Por Joseph Stiglizt
LA DEUDA DE
LOS ESTUDIANTES Y EL FIN DEL SUEÑO AMERICANO[15*]
Hay un drama
que se ha vuelto habitual en Estados Unidos (y otros países industrializados
avanzados): los banqueros animan a la gente a endeudarse por encima de sus
posibilidades y se ceban especialmente con los que carecen de formación
financiera. Utilizan su influencia política para obtener un trato favorable de
una u otra forma. Las deudas se acumulan. Los periodistas informan del coste
humano. Y entonces llega el asombro: ¿cómo hemos podido dejar que sucediera
esto? Las autoridades prometen que van a arreglar la situación. Se toma alguna
medida respecto a los casos más escandalosos. La gente pasa a otros asuntos,
con la tranquilidad de que la crisis se ha resuelto, pero con la sospecha de que
pronto se repetirá.
La crisis
que está a punto de estallar en este caso es la relativa a la deuda estudiantil
y la financiación de la enseñanza superior. Como la crisis inmobiliaria que la
precedió, está íntimamente relacionada con el aumento de las desigualdades en
Estados Unidos y el hecho de que, cuando los que ocupan los escalones
inferiores se esfuerzan por subir, hay fuerzas que los vuelven a arrastrar
hacia abajo de manera inevitable, en ocasiones incluso más abajo de donde
estaban.
Esta nueva
crisis está surgiendo antes de que se haya resuelto la anterior, y las dos
están entremezclándose. En las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial,
poseer una casa y un título universitario se convirtieron en señales de éxito
en este país.
Antes de que
estallara la burbuja inmobiliaria en 2007, los bancos convencieron a los
propietarios de viviendas de rentas bajas y medias de que podían convertir sus
casas y apartamentos en verdaderas huchas. Los animaron a firmar segundas
hipotecas y, a la hora de la verdad, millones de personas perdieron sus
hogares. En otros casos, los bancos, intermediarios hipotecarios y agentes
inmobiliarios empujaron a los que deseaban comprar una vivienda a endeudarse
por encima de sus posibilidades. Los magos de las finanzas, que se
enorgullecían de saber gestionar los riesgos, vendieron hipotecas tóxicas que
estaban pensadas para estallar. Envolvieron los préstamos sospechosos en
complejos instrumentos financieros y se los vendieron a inversores incautos.
Todo el
mundo sabe que la educación es la única manera de ascender, pero, al tiempo que
un título universitario es cada más importante para prosperar en la economía
del siglo XXI, la educación es cada vez más inaccesible para quienes
no han nacido en la riqueza. La deuda de los estudiantes de último curso
universitario sobrepasa ya los 26 000 dólares, un aumento aproximado del 40 por
ciento (sin ajuste por la inflación) en sólo siete años. Ahora bien, una media
como esta esconde enormes variaciones.
Según el
Banco de la Reserva Federal en Nueva York, casi el 13 por ciento de los
estudiantes de todas las edades que piden préstamos debe más de 50 000 dólares,
y casi el 4 por ciento debe más de 100 000 dólares. Pagar tales cantidades está
fuera del alcance de los estudiantes (sobre todo en esta recuperación casi sin
empleo), como demuestra el increíble aumento de los índices de morosidad e
impago. A finales de 2012, alrededor del 17 por ciento de los estudiantes que
habían pedido préstamos tenían un retraso de 90 días o más. Contando sólo a los
que estaban devolviendo el dinero —es decir, sin incluir a los que habían
conseguido un aplazamiento o indulgencia—, más del 30 por ciento tenían un
retraso de 90 días o más. En los préstamos federales solicitados en el año
fiscal de 2009, los impagos de tres años superaron el 13 por ciento.
Estados
Unidos se distingue de otros países industrializados avanzados por la carga que
representa para los estudiantes y sus padres el pago de la educación superior.
También es excepcional entre países similares por el elevado coste de un título
universitario, incluso en las universidades públicas. La matrícula media más
alojamiento y comida en una universidad con carreras de cuatro años cuesta algo
menos de 22 000 dólares al año, frente a algo menos de 9000 dólares (ajustados
por la inflación) en 1980-1981.
Comparemos
esta subida a más del doble de las matrículas con el estancamiento en la renta
media de las familias, que está en torno a 40 000 dólares, frente a 46 000
dólares en 1980 (tras el ajuste por inflación).
Como muchas
otras cosas, el problema de la deuda estudiantil se agravó durante la Gran
Recesión: los costes de matrícula en las universidades públicas aumentó un 27
por ciento en los últimos cinco años —en parte debido a los recortes—, mientras
que la renta media se redujo. En California, la matrícula, ajustada por la
inflación, se incrementó más del doble en los colegios universitarios públicos
(que para los estadounidenses más pobres son muchas veces la llave de la
movilidad social), y en más del 70 por ciento en las carreras de cuatro años
entre 2007-2008 y 2012-2013.
Con el
aumento de los costes, el estancamiento de las rentas y la escasa ayuda del
Gobierno, no es extraño que el año pasado la deuda estudiantil total, alrededor
de un billón de dólares, sobrepasara la deuda total de tarjetas de crédito. Los
ciudadanos responsables han aprendido a contener su uso de las tarjetas de
crédito —muchos las han cambiado por tarjetas de débito o se han informado
sobre tipos de interés usurarios, comisiones, multas impuestas por las emisoras
de las tarjetas—, pero el problema de controlar la deuda estudiantil es mucho
más complicado.
Reducir la
deuda estudiantil equivale a reducir las oportunidades sociales y económicas.
Los graduados universitarios ganan 12 000 dólares más al año que los que no lo
son; la diferencia se ha multiplicado casi por tres desde 1980. Nuestra
economía depende cada vez más de las industrias relacionadas con el
conocimiento. Pase lo que pase con las guerras de divisas y las balanzas
comerciales, Estados Unidos no va a volver a las fábricas textiles. Las tasas
de desempleo de los graduados universitarios son mucho más bajas que las de los
que no tienen más que el bachillerato.
Estados
Unidos —la patria de las universidades cuyas tierras han sido cedidas por el
Estado, de la la Ley de Derechos de los Soldados y de las universidades
públicas de categoría mundial como California, Michigan y Texas— ha descendido
puestos en materia de educación universitaria. Con la terrible deuda de los
estudiantes, es probable que descendamos aún más. Lo que los economistas llaman
«capital humano» —la inversión en las personas— es fundamental para el
crecimiento a largo plazo. Ser competitivos en el siglo XXI significa
tener una fuerza de trabajo muy bien preparada, con títulos de grado y
posgrado. En lugar de eso, estamos aniquilando nuestro futuro como nación.
La deuda
estudiantil es también un lastre para la lenta recuperación que comenzó en
2009. Al apagar el consumo, impide el crecimiento económico. Además está
dificultando la recuperación en el sector inmobiliario, en el que comenzó la
Gran Recesión.
Es cierto
que los precios de la vivienda parecen estar aumentando, pero la construcción
de casas está lejos de los niveles alcanzados en los años anteriores al
estallido de la burbuja en 2007.
Los que
tienen grandes deudas seguramente tendrán cautela a la hora de asumir la carga
adicional de una familia. Pero incluso cuando lo hagan, les será más difícil
obtener una hipoteca. Y si la consiguen, será más pequeña y, por consiguiente,
la recuperación del sector será más débil. (Un estudio sobre graduados
recientes de Rutgers University mostró que el 40 por ciento había aplazado la
decisión de comprar una casa, y el 25 por ciento decía que el elevado volumen
de deuda había repercutido en la formación de una familia o la prolongación de
los estudios. Otro estudio reciente muestra que el número de propietarios de
viviendas entre la gente de treinta años con antecedentes de deuda estudiantil
disminuyó más del 10 por ciento durante la Gran Recesión y el periodo
inmediatamente posterior).
Es un
círculo vicioso: la falta de demanda de viviendas contribuye a la falta de
puestos de trabajo, que contribuye a una escasa formación de hogares, que
contribuye a la falta de demanda de viviendas.
Pero las
cosas pueden empeorar aún más. Las presiones presupuestarias están
intensificándose —junto con las exigencias de recortes en los «programas
internos suntuarios» (léase los subsidios a la educación primaria y secundaria,
las becas Pell para que los chicos pobres vayan a la universidad, dinero para
la investigación)—, y eso quiere decir que los estudiantes y sus familias se
quedan desprotegidos. Los costes universitarios seguirán subiendo mucho más
rápido que las rentas. Como se ha observado en repetidas ocasiones, todos los beneficios económicos desde la
Gran Recesión han ido a parar al 1 por ciento más rico.
Pensemos en
otro dudoso honor: la deuda estudiantil es casi imposible de saldar en los
procedimientos de bancarrota.
Hemos
progresado mucho desde las prisiones para deudores que describía Dickens. No
enviamos a las colonias penitenciarias ni a trabajos forzados a nadie por deber
dinero. Aunque las leyes de bancarrota personal se han endurecido, el principio
de que las personas que han quebrado deben tener derecho a empezar de cero y la
posibilidad de saldar una deuda excesiva está muy establecido. Eso hace que los
mercados funcionen mejor y proporciona incentivos para que los acreedores
evalúen la capacidad de crédito de los prestatarios.
Sin embargo,
los préstamos a la educación son casi imposibles de condonar en el tribunal de
bancarrotas, incluso cuando una escuela privada no ha cumplido lo que prometía
y no ha proporcionado al estudiante endeudado una educación que le permita
obtener un trabajo con la remuneración suficiente para poder devolver el
préstamo.
Deberíamos
suprimir la ayuda federal a esos centros privados con ánimo de lucro cuando no
consiguen que los estudiantes se gradúen, porque entonces estos no tienen
trabajo y dejan sin pagar sus deudas.
Hay que
reconocer que el Gobierno de Obama trató de poner más dificultades para que
estas facultades tan depredadoras no pudieran atraer a estudiantes con falsas
promesas. Con las nuevas normas, las facultades tenían que superar una de tres
pruebas para ser candidatas a recibir ayudas federales: al menos el 35 por
ciento de los graduados debían estar devolviendo sus préstamos; los pagos
anuales aproximados para que un graduado devolviera su préstamo no podía superar
el 12 por ciento de sus ganancias; o los pagos no podían exceder el 30 por
ciento de los ingresos suntuarios. Sin embargo, en 2012, un juez federal anuló
las normas por considerarlas arbitrarias, y estas se quedaron en un limbo
legal.
La mezcla de
universidades abusivas con ánimo de lucro y prestamistas abusivos es una
sanguijuela en el cuerpo de los pobres. Esas universidades han perseguido
incluso a jóvenes veteranos que sirvieron en Irak y Afganistán. Existen
historias desgarradoras de padres que firmaron avales para un préstamo
estudiantil, su hijo murió después en un accidente, de cáncer o cualquier otra
enfermedad y ahora no pueden saldar sus deudas.
Estaba
previsto que los tipos de interés de los préstamos federales Stafford se
duplicaran en julio, al 6,8 por ciento. El viernes recibimos una buena noticia:
parece que podemos respirar un poco, porque los republicanos han entrado en
razón. Pero la prórroga es provisional y no aborda una cuestión más
fundamental: si la Reserva Federal está dispuesta a prestar dinero al 0,75 por
ciento a los bancos que causaron la crisis, ¿no debería estar dispuesta a
prestárselo a los estudiantes, que serán cruciales para nuestra recuperación a
largo plazo, a un interés también bajo? El Gobierno no debe aprovecharse de los
más pobres mientras subvenciona a los más ricos. La propuesta de la senadora
demócrata Elizabeth Warren, de Massachusetts, de conceder préstamos a
estudiantes a bajo interés, es una medida en la buena dirección.
Además de
unas normas más estrictas para las universidades privadas y los bancos con los
que están confabuladas, y unas leyes de bancarrota más humanas, debemos apoyar
más a las familias de clase media que tienen dificultades para mandar a sus
hijos a la universidad, con el fin de que tengan un nivel de vida al menos como
el de sus padres.
Algunos se
preguntan cómo es posible que el ideal estadounidense de la igualdad de
oportunidades se haya tergiversado hasta ese punto. La respuesta está en parte
en nuestra forma de financiar la enseñanza superior. La deuda estudiantil es ya
un factor indisoluble de las desigualdades en nuestro país. La educación
universitaria de calidad con una sana ayuda pública era en otro tiempo la base
de un sistema que prometía oportunidades para los estudiantes aplicados,
tuvieran los medios que tuvieran. Ahora estamos ante una partida en la que hay
que pagar para jugar y el ganador se queda con todo, en la que los ricos tienen
garantizado su sitio y los demás se ven obligados a arriesgarse a contraer
deudas inmensas sin garantías de que les compense.
Incluso
aunque no se tenga compasión, aunque nos centremos sólo en la recuperación para
ahora y el crecimiento y la innovación para mañana, debemos hacer algo para
resolver la cuestión de la deuda estudiantil. Los que se preocupan por el daño
que la brecha creciente de Estados Unidos está causando a nuestros ideales y
nuestro carácter moral deberían poner la deuda de los estudiantes entre las
máximas prioridades de cualquier programa reformista.
La
catástrofe de las hipotecas en Estados Unidos ha suscitado profundos
interrogantes sobre el «Estado de derecho», el sello universalmente aceptado de
una sociedad avanzada y civilizada. Se supone que el Estado de derecho debe
proteger al débil frente al fuerte y garantizar un trato justo para todos. En
Estados Unidos, tras la crisis de las hipotecas basura, no ha hecho ninguna de
las dos cosas.
Uno de los
elementos del Estado de derecho es la seguridad de la propiedad: por ejemplo,
si uno debe dinero de su casa, el banco no puede quitársela sin más, sin seguir
el debido procedimiento legal. Sin embargo, en los últimos meses, los
estadounidenses han presenciado varios casos en los que se ha arrebatado la
casa a personas que no tenían deudas.
Para algunos
bancos, esos no son más que daños colaterales: todavía hay que expulsar de su
hogar a millones de estadounidenses —además de los cuatro millones que se
calculan en 2008 y 2009—. En realidad, estaba previsto que el ritmo de las
ejecuciones hipotecarias se acelerase, si no hubiera sido por la intervención
del Gobierno. No obstante, los atajos burocráticos, la documentación incompleta
y el fraude generalizado que acompañó a la precipitación de los bancos por
generar millones de préstamos abusivos durante la burbuja inmobiliaria han
complicado el proceso de aclarar la situación.
Muchos
banqueros consideran que estos son detalles sin importancia. La mayoría de las
personas expulsadas de sus hogares no habían pagado sus hipotecas, y, en la
mayoría de los casos, quienes expulsan tienen derecho a reclamar. Pero, en
teoría, los estadounidenses no creen en la justicia por término medio. No decimos que la mayoría de los presos que
cumplen cadena perpetua han cometido un crimen digno de esa pena. El sistema de
justicia exige más, y hemos instaurado salvaguardas para garantizarlo.
Pero los bancos quieren sabotear esas salvaguardas.
Y no debería permitírseles.
Para
algunos, todo esto recuerda lo que sucedió en Rusia, donde el Estado de derecho
—y en particular las leyes sobre bancarrota— se utilizaron para sustituir a un
grupo de propietarios por otro. Hubo pagos a tribunales, falsificación de
documentos, y el proceso transcurrió sin problemas.
En Estados
Unidos, la corrupción se produce a un nivel superior. No se compra a jueces
concretos, sino las propias leyes, mediante contribuciones a las campañas y
presiones: la llamada «corrupción al estilo americano».
Era bien
sabido que los bancos y las empresas hipotecarias estaban concediendo préstamos
abusivos, aprovechándose de los más incultos y menos informados en cuestiones
financieras para conceder unos préstamos con las máximas comisiones posibles y
muy peligrosos para los prestatarios. (Hay que reconocer que los bancos
intentaron aprovecharse también de los que tenían más conocimientos
financieros, como en el caso de unos valores creados por Goldman Sachs que
estaban concebidos para fracasar). Pero los bancos utilizaron todo su poder
político para impedir que los estados impusieran leyes capaces de acabar con
los préstamos abusivos.
Cuando se
vio claramente que la gente no podía pagar las deudas, las reglas del juego
cambiaron. Se modificaron las leyes sobre bancarrota para introducir un sistema
de «servidumbre parcial por deudas». Un individuo con deudas, por ejemplo,
equivalentes al 100 por ciento de sus ingresos podría tener que entregar al
banco el 25 por ciento de sus ingresos brutos durante el resto de su vida,
porque el banco podría añadir quizá un interés del 30 por ciento cada año a lo
que debiera esa persona. Al final, el titular de una hipoteca debería mucho más
de lo que el banco jamás hubiera recibido, pese a que en la práctica hubiera
trabajado la cuarta parte del tiempo para pagar.
Cuando se
aprobó esta nueva ley de bancarrota, nadie se quejó de que interfiriera con los
sagrados contratos: cuando los prestatarios incurrieron en su deuda, una ley
más humana y sensata desde el punto de vista económico les proporcionaba una
oportunidad de empezar de cero si la carga del pago de
la deuda se volvía demasiado pesada.
Esa
seguridad debería haber dado a los prestamistas incentivos para prestar dinero
sólo a quienes iban a poder devolvérselo. Pero quizá sabían que, con los
republicanos en el Gobierno, podían hacer préstamos con pocas garantías y luego
cambiar la ley para poder exprimir a los pobres. Con una de cada cuatro
hipotecas en Estados Unidos devaluada —la deuda supera el valor de la casa—,
existe un consenso cada vez mayor de que la única forma de poner remedio es
reducir el valor de la deuda. Estados Unidos dispone de un procedimiento
especial para las bancarrotas de empresas, llamado Capítulo 11, que permite una
rápida reestructuración mediante la reducción de la deuda y la transformación
de parte de ella en bonos.
Es
importante mantener vivas las empresas para proteger el empleo y el
crecimiento. Pero también es importante mantener intactas las familias y las
comunidades. De modo que necesitamos un «Capítulo 11» para propietarios de
viviendas.
Los
prestamistas se quejan de que una ley de ese tipo infringiría sus derechos de
propiedad. Pero casi todas las modificaciones que se hacen en las leyes y
regulaciones benefician a unos a costa de otros. Cuando se aprobó la ley de
bancarrota de 2005, los beneficiados fueron ellos, y entonces no les preocupó cómo
afectaba la norma a los derechos de los deudores.
El aumento
de las desigualdades, al combinarse con un sistema de financiación de campañas
defectuoso, amenaza con convertir el sistema legal de Estados Unidos en una
caricatura de la justicia. Puede que algunos sigan llamándolo «Estado de
derecho», pero no será un derecho que proteja al débil frente al fuerte, sino
que permitirá que el fuerte explote al débil.
En Estados
Unidos, hoy, la orgullosa expresión de «justicia para todos» se está
sustituyendo por otra más modesta, «justicia para quienes pueden pagarla». Y el
número de personas que pueden pagarla está disminuyendo a toda velocidad.
LA ÚNICA
SOLUCIÓN QUE QUEDA PARA EL PROBLEMA DE LA VIVIENDA: LA REFINANCIACIÓN MASIVA DE LAS HIPOTECAS[17*]
Más de
cuatro millones de estadounidenses han perdido sus hogares desde que empezó a
estallar la burbuja inmobiliaria hace seis años. Otros 3,5 millones se
encuentran en proceso de ejecución hipotecaria o tienen tal retraso en los
pagos que pronto se encontrarán en él. Dado que más de 13,5 millones tienen una
vivienda devaluada —deben más dinero del que vale—, hay muchas probabilidades
de que muchos más acaben perdiendo su casa.
La vivienda
sigue siendo el mayor impedimento para la recuperación económica, pero Washington
parece paralizado. Y aunque las políticas del Gobierno de Obama al respecto han
fracasado, Mitt Romney no ha ofrecido ninguna idea significativa para ayudar a
los propietarios de viviendas devaluadas o en dificultades.
A finales
del mes pasado, el alto regulador encargado de supervisar Fannie Mae y Freddie
Mac vetó un plan respaldado por la administración de Obama para que las
empresas pudieran perdonar parte de la deuda hipotecaria de los propietarios de
viviendas más abrumados. Pese a que sería posible ayudar a medio millón con una
condonación del capital de la deuda, el regulador, Edward J. DeMarco, alegó (a
nuestro juicio sin razón) que ayudar a unos propietarios de viviendas podría
hacer que otros que sí están devolviendo sus préstamos dejaran de hacerlo para
poder reducir también sus hipotecas.
Ahora que la
reducción del capital de la deuda ya no es una opción, el Gobierno necesita
encontrar una nueva manera de facilitar refinanciaciones masivas de hipotecas.
Dado que los tipos están a un nivel más bajo que nunca, la refinanciación
permitiría a los propietarios reducir enormemente sus plazos mensuales y
liberar dinero para gastarlo en otras cosas. Un programa de refinanciaciones
masivas sería como una inmensa rebaja de impuestos.
Además, la refinanciación
disminuiría la posibilidad de que los propietarios con viviendas devaluadas
cayeran en el impago. Con sus balances menos lastrados por las pérdidas de
préstamos anteriores, los prestamistas podrían conceder otros nuevos y las
comunidades acosadas por las ejecuciones hipotecarias quizá verían aliviada su
situación.
Más de la
mitad de los estadounidenses que poseen una vivienda y tienen una hipoteca
están pagando unos tipos que tal vez los convertirían en candidatos excelentes
para la refinanciación. Muchos de ellos con empleo estable, buen historial de
crédito e incluso un modesto volumen de valor hipotecario lo han hecho ya y han
firmado préstamos a treinta años y tipos de alrededor del 3,5 por ciento, de
los más bajos desde los años cincuenta. Pero muchos otros no pueden refinanciar
porque la caída de los precios de las casas ha eliminado el valor de su hogar.
El senador demócrata Jeff Merkley, de Oregón, ha propuesto un remedio. De
acuerdo con su plan, llamado Reconstrucción de la Propiedad de Vivienda en
Estados Unidos, los dueños de propiedades devaluadas que estén al día en sus
pagos y cumplan otros requisitos tendrían la opción de refinanciar para reducir
sus plazos mensuales o reducir sus préstamos y volver a acumular capital.
Se emplearía
un fondo de financiación pública para comprar las hipotecas de los propietarios
de viviendas que hubieran refinanciado su deuda a un tipo de interés de unos
dos puntos porcentuales más que los tipos excepcionalmente bajos a los que pide
prestado el Gobierno. Eso generaría suficientes ingresos por los intereses como
para compensar los costes de cualquier impago, costes de administración del
fondo y otros gastos. Las familias tendrían tres años para refinanciar;
después, el fondo dejaría de comprar préstamos y acabaría desapareciendo a
medida que los propietarios devolvieran sus préstamos.
Los
propietarios podrían hacer pagos más bajos y reconstruir su capital más
deprisa. Los contribuyentes recuperarían su dinero, con intereses, y ganarían
aún más a medida que una economía más fuerte elevara los ingresos fiscales. Los
bancos y otros inversores hipotecarios se desharían de posibles préstamos
complicados. A algunos bancos no les gustará perder los grandes
ingresos que obtienen de los intereses en sus hipotecas actuales, pero si el
mercado de refinanciación funcionara como es debido, esos préstamos se habían
refinanciado hace mucho tiempo.
Si el
programa tuviera un gran éxito, prevemos que en el fondo de reconstrucción de
la propiedad de vivienda pudieran colocarse dos millones de préstamos
pendientes en su máximo momento. Si el balance hipotecario medio fuera de 150
000 dólares, en su apogeo quedarían 300 000 millones de dólares pendientes.
El Gobierno
federal podría financiar el plan de manera directa, a través del Departamento
Federal de Vivienda, o indirecta, a través de los Bancos Hipotecarios
Federales, que ofrecen crédito respaldado por el Gobierno. O tal vez podría ser
la Reserva Federal la que sufragara el plan; el presidente del banco central,
Ben S. Bernanke, habló hace poco sobre la posibilidad de hacer algo parecido al
nuevo programa del Banco de Inglaterra, Financiación para Préstamos, que ofrece
incentivos a los bancos para aumentar los préstamos a los hogares y las
empresas no financieras.
Los que se
oponen a que haya más endeudamiento o préstamos de la Fed dirán que un programa
como este es un riesgo inaceptable, pero el mayor riesgo es no hacer nada y
dejar que el mercado inmobiliario siga retrasando la economía.
El plan de
Merkley se parece al Plan de Refinanciación Asequible de Viviendas (HARP, por
sus siglas en inglés) de la admistración de Obama, concebido para ayudar a los
propietarios en dificultades a refinanciar los préstamos respaldados por Fannie
y Freddie. Ha hecho posibles 1,4 millones de refinanciaciones, muy por debajo
del objetivo planteado en 2009 de entre 3 y 4 millones. El Gobierno ha
introducido ciertas mejoras en HARP y ha propuesto otras. Pero el plan de
Merkley tiene posibilidades de ir más allá y llegar a los veinte millones de
hogares con hipotecas que no cuentan con el respaldo de Fannie o Freddie.
El plan de
Merkley tiene un precedente logrado en la Empresa de Préstamos a Propietarios
de Viviendas, creada en 1933, que sacó a más de un millón de estadounidenses
del riesgo de ejecución hipotecaria y les permitió tener las hipotecas estables
a largo plazo que caracterizarían a la clase media durante los años cincuenta y
sesenta. Ya es hora de resucitar esta idea.
Desde que
comenzó la Gran Recesión hace casi cinco años, la vivienda ha estado en el
centro de nuestras dificultades económicas. Si no hacemos nada, el problema
acabará por resolverse, pero sólo tras mucho sufrimiento y una larga espera. El
plan de Merkley aceleraría la curación.
Los niños,
como sabemos desde hace tiempo, son un grupo especial. No eligen a sus padres,
ni mucho menos las condiciones en las que nacen. No tienen las mismas
capacidades que los adultos para protegerse ni cuidar de sí mismos. Por eso la
Liga de Naciones aprobó en 1924 la Declaración de Ginebra sobre los Derechos
del Niño y por eso la comunidad internacional aprobó la Convención sobre los
Derechos del Niño en 1989. Por desgracia, Estados Unidos no está cumpliendo
estos ideales internacionales. Ni siquiera ha ratificado la Convención. Estados
Unidos, con su adorada imagen de tierra de oportunidades, debería inspirar como
ejemplo de trato justo y progresista a los niños. Sin embargo, es un modelo de
fracaso, que contribuye a la lentitud y la pasividad del mundo ante los
derechos del niño en el ámbito internacional.
Puede que la
niñez del estadounidense medio no sea la peor del mundo, pero la diferencia
entre la riqueza del país y la situación de sus niños no tiene igual. Alrededor
del 14,5 por ciento de la población estadounidense es pobre, pero el 19,9 por
ciento de los niños —aproximadamente 15 millones de personas— vive en la
pobreza. Entre los países desarrollados, sólo Rumanía tiene una tasa superior
de pobreza infantil. Las cifras de Estados Unidos son un 66 por ciento
superiores a las del Reino Unido y hasta cuatro veces mayores que en los países
nórdicos. En el caso de algunos grupos, la situación es mucho peor: más del 38
por ciento de los niños negros y el 30 por ciento de los niños hispanos son
pobres.
Todo esto no
ocurre porque a los estadounidenses no les preocupen sus hijos. Ocurre porque
el país, en los últimos decenios, ha adoptado una serie de prioridades
políticas que han causado terribles desigualdades en su economía y han dejado a
los sectores más vulnerables de la sociedad cada vez más atrás. La
concentración creciente de la riqueza y la considerable rebaja de impuestos
sobre ella han hecho que haya menos dinero para inversiones de interés público,
como la educación y la protección infantil.
Como
consecuencia, los niños estadounidenses están peor. Su suerte es un doloroso
ejemplo de cómo la desigualdad no sólo perjudica el crecimiento económico y la
estabilidad —como por fin están reconociendo economistas y organizaciones como
el Fondo Monetario Internacional—, sino que también va en contra de nuestras
más valiosas ideas sobre cómo debe ser una sociedad justa.
La
desigualdad de rentas tiene una relación directa con las desigualdades en
sanidad, acceso a la educación y exposición a los riesgos medioambientales, que
afectan a los niños más que a otros segmentos de la población. En Estados
Unidos se diagnostica asma a casi uno de cada cinco niños pobres, un 60 por
ciento más que entre los que no son pobres. Los problemas de aprendizaje
aparecen casi dos veces más entre los niños de familias que ganan menos de 35
000 dólares al año que en las que ingresan más de 100 000. Y algunos miembros
del Congreso quieren reducir las cartillas de comida, de las que dependen
alrededor de 23 millones de hogares estadounidenses, lo cual condenaría al
hambre a los más pobres.
Estas
desigualdades de resultados están estrechamente unidas a la falta de igualdad
de oportunidades. Es inevitable que, en países en los que los niños tienen una
nutrición inadecuada, acceso insuficiente a la sanidad y la educación y más
contacto con los riesgos medioambientales, los hijos de padres pobres tengan
unas perspectivas de vida muy diferentes a las de los ricos. Y el hecho de que
en Estados Unidos el futuro de un niño dependa de la renta y la educación de
sus padres más que en otros países avanzados es una de las razones por las que
hoy tiene menos igualdad de oportunidades que cualquiera de esos países. Por
ejemplo, en las universidades estadounidenses más selectas, sólo el 9 por
ciento de los alumnos proceden de la mitad más pobre de la población, mientras
que el 74 por ciento procede del 25 por ciento más rico.
La mayoría
de las sociedades reconocen una obligación moral de garantizar que los jóvenes
puedan hacer realidad todo su potencial. Algunos países incluso cuentan con un
mandato constitucional sobre la
igualdad de oportunidades educativas.
Sin embargo,
en Estados Unidos, se gasta más en la educación de los alumnos ricos que en la
de los pobres. Como consecuencia, el país está desperdiciando varios de sus
activos más valiosos, y muchos jóvenes, desprovistos de formación, se dedican a
actividades disfuncionales. Estados como California dedican tanto dinero a las
cárceles como a la enseñanza superior, y a veces más.
Sin unas
medidas de compensación —que incluyan educación preescolar, a poder ser desde
muy temprano—, la falta de igualdad de oportunidades se traduce en resultados
desiguales para toda la vida ya desde que los niños cumplen cinco años. Eso
debería ser un motivo para tomar medidas.
Aunque los
efectos dañinos de la desigualdad tienen enorme alcance y suponen un gran coste
para nuestras economías y sociedades, en gran parte son evitables. Los extremos de desigualdad que se observan
en algunos países no son resultado inexorable de las fuerzas y las leyes
económicas. Las políticas apropiadas —por ejemplo, redes de protección social
más firmes, impuestos progresivos y mejor regulación, en especial del sector
financiero— pueden invertir esas tendencias destructivas.
Para crear
la voluntad política que exigen reformas de este tipo, debemos combatir la
inercia y falta de acción de los políticos con los tristes datos de la
desigualdad y sus desoladoras consecuencias para nuestros niños. Podemos reducir la pobreza infantil y la
desigualdad creciente de oportunidades y, con ello, sentar las bases para un
futuro más justo y próspero. ¿Por qué no lo hacemos? De todos los daños que
inflige la desigualdad a nuestras economías, políticas y sociedades, el daño causado
a los niños exige especial atención. Independientemente de la responsabilidad
que los adultos puedan tener por su situación en la vida —quizá no han
trabajado lo suficiente, ahorrado lo suficiente o tomado las decisiones
acertadas—, los niños se encuentran con sus circunstancias sin elección
posible. Los niños son tal vez quienes más necesitan la protección que
garantizan los derechos, y Estados Unidos debería dar al mundo un ejemplo
inequívoco de lo que eso significa.
EL ÉBOLA Y LA
DESIGUALDAD[19*]
La crisis
del ébola ha vuelto a recordarnos las desventajas de la globalización. Las
cosas buenas —como los principios de justicia social e igualdad de sexos— no
son las únicas que atraviesan las fronteras con más facilidad que nunca;
también lo hacen influencias perniciosas como los problemas medioambientales y
las enfermedades.
La crisis
nos ha recordado también la importancia del Estado y la sociedad civil. Para
controlar la difusión de una enfermedad como el ébola no acudimos al sector
privado. Pedimos ayuda a las instituciones: los Centros de Control y Prevención
de Enfermedades (CDC, por sus siglas en inglés) en Estados Unidos, la
Organización Mundial de la Salud (OMS) y Médicos Sin Fronteras, el
extraordinario grupo de médicos y enfermeros que se juegan la vida para salvar
las de otros en los países pobres de todo el mundo.
Hasta los
fanáticos de extrema derecha que quieren desmantelar las instituciones públicas
recurren a ellas ante una crisis como la del ébola. Es posible que los
Gobiernos no hagan un trabajo perfecto en esas ocasiones, pero uno de los
motivos es que hemos quitado dinero a los organismos competentes tanto
nacionales como mundiales.
El episodio
del ébola contiene más enseñanzas. Una razón por la que la enfermedad se
propagó a tanta velocidad en Liberia y Sierra Leona es que son dos países
asolados por la guerra, en los que una gran parte de la población está mal
alimentada y el sistema de salud está destruido.
Además, en
los campos en los que el sector privado sí tiene un papel esencial —el
desarrollo de vacunas—, tiene escasos estímulos para dedicar sus recursos a
unas enfermedades que afectan a los países y las personas pobres. Hace falta
que los países avanzados estén amenazados para que se vea el ímpetu necesario y
se invierta en vacunas contra enfermedades como el ébola.
En realidad,
no se trata de criticar al sector privado; al fin y al cabo, las compañías
farmacéuticas no hacen las cosas por la bondad de su corazón, y prevenir o
curar las enfermedades de los pobres no da dinero. Lo que esta crisis pone en
tela de juicio es nuestra dependencia del sector privado para hacer cosas que
los Gobiernos hacen mejor. De hecho, da la impresión de que, con más fondos
públicos, habría sido posible desarrollar una vacuna contra el ébola hace años.
Los fallos
de Estados Unidos en este aspecto han llamado especialmente la atención, hasta
el punto de que varios países africanos están tratando a los visitantes de
nuestro país con precauciones especiales. Pero es el reflejo de un problema más
básico: el sistema de salud de Estados Unidos, en gran parte privado, está
fracasando.
Es cierto
que, en la franja superior, tenemos varios de los mejores hospitales, centros
de investigación y centros médicos avanzados del mundo, pero aunque Estados
Unidos gasta en atención médica más dinero per cápita y como porcentaje del PIB
que ningún otro país, sus resultados son verdaderamente decepcionantes.
La esperanza
de vida de un varón estadounidense es la peor de los diecisiete países con
mayores ingresos medios —casi cuatro años inferior a las de Suiza, Australia y
Japón—. Y para las mujeres es la segunda peor, más de cinco años por debajo de
la de Japón.
Otros
parámetros son también desoladores, con datos que indican que los
estadounidenses van a tener peor salud toda su vida. Y la situación no ha
dejado de empeorar desde hace por lo menos tres décadas.
Hay muchos
factores que contribuyen a nuestro retraso sanitario, y se pueden extraer
conclusiones útiles para otros países. Para empezar, el acceso a la sanidad es
importante. Dado que Estados Unidos es uno de los pocos países avanzados que no
lo reconoce como un derecho humano esencial, y que se apoya en el sector
privado más que otros, no es extraño que muchos ciudadanos no obtengan los
medicamentos que necesitan. Si bien la Ley de Protección al Paciente y Cuidados
Asequibles (Obamacare) ha mejorado las cosas, la cobertura de los seguros de
salud sigue siendo escasa: casi la mitad de los cincuenta estados se niegan a
ampliar Medicaid, el programa de
financiación de la atención sanitaria destinado a los pobres.
Además,
Estados Unidos posee una de las tasas más altas de pobreza infantil de los
países avanzados (sobre todo antes de que las políticas de austeridad
incrementaran drásticamente la pobreza en varios países europeos), y la falta
de nutrición y atención sanitaria durante la niñez repercute durante toda la
vida. Por otra parte, nuestras leyes de armas contribuyen a que tengamos la
tasa más alta de muertes violentas entre los países avanzados, y la dependencia
del automóvil provoca un gran número de víctimas de tráfico.
Las
desmesuradas desigualdades de Estados Unidos son otro factor crucial en su
atraso sanitario, sobre todo unidas a los factores mencionados más arriba. Con
más pobreza, más pobreza infantil, más personas sin acceso a la sanidad, a una
vivienda digna y a la educación, y más personas que sufren inseguridad
alimentaria (con un consumo frecuente de comida barata que fomenta la
obesidad), no es de extrañar que los resultados de Estados Unidos en materia de
salud sean malos.
Pero los
resultados son también peores en Estados Unidos que en los demás países con
rentas más altas y más cobertura de salud. Quizá también eso tenga que ver con
unas desigualdades mayores que en otros países avanzados. La salud, como se
sabe, está relacionada con el estrés. Los que se esfuerzan en trepar por la
escala del éxito saben las consecuencias del fracaso. En Estados Unidos, los
peldaños de la escalera están más separados que en otros lugares, y la
distancia entre los de arriba y los de abajo es mayor. Eso significa más
ansiedad, que se traduce en peor salud.
La buena salud es una
bendición. Pero la forma que tienen los países de organizar su sistema de salud
—y su sociedad— influye tremendamente en los resultados. Estados Unidos y el
mundo pagan un alto precio por apoyarse demasiado en las fuerzas del mercado y
prestar una atención insuficiente a valores más amplios como la igualdad y justicia
social.
Continuará
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