Por Fernando Trias de Bes
PROCESO DE
COMPRA
Versión oficial:
Etapas cronológicas por las que
pasa un comprador a la hora de comprar un producto o suscribir un servicio.
Versión prohibida:
Momentos de compra que las
marcas incentivan, logrando así disuadir al comprador de verificar lo que
recibirá en etapas posteriores.
Cuando una marca actúa así pone su interés en vender por
delante la satisfacción del cliente. Y eso no es honrado ni para el cliente ni
para la industria ni, de hecho, para la propia marca, que practica
eso de «pan para hoy, hambre para mañana».
Existen unos productos donde la
desorientación del comprador es elevada, o bien la opinión de un experto tiene
mucho peso dentro de los distintos procesos de compra. Es el caso de productos
tecnológicamente complejos o donde la experiencia científica es un grado. Las
marcas saben que hay una figura fundamental que en marketing se denomina
«prescriptor». El prescriptor, en teoría, es una persona no vinculada a marca
alguna que recomienda con absoluta independencia la que considera mejor opción
a un comprador que carece de criterios de compra, o a quien el tiempo que debería
invertir para adquirir tales criterios sería demasiado elevado. Ejemplos típicos de prescriptores son los
veterinarios, médicos, mecánicos de vehículos o informáticos.
Veamos un ejemplo: nace nuestro
primer bebé. Empieza el destete. Hay que escoger una leche de transición. ¿Qué
marca escoger? ¿Cuál es la más sana para nuestro hijo? Es una elección muy
relevante y, obviamente, seguiremos las indicaciones del pediatra. Lo mismo con
el mecánico de nuestro coche para escoger un aceite o con nuestro informático
para escoger un determinado software.
Hace décadas que se conoce la
importancia de los prescriptores y el primer marketing, mejor
intencionado, buscaba construir una buena reputación de marca entre estos
colectivos, de forma que, libremente, les recomendaran. La tergiversación
del prescriptor vino más adelante. Es más barato comprar a un prescriptor que
convencerle a base de invertir en formación e imagen de marca. La prostitución
del prescriptor es culpa de todos, de las marcas y de los propios
prescriptores, pues estos exhiben una teórica independencia que es rotundamente falsa. Las
farmacéuticas han pagado a médicos para que receten sus medicamentos; las
empresas de neumáticos han pagado comisión a los talleres para que recomienden
su marca; los informáticos reciben comisión de los fabricantes de software
si instalan los suyos… Casi nadie queda indemne. No tengo nada en contra de la
comisión. Sí estoy en contra de que una recomendación, aparentemente libre,
esté en realidad condicionada a una contraprestación, y que esto se oculte a
quien espera una opinión independiente.
Lo normal sería que un pediatra
dijese a la madre: «Mira, estas tres leches tienen suficiente calidad para tu
bebé, pero yo te recomiendo especialmente esta marca porque me paga los viajes a los
congresos y me ayuda a formarme como médico. Si a ti te parece bien, cómprala
porque ayudándola me ayudas también a mí».
Yo hace tiempo que ya no creo a
un solo prescriptor y obtengo información de otros consumidores o usuarios. No
soy el único. Un reciente estudio demostró que el prescriptor con mayor
influencia en la toma de decisiones a la hora de elegir un hotel era… ¡los
comentarios de desconocidos en Internet que se habían alojado en el hotel!
Damos más credibilidad a un desconocido que a la agencia de viajes. ¿Por qué?
Pues porque no sabemos hasta qué punto la agencia tiene un incentivo por parte de ese
grupo hotelero. Internet convertirá en obsoletos a los prescriptores. Y si no,
tiempo al tiempo.
PRESCRIPTOR
Versión oficial:
Profesional que recomienda a
una empresa y/o sus productos o servicios por convencimiento y bondad del
fabricante o marca.
Versión prohibida:
Comisionista freelance.
Existe algo que debería evitar todos estos desmanes. Se llama «competencia». La competencia es
buena para los consumidores porque impide que las empresas abusen de una
posición dominante, como puede ser el monopolio o el oligopolio. Los economistas sabemos que la competencia promueve la
eficiencia y asegura que las personas podamos maximizar nuestra satisfacción
cuando gastamos, compramos o consumimos.
Sin embargo, la competencia es
un concepto muy controvertido. ¿Estamos en España en un sistema de libre
competencia? La respuesta es dura: sí y no. Hay competencia y las autoridades regulatorias
dedican tiempo a que así sea, pero las marcas, lamentablemente, también
establecen pactos en secreto que están totalmente prohibidos por la ley. Lo sé
a ciencia cierta. Se lo he oído a empresarios en varias ocasiones. A veces, es incluso obvio cuando comprobamos que todas las
marcas distan uno o dos céntimos, caso típico de la gasolina.
Las marcas tienen potestad para
fijar precios libremente, así que puede que, simplemente, hayan decidido estar
un céntimo más barato que el competidor. Es legítimo y libre, pero es una forma
de fijación de precios que va contra todo lo que los economistas han
desarrollado.
Las marcas deberían fijar
precios a partir de la suma de sus costes de producción y distribución,
añadiendo el margen que desean ganar. El precio debería ser resultado de un
proceso interno. Fabricar y vender este producto me cuesta cinco y quiero ganar uno, por tanto, lo vendo a
seis. Esta es la única forma en que las empresas deberían fijar sus precios. Si
luego ven que un competidor lo vende a cinco, deberá preguntarse: «¿Cómo logra
ser más barato? ¿O es más barato porque su calidad es peor? Si su calidad es
peor y aun así me quita ventas, es porque los clientes prefieren pagar cinco
por un producto peor antes que pagar seis por el mío. ¿Debo replantearme mi
estrategia y bajar calidad? ¿Debo reconsiderar el margen que quiero ganar?».
Ese sería el proceso sano y
natural. En cambio, muchas marcas pactan o bien van agrupándose en torno a un precio que a todas les resulta
bueno.
Ante estos casos…, ¿qué hacer?
Siempre está la opción de denunciar ante el Tribunal de Defensa de la
Competencia una eventual práctica de pacto prohibido de precios. Pero esto le
costará tiempo, esfuerzo y, en algunos casos, dinero. La segunda opción es
buscar lo que los economistas llamamos «productos sustitutivos». Si creemos que
las marcas de patatas fritas están elevando los precios de forma acordada,
podemos, por ejemplo, sustituir este aperitivo por unos frutos secos. Casi todo
producto tiene un sustitutivo. Azúcar y miel; leche de vaca y leche de avena; refrescos y zumos; cine y teatro; una habitación de
hotel y un apartamento turístico…
La mejor opción son los sustitutivos
porque si algunas marcas pactan de forma prohibida precios, lo hacen solo con
sus competidores directos. Nunca con los productos sustitutivos.
En algunos casos encontrar
sustitutivo puede resultar difícil o más caro, pero por lo menos estará pagando
un precio justo.
Y eso nos lleva a la definición
prohibida de competencia:
COMPETENCIA
PERFECTA
Versión oficial:
La competencia perfecta es la
situación de un mercado donde las empresas carecen de poder para manipular el
precio y se da una maximización del bienestar.
Versión prohibida:
La competencia son puntos de
referencia para fijar los precios de los productos, de forma acordada o
espontánea.
Lamentablemente, no acaban aquí las deformaciones de las herramientas puestas al servicio de las
marcas. Una de las más indignantes, incluso desde un punto de vista de
sostenibilidad medioambiental, es lo que dentro de las empresas se llamaba
obsolescencia y que tradicionalmente se intentaba retrasar lo máximo posible.
La obsolescencia de un producto
obliga a la reposición del mismo. Por ejemplo, un ordenador obsoleto, sin capacidad de procesamiento o insuficiente memoria. Un
ordenador obsoleto hay que sustituirlo. Puede tratarse de aparatos menos
sofisticados: una afeitadora eléctrica, una tostadora… Las empresas, durante
mucho tiempo, luchaban para retrasar al máximo la fecha de obsolescencia.
Se trataba de que los productos durasen el mayor tiempo posible. Eso era
sinónimo de calidad.
Esta loable intención se ha
pervertido hasta el punto de que dentro de las empresas se ha acuñado un
término que la gente de la calle desconoce y que se denomina «obsolescencia
programada». Consiste en lanzar un nuevo producto
tecnológicamente más avanzado sabiendo de antemano que
tenemos otra versión superior guardada bajo la manga. Se lanza el primer
producto con toda la publicidad posible y se publicita como lo último de lo último. La marca tiene en realidad
prevista otra versión mejorada, pero la guarda para una fecha posterior que
está programada de antemano. Es decir, las marcas lanzan nuevos productos y
programan la obsolescencia del mismo. Lo hacen por dos motivos. El primero es
para protegerse de la competencia. Si optan por que el producto dure mucho
tiempo, se exponen a que parezca anticuado en comparación a los que van
lanzando otras marcas. El segundo motivo es comercial: acelerar la renovación
del parque. En el mundo de la informática esto ha sido una constante. A base de
programas de software mejorados, los hardware se quedan sin
capacidad y son rápidamente obsoletos. Recuerdo haber comprado una
impresora que me dijeron que me duraría muchísimo por su velocidad y capacidad.
A los tres años, un informático vino a casa a instalar la red y me dijo que a
dónde iba con ese trasto. Tres años. Bueno, qué le voy a explicar. Seguro que
ha pasado por lo mismo.
La obsolescencia programada ha
redefinido completamente el concepto de calidad. Ya no interesa fabricar
productos duraderos, sino perecederos. Hoy día la prioridad es fabricar barato
y revender rápido.
Una de las tácticas que las empresas han utilizado es la inefable mentira de los servicios
técnicos oficiales. Si se le estropea un aparato que todavía puede ser
reparado, la solución que las marcas le ofrecen pasa por localizar al servicio
técnico más próximo. Lo de más próximo es un chiste porque, si bien hace un
tiempo había varios puntos de atención y relativamente céntricos, ahora,
incluso en ciudades grandes como Madrid o Barcelona, solo hay un servicio
técnico que suele estar en el extrarradio de la ciudad y que, además, está
compartido por varias marcas. Si se toma la molestia de desplazarse hasta ahí con
una afeitadora eléctrica para reparar, por ejemplo, tras perder una mañana o una tarde entera, le van a pedir un depósito que
oscila alrededor de los 30 o 50 euros solo para hacerle un presupuesto de la
reparación. Quieren asegurarse de que, cuando hayan encontrado el problema y le
llamen para explicarle cuál es la avería, las horas de mano de obra para
realizar el diagnóstico estén cobradas. Les sucedía que mucha gente, al conocer
el coste de la reparación, optaba por decir que nanay y se compraban otro
aparato nuevo, dado que costaba menos o lo mismo. Claro, el servicio técnico se
quedaba sin cobrar esas horas necesarias para determinar el problema, por lo
que decidieron solicitar un depósito por adelantado. Todo esto es muy discutible porque
a pesar de que luego resulte que la avería no está cubierta por la garantía, el
servicio técnico de una marca tiene una cierta obligación de comprobarlo. El
producto está en garantía. Si el problema es otro, ¿tiene el cliente obligación
de pagar esa comprobación? Discutible.
En cualquier caso, el
formidable desarrollo de los cada vez menores costes industriales han
convertido a la mano de obra que repara en mucho más cara que la maquinaria que
fabrica, por lo que en la mayoría de productos sujetos a electrónica o
mecánica, es más barato reponer que reparar. Las marcas no podían decir esto abiertamente, así que se han dedicado a
crear procesos disuasorios. El proceso de servicio técnico es claramente
disuasorio. Todo está concebido para que el proceso de compra sea cómodo y
rápido, pero no así el de reparación. Es un proceso que no interesa para nada a
las marcas.
Continuará
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