El Departamento del Tesoro ha escogido un momento interesante para anunciar una revisión de su plan de cambiar las caras que aparecen en los billetes y las monedas estadounidenses. Se ha aplazado indefinidamente el plan de quitar a Alexander Hamilton del billete de 10 dólares para sustituirlo por una mujer. En vez de eso, Harriet Tubman —una de las figuras más heroicas de la historia de nuestro país o de cualquier otro— será la cara del billete de 20 dólares.
Sustituirá a Andrew Jackson, un populista que hizo campaña contra las élites pero que también, por desgracia, era bastante racista; podría decirse que era defensor de lo que hoy llamaríamos la supremacía blanca. Vaya. ¿Les recuerda a algunas destacadas figuras políticas actuales?
Pero permítanme que deje a un lado el billete de 20 dólares y hable de lo mucho que me alegro de que Hamilton conserve su merecida distinción. Y no soy el único economista que siente admiración por nuestro primer secretario del Tesoro. De hecho, Stephen S. Cohen y J. Bradford DeLong acaban de publicar un excelente libro,Concrete Economics [Economía concreta] en el que sostienen que Hamilton fue el verdadero padre de la economía estadounidense.
En honor a la verdad, no sé casi nada sobre la figura humana de Hamilton y su vida personal. Tampoco, siento decirlo, he llegado a ver el musical. Pero he leído los innovadores manifiestos sobre política económica de Hamilton, en concreto su Primer Informe sobre el Crédito Público de 1790, un documento que llama la atención por lo pertinente que sigue siendo hoy en día.
En aquel informe, Hamilton proponía que el Gobierno federal asumiese y cumpliese con todas las deudas en que hubiesen incurrido los distintos estados durante la Guerra de la Independencia y que impusiese nuevos aranceles a los productos importados para recaudar el dinero necesario. Creía que, con ello, generaría importantes beneficios, asunto en del que hablaré enseguida.
Primero, sin embargo, me parece interesante plantear cómo se recibiría actualmente una propuesta así.
La izquierda seguramente la tacharía de rescate económico; un regalo para los especuladores que hubiesen comprado deuda al 1% de su valor con lo que cosecharían grandes plusvalías. De hecho, una buena parte del informe se centra en explicar la razón por la que tratar de evitar ese beneficio inesperado, mediante una "discriminación entre las distintas clases de acreedores", sería poco práctico y poco sensato.
En cuanto a la derecha, Hamilton pedía un aumento de impuestos, cosa a la que los conservadores actuales se oponen en cualquier circunstancia posible. Por suerte para él, no había ningún Club de Defensa del Crecimiento que exigiese su acusación y destitución.
Pero ¿por qué quería Hamilton que se asumiesen esas deudas estatales? En parte, para que el país consolidase su reputación de prestatario fiable, y así pudiese recaudar fondos con intereses bajos en el futuro. Y en parte, también, para ofrecer a los inversores ricos e influyentes una participación en el Gobierno federal, lo que fomentaría el espíritu profederal entre los poderosos.
Sin embargo, aparte de eso, Hamilton sostenía que la existencia de una deuda nacional importante, de hecho bastante elevada, sería buena para los negocios. ¿Por qué? Porque "en los países donde la deuda nacional está bien financiada, y es objeto de una confianza consolidada, dicha deuda satisface la mayoría de las finalidades que tiene el dinero". Es decir, los bonos emitidos por el Gobierno de Estados Unidos representarían un activo seguro y fácil de traspasar que el sector privado podría utilizar como reserva de valor, como garantía para sus acuerdos y, en general, como lubricante de la actividad empresarial. En consecuencia, la deuda se convertiría en una "bendición nacional" que haría la economía más productiva.
Este argumento anticipa, en una medida considerable, una de las ideas claves de la macroeconomía moderna: la noción de que padecemos una "escasez de activos seguros" de escala mundial. El sector privado, según este argumento, no puede funcionar bien sin una reserva suficiente de activos cuyo valor no se cuestione; y, por diversos motivos, hoy en día no hay suficientes activos de ese tipo.
En consecuencia, los inversores han propiciado una subida del precio de la deuda pública, lo que ha traído consigo unos tipos de interés increíblemente bajos. Pero sería mejor para casi todos, prosigue el argumento, que los Gobiernos emitiesen más deuda e invirtiesen lo recaudado en unas infraestructuras que hacen mucha falta, al tiempo que proporcionan al sector privado las garantías que necesita para funcionar. Y es un argumento que resulta muy persuasivo para cualquiera que haya analizado con detalle los hechos.
Por desgracia, los responsables políticos no van a hacer lo correcto, en gran medida porque siguen escuchando a los cascarrabias fiscales (gente que insiste en que la deuda pública es algo terrible aun cuando el coste de los préstamos es casi nulo). La influencia de estos cascarrabias, su veto implícito sobre la política fiscal, persiste de algún modo a pesar de que sus predicciones de tipos de interés estratosféricos e inflación desbocada sigan sin materializarse.
La cuestión es que Alexander Hamilton sabía más que ellos. Por desgracia, Hamilton ya no está aquí para tratar de contrarrestar esta estúpida deudofobia. Pero, a lo mejor, recordarles a los responsables políticos su sabiduría es una forma de horadar ese muro de insensatez contra el que sigue chocando la política. Y en cualquier caso, no viene mal ver su cara cada vez que alguien saque un billete de 10 dólares.
Paul Krugman es premio Nobel de Economía.
© The New York Times Company, 2016.
Traducción de News Clips.
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