Fidel


"Peor que los peligros del error son los peligros del silencio." ""Creo que mientras más critica exista dentro del socialismo,eso es lo mejor" Fidel Castro Ruz

domingo, 11 de diciembre de 2016

Libro " La Gran Brecha" Nobel de Economía Joseph Stiglitz. Parte XVIII

Por Joseph Stiglizt

MEDELLÍN: UNA LUZ PARA LAS CIUDADES[46*]


El mes pasado tuvo lugar un encuentro asombroso en Medellín, Colombia. Unas 22 000 personas se reunieron para asistir al Foro Urbano Mundial y debatir sobre el futuro de las ciudades. El foco de atención era la creación de «ciudades para la vida», es decir, el fomento del desarrollo equitativo en entornos urbanos en los que ya vive la mayoría de los ciudadanos del mundo, y en el que residirán dos tercios de ellos en el año 2050.


El lugar en sí mismo era muy simbólico: tristemente célebre en otros tiempos por sus bandas de narcotraficantes, ahora Medellín goza de la merecidísima reputación de ser una de las ciudades más innovadoras del mundo. El relato de la transformación de esta ciudad encierra importantes lecciones para las zonas urbanas del planeta.


Durante las décadas de 1980 y 1990, los dirigentes de cárteles como el infame Pablo Escobar dominaban las calles de Medellín y controlaban su política. La fuente del poder de Escobar no residía únicamente en el comercio internacional de cocaína, inmensamente rentable (y alimentado por la demanda estadounidense), sino también en la desigualdad extrema de la ciudad de Medellín y de Colombia en su conjunto. En las empinadas laderas andinas del valle que rodea a la ciudad, inmensos barrios de chabolas, prácticamente abandonados por el Gobierno, suministraban regularmente reclutas a los cárteles. A falta de servicios públicos y pese a aterrorizar al mismo tiempo la ciudad, Escobar se ganó las simpatías de los habitantes más pobres de Medellín con sus dádivas.


Hoy en día apenas es posible reconocer esas barriadas. En el barrio pobre de Santo Domingo, el nuevo sistema Metrocable de la ciudad, compuesto por tres líneas de teleférico, da servicio a las necesidades de residentes que viven en una ladera de montaña, a cientos de metros en vertical, poniendo fin así a su aislamiento del centro de la ciudad. Ahora ese desplazamiento apenas lleva unos minutos, y las barreras sociales y económicas entre los asentamientos irregulares y el resto de la ciudad van camino de derrumbarse.


Los problemas de los barrios más pobres de la ciudad no han sido eliminados, pero los beneficios que han aportado las mejoras en infraestructuras resultan manifiestamente evidentes en las casas bien cuidadas, los murales y los campos de fútbol que hay en las inmediaciones de las estaciones del teleférico. El Metrocable no es sino el más icónico de los proyectos por los que Medellín obtuvo el año pasado el Veronica Rudge Green Prize de diseño urbano de la Universidad de Harvard, el más prestigioso de su especialidad.


Desde el comienzo de la alcaldía de Sergio Fajardo (ahora gobernador de Antioquia, el departamento donde se encuentra Medellín), que asumió el cargo en 2004, la ciudad ha realizado grandes esfuerzos por transformar sus barriadas, mejorar la enseñanza y fomentar el desarrollo. (El alcalde actual, Aníbal Gaviria, ha hecho público su compromiso de continuar por el mismo camino).


El alcalde de Medellín mandó construir edificios públicos de vanguardia en las zonas más deterioradas, proporcionó pintura para renovar las fachadas de sus casas a los ciudadanos que vivían en distritos pobres y limpió y mejoró las calles, todo ello en la creencia de que si se trata a la gente con dignidad, valorarán su entorno y se enorgullecerán de sus comunidades. Y esa fe ha sido confirmada con creces.


A lo largo de todo el mundo, las ciudades son a la vez el centro neurálgico y el foco de atención de los principales debates sociales, y por buenos motivos. Cuando los individuos viven en estrecha vecindad, no pueden escapar de los grandes problemas sociales: una creciente desigualdad, la degradación del medio ambiente y unas inversiones públicas inadecuadas.


El foro recordó a los participantes que las ciudades habitables requieren planificación, mensaje que está reñido con las actitudes predominantes en gran parte del planeta. Sin embargo, sin planificación e inversión estatal en infraestructura, transporte público y parques, así como en el suministro de agua potable y recogida de basuras, las ciudades no serán habitables. Y son los pobres quienes inevitablemente sufren más por la ausencia de estos bienes públicos.


La trayectoria de Medellín también encierra algunas lecciones para Estados Unidos. Es más, investigaciones recientes muestran cómo en Estados Unidos una planificación inadecuada ha fomentado la segregación económica y cómo se han formado trampas de pobreza en ciudades sin transporte público debido a la escasez de empleo accesible.


La conferencia fue más allá de todo esto, y subrayó que la creación de «ciudades habitables» no es suficiente. Tenemos que crear áreas urbanas en las que los individuos puedan prosperar e innovar. No es casualidad que la Ilustración —que a su vez desembocó en los aumentos en el nivel de vida más rápidos y más grandes de la historia de la humanidad— se produjera en las ciudades. Las nuevas formas de pensar son la consecuencia natural de una elevada densidad de población, siempre y cuando se den las condiciones apropiadas, entre las que hay que incluir espacios públicos en los que la gente pueda interactuar y la cultura pueda prosperar, así como unos valores democráticos que alienten y fomenten la participación pública.


Uno de los temas fundamentales del foro fue el consenso emergente sobre la necesidad de un desarrollo medioambiental, social y económicamente sostenible. Todos estos aspectos de la sostenibilidad están entrelazados y son complementarios, y las ciudades proporcionan el contexto en el que esto se ve con más claridad.


La desigualdad es uno de los mayores obstáculos al logro de la sostenibilidad. Nuestras economías, nuestras democracias y nuestras sociedades pagan un alto precio por la creciente brecha entre ricos y pobres. Y quizá el aspecto más odioso de esa brecha cada vez mayor de ingresos y riqueza en tantos países es que está ahondando la desigualdad de oportunidades.


Algunas ciudades han demostrado que estas pautas ampliamente constatadas no son el producto de leyes económicas inmutables. Hasta en el país avanzado con mayor nivel de desigualdad —Estados Unidos—, algunas ciudades, como San Francisco y San José, resisten la comparación con las economías que mejores resultados obtienen en materia de igualdad de oportunidades.


Dado que los puntos muertos políticos afectan a tantos Estados nacionales de todo el mundo, las ciudades ilustradas se están convirtiendo en rayos de esperanza. Un Estados Unidos dividido parece incapaz de abordar el alarmante aumento de sus niveles de desigualdad. Ahora bien, en la ciudad de Nueva York, el alcalde Bill de Blasio fue elegido porque prometió hacer algo al respecto.


Si bien lo que se puede hacer a nivel local tiene sus límites —los impuestos estatales, por ejemplo, son muchísimo más importantes que los municipales—, las ciudades pueden contribuir a garantizar la disponibilidad de viviendas asequibles. Y tienen la responsabilidad especial de ofrecer una enseñanza pública de calidad y servicios públicos a todo el mundo, independientemente de su nivel de ingresos.


Medellín y el Foro Urbano Mundial han demostrado que esto no es una quimera. Otro mundo es posible; lo único que nos hace falta es la voluntad política de ir a por él.


DELIRIOS ESTADOUNIDENSES EN OCEANÍA[47*]


Para bien y para mal, y al margen de su relevancia, los debates estadounidenses sobre política económica suelen tener eco en otras partes. Un ejemplo que viene al caso es el Gobierno recién elegido del primer ministro australiano Tony Abbott.


Al igual que en muchos países, los Gobiernos conservadores están abogando a favor de recortes en el gasto público con el argumento de que los déficits fiscales ponen en peligro el futuro de la nación. En el caso de Australia, sin embargo, ese tipo de afirmaciones parecen especialmente desprovistas de fundamento, lo que no ha sido óbice para que el Gobierno de Abbott traficase con ellas.


Aun cuando aceptásemos la aseveración de los economistas de Harvard Carmen Reinhart y Kenneth Rogoff según la cual unos niveles muy altos de deuda pública se traducen en un crecimiento menor —un punto de vista que nunca ha sido realmente probado y que ha sido desacreditado con posterioridad—, Australia no se encuentra ni remotamente próxima a ese umbral. Su tasa de deuda pública con relación al PIB apenas representa una minúscula proporción de la de Estados Unidos y es una de las más bajas de los países de la OCDE.


Lo que importa de cara al crecimiento a largo plazo son las inversiones en el futuro, entre ellas unas inversiones públicas decisivas en enseñanza, tecnología e infraestructuras. Dichas inversiones garantizan que todos los ciudadanos, con independencia de lo pobres que puedan ser sus padres, puedan convertir en realidad sus expectativas.


La reverencia de Abbott por el modelo estadounidense a la hora de defender muchas de las «reformas» propuestas por su Gobierno contiene una profunda ironía. Al fin y al cabo, el modelo estadounidense no ha estado dando resultado para la mayoría de estadounidenses. Hoy en día los ingresos medios son más bajos en Estados Unidos de lo que eran hace un cuarto de siglo, no porque la productividad se haya estancado, sino porque se han estancado los salarios.


El modelo australiano ha dado resultados muchísimo mejores. De hecho, Australia es una de las pocas economías basadas en la producción de bienes primarios que no ha sufrido a cuenta de la maldición de los recursos naturales. La prosperidad ha sido compartida de manera relativamente amplia. Los ingresos medios por hogar han aumentado en una media anual de más del tres por ciento durante las últimas décadas, lo que representa casi el doble que la media de la OCDE.


Sin lugar a dudas, y dada su abundancia de recursos naturales, en Australia debería haber un grado de igualdad mucho mayor del que hay. Al fin y al cabo, los recursos naturales de un país deberían pertenecer a toda su población, y las «rentas» generadas por ello proporcionan una fuente de ingresos que podría utilizarse para reducir la desigualdad. Gravar las rentas obtenidas de los recursos naturales con tipos elevados no acarrea las consecuencias adversas que suscita gravar el ahorro o las rentas del trabajo (las reservas de mineral de hierro o de gas natural no pueden trasladarse de un país a otro para evitar pagar impuestos). Ahora bien, el coeficiente de Gini (una de las formas de medida consagradas de la desigualdad) de Australia supera en una tercera parte al de Noruega, un país rico en recursos que ha cumplido particularmente bien con la tarea de gestionar su riqueza en beneficio de todos sus ciudadanos.


Cabe preguntarse si Abbott y su Gobierno realmente entienden lo que ha sucedido en Estados Unidos. ¿Será consciente de que desde la era de desregulación y liberalización que comenzó a finales de la década de 1970 el crecimiento del PIB se ha ralentizado notablemente, y que el poco crecimiento que ha habido ha beneficiado fundamentalmente a quienes más tienen? ¿Será consciente de que antes de estas «reformas» Estados Unidos llevaba medio siglo sin padecer una crisis financiera (cosa que constituye en la actualidad un suceso regular en todo el mundo), y de que la desregulación engendró un sector financiero inflado que atrajo a muchos jóvenes dotados de talento que de lo contrario quizá hubieran dedicado sus trayectorias profesionales a actividades más productivas? Sus innovaciones financieras les hicieron extremadamente ricos, pero condujeron a Estados Unidos y a la economía global al borde de la ruina.


Los servicios públicos australianos son la envidia del mundo entero. Su sistema de atención sanitaria obtiene mejores resultados que el de Estados Unidos, con un coste mucho menor. Tiene un programa de préstamos para enseñanza dependiente de los ingresos que, en caso de necesidad, permite a los solicitantes del préstamo distribuir los pagos a lo largo de más años, y en función del cual, si sus ingresos resultan ser especialmente bajos (quizá porque escogieron empleos importantes pero mal remunerados, pongamos en la enseñanza o en el ámbito religioso), el Gobierno les perdona parte de la deuda.


El contraste con Estados Unidos es asombroso. En Estados Unidos, las deudas resultantes de préstamos estudiantiles, que superan ahora mismo la cifra de los 12 000 millones de dólares (más que el conjunto de las deudas de las tarjetas de crédito), se está convirtiendo en una carga para los licenciados y la economía. El fallido modelo de financiación estadounidense de la enseñanza superior es uno de los motivos por los que Estados Unidos es uno de los países avanzados en los que en la actualidad hay menos igualdad de oportunidades, y en el que las perspectivas de futuro de un joven dependen más de los ingresos y el nivel educativo de sus padres que las de un joven de otros países avanzados.


Las nociones que tiene Abbott sobre la enseñanza superior también indican con claridad que no entiende por qué las mejores universidades estadounidenses tienen éxito. No es la competencia de precios ni la búsqueda de beneficios lo que ha hecho grandes a Harvard, Yale o Stanford. Ninguna de las grandes universidades de Estados Unidos son instituciones lucrativas. Todas son instituciones sin ánimo de lucro, ya sea porque son públicas o porque están subvencionadas gracias a magnánimas donaciones entregadas en gran medida por antiguos alumnos y fundaciones.


Existe una competencia, pero de otra clase. Se afanan por ser inclusivas y diversificadas. Compiten por las becas estatales de investigación. Las universidades estadounidenses infrarreguladas y con ánimo de lucro sobresalen en dos campos: su capacidad de explotar a jóvenes de origen humilde, cobrándoles elevadas matrículas sin proporcionarles a cambio nada realmente valioso, y su capacidad de presionar para obtener dinero estatal no regulado y perseverar en sus prácticas abusivas.


Australia debería enorgullecerse de sus éxitos, de los que el resto del mundo puede aprender mucho. Sería una vergüenza que la incomprensión de lo sucedido en Estados Unidos, combinada con una buena dosis de ideología, indujese a sus gobernantes a arreglar algo que no está roto.


INDEPENDENCIA ESCOCESA[48*]


Mientras Escocia contempla la posibilidad de acceder a la independencia hay quien —como Paul Krugman— pone en duda su «viabilidad económica».


Si Escocia fuera por libre, ¿correría el riesgo de sufrir un descenso de su nivel de vida o del PIB? En cualquier acción existen, sin lugar a dudas, riesgos implícitos: si Escocia permaneciera dentro del Reino Unido, y este persiste en unas políticas que han desembocado en una creciente desigualdad, incluso si el PIB fuera ligeramente superior, el nivel de vida de la mayoría de los escoceses bajaría.


Los recortes en las subvenciones públicas del Reino Unido a la enseñanza y la atención sanitaria podrían obligar a Escocia a enfrentarse a una serie de desagradables opciones, aun cuando el país tuviera un margen considerable para decidir en qué gasta su dinero.


No obstante, lo cierto es que ninguno de los temores que se han sembrado tiene demasiado fundamento. Krugman, por ejemplo, insinúa que las economías de escala son significativas: es probable que a una economía pequeña, parece querer insinuar, no le vaya bien. Ahora bien, una Escocia independiente seguiría formando parte de Europa, y el gran éxito de la Unión Europea ha sido la creación de una gran zona económica.


Además, entidades políticas pequeñas como Suecia, Singapur y Hong Kong han prosperado, mientras que entidades mucho más grandes no lo han hecho. En orden de magnitud, es mucho más importante la puesta en práctica de políticas correctas.


Otro caso de problema falso es el de la moneda. Son muchos los acuerdos monetarios que podrían dar resultado. Escocia podría seguir dentro de la libra esterlina con o sin el consentimiento de Inglaterra.


Dado que las economías de Inglaterra y Escocia son tan similares, es probable que una moneda común funcionara mucho mejor que el euro, incluso en ausencia de una política fiscal compartida. No obstante, muchos países pequeños han logrado tener moneda propia: flotante, con un margen de fluctuación vinculado a otra, o «gestionada».


La cuestión fundamental a la que se enfrenta Escocia es otra. Está claro que, en Escocia, hay una visión y unos valores compartidos de forma bastante generalizada: una imagen de la nación, de la sociedad, de la política, del papel del Estado, o valores como la justicia, la equidad y la oportunidad. No todo el mundo está de acuerdo sobre políticas concretas ni en cómo establecer el delicado e imprescindible equilibrio.


No obstante, la cosmovisión y los valores escoceses difieren de los que predominan al sur de su frontera. En Escocia existe enseñanza universitaria gratuita para todo el mundo; Inglaterra, en cambio, ha aumentado el precio de las matrículas, lo que ha obligado a endeudarse a los padres de alumnos con pocos recursos.


Escocia ha subrayado repetidamente su compromiso con el Servicio Nacional de Salud (NHS). Inglaterra ha tomado repetidas iniciativas con miras a su privatización. Algunas diferencias datan de muy antiguo: incluso hace doscientos años, la alfabetización masculina era un cincuenta por ciento más elevada en Escocia que en Inglaterra y las universidades escocesas cobraban una décima parte por sus matrículas que Cambridge y Oxford.


Las diferencias entre estas y otras políticas pueden, a lo largo del tiempo, llevar no sólo a unas tasas de crecimiento notablemente distintas, y por tanto a niveles notablemente distintos de PIB per cápita —anulando así cualquier impacto a corto plazo—, sino también, cosa más importante, a diferencias en la distribución de los ingresos y en los niveles de salud. Si el Reino Unido mantiene su rumbo actual, imitando el modelo estadounidense, es probable que los resultados sean como los de Estados Unidos, donde durante un cuarto de siglo la familia media ha visto cómo sus ingresos se estancaban a la vez que los ricos se hacían cada vez más ricos.


Puede que la independencia tenga sus costes —pese a que eso aún esté por demostrar de forma convincente—, pero también tendrá sus ventajas.


Escocia puede realizar inversiones en energía maremotriz, o en su joven población; puede esforzarse por aumentar la participación femenina en la población activa y ofrecer educación preescolar, cosas ambas que son fundamentales para la creación de una sociedad más justa. Puede realizar estas inversiones, sabedora de que el país recuperará la mayoría de los beneficios generados por medio de los impuestos.


En las condiciones actuales, mientras Escocia soporta el coste de estas inversiones sociales, los ingresos fiscales extra resultantes del crecimiento adicional que generen estas inversiones irán a parar abrumadoramente al otro lado de la frontera.


La difícil pregunta a la que tiene que enfrentarse Escocia no tiene que ver con los misterios de los acuerdos monetarios o las economías de gama, o sobre los pormenores de las ganancias y las pérdidas a corto plazo, sino con saber si el futuro del país —su visión del mundo y sus valores compartidos, que se han alejado cada vez más de los que rigen al sur de la frontera— quedarán mejor asegurados mediante la independencia.


DEPRESIÓN EN ESPAÑA[49*]


España se encuentra sumida en una depresión. Esa es la única palabra que se puede emplear para describir su economía, en la que casi uno de cada cuatro trabajadores está parado, y la tasa de paro juvenil asciende a casi un 50 por ciento (en el momento en que este libro se entregó a la prensa). El pronóstico para el futuro inmediato es más de lo mismo, quizá un poco peor. Todo ello a pesar de las promesas del Gobierno y de los altos cargos internacionales que recetaron paquetes de austeridad para España, según los cuales, a estas alturas se habría restablecido el crecimiento. Han subestimado reiteradamente la magnitud de la desaceleración que esas políticas iban a provocar, y en consecuencia han sobreestimado en gran medida los beneficios fiscales que iban a derivarse de ellas: las desaceleraciones más profundas desembocan inevitablemente en ingresos menores y en un mayor gasto en programas de desempleo y bienestar social. Pese a que luego intentan echarle la culpa de nuevo a España por incumplir los objetivos fiscales, la auténtica responsabilidad debería recaer sobre sus erróneos diagnósticos del problema y sus recetas consiguientemente equivocadas.


Este libro explica cómo unas políticas económicas deficientes pueden conducir tanto a una mayor desigualdad como a un menor crecimiento: y las políticas que se están adoptando en España (y más en general en Europa) lo muestran a la perfección. En los años anteriores a la crisis, España era un tanto atípica en el sentido de que la desigualdad en las rentas netas del trabajo y los ingresos familiares netos descendió.[81] Pese a que la desigualdad previa a los impuestos se redujo, el Estado «corregía» la distribución de los ingresos mediante importantes políticas sociales y medidas orientadas a mejorar la atención sanitaria, y siguió haciéndolo durante los primeros años de la crisis.[82] Sin embargo, a estas alturas la recesión prolongada ha provocado un espectacular aumento de la desigualdad.[83]

Ahora bien, como explicamos en la primera parte, las desaceleraciones, sobre todo en el transcurso de una depresión como la que España atraviesa en estos momentos, son malas para la desigualdad. Los parados de larga duración tienen más probabilidades de acabar en la miseria. La elevada tasa de paro presiona a la baja sobre los salarios, y los salarios más bajos son especialmente sensibles. Y a medida que la austeridad ha ido avanzando, los programas sociales fundamentales para el bienestar de quienes se encuentran en la parte intermedia e inferior de la pirámide social se recortan. Al igual que en Estados Unidos, estos efectos se ven agravados por el descenso en los precios de los bienes inmobiliarios, el activo más importante de quienes se encuentran en la parte intermedia e inferior de la pirámide social.


Las implicaciones de la creciente desigualdad en España y su profunda depresión deberían ser profundamente preocupantes de cara a su futuro. No se trata de que sus recursos se estén echando a perder, sino de que el capital humano del país se está deteriorando. En España, las personas cualificadas no encuentran empleo y están emigrando; hay un mercado global para los españoles dotados de talento. Que vuelvan o no cuando la recuperación se produzca —y en el supuesto de que lo haga— depende en parte de cuánto dure la depresión.


Los problemas de España en la actualidad son en gran medida el resultado de la misma mezcla de ideología e intereses creados que (como describe este libro) condujeron a la liberalización de los mercados financieros y otras políticas «fundamentalistas de mercado» en Estados Unidos, políticas que contribuyeron a crear el alto nivel de desigualdad e inestabilidad en Estados Unidos y que han dado lugar a unas tasas de crecimiento muy inferiores a las de las décadas precedentes. (A estas políticas «fundamentalistas de mercado» también se las conoce con el nombre de «neoliberalismo». Como he explicado, no están basadas en una profunda comprensión de la teoría económica contemporánea, sino en una lectura ingenua de la ciencia económica, basada en los supuestos de la competencia perfecta, de unos mercados perfectos y de una información perfecta).


En algunos casos la ideología hizo poco más que enmascarar el intento de determinados intereses creados de obtener más para sí mismos. Se estableció un nexo entre banqueros, agentes inmobiliarios y determinados políticos: las normativas urbanísticas y medioambientales se hicieron a un lado y/o no se hicieron cumplir adecuadamente; los bancos no sólo se regularon de manera ineficaz, sino que las pocas regulaciones que había no se aplicaron rigurosamente. Aquello era una juerga. El dinero fluía en todas direcciones. Parte de él fluyó de vuelta a los políticos que habían permitido que aquello sucediera, ya fuese a través de los donativos de campaña o de lucrativos puestos de trabajo después de haber abandonado el cargo. Incluso aumentaron los ingresos fiscales, y los políticos podían presumir tanto del crecimiento que la burbuja inmobiliaria había traído consigo como de la mejora de la situación fiscal del país. No obstante, era todo una quimera: la economía se asentaba sobre unos fundamentos precarios e insostenibles.


En Europa las ideas neoliberales y fundamentalistas de mercado se codifican en la estructura económica elemental que subyace a la Unión Europea, y en especial a la eurozona. Se suponía que estos principios iban a desembocar en una mayor eficacia y estabilidad, y se presuponía que todo el mundo iba a beneficiarse tanto del aumento del crecimiento que se prestó escasa atención a lo que las nuevas reglas iban a implicar de cara a la desigualdad.


De hecho, han desembocado en un crecimiento más lento y en más inestabilidad. Y en la mayoría de países de la Unión Europea, ya antes de la crisis pero aún más después, no les ha ido demasiado bien a quienes se encontraban en la parte inferior e intermedia de la escala social. Este libro expone muchas de las falacias de la ideología fundamentalista de mercado y explica por qué unas políticas basadas en ella han fracasado reiteradamente. No obstante, vale la pena fijarse detenidamente en cómo estas cuestiones han evolucionado en Europa.


Tomemos, por ejemplo, el principio de la libre circulación de trabajadores. Se suponía que tenía que desembocar en una asignación eficiente del empleo, y existen circunstancias en las que es posible que ese haya sido el caso. Sin embargo, dado lo elevada que es la carga de la deuda en varios países, los jóvenes pueden evitar pagar las deudas de sus padres cambiando simplemente de país; los impuestos destinados a pagar esas deudas suscitan una emigración poco eficiente. Sin embargo, también crea una dinámica adversa: a medida que los jóvenes emigran, la carga fiscal sobre los demás aumenta, lo que genera aún más incentivos para emigrar.


O tomemos el principio de la libre circulación de mercancías, combinado con la incapacidad de obtener una armonización fiscal. Las empresas (y los individuos) se ven incentivados así a trasladarse a jurisdicciones en las que la presión fiscal sea menor, desde las que pueden hacer llegar sus bienes a cualquier punto de la Unión Europea. La ubicación no está basada en dónde es más eficiente la producción, sino en dónde son más bajos los impuestos. A su vez, esto desencadena una espiral descendente, no sólo para disminuir los impuestos sobre el capital y las empresas, sino también para reducir los salarios y degradar las condiciones de trabajo. La carga fiscal se traslada a los trabajadores. Y puesto que hay tanta desigualdad asociada a la desigualdad de los beneficios del capital y de las grandes empresas, la desigualdad de ingresos de conjunto (una vez deducidos impuestos y pagos de transferencias) aumenta inevitablemente.


El llamado principio del mercado único, según el cual un banco regulado por un Gobierno europeo puede operar en cualquier otro punto de la Unión Europea, combinado con el de la libre circulación de capitales, ha sido quizá la peor de las políticas neoliberales. Durante la época inmediatamente anterior a la crisis pudimos constatar uno de sus aspectos: los productos financieros y depósitos de países infrarregulados provocaron el caos en otros países; los países anfitriones fueron incapaces de cumplir su responsabilidad de proteger a sus ciudadanos y sus economías. Por la misma regla de tres, la doctrina de que los mercados son eficientes —y de que los Gobiernos no deberían inmiscuirse en su maravilloso y misterioso obrar— condujo a la decisión de no interferir con las burbujas inmobiliarias a medida que se iban desarrollando en Irlanda, España y Estados Unidos. Ahora bien, los mercados se vieron sujetos repetidamente a accesos irracionales de optimismo y pesimismo: se mostraron excesivamente optimistas durante los primeros años que siguieron a la creación del euro, y en España e Irlanda el dinero fluyó hacia los negocios inmobiliarios; en la actualidad se muestran excesivamente pesimistas, y el dinero está abandonando esos sectores. Estas fugas de capitales debilitan la economía más aún. Y el principio del mercado único no hace sino exacerbar el problema: para una persona que resida en Grecia, España o Portugal es relativamente fácil trasladar sus euros a una cuenta bancaria alemana.


Ahora bien, el sistema bancario, como los demás aspectos de la economía del euro, está distorsionado. No hay igualdad de condiciones. La confianza en un banco depende de la capacidad del Estado de rescatar los depósitos del banco en caso de que las cosas vayan mal, y más ahora que hemos permitido a los bancos hacerse cada vez más grandes y comerciar con productos financieros complejos, poco transparentes y difíciles de valorar. Los bancos alemanes aventajan a los bancos españoles por la sencilla razón de que hay mayor confianza en la capacidad de Alemania para rescatar a sus bancos. Hay una subvención oculta. No obstante, esto vuelve a crear una espiral descendente: a medida que el dinero sale de un país, la economía se debilita, lo que socava la confianza en la capacidad del Estado para rescatar a los bancos del país, lo que a su vez acentúa la salida de dinero.


Hay otros aspectos del marco económico europeo que contribuyen a sus problemas actuales: el Banco Central Europeo se concentra obsesivamente en la inflación (a diferencia de Estados Unidos, donde el mandato de la Reserva Federal incluye el crecimiento, el empleo y la estabilidad financiera). En el capítulo 9 de El precio de la desigualdad se explica por qué concentrarse exclusivamente en la inflación contribuye a una mayor desigualdad. Ahora bien, ahora esa disparidad de mandatos resulta especialmente desventajosa para Europa. Dado que Estados Unidos ha reducido sus tipos de interés prácticamente a cero y Europa no, el euro se encuentra más fuerte de lo que en caso contrario habría estado, lo que debilita las exportaciones, aumenta las importaciones y destruye aún más empleo.


El problema fundamental del euro es que eliminó dos de los mecanismos decisivos para el ajuste ante un shock que afectó a algunos países de forma diferente que a otros —los mecanismos de los tipos de interés y de los tipos de cambio— sin poner nada en su lugar. La eurozona no era lo que algunos economistas denominan una «zona monetaria óptima», un grupo de países que podría compartir la misma moneda de manera viable. Cuando los países se enfrentan a un shock, una de las formas de ajustarse que tienen es cambiar los tipos de cambio. Esto es cierto hasta en el caso de países semejantes, como Estados Unidos y Canadá; el tipo de cambio entre los dos ha variado notablemente. Sin embargo, el euro impone una restricción al ajuste.


Hay quien insinúa que una alternativa al ajuste de los tipos de cambio consiste en bajar todos los salarios y los precios dentro del país. Esto se denomina devaluación interna. Si la devaluación interna fuera sencilla, el patrón oro no habría representado un obstáculo para el ajuste durante la Gran Depresión. Para países como Alemania es más fácil realizar ajustes mediante la apreciación real de su moneda (como hace ahora China) de lo que lo es para sus socios comerciales ajustarse a una depreciación real de la suya. La apreciación real puede lograrse a través de la inflación. Es más fácil obtener una inflación moderada que el nivel de deflación correspondiente. No obstante, Alemania se ha mostrado reticente.


La consecuencia de que el tipo de cambio alemán real sea demasiado bajo es la misma que para China: Alemania tiene un superávit (como China) y sus socios comerciales (como España) tienen un déficit comercial. Cuando hay desequilibrios, tanto el país con superávit como el país deficitario tienen la culpa, y la carga del ajuste debería de asignarse a donde más fácil resulte llevarlo a cabo. Esta es la doctrina que el resto del mundo ha enunciado en las discusiones con China, que ha respondido con un incremento asombrosamente grande en sus tipos de cambio desde 2005. El ajuste necesario no se ha producido en Europa.


No todos los países pueden tener superávit, por lo que el punto de vista de alguna gente en Alemania de que otros deberían de imitar su política es, en cierto sentido, simplemente incoherente. Para cada superávit ha de haber un déficit. Y en especial en la actualidad, los países con superávit están imponiendo costes a los demás: el problema global de hoy es la falta de demanda global agregada, un problema al que los superávit contribuyen.


Resulta instructivo comparar a Europa con Estados Unidos. Los cincuenta estados norteamericanos tienen una moneda común. Algunos contrastes entre Estados Unidos, donde existe una moneda común, que da resultado, y Europa, quizá resulten ilustrativos. En Estados Unidos, dos tercios de todo el gasto público se produce a nivel federal. El Estado federal soporta el grueso del coste de las prestaciones sociales, el seguro de desempleo, así como inversiones de capital, como las carreteras y el I+D. El centro neurálgico de las políticas anticíclicas es el Estado federal. El Estado federal respalda a los bancos —incluso a la mayoría de bancos estatales— a través de la Corporación Federal de Seguro de Depósitos (FDIC, por sus siglas en inglés). La libre circulación existe, pero en Estados Unidos a nadie le importa si algún estado, como Dakota del Norte, queda vacío de población como consecuencia de la emigración. Es más, reduce el coste de comprar a los congresistas de ese estado.


El euro fue un proyecto político, pero en el que la política no fue lo bastante fuerte como para «completar» el proyecto, para hacer lo que había que hacer para que funcionara una zona monetaria que reúne a países tan diversos. Lo que se esperaba era que, con el tiempo, el proyecto se completaría al reunir el euro a los distintos países. En la práctica, el efecto ha sido exactamente el opuesto. Se han reabierto viejas heridas y se han desarrollado nuevas enemistades.


Cuando las cosas iban bien, nadie pensaba en estos problemas. Yo tenía la esperanza de que la crisis de la deuda griega que estalló en enero de 2010 fomentara el ímpetu para reformas más profundas. Sin embargo, se hizo muy poco. Mientras este libro está en imprenta, los tipos de interés a los que se enfrenta España están en niveles que no son sostenibles, y no se divisa ninguna perspectiva de recuperación a corto plazo.


El gran error que ha cometido Europa, incitada por Alemania, fue atribuir las dificultades de los países periféricos, como España, al derroche en el gasto. Si bien es cierto que Grecia había acumulado grandes déficits en los años anteriores a la crisis, tanto España como Irlanda tenían superávits y bajos niveles de deuda en relación con sus PIB. De ahí que el hincapié en la austeridad no hubiera podido impedir la recurrencia de la crisis, no digamos ya solucionar la crisis a la que se enfrentaba Europa.


Antes he descrito cómo el alto nivel de desempleo está incrementando la desigualdad. Pero dado que quienes están en la cima de la pirámide social gastan una fracción menor de sus ingresos que quienes están en la base —que no tienen más remedio que gastárselo todo—, la desigualdad desemboca en una economía más débil. Existe un círculo vicioso descendente. Y la austeridad exacerba todo esto. En la actualidad, el problema de Europa es una demanda de conjunto inadecuada. A medida que la depresión se prolonga, los bancos son más reacios a hacer préstamos, los precios de la vivienda descienden y las familias se empobrecen cada vez más y padecen una mayor inseguridad en lo que respecta al futuro, lo que deprime el consumo más todavía.


Ninguna gran economía —y Europa es una gran economía— ha salido nunca de una crisis a la vez que imponía la austeridad. La austeridad siempre, inevitablemente y de manera previsible, empeora las cosas. Los únicos ejemplos en los que el rigor fiscal ha ido asociado a la recuperación han sido los de países pequeños, habitualmente dotados de tipos de cambio flexibles, cuyos socios comerciales estaban creciendo de forma sólida, de forma que las exportaciones colmaron la brecha creada por los recortes en gasto público. Sin embargo, esa no es la situación a la que hoy se enfrenta España: sus principales socios comerciales se encuentran en recesión y no tiene control alguno sobre sus tipos de cambio.


Los líderes europeos han reconocido que los problemas de Europa no se podrán solucionar sin crecimiento. Ahora bien, han sido incapaces de explicar cómo se puede obtener el crecimiento a la vez que se impone la austeridad. Asimismo, dicen que lo que hace falta es que se restablezca la confianza. La austeridad no traerá consigo ni el crecimiento ni la confianza. Las políticas fracasadas de los dos últimos años por parte de Europa, mientras ponía parches repetidamente y diagnosticaba erróneamente sus problemas, han minado la confianza. Como la austeridad ha destruido el crecimiento, también ha destruido la confianza, y seguirá haciéndolo por muchos discursos que se den acerca de la importancia de la confianza y del crecimiento.


Las medidas de austeridad han sido especialmente ineficaces, porque los mercados entendieron que acarrearían consigo recesiones, agitación política y mejoras decepcionantes en la situación fiscal a medida que disminuyeran los ingresos fiscales. Las agencias de calificación bajaron de categoría a los países que adoptaron medidas de austeridad, y con razón. A España la bajaron de categoría cuando se aprobaron las primeras medidas de austeridad: la agencia de calificación creyó que España iba a hacer lo que había prometido y sabía que eso significaba bajo crecimiento y un incremento de los problemas económicos.


Mientras la austeridad se diseñaba para resolver la crisis de la «deuda soberana», es decir, para salvar al sistema bancario, Europa recurrió a una serie de medidas temporales igualmente ineficaces. Durante el pasado año, Europa ha estado comprometida en una operación de autosuficiencia costosa e infructuosa: suministrar más dinero a los bancos para comprar bonos soberanos ayudó a respaldar esos bonos soberanos; y suministrar más dinero a esos bonos soberanos que habían permitido respaldar a los bancos. Sin embargo, aquello no fue otra cosa que economía vudú, un obsequio oculto para los bancos por valor de decenas de miles de millones de dólares, pero que los mercados calaron enseguida. Cada una de las medidas no fue sino un paliativo a corto plazo, cuyos efectos desaparecieron con más rapidez todavía de lo que nos habían advertido los comentaristas. Una vez expuesta la ineficacia de la operación de autosuficiencia, se puso en riesgo el sistema financiero de los países en crisis. Finalmente, casi dos años y medio después del comienzo de la crisis, el sistema financiero comenzó a reconocer lo disparatado de aquella estrategia. No obstante, aun así fue incapaz de idear una alternativa eficaz.


Existe un segundo paso (además de poner orden en materia fiscal) en la estrategia europea: reformas estructurales para que las economías afligidas se vuelvan más competitivas. Las reformas estructurales son importantes, pero llevan tiempo, y son medidas que afectan a la oferta; sin embargo, lo que limita la producción en la actualidad es la demanda. Unas medidas de economía de la oferta erróneas —las que desembocan en menores ingresos en este momento— pueden exacerbar la falta de demanda agregada. De ahí que las medidas destinadas a mejoras en el mercado de trabajo no vayan a conducir a una mayor contratación si no hay demanda para los bienes producidos por las empresas. Asimismo, debilitar a los sindicatos y la seguridad en el trabajo puede muy bien dar lugar a salarios más bajos, una demanda más débil y más desempleo. Las doctrinas neoliberales sostenían que alejar a los trabajadores de los sectores subvencionados hacia actividades más productivas aumentaría el crecimiento y la eficacia. Ahora bien, en situaciones como la de España, en la que el desempleo ya es elevado, lo que sucede es que los trabajadores se trasladan de los sectores subvencionados de baja productividad al desempleo, y la economía queda más debilitada aún por la disminución resultante en el consumo.

Hace ya años que Europa se afana, y el único resultado es que, mientras este libro estaba en prensa, no sólo los países en crisis, sino Europa en su conjunto, se ha deslizado hacia la recesión. Existe un paquete de políticas alternativas que podrían dar resultado, que quizá al menos pusieran fin a la depresión, al corrosivo aumento de la pobreza y de la desigualdad, y quizá hasta restablecieran el crecimiento.

Un principio reconocido desde hace mucho tiempo es que una expansión equilibrada de los impuestos y del gasto estimula la economía, y si el programa está bien diseñado (los impuestos en la cima, el gasto en educación), el incremento del PIB y del empleo puede ser significativo.


Ahora bien, lo que puede hacer España es limitado. Para que el euro sobreviva Europa tiene que actuar. Europa en conjunto no se encuentra en una mala situación fiscal: su tasa de deuda pública con respecto al PIB puede compararse favorablemente con la de Estados Unidos. Si cada estado norteamericano fuera completamente responsable de su propio presupuesto, lo que incluiría el pago de todas las prestaciones de desempleo, Estados Unidos también estaría sumido en una crisis fiscal. La lección que se desprende es evidente: el todo es mayor que la suma de sus partes. Existen varias formas en las que Europa podría actuar de manera conjunta, más allá de las medidas ya adoptadas.


Ya hay instituciones en Europa, como el Banco Europeo de Inversiones, que podrían ayudar a financiar inversiones que hacen falta en unas economías desprovistas de dinero. Debería expandir sus préstamos. Asimismo, habría que aumentar los fondos destinados a apoyar a las pequeñas y medianas empresas, pues las grandes pueden acudir a los bancos de capitales. La contracción crediticia por parte de los bancos golpeó de forma especialmente dura a estos bancos, y en todas las economías estos bancos son la fuente de creación de empleo. Estas medidas ya están encima de la mesa, pero es poco probable que sean suficientes.


Lo que hace falta es algo mucho más afín a una tesorería común: un gran fondo de solidaridad europeo para la estabilización o Eurobonos. Si Europa (y el Banco Central Europeo en particular) tomaran un préstamo y prestasen a su vez ese dinero, los costes de cubrir la deuda europea disminuirían, y eso crearía espacio para la clase de gastos que fomentan el crecimiento y el empleo.


Ahora bien, las políticas habituales que se están debatiendo son poco menos que un pacto suicida: un acuerdo para limitar el gasto a los ingresos fiscales, incluso en medio de una recesión, sin el compromiso por parte de los países que se encuentran en una posición de fuerza de ayudar a los más débiles. Una de las victorias de la administración de Clinton consistió en derrotar un intento similar por parte de los republicanos de incorporar una enmienda de presupuestos equilibrados a la Constitución. Por supuesto, no habíamos previsto la dilapidación presupuestaria de la administración de Bush, las irresponsables políticas de desregulación y la supervisión inadecuada que desembocaron en la expansión de la deuda estatal. Pero aun en el caso de que así hubiera sido, creo que habríamos llegado a la misma conclusión. Es un error no emplear las herramientas que contiene la caja de herramientas de un país; una de las obligaciones fundamentales de una economía moderna es mantener el pleno empleo, y por sí sola la política monetaria no basta.


En Alemania hay quien dice que Europa no es una unión de transferencias. Muchas relaciones económicas no son uniones de transferencias: un ejemplo sería una zona de libre comercio. Sin embargo, el sistema de una moneda única aspiraba a ir más allá. Si no están dispuestas a cambiar el marco económico más allá de un acuerdo de rigor fiscal, Europa y Alemania tendrán que afrontar la realidad: el euro no dará resultado. Puede que sobreviva durante algún tiempo más, causando dolores inconmensurables en su agonía. Pero no sobrevivirá.


Así también, sólo hay una manera de salir de la crisis bancaria: un marco bancario común, un respaldo al sistema bancario a nivel europeo. Como cabía esperar, los bancos que reciben las subvenciones implícitas de los Estados que se encuentran en mejor situación financiera no quieren saber nada de esto. Disfrutan de su ventaja competitiva. Y los banqueros de todo el mundo tienen una influencia desproporcionada sobre sus Gobiernos.


Las consecuencias serán profundas y duraderas. Los jóvenes privados durante largo tiempo de empleo aceptable se marginan. Cuando lo acaben encontrando, será a cambio de un salario mucho más bajo. Normalmente, la juventud es la época en la que se adquieren y desarrollan los conocimientos. Ahora es la época en la que se atrofian. El activo más valioso de la sociedad, los talentos de quienes la componen, están siendo desperdiciados e incluso destruidos.


En el mundo existen muchísimas catástrofes naturales: terremotos, inundaciones, tifones, huracanes y tsunamis. Es una pena añadir a todas ellas una catástrofe artificial. Pero eso es lo que Europa está haciendo. Es más, darles la espalda deliberadamente a las lecciones del pasado es criminal. El dolor que está experimentando Europa, sobre todo su población pobre y su juventud, es completamente innecesario.


Como ya he sugerido, existe una alternativa. Sin embargo, España no puede actuar sola. Las políticas que se requieren son políticas europeas. La tardanza en captar la alternativa será muy costosa.


Ahora mismo, por desgracia, la clase de reforma que haría que el euro diera resultado no está sobre la mesa, al menos no de manera abierta. Como antes he señalado, lo único que oímos son lugares comunes sobre la responsabilidad fiscal y el restablecimiento del crecimiento y de la confianza. De manera discreta, los académicos y otra gente empiezan a deliberar sobre el plan B: ¿qué pasará si la falta de voluntad política que pudo constatarse cuando se fundó el euro —la voluntad política de crear las estructuras institucionales que harían que una moneda común fuera viable— se mantiene? Como dice una frase hecha muy conocida, «desrevolver» un huevo revuelto es costoso. Tiene un precio. Sin embargo, la vida continúa tras las deudas y las devaluaciones. Y esa vida podría ser muchísimo mejor que la depresión a la que se enfrentan algunos de los países europeos ahora mismo. Empleo este término después de pensarlo bien. Si hubiera una luz al final del túnel, eso sería algo. Ahora bien, la austeridad no contiene ninguna promesa de un mundo mejor en ningún momento del futuro previsible. Ni la historia ni la experiencia nos proporcionan fundamento alguno que nos tranquilice al respecto. Y si la depresión continúa, son quienes se encuentran en la base y en medio de la pirámide quienes más sufrirán.

Continuará

[80]           Josep Pijoan-Mas y Virginia Sánchez Marcos lo atribuyen al descenso del precio de las primas asociadas a la educación universitaria y a unos niveles de desempleo descendentes en «Spain Is Different: Falling Trends of Inequality,» Review of Economic Dynamics 13, núm. 1 (enero 2010), pp. 154-178. <<

[81]           Para una descripción de algunos de estos esfuerzos, ver OECD Perspectives: Spain Policies for a Sustainable Recovery, October, consulta en línea en www.oecd.org, 30 de julio de 2012.

[82]           El coeficiente de Gini es una forma de medición habitual de la desigualdad, que expuse en la primera parte. De acuerdo con esa medida, la igualdad perfecta tiene un valor de 0; la desigualdad perfecta, de 1. Los países razonablemente buenos tienen una medida de 0,3. Estados Unidos, el peor de los países industriales avanzados, tiene un coeficiente de alrededor de 0,47, y en los países muy desiguales el coeficiente supera el 0,5. El coeficiente de Gini de un país suele evolucionar de manera muy lenta, pero el de España aumentó desde 32,6 en 2005 a 34,7 en 2010. Ver FMI «Income Inequality and Fiscal Policy», junio, consulta en línea en www.imf.org, 30 de julio de 2012. <<


¿Traerá Trump una bonanza económica?

Kenneth Rogoff, Professor of Economics and Public Policy at Harvard University and recipient of the 2011 Deutsche Bank Prize in Financial Economics, was the chief economist of the International Monetary Fund from 2001 to 2003. The co-author of This Time is Different: Eight Centuries of Financial Folly, his new book, The Curse of Cash, was released in August 2016.

CAMBRIDGE – ¿Será posible que tras años de hibernación, la economía estadounidense se despierte y tenga un regreso triunfal de aquí a un par de años? Si sumamos la firme decisión del gobierno republicano entrante de reflacionar una economía que ya está cerca del pleno empleo, la posibilidad de que las restricciones al comercio internacional prometidas empujen al alza los precios de bienes que hoy compiten con las importaciones, y un probable ataque a la independencia del banco central, es casi seguro que habrá más inflación (probablemente, superior al 3% en algunos momentos). Y puede ser que el crecimiento de la producción también nos dé una sorpresa y llegue tal vez al 4%, aunque sea transitoriamente.

¿Imposible, dice usted? Todo lo contrario.


La economía ya parece estar creciendo a un ritmo del 3% anual. Y hasta los más firmes oponentes de las políticas económicas del presidente electo Trump tendrán que admitir que son decididamente promercado (con la notable excepción de su postura en comercio internacional).

Pensemos en el tema de las regulaciones. La presidencia de Barack Obama trajo consigo un importante crecimiento de la regulación laboral y de la legislación medioambiental. Y eso sin contar la enorme sombra que el Obamacare proyecta sobre el sistema sanitario, que por sí solo equivale al 17% de la economía. No digo que derogar las normas de la era Obama mejorará el bienestar del estadounidense medio. Ni remotamente. Pero las empresas saltarán de la alegría. Tal vez tanto que se decidan a empezar en serio a invertir otra vez. El aumento de la confianza ya es palpable.

Después tenemos la perspectiva de un estímulo a gran escala, que incluirá una enorme ampliación (muy necesaria) del gasto en infraestructura. (Es previsible que Trump logre forzar a la oposición en el Congreso a que apruebe un aumento del déficit.) Desde la crisis financiera de 2008, economistas de todo el espectro político han propuesto aprovechar los bajísimos tipos de interés para financiar la inversión en infraestructura productiva, incluso a costa de un mayor endeudamiento. Los proyectos de alta rentabilidad se pagan solos.

Mucho más controvertido es el plan de Trump de implementar grandes rebajas impositivas que beneficiarán desproporcionadamente a los ricos. Es verdad que poner dinero en los bolsillos de los ahorristas ricos no parece tan eficaz como dárselo a los pobres que viven al día. En una frase memorable, Hillary Clinton habló de una “economía del derrame inflada (trumped up)”. Pero Trumped up o no, las rebajas impositivas pueden ser muy buenas para la confianza empresarial.

No hay modo de saber cuánta deuda adicional generará el programa de estímulo de Trump, pero las estimaciones que hablan de cinco billones de dólares en diez años (un aumento del 25%) parecen cortas. Muchos analistas económicos de izquierda, que se pasaron los ocho años de Obama insistiendo en que para Estados Unidos tomar deuda no supone ningún riesgo, ahora advierten que un aumento de la deuda bajo el gobierno de Trump será la antesala de un Armagedón financiero. Su hipocresía es asombrosa, incluso si ahora están más cerca de tener razón.

Tampoco es fácil saber cuánto crecerán la producción y la inflación con las políticas de Trump. Cuanto más cerca esté la economía estadounidense de la plena capacidad, más inflación habrá. Si la productividad estadounidense realmente se derrumbó tanto como creen muchos académicos, es probable que un estímulo adicional eleve los precios mucho más que la producción: la demanda no inducirá más oferta.

Por otra parte, si es verdad que la economía estadounidense tiene cantidades masivas de recursos subutilizados y ociosos, el efecto de las políticas de Trump sobre el crecimiento puede ser considerable. En jerga keynesiana, a la política fiscal todavía le queda un gran multiplicador. Es fácil olvidar que la principal pieza faltante de la recuperación global es la inversión empresarial, y si esta por fin empieza a moverse, es factible un aumento marcado de la producción y la productividad.

Los enamorados de la idea del “estancamiento secular” dirán que un aumento del crecimiento con Trump es casi imposible. Pero si uno cree (como yo) que el lento crecimiento de los últimos ocho años se debió ante todo al arrastre de deudas y temores desde la crisis de 2008, no es tan absurdo suponer que la normalización puede estar mucho más cerca de lo que pensamos. Después de todo, hasta ahora casi todas las crisis financieras en algún momento se terminaron.

Es verdad que todo esto que digo es según una visión optimista de la economía de Trump. Si el nuevo gobierno resultara errático e incompetente (posibilidad real), el desánimo pronto reemplazará a la confianza. Pero ojo con los expertos que aseguran que Trump traerá una catástrofe económica. La víspera de la elección, el columnista del New York Times Paul Krugman insistió claramente en que una victoria de Trump provocaría un derrumbe del mercado accionario, sin recuperación a la vista. Los inversores que confiaron en sus predicciones perdieron un montón de dinero.

A riesgo de caer en hipérbole, es bueno recordar que no hace falta ser un buen tipo para poner una economía en marcha. En muchos aspectos, Alemania tuvo tanto éxito como Estados Unidos en el uso del estímulo para sacar la economía de la Gran Depresión.

Sí, subsiste la posibilidad de que todo termine muy mal. El mundo es un lugar peligroso. Si el crecimiento global se derrumba, el de Estados Unidos puede salir muy perjudicado. Pero es mucho más probable que tras años de lentitud, la economía estadounidense esté por fin lista para acelerar un poco, aunque sea por un tiempo.

Traducción: Esteban Flamini