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lunes, 27 de enero de 2020

“No son 30 pesos, son 30 años”: los Chicago Boys y el origen del neoliberalismo en Chile

La revuelta chilena, que estalló por el aumento del precio del billete de metro, ha puesto en jaque el sentido común neoliberal heredado tras décadas de aplicación ortodoxa del plan de los chicos de Chicago.

Jaime Bordel Gil, El Salto

El pasado 8 de enero el Senado chileno rechazó en sala un proyecto de reforma constitucional que buscaba consagrar el agua como un bien nacional de uso público. El proyecto, que abría la puerta a que Chile dejara de ser el único país del mundo con sus aguas totalmente privatizadas, naufragó en la Cámara Alta al no alcanzar el quorum de dos tercios establecido en la Constitución que rige todavía en el país andino.

La imposibilidad de sacar adelante la reforma, por un lado, puso de manifiesto el freno que supondrá en la futura asamblea constituyente el quorum de dos tercios que concede al oficialismo la capacidad de bloquear cualquier cambio sustancial; y por otro, muestra hasta qué punto el neoliberalismo se encuentra inserto en las raíces del Estado chileno.

La subsidiariedad del Estado chileno, un Estado mínimo al más puro estilo neoliberal, ha sido un tema recurrente desde que estallaran las protestas que han recorrido el país durante los últimos meses. El golpe de Estado de 1973 que dio comienzo a la dictadura del general Augusto Pinochet suele fijarse como la fecha en la que la organización social y económica del país andino comenzó a cambiar. Junto a la represión y a la persecución política, la dictadura cívico militar impulsó una política económica de lo más ortodoxa, basada en los postulados de Milton Friedman y la Escuela de Chicago, con un programa de privatizaciones masivas, y en la que el rol del Estado se redujo prácticamente al de garante del orden público, abandonando áreas como la sanidad o la educación.
Sin embargo, antes de este punto de inflexión, ya se había sembrado una semilla que sería clave en los cambios que marcarían el país las décadas siguientes.

LOS CHICOS DE CHICAGO

En octubre de 1956, gracias a un convenio firmado entre la Universidad Católica y la Universidad de Chicago, cinco estudiantes chilenos partieron a los Estados Unidos para disfrutar de una estancia de un año en la Universidad de Chicago. Allí, recibirían lecciones de profesores como Milton Friedman y Arnold Harberger, y establecerían unos vínculos personales y profesionales que perdurarían por el resto de sus vidas.

Entre estos jóvenes, que jamás pensaron que este viaje sería tan relevante para el futuro de su país natal, se encontraban Sergio de Castro, Rolf Lüders y Ernesto Fontaine. Unos nombres a priori desconocidos para el público no chileno, pero que tuvieron una influencia clave en la política económica chilena partir de la llegada al poder de la Junta Militar. De Castro y Lüders ocuparon los ministerios de Economía y Hacienda durante la dictadura del general Pinochet, mientras que otros integrantes del grupo como Fontaine, Carlos Massad o Ricardo Ffrench-Davis desempeñaron durante años labores importantes en la universidad y otras instituciones públicas.

Mentores de figuras políticas actuales de la talla de Sebastián Piñera y Joaquín Lavín —Fontaine fue profesor suyo—, los postulados económicos que defendían estos jóvenes no siempre tuvieron el éxito arrollador del que gozarían a partir de la década de los 70.

Al contrario de lo que pudiera parecer a día de hoy, Chile no fue siempre el oasis neoliberal del que se jactaba Piñera a comienzos de octubre. Además de una activa vida política y sindical, hasta los 70 Chile contaba con una larga tradición de intervencionismo estatal, donde compañías públicas como la CORFO jugaban un rol importante en la vida económica del país. Esta tradición era cultivada, en mayor o menor medida, tanto por gobiernos de la izquierda, como el encabezado por Pedro Aguirre Cerda en 1938 en el que participaron socialistas y comunistas, como políticos de la derecha. Buen ejemplo de ello es la reforma agraria impulsada por el gobierno democristiano de Eduardo Frei Montalva en 1964, que legalizó la sindicalización campesina y trató de transformar la estructura agraria tradicional chilena a través de la expropiación de más de tres millones de hectáreas y la redistribución de tierras entre el campesinado.

En este contexto, la influencia del discurso neoliberal importado desde los Estados Unidos apenas tenía impacto en el debate público. Su área de influencia se encontraba reducida prácticamente al campus de la Universidad Católica, donde también tuvieron sus más y sus menos con los estudiantes. Estos jóvenes, que regresaron como docentes tras completar sus estudios de posgrado en Chicago, quisieron revolucionar la manera de impartir Ciencias Económicas en Chile. Según cuentan Fontaine, De Castro y compañía, el nivel académico era muy inferior al de las facultades estadounidenses, por lo que cuando estos recién regresados pretendieron aplicar el mismo nivel de exigencia al que venían acostumbrados de EEUU, se encontraron en primera instancia con el rechazo y la indignación del estudiantado.

En política tampoco les fue mucho mejor hasta la llegada de los militares, y el propio Jorge Alessandri —presidente de la nación entre 1958 y 1964 y candidato de la derecha en las elecciones de 1970— rechazó sin contemplaciones el programa económico que los Chicago Boys le pusieron sobre la mesa. Este programa que se reelaboraría unos años más tarde para darse a conocer como El ladrillo, fue presentado al equipo de Alessandri entre abril y junio del 70, unos meses antes de las elecciones que darían por vencedor a Salvador Allende. La propuesta elaborada por un grupo de economistas procedentes de la Universidad Católica entre los que figuraban nombres como Sergio de Castro, fue desestimada inmediatamente por el candidato por ser demasiado radical.

En el prólogo a la segunda edición de “El ladrillo” en 1992 el mismo De Castro afirma que Alessandri era partidario de aplicar reformas mucho más graduales que las sugeridas por su círculo; mientras que Juan Gabriel Valdés, autor de Pinochet’s Economists, uno de los libros de referencia sobre la influencia de la Escuela de Chicago en Chile, cuenta que cuando Alessandri recibió al grupo encabezado por De Castro, le dijo a su equipo de asesores: “Sáquenme a estos locos de aquí que no quiero verlos”.

LADRILLOS Y FUSILES

Sin embargo, la suerte de este grupo de economistas cambiaría a partir de 1973. La Junta Militar presidida por el General Pinochet, adoptó sin ambages el recetario neoliberal defendido por los Chicago Boys e incorporó a alguno de sus miembros más destacados a importantes puestos de decisión.
En apenas unos años las ideas del grupo de economistas pasaron del ostracismo y la indiferencia a copar el debate público; y El Ladrillo de ser repudiado por Alessandri a convertirse en la nueva Biblia económica nacional. Los mismos jóvenes cuya influencia se reducía a un pequeño círculo universitario serían los encargados de diseñar la nueva hoja de ruta económica del país.

El cómo llegaron hasta aquí esconde una oscura historia. De Castro desveló en una entrevista una reveladora conversación entre Roberto Kelly —ex marino, empresario y estrecho colaborador de la dictadura— y el Almirante Merino en el año 72 en la que ambos comentaban la necesidad de sacar a Allende del poder por las vías que fueran necesarias. En dicha conversación, Merino mencionó la necesidad de contar con un programa económico alternativo en el caso de una potencial intervención militar. Con un país al borde del colapso económico los militares necesitaban un plan para reflotar la economía nacional. No bastaba con tomar el poder, sino que había que saber qué hacer con él. Kelly, íntimo de algunos economistas del grupo de Chicago como Emilio Sanfuentes, sabía perfectamente lo que había que hacer, y se comprometió con Merino a entregarle un programa económico para el país en apenas unos meses.

Los postulados defendidos por los discípulos de Friedman, por fin encontraron hueco en la vida política chilena. No sería algo transitorio, y el neoliberalismo irrumpió para quedarse por muchos años.
La promesa se cumplió, y unos meses más tarde nacía El ladrillo, un programa económico elaborado por el grupo de economistas procedentes de la Universidad Católica, que daba un vuelco a las reformas que llevaban años implementándose en Chile. El programa buscaba favorecer la inversión extranjera, la iniciativa privada, y reducía drásticamente el papel del Estado, desmantelando el área social de empresas públicas impulsada por el Gobierno de la Unidad Popular. El ladrillo —nombrado así por su tamaño semejante a un ladrillo de la construcción— fue abrazado desde el primer momento por la Junta Militar, que a diferencia de otras dictaduras del Cono Sur, se inclinó por la fórmula neoliberal que le susurraban desde los círculos empresariales y los Estados Unidos, y no por el corporativismo nacionalista que caracterizó a otros regímenes dictatoriales de la época.

De este modo, los postulados defendidos por los discípulos de Friedman, por fin encontraron hueco en la vida política chilena. No sería algo transitorio, y el neoliberalismo irrumpió para quedarse por muchos años. Al margen de la sangrienta represión y de los años del terror, en lo económico la dictadura también supuso un punto de inflexión en la historia de Chile. El cambio de paradigma fue total, y de las cenizas del golpe se construyó un nuevo modelo que aún se mantiene a día de hoy, y que en octubre comenzó a tambalearse.

EL PAPEL DE LOS ESTADOS UNIDOS

Los Estados Unidos serían un aliado fundamental para la construcción de este modelo. Más allá del apoyo prestado para la ejecución del golpe y la desestabilización del país en los años previos al 11 de septiembre de 1973, la labor americana fue clave en la difusión de estas ideas que impregnarían la política económica del país durante décadas. Consciente de la relevancia de Chile en la región, el Gobierno de los Estados Unidos se cuidó de extender su influencia en todas las áreas posibles, desde el campo militar —sobre todo a partir de la firma del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR) en 1945— hasta el académico.

Entre 1952 y 1956 universidades de EEUU firmaron convenios con varias universidades latinoamericanas —entre ellas la Universidad Católica— y el Gobierno estadounidense destinó al ámbito educativo más de diez millones de dólares en forma de ayudas para la cooperación (NSC 5432/1). El tiempo daría la razón a quienes apostaron por diversificar el destino de estos fondos; y en los documentos ya desclasificados y disponibles en internet, se puede apreciar a la perfección la importancia dada al mundo de la educación, siendo en este periodo la tercera actividad, solo por detrás de recursos naturales y salud, a la que se destinó un mayor porcentaje de estos Fondos para la Cooperación Técnica.

En plena cruzada anticomunista Estados Unidos entendió que el mundo de las ideas era otro importante campo de batalla. Había que luchar contra la eficiente propaganda comunista y evitar la difusión de las ideas izquierdistas, a las que era muy sensible buena parte de la juventud; y para ello, la universidad era un terreno de juego que no podía entregar a la izquierda.

En Chile la influencia estadounidense en la Universidad Católica plantó una semilla que años más tardes daría sus frutos. Este grupo de economistas formados entre Chicago y la Católica constituía una oposición ferviente al socialismo y defendía un modelo económico que garantizaba la seguridad de las inversiones norteamericanas en el continente. Un mercado lo menos regulado posible, ventajas fiscales que permitieran a las empresas extranjeras traer de vuelta al país de origen los mayores beneficios posibles, y la posibilidad de explotar recursos naturales como el cobre en el caso chileno. Un escenario idóneo para los intereses norteamericanos, que se habían visto amenazados con la llegada de Allende a la Presidencia.

LA REPRESIÓN

La dictadura cívico-militar puso las condiciones necesarias para que el modelo se pudiera aplicar; y como reconocen algunos de los discípulos de Friedman, sin un poder fuerte capaz de contener la protesta social, las reformas jamás se habrían podido implementar con la profundidad con la que se acometieron. Este recurso, todavía es utilizado a menudo a día de hoy por algunos de los defensores del modelo que instauró la dictadura, a modo de justificación moral de los crímenes cometidos durante este periodo. Era lo que había que hacer, y a largo plazo fue beneficioso para el desarrollo del país.
En el caso de los Chicago Boys que aún viven a día de hoy, en sus apariciones públicas más recientes no se aprecia ni un atisbo de arrepentimiento por haber participado durante aquellos años en el gobierno presidido por el general Pinochet. No solo no se arrepienten, sino que además consideran que aquellos años salvaron al país del comunismo y el subdesarrollo.

Cuando De Castro, Lüders u otros miembros del grupo han sido preguntados en entrevistas por su participación en el Gobierno de la Junta, resulta sorprendente la escisión que presentan, del desempeño económico y el aparato represivo del régimen militar. Ellos se ven a sí mismos como técnicos, meros gestores, y en absoluto se consideran cómplices del asesinato, la represión y la ausencia de libertades que mantuvo el Gobierno del que formaban parte.

Durante años este argumento sirvió como escudo para condenar la dictadura únicamente de manera parcial. Se criticaban los abusos, y ciertos episodios como las torturas o los sucesos del Estadio Nacional; pero se resaltaban los grandes logros económicos obtenidos por el Gobierno Militar. Una manera eficaz de silenciar la represión y exculpar a los que fueron partícipes de la misma, ya fuera ordenándola directamente o mirando hacia otro lado.

Hoy el mito del milagro económico pinochetista se encuentra más cerca que nunca de desaparecer del imaginario colectivo; y las protestas iniciadas en octubre han puesto en jaque muchos de los argumentos neoliberales que llevan años pregonándose como verdades absolutas. Un sistema educativo que obliga a los estudiantes a endeudarse para poder acceder a la universidad o unos servicios públicos deficientes e inaccesibles para buena parte de la población son la contracara del crecimiento económico y del desarrollo del que aún se jactan algunos a día de hoy.

El mismo lema de las marchas —“No son treinta pesos, son treinta años”— tiende a cuestionar el modelo de Estado y de desarrollo impuesto desde la dictadura, y la supuesta prosperidad de la década de los 90 ha dejado de ser una verdad inmutable y por fin ha pasado a ser objeto de debate.

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