salario mínimo universal. Si hubiese planteado algo similar en los 90, cuando escribía los discursos del vicepresidente Al Gore en la Casa Blanca, me habrían juzgado sumariamente y expulsado. Hoy, sin embargo, es llamativo que se empiece a hablar de ello.

Creo que tanto los líderes como las personas que están intentando buscar soluciones deben esforzarse por clarificar estas señales,  cuestionando si son anticipaciones de lo que viene. Evidentemente no se sabe, pero analizarlo es una obligación.

D.D.: Muchos argumentan que la “medicina” que estamos aplicando a este virus –el aislamiento y el cierre de empresas– generará más daño del que causaría la enfermedad. ¿Está equilibrada esa balanza entre la vida y la forma de ganársela? 

D.P.: Nuevamente, mi respuesta es “no lo sé”. Desconocer la solución debería llevar a preguntarnos de quién nos fiamos, y yo me fío de los expertos médicos. Por eso, baso mi opinión en lo que declaran los epidemiólogos, que son quienes han estado estudiando durante años las pandemias.

Elegir entre salud y crecimiento económico no es posible; ambos van de la mano y han de coexistir. Se está generando una devastación económica realmente grave y tengo la impresión de estar examinándome de ética en la universidad y que me preguntan por un escenario así, teniendo que elegir entre la perspectiva utilitarista o la de Kant. 

Existe una tensión utilitarista en una parte del mundo, especialmente en EE.UU., donde algunos argumentan que no pasa nada si un par de millones de personas mueren. Nos enfrentamos a un dilema: ¿Qué es más importante? ¿Que sobrevivan con una situación económica razonable 298 millones o que sobrevivan 300 pero con mayores problemas económicos?

Yo no estoy de acuerdo con este planteamiento rígido, aunque también se vea reflejando en términos conductuales. Las personas estamos haciendo cosas que sabemos que serán malas a la larga, pero ahora estamos viviendo en el corto plazo. Nos hemos vuelto tan miopes que no podemos percibir lo que puede ser bueno para nosotros en el futuro. Actuamos sólo desde una perspectiva cortoplacista.

D.D.: Muchos opinan que la respuesta a la pandemia de los regímenes autoritarios ha sido mejor que la de las democracias. ¿Le parece cierto?

D.P.: Creo que el trabajo de Michele Gelfand, una ecologista social de la Universidad de Maryland, nos ayuda a entender este planteamiento que se basa en lo que define como culturas apretadas y culturas sueltas (tight cultures-loose cultures). Las primeras se basan en gran cantidad de reglas rígidas y las segundas tienen normas flexibles, permitiendo una mayor libertad individual. En la mayoría de las sociedades nos encontramos una mezcla de ambas. 

Lo que observamos es que la situación actual requiere de una cultura apretada, y el mejor ejemplo lo tenemos en Corea del Sur, donde ya apenas se registran nuevos casos de COVID. No obstante, es comprensible que EE.UU. no estuviese dispuesto a aplicar algunas de las imposiciones de Corea. 

Lo ideal en un sentido amplio y desde la perspectiva de la gobernanza, sería actuar de manera ambidiestra siendo “apretados” cuando fuese necesario, y “sueltos” cuando así lo requiriera la situación. En esta pandemia nos habría beneficiado una gobernanza rígida y seguiremos viendo cómo países “apretados” se benefician, mientras que los sueltos pagarán las consecuencias.

El libro de Michele, Rule Makers, Rule Breakers, es una excelente guía para poder entender la situación no sólo desde la perspectiva de culturas nacionales, sino también corporativas o incluso familiares.

D.D.: Desde el punto de vista geopolítico, ¿se está deslizando la influencia de los países desarrollados y de EE.UU. hacia Asia?

D.P.: Eso parece, aunque siempre he sido escéptico ante afirmaciones tajantes y del estilo: “lo que ha ocurrido lo cambia todo”. Creo que son pocas las cosas que realmente cambian todo, pero sí es cierto que esta crisis acelera tendencias existentes como el aumento de la influencia geopolítica de China, como país y como modelo de capitalismo autoritario. La duda a resolver es si será ese el modelo contra el que deberá competir el resto del mundo o si se impondrá al capitalismo democrático.

Proyecciones de futuro

D.D.: En 2001, en su libro Free Agent Nation: How America’s New Independent Workers Are Transforming the Way We Live, predecía cosas que ahora ocurren, como la tendencia hacia el trabajo virtual. Tanto a Stuart Crainer como a mí nos influyó mucho esa obra. De hecho, la idea de poder trabajar desde casa nos ayudó a plantearnos nuestro negocio. Parecía que el libro generaría unas tendencias irresistibles pero, 20 años después, ha llegado el momento… de reeditarlo.

D.P.: Hasta hace dos meses la conducta predeterminada de los trabajadores corporativos era la de acudir a la oficina donde tenían su trabajo, sus herramientas, sus colegas. Las excepciones que retaban esa configuración pre-establecida eran razones tipo enfermedad, cita médica, cuidado de un hijo enfermo, reparación urgente, etc., y en esos casos se podía teletrabajar puntualmente.

Me pregunto hasta qué punto es significativo, y si representará un cambio permanente, el hecho de que la población hoy haya tenido que cambiar su forma de trabajar. ¿Habrá cambiado de verdad el COVID-19 la conducta existente y habrá pasado a ser la conducta predeterminada la de trabajar desde casa y, de vez en cuando, ir a la oficina, cuando haya cosas que requieran de una presencia física? Invertir esa configuración tendría un tremendo efecto dominó, con un gran impacto en la contaminación, por la reducción de los desplazamientos.

Algunos CEO’s con los que mantengo relación me han expresado su intención de no volver a la huella de carbono anterior; además, a partir de ahora, puede haber personas que se sientan incómodas compartiendo espacio con otros. La consecuencia es que uno de los mayores impactos de la pandemia se producirá en el sector inmobiliario.

El sector inmobiliario entrará en una intensa convulsión . Tendremos edificios de oficinas vacíos en todas las ciudades. Los centros comerciales se verán afectados, porque si hasta ahora el crecimiento del comercio electrónico era lineal, el COVID-19 lo ha transformado en cuasi-exponencial. Mucho me temo que, al menos en EE.UU., veremos muchos edificios de oficinas y centros comerciales vacíos a corto-medio plazo. Se les deberá buscar nuevas funciones a esos espacios. 

D.D.: Para terminar, ¿cuál sería su pensamiento si hoy tuviese que escribir uno de aquellos discursos para el vicepresidente, intentando reimaginar el futuro?

D.P.: De la misma forma que Michele habla de tight y loose (apretado y suelto), yo hablaría de hard y soft. Destacaría la importancia de la empatía y la necesidad de preocuparse los unos de los otros, al tiempo que resaltaría características como la resolución y el sacrificio. En definitiva, intentaría casar ambas tendencias –dureza y resolución unidas a empatía y preocupación– que reflejan el liderazgo que hoy necesitamos; un estilo no lejano del de W.S. Churchill. 


Daniel Pink, autor de bestsellers, articulista y conferenciante, entrevistado por Des Dearlove, cofundador de Thinkers50.

Texto publicado en Executive Excellence nº167, junio 2020

Thomas Piketty, una denuncia ilusoria del capital” de Alain Bihr y Michel Husson

Por HENRY STERDYNIAK

Los dos libros de Thomas Piketty: El capital en el siglo XXI publicado en 2013 y Capital e ideología, publicado en 2019 1/, han tenido un impacto mundial. A esto hay que añadir el trabajo del Laboratorio sobre las Desigualdades Mundiales 2/, así como el Manifiesto para la democratización de Europa 3/. Piketty interviene en el debate público defendiendo un proyecto de socialismo participativo basado en la reducción de las desigualdades de renta y patrimonio mediante la fiscalidad, en la participación de las y los asalariados en la dirección de las empresas y en la democratización de Europa.

Por tanto, se agradece el libro de Alain Bihr y Michel Husson: Thomas Piketty, une dénonciation illusoire du capital (Thomas Piketty, una denuncia ilusoria del capital) 4/que ofrece una lectura crítica de la obra de Piketty. Esta se hace, en gran medida, en nombre del marxismo. Lo que los autores justifican señalando que, como demuestra el título de sus dos libros, Piketty se propone escribir El Capital de nuestro siglo, superando a Marx. Pero la comparación es cruel. Piketty no está más allá de Marx, sino muy por debajo.

Alain Bihr y Michel Husson plantean desde la introducción cuatro críticas a la problemática de Piketty: éste olvida las relaciones sociales de producción, que dictan el funcionamiento de cualquier economía y en particular de las economías capitalistas, en beneficio del análisis estadístico de distribución de ingresos y patrimonios; Piketty usa el concepto de capital de una manera ateórica: su análisis de las ideologías es sumario, basado en la introducción ahistórica de la norma de igualdad; finalmente, sus propuestas de reforma resultan utópicas: son incompatibles con el capitalismo, sin que Piketty proponga claramente una salida del capitalismo, y son inaceptables para las clases dominantes, sin que Piketty analice las alianzas de clases que podrían ponerlas en práctica.

En el capítulo 1 del libro, Bihr y Husson denuncian las debilidades teóricas del trabajo de Piketty. Así, en Capital e ideología, éste utiliza el concepto de capital, pero sin definirlo con precisión: el capital sería cualquier activo que reportara una ganancia, independientemente de las relaciones de producción. Asimismo, las desigualdades se analizan únicamente desde el ángulo estadístico de las desigualdades en ingresos o patrimonio, olvidando las desigualdades de estatus y de poder. La insistencia en las desigualdades enmascara la negativa a cuestionar fundamentalmente las relaciones de producción: por supuesto, las clases dominantes pueden entregarse al consumo lujoso y ostentoso, pero sobre todo organizan las relaciones de producción, orientan la evolución económica y definen e imponen la ideología que justifica su dominación. Ciertamente, Piketty denuncia el papel de justificación de las ideologías, pero lo limita a la justificación de las desigualdades y no a la del conjunto del orden social. Los autores muestran acertadamente que Piketty subestima el papel de las relaciones de producción y las relaciones de clase para sobreestimar el de las ideologías, lo que tiene serias consecuencias para su programa político.

El capítulo 2 denuncia la ligereza con la que Piketty utiliza la historia económica y social. Así, santifica la distribución de la sociedad feudal en tres órdenes, la nobleza, el clero y el tercer Estado, negándose a ver que esta distribución no es universal, que enmascara la realidad de las relaciones de producción, que ha evolucionado a lo largo del tiempo bajo el efecto de su dinamismo próximo y propio (y no solo bajo el efecto de shocks políticos, como la Revolución Francesa). Así, utiliza la noción de “sociedad de propietarios” para definir el capitalismo, enmascarando así que el capitalismo se caracteriza por una masa de individuos que no poseen nada. El capítulo 3 ilustra esta misma frivolidad en el caso específico del Reino Unido, donde Piketty apenas nos explica los debates que acompañaron al surgimiento del capitalismo.

El capítulo 4 analiza un aspecto esencial de la evolución de las economías capitalistas desde 1914 hasta 1980: la creciente importancia del Estado social, es decir, un compromiso entre el capitalismo y el movimiento social, que hizo que progresivamente el Estado distribuyera más del 40% de la producción. Aquí también, los autores reprochan a Piketty sobrestimar el papel de los factores ideológicos (el debilitamiento de la fe en la autorregulación de los mercados) mientras subestima tanto el de las fuerzas sindicales como sociales (que defendían a la vez reivindicaciones reformistas a corto plazo y objetivos revolucionarios de puesta en cuestión del capitalismo),así como el de las necesidades mismas del funcionamiento del capitalismo (que necesita una regulación macroeconómica, gasto público y social, infraestructuras, empleados competentes, gestión pacífica de los conflictos entre las grandes potencias imperialistas, etc.). Sin embargo, ¿deberíamos escribir, como los autores, que “las sociedades capitalistas occidentales han seguido siendo realmente, durante estas pocas décadas, sociedades plenamente capitalistas”? Yo no lo pienso así. Este punto de vista no rinde cuenta del auge de las instituciones sociales (educación pública, salud para todos, pensiones por reparto, prestaciones por desempleo, prestaciones asistenciales), instituciones cuyo mantenimiento e importancia son objeto de un conflicto permanente entre las clases dominantes y las fuerzas sociales, instituciones que introducen una parte ya presente del socialismo en el corazón mismo del capitalismo.

¿Por qué el proyecto socialdemócrata está en dificultades después de 1980, cuestionado por la contrarrevolución neoliberal? Para Piketty, no se ha impulsado lo suficiente la cogestión de empresas, pero los autores muestran que la misma sólo podría ser ficticia si no se abandonaba la lógica del capital; al contrario que Piketty, ven la autogestión o la nacionalización como estrategias más prometedoras. Piketty cuestiona la falta de democratización de la educación superior, su incapacidad para lograr la igualdad de oportunidades, olvidando que esto es siempre un mito engañoso en una sociedad fundamentalmente desigual, en la que las posiciones sociales son en gran parte hereditarias. Finalmente, Piketty critica a la socialdemocracia haber pensado la fiscalidad y la protección social en un marco nacional, pareciendo olvidar que las clases dominantes han utilizado precisamente la mundialización, la apertura de fronteras, la construcción europea para cuestionar los compromisos nacionales, para poner en competencia a los trabajadores y a los sistemas socio-fiscales de cada país y que no hubo movimientos organizados a nivel mundial (ni siquiera a nivel europeo) para establecer una protección social y una fiscalidad transnacionales. Donde Piketty ve una debilidad ideológica de la socialdemocracia, los autores ven la tendencia casi inevitable de ciertas capas sociales a subyugarse a las clases dominantes, una tendencia reforzada por los desarrollos sociales en los países desarrollados (el debilitamiento de la clase trabajadora como fuerza política).

El capítulo 5 discute las propuestas clave del libro El capital en el siglo XXI. La identidad en la que se basa Piketty es:

r=a/b, en la que r es la tasa de ganancia, a la parte de las ganancias y b la ratio capital/producto.

Piketty considera que la tasa de ganancia está determinada por la productividad marginal del capital, de forma que el aumento de la ratio capital/producto se traduce mecánicamente en un aumento de la parte del capital en el valor añadido. De hecho, no distingue entre capital productivo y capital inmobiliario, por lo que el fuerte aumento que describe en la ratio capital / producto proviene casi en su totalidad del aumento del precio relativo de la vivienda, que su diagrama teórico no toma en cuenta. Por el contrario, los autores recuerdan la característica esencial de la evolución económica de los últimos cincuenta años: la ralentización de las ganancias de productividad del trabajo y la caída de la relación producto/capital han sido compensadas por un aumento de la parte de los beneficios en el valor añadido, de modo que la tasa de ganancia se ha mantenido en niveles excesivos en relación con la tasa de inversión. Así, la caída de la parte de los salarios, así como el estancamiento de la inversión, plantean problemas de mercado, resueltos por el consumo de las clases privilegiadas, por mercados externos (para algunos países), pero sobre todo por el aumento del crédito y la financiarización.

Los autores destacan la ligereza con la que Piketty elabora sus previsiones para las próximas décadas, en particular la de una brecha persistente entre la tasa de rendimiento del capital y la tasa de crecimiento, que le lleva a pronosticar un próximo incremento casi automático de las desigualdades en rentas y patrimonio.

Los autores reconocen el mérito de Piketty: “hacer del tema de las desigualdades un tema muy importante de debate público”, pero a costa de olvidar lo esencial: lo que caracteriza al capitalismo es que las y los capitalistas dirigen la producción y ejercen presión sobre los salarios y las condiciones de trabajo para obtener el máximo beneficio. Al no cuestionar esta base del capitalismo, ni la distribución primaria de la renta, Piketty se ve reducido a abogar por soluciones ingenuas, la redistribución mediante la fiscalidad, la aceptación por parte de las y los capitalistas de una tasa de ganancia más baja.

Piketty propone una imposición muy fuerte a los altos patrimonios, para redistribuir patrimonio a las personas más jóvenes, lo que resolvería la cuestión de las desigualdades de patrimonio, pero no plantea la cuestión de la valoración del patrimonio de la gente más rica fundamentalmente poseído en forma de acciones de las empresas; no examina las consecuencias macrofinancieras de dicha transferencia; el precio de las acciones se hundiría; ¿Quién poseería el capital de las empresas? Asimismo, no se aborda con seriedad la cuestión del uso de este patrimonio de 120.000 euros para otorgar a cada joven de 25 años. Su propuesta solo tiene sentido si va acompañada de una socialización del capital inmobiliario (para resolver el tema de la vivienda) y del capital de las empresas, que Piketty no contempla.

El capítulo 6 analiza el proyecto político de Piketty de un socialismo participativo. Éste se basaría en tres elementos: la tributación de los patrimonios y las rentas sería altamente progresiva; las y los representantes de los trabajadores tendrían derecho a la mitad de los puestos en los consejos de administración; todas las personas tendrían derecho a una renta mínima garantizada del 60% del PIB per cápita y a los 25 años recibirían un patrimonio equivalente al 60% del patrimonio medio. Los autores reprochan a este proyecto reformista el no sacarnos del capitalismo: las empresas deberían seguir teniendo en cuenta las normas vigentes en materia de salarios y productividad laboral, despedir trabajadores si es necesario, como las SCOPs (sociedad cooperativa y participativa) hoy. Deberían tener en cuenta las exigencias de rentabilidad de las y los accionistas (que ocuparían la mitad de los puestos en el Consejo de Administración). Observo, por mi parte, que Piketty no explica cómo se gestionarían tales empresas, cómo se arbitrarían las divergencias de objetivos entre capitalistas y empleados, por lo que su proyecto tiene poca consistencia.

Los autores señalan que Piketty acepta la visión de la propiedad privada, como emancipadora, garante de la libertad individual, olvidando la realidad del capitalismo, en el que la masa de las personas asalariadas no disfruta de esta libertad. Los autores denuncian también la visión idílica de la formación continua (que compensaría milagrosamente las desigualdades sociales de acceso a la formación inicial).

Para Piketty, el aumento del impuesto sobre el carbono podría compensarse con un aumento de las transferencias, de modo que solo tendría un efecto incentivador, “sin gravar el poder adquisitivo de la gente más modesta”. Como señalan los autores, esta propuesta técnica minimiza el alcance de la crisis ecológica. Piketty se niega a ver que la propiedad privada de los medios de producción, la competencia capitalista, la búsqueda de rentabilidad y crecimiento no son compatibles con el control social de la evolución económica que la crisis ecológica hace necesario.

Piketty desarrolla su idílico proyecto a escala europea, incluso mundial: los países acordarían una fiscalidad unificada y altamente progresiva sobre las grandes empresas, altos ingresos y patrimonios, una fuerte tasación de las emisiones de gases de efecto invernadero, etc.

Los autores reprochan acertadamente a Piketty no tener en cuenta las correlaciones de fuerzas, ni la reacción de las clases dominantes, ni la necesaria movilización de las clases populares, como si su bien pensado proyecto se fuera a imponer por sí mismo.

El libro nos propone dos conclusiones. La primera, escrita antes de la crisis sanitaria, opone dos visiones de la lucha progresista. Según la que los autores atribuyen a Piketty (pero también a Joseph Stiglitz y Bernie Sanders), el capitalismo es reformable, a través de un programa verde-rosa: por un lado, un gasto público significativo para luchar contra las emisiones de gases de efecto invernadero mediante la descarbonización de la energía, el ahorro energético, la reestructuración y relocalización de la producción, la economía circular y cierta sobriedad; por otro, por la lucha contra las desigualdades de ingresos a través de una fiscalidad redistributiva. Esta visión puede ganar el asentimiento de una gran parte de la población, especialmente en las clases medias. La otra, la de los propios autores, el capitalismo verde-rosa es una ilusión engañosa; no es compatible con el capitalismo en su funcionamiento real, con la propiedad privada de los medios de producción, la frenética búsqueda de ganancias, la ceguera y codicia de las clases dominantes. Nada es posible sin una clara ruptura con el capitalismo, sin la movilización y organización de las masas para imponer nuevas relaciones sociales y nuevas relaciones de producción. Yo soy menos categórico que los autores; la experiencia de la socialdemocracia y del Estado social me parece que prueba que una inflexión es posible, que las y los capitalistas pueden tener que resignarse a ella dados los desequilibrios ecológicos, económicos y sociales, pero sobre todo si la movilización de las fuerzas sociales es suficiente.

Un epílogo, escrito durante la crisis sanitaria, actualiza esta primera conclusión. Los autores ven en la crisis sanitaria un nuevo síntoma de los límites del capitalismo: el crecimiento ilimitado choca con los límites de nuestro planeta; la destrucción de los ecosistemas acaba poniendo en peligro a la especie humana. Piketty ha tomado conciencia de esto imaginando un derecho individual a la emisión de gases de efecto invernadero (GEI); este proyecto sigue siendo poco realista, basado en compensaciones individuales (utilizar, vender o comprar mis derechos de emisión) y no en una reorganización socialmente pensada de la producción y el consumo. Básicamente su discurso no cambia, abogando por un capitalismo rosa-verde en el que la reducción de las desigualdades de ingresos (en particular a través del impuesto a la riqueza) contribuiría a la reducción de las emisiones de GEI (ya que los ricos emiten mucho más que los pobres), el crédito se utilizaría para financiar la transición ecológica (y no la especulación financiera), las y los capitalistas abrirían en gran medida las juntas directivas de las empresas a la representación de las y los trabajadores. Según los autores, este proyecto no tiene ninguna credibilidad: olvida las correlaciones de fuerzas y de poder; las clases dominantes no abandonarán sus planes de crecimiento ilimitado simplemente por el poder persuasivo de los intelectuales reformistas. Los autores terminan denunciando: “El planteamiento de Piketty, lleno a rebosar de la buena voluntad conciliadora de un reformismo muy templado, que no está manifiestamente a la altura de lo que está en juego y de la violencia anidada en la situación actual”.

Esperamos haber convencido al lector del interés del trabajo de Alain Bihr y Michel Husson 5/. Su lección fundamental es que toda sociedad conoce relaciones de poder basadas en las relaciones de producción, con sus clases dominantes y la ideología justificadora que desarrollan. Desde este punto de vista, es posible denunciar la ingenuidad del proyecto de capitalismo verde-rosa que defiende Thomas Piketty. Por el contrario, el lector puede reprochar a los autores no proponer un proyecto alternativo. ¿Qué proyecto, compatible con las exigencias ecológicas, puede hoy movilizar a las y los precarios, las clases populares y una gran parte de las clases medias? ¿Cómo conciliar los objetivos ecológicos y el deseo de aumentar el poder adquisitivo? ¿Cómo reemplazar la hegemonía de las clases dominantes?


Henri Sterdyniak es economista y animador, junto a otra gente, de Économistes Atterrés.

Traducción: Faustino Eguberri para viento sur

Notas:

1/ El capital en el siglo XXI. RBA Libros. ISBN 978-84-9056-547-6. Capital e ideología. Editorial Deusto. ISBN 978-84-234-3095-6 ndt
2/ http://www.cadtm.org/IMG/pdf/wir2018-summary-spanish.pdf ndt
3/ https://www.lavanguardia.com/internacional/20181209/453460993963/manifiesto-para-la-democratizacion-de-europa-thomas-piketty.html ndt
4/ Se publicará (en francés) en octubre de 2020, por Éditions Syllepse, París y Page 2, Lausanne.
5/ Aunque pueda ser criticado por aparecer como la yuxtaposición de los capítulos escritos por cada uno de los autores; pasar demasiado rápido los análisis históricos de Thomas Piketty para concentrarse en su proyecto político; evocar las relaciones de producción como deus ex machina , olvidando las actuales contradicciones del capitalismo entre capitalismo financiero y capitalismo industrial, sin tener en cuenta el actual debilitamiento político de las fuerzas populares.