Por Joseph Stiglizt
LAS LECCIONES
DE SINGAPUR PARA UN ESTADOSUNIDOS
DESIGUAL[39*]
La desigualdad
ha estado aumentando en la mayoría de los países del mundo, pero ha
evolucionado de formas distintas en diferentes países y regiones. Cada vez se
reconoce más que Estados Unidos tiene la triste distinción de ser el más
desigual de los países avanzados, pese a que la brecha de los ingresos también
se haya ampliado, aunque en menor medida, en Gran Bretaña, Japón, Canadá y
Alemania. Por supuesto, la situación es aún peor en Rusia, así como en algunos
países en vías de desarrollo de Latinoamérica y África. Ahora bien, este es un
club del que no deberíamos de enorgullecernos de pertenecer.
Algunos
países grandes —Brasil, Indonesia y Argentina— han sido más igualitarios en
años recientes, y otros, como España, estuvieron en esa senda hasta la crisis
económica de 2007-2008.
Singapur se
ha distinguido por haber priorizado la equidad social y económica a la vez que
obtenía unas tasas de crecimiento muy elevadas a lo largo de los últimos
treinta años, ejemplo por excelencia de que la desigualdad no es sólo una
cuestión de justicia social sino también de rendimiento económico. Las
sociedades con menos disparidades económicas rinden mejor, no sólo para quienes
se encuentran en la parte inferior o intermedia de la escala social, sino en
conjunto.
Cuesta creer
lo lejos que ha llegado esta ciudad-Estado en el medio siglo transcurrido desde
que se independizó de Gran Bretaña en 1963. (Una breve fusión con Malasia tocó
a su fin en 1965). En torno a la época de la independencia, una cuarta parte de
la fuerza de trabajo de Singapur estaba en el paro o subempleada. Sus ingresos
per cápita (ajustadas en función de la inflación) eran de menos de un 10 por
ciento de lo que son en la actualidad.
Singapur
hizo muchas cosas para convertirse en uno de los «tigres» económicos asiáticos,
y una de ellas fue poner freno a las desigualdades. El Estado se aseguró de que
los salarios más bajos no se viesen reducidos a los niveles de explotación a
los que podrían haber llegado.
El Estado
hizo obligatorio que los individuos guardasen un «fondo de providencia» —el 36
por ciento de los salarios de los trabajadores jóvenes— a utilizar para costear
una atención sanitaria adecuada, vivienda y prestaciones de jubilación.
Proporcionó enseñanza universal, envió a algunos de sus mejores estudiantes al
extranjero e hizo lo que pudo para asegurarse de que regresaran. (Algunos de
mis alumnos más brillantes eran de Singapur).
Existen al
menos cuatro rasgos característicos del modelo de Singapur, y son más
aplicables a Estados Unidos de lo que podría imaginar un escéptico observador
estadounidense.
En primer
lugar, los individuos estaban obligados a responsabilizarse de sus propias
necesidades. Por ejemplo, mediante los ahorros de sus fondos de providencia,
alrededor del 90 por ciento de los ciudadanos de Singapur se convirtieron en
propietarios de su vivienda, frente a un 65 de los de Estados Unidos desde el
estallido de la burbuja de la vivienda en 2007.
En segundo
lugar, los dirigentes de Singapur se dieron cuenta de que tenían que romper el
ciclo pernicioso y autoalimentado de la desigualdad que ha caracterizado a una
parte tan grande de Occidente. Los programas estatales eran universales pero
progresivos: si bien todo el mundo contribuía, quienes más tenían contribuían
más para ayudar a los que menos tenían y asegurarse así de que todo el mundo
llevase una existencia aceptable en función de lo que la sociedad de Singapur
pudiera permitirse en cada etapa de su desarrollo. Los de arriba no sólo
sufragaron su parte de las inversiones públicas, sino que se les pidió que
contribuyeran aún más para asistir a los más necesitados.
En tercer
lugar, el Estado terció en la distribución de los ingresos brutos para ayudar a
quienes se encuentran en la parte inferior de la pirámide social, en lugar de,
como en Estados Unidos, para ayudar a los de la parte superior. Intervino con
delicadeza en las negociaciones entre trabajadores y empresas, inclinando la
balanza hacia el grupo con menos poder económico, en marcado contraste con
Estados Unidos, donde las reglas del juego han desplazado el equilibrio de poder
entre el trabajo y el capital a favor de este último, sobre todo durante las
tres últimas décadas.
En cuarto
lugar, Singapur se dio cuenta de que la clave del éxito futuro era invertir
abundantemente en la enseñanza —y más recientemente, en la investigación
científica— y que el progreso de la nación requería que todos sus ciudadanos
—no sólo los hijos de los ricos— pudieran acceder a la mejor enseñanza para la
que estuvieran cualificados.
Lee Kuan
Yew, el primer ministro de Singapur, que estuvo en el poder durante tres
décadas, así como sus sucesores, adoptaron una perspectiva más amplia sobre lo
que hace que una economía tenga éxito en lugar de obsesionarse por el producto
interior bruto, pese a que incluso de acuerdo con esa imperfecta vara de medir
el país hizo un papel espléndido, pues creció 5,5 veces más rápidamente de lo
que Estados Unidos lo ha hecho desde 1980.
Más
recientemente, el Estado ha centrado su atención de manera intensiva sobre el
medio ambiente, asegurándose de que esta abarrotada ciudad de 5,3 millones de
habitantes conserve sus espacios verdes, aun cuando suponga colocarlos en las
azoteas de los edificios.
En una época
en la que la urbanización y la modernización han debilitado los vínculos
familiares, Singapur ha prestado mucha atención a la importancia de
mantenerlos, sobre todo los que son intergeneracionales, y ha instituido
programas de vivienda para ayudar a la población de la tercera edad.
Singapur se
dio cuenta de que una economía no podía tener éxito si la mayoría de sus
ciudadanos no participaba en su crecimiento o si amplios sectores carecían de
vivienda adecuada, acceso a la atención sanitaria y seguridad de cara a la
jubilación. Al insistir en que los individuos contribuyeran de manera
significativa a sus propias cuentas de bienestar social, evitó la carga de
convertirse en un Estado-nodriza. Sin embargo, al reconocer las distintas
capacidades de los individuos para afrontar esas necesidades, creó una sociedad
más cohesionada. Al comprender que los niños no pueden elegir a sus padres —y
que todos los niños tienen derecho a desarrollar sus capacidades inherentes—
creó una sociedad más dinámica.
El éxito de
Singapur también se refleja en otros indicadores. La esperanza de vida es de 82
años frente a los 78 de Estados Unidos. Las puntuaciones de los estudiantes en
matemáticas, ciencias y pruebas de lectura están entre las más altas del mundo,
muy por encima de la media de la Organización para la Cooperación Económica y
el Desarrollo (el club de naciones ricas del mundo) y muy por delante de las de
Estados Unidos.
La situación
no es perfecta: en la última década, la creciente desigualdad de ingresos ha
supuesto un desafío para Singapur, al igual que para muchos otros países. Sin embargo,
los habitantes de Singapur han tomado nota del problema, y existe un animado
debate en curso sobre los mejores modos de atenuar tendencias globales
adversas.
Hay quien
sostiene que todo esto sólo fue posible porque el señor Lee, que dejó el cargo
en 1990, no tenía un compromiso firme con los procesos democráticos. Es cierto
que Singapur, un Estado muy centralizado, ha estado gobernado durante décadas
por el Partido de Acción Popular del señor Lee. Sus detractores dicen que el
régimen tiene aspectos autoritarios: limitaciones de las libertades civiles,
penas por delitos muy duras, insuficiente competencia política entre una
multitud de partidos y un poder judicial que no es plenamente independiente. No
obstante, también es cierto que el Gobierno de Singapur se clasifica
regularmente como uno de los menos corruptos y más transparentes del mundo, y
que sus dirigentes han dado pasos para ampliar la participación democrática.
Además, ha
habido otros países comprometidos con procesos democráticos y abiertos que han
tenido un éxito espectacular a la hora de crear economías a la vez dinámicas y
justas, con un grado de desigualdad mucho menor y una igualdad de oportunidades
mucho mayor que los de Estados Unidos.
Cada uno de
los países nórdicos ha seguido una trayectoria ligeramente distinta, pero todos
ellos han obtenido logros impresionantes en materia de crecimiento con equidad.
Una de las formas de medición habituales es el Índice de Desarrollo Humano del
Programa de Desarrollo de las Naciones Unidas ajustado a la desigualdad, que no
sirve tanto para medir la producción económica como para medir el bienestar
humano. Tiene en cuenta los ingresos y los niveles de educación y de salud de
los ciudadanos de cada país, y se ajusta en función de cómo está distribuido el
acceso a estos entre la población. Los países del norte de Europa (Suecia,
Dinamarca, Finlandia y Noruega) se encuentran entre los primeros puestos. En
contraste —y sobre todo teniendo en cuenta su ranking en el número 3 del índice de no ajustados en función de la
desigualdad—, Estados Unidos se encuentra más abajo en la lista, en el puesto
16. Y cuando se consideran de forma aislada otros indicadores de bienestar, la
situación empeora todavía más: Estados Unidos figura en el puesto 33 en el
índice de esperanza de vida del Programa de Desarrollo de las Naciones Unidas
ajustado en función de la desigualdad, justo detrás de Chile.
Las fuerzas
económicas son globales; el hecho de que existan tales diferencias en los
resultados (tanto en los niveles de desigualdad como en las oportunidades)
indica que lo que importa es el modo en que las fuerzas locales —y en primer
lugar la política— conforman esas fuerzas económicas globales. Singapur y
Escandinavia han demostrado que pueden ser conformadas de formas que aseguren
el crecimiento equitativo.
En la
actualidad reconocemos que la democracia supone algo más que votar
periódicamente. Las sociedades con un alto nivel de desigualdad económica
acaban teniendo inevitablemente un alto nivel de desigualdad política: las
élites dirigen el sistema político en función de sus propios intereses,
obedeciendo a lo que los economistas denominan «comportamiento de captación de
renta» en lugar de interés público general. El resultado es una democracia de
lo más imperfecta. En este sentido, las democracias nórdicas han logrado
aquello a lo que aspira la mayoría de los estadounidenses: un sistema político
en el que la voz de los ciudadanos de a pie está representada de manera
equitativa, en el que las tradiciones políticas reafirman su carácter abierto y
transparente, en el que el dinero no domina la toma de decisiones políticas y
en el que las actividades gubernamentales son transparentes.
Creo que los
logros económicos de los países nórdicos son en gran medida el resultado de la
naturaleza intensamente democrática de estas sociedades. No sólo existe un nexo
positivo entre el crecimiento y la igualdad, sino también entre ambos y la
democracia. (El reverso de la moneda es que una mayor desigualdad no sólo
debilita nuestra economía, sino que también debilita nuestra democracia).
Una de las
piedras de toque de la justicia social de una sociedad es el trato que dispensa
a los niños. Muchos conservadores o liberales estadounidenses sostienen que los
adultos pobres son responsables de su suerte y que han propiciado la situación
en la que se encuentran por no haber trabajado tan duro como debieran.
(Suponiendo, claro está, que haya empleo disponible, supuesto que resulta cada
vez más dudoso).
Ahora bien,
el bienestar de los niños no es manifiestamente algo de lo que se pueda culpar
(o de lo que quepa alabar) a los niños. Sólo un 7,3 por ciento de los niños
suecos son pobres, en contraste con Estados Unidos, donde un sorprendente 23,1
por ciento de ellos vive en la pobreza. Esto no sólo es una violación
fundamental de la justicia social, sino que tampoco augura nada bueno de cara
al futuro, ya que estos niños tienen escasas perspectivas de contribuir al
futuro de su país.
El debate en
torno a estos modelos alternativos, que parecen dar resultados para la mayoría
de las personas, suele terminar con alguna afirmación inconformista sobre por
qué esos países son diferentes y por qué su modelo encierra pocas lecciones
para Estados Unidos. Todo eso es comprensible. A ninguno nos gusta pensar mal
de nosotros mismos o de nuestro sistema económico. Queremos creer
que tenemos el mejor sistema económico del mundo.
Parte de
esta autocomplacencia, sin embargo, procede de la incapacidad de comprender las
realidades del Estados Unidos contemporáneo. Cuando a los estadounidenses se
les pregunta cuál es la distribución ideal de los ingresos, admiten que un
sistema capitalista siempre generará algo de desigualdad, pues sin ella no
existiría incentivo para el ahorro, la innovación y la industria. Y se dan cuenta
de que no estamos a la altura de lo que ellos consideran su «ideal». La
realidad es que tenemos muchísima más desigualdad de lo que creemos, y que
nuestra imagen de lo ideal no difiere mucho de aquello que los países nórdicos
consiguen obtener en la práctica.
Entre la
élite de nuestro país —esa delgadísima capa de estadounidenses que han obtenido
incrementos históricos en su fortuna y sus ingresos desde mediados de la década
de 1970 a la vez que los ingresos de la mayoría de sus conciudadanos se estancaban—,
muchos buscan justificaciones y excusas. Hablan, por ejemplo, de la
homogeneidad de esos países, en los que hay poca inmigración. Ahora bien,
Suecia ha acogido cifras importantes de inmigrantes (aproximadamente un 14 por
ciento de la población es de origen extranjero, comparado con el 11 por ciento
en Gran Bretaña y el 13 por ciento en Estados Unidos). Singapur es una
ciudad-Estado en la que conviven múltiples razas, lenguas y religiones. ¿Y qué
decir del tamaño? Alemania tiene 82 millones de habitantes y el grado de
igualdad de oportunidades es notablemente mayor que en Estados Unidos, una
nación de 314 millones de habitantes (pese a que la desigualdad también ha ido
en aumento allí, aunque no tanto como en Estados Unidos). Es cierto que un
legado de discriminación —que incluye, entre otras muchas cosas, la lacra de la
esclavitud, pecado original de Estados Unidos— convierte la tarea de alcanzar
una sociedad con mayor igualdad y mayor igualdad de oportunidades, al mismo
nivel que los países con mejor historial del mundo, en algo particularmente
peliagudo. Ahora bien, el reconocimiento de este legado debería fortalecer
nuestra determinación, no mermar nuestros esfuerzos, para lograr un ideal que
está a nuestro alcance, y que es congruente con nuestros máximos ideales.
La
desigualdad es un problema global. Afecta a los países ricos y pobres, y a
Estados de todos los continentes. El rostro cambiante de la desigualdad tiene
muchas dimensiones: grandes excesos en la parte superior de la pirámide social,
el vaciamiento de la parte intermedia y un incremento de la pobreza en la parte
inferior. Una de las tesis de este libro es que las sociedades pagan un alto
precio por esa desigualdad: menor rendimiento económico, debilitamiento de la
democracia y erosión de otros valores fundamentales, como el imperio de la ley.
Uno de los corolarios de esta tesis es que frenar el crecimiento de la
desigualdad y crear una sociedad más justa puede dar grandes dividendos: no
sólo rentabilidad económica, sino un aumento de la sensación de justicia y
juego limpio, cosa importante en todas las culturas. Este libro muestra que eso
es algo que puede conseguirse y describe las políticas económicas que pueden
aportar esas mejoras en el funcionamiento de nuestra economía y nuestra
sociedad.
Ahora bien,
aunque existen muchas similitudes entre los distintos países, también hay
algunas diferencias importantes. Aquellos países en los que la desigualdad no
está aumentando son pocos de acuerdo con la estadística sumaria convencional
(por ejemplo, el coeficiente de Gini, descrito en la primera parte). Estados
Unidos, donde me centro en la mayoría de los análisis de este libro, es el más
desigual de todos los países industriales avanzados. Frente a la creencia ampliamente
extendida —y frente a la imagen que tenemos de nosotros mismos—, Estados Unidos
es el país en el que hay menos igualdad de oportunidades. Por supuesto, existen
casos muy conocidos de individuos que, a fuerza de trabajar duro, triunfaron y
subieron desde abajo del todo hasta la cima. No obstante, se trata de
excepciones. Lo que importa son las estadísticas: ¿qué expectativas de
prosperidad tiene una persona que haya nacido en una familia de bajo nivel
educativo y bajos ingresos? En Estados Unidos esas expectativas dependen más de
los ingresos y el nivel educativo de los padres que en otras partes.
Es
inevitable que haya desigualdad de resultados y de oportunidades, pero yo
sostengo que esas desigualdades no tienen por qué ser tan grandes como han
llegado a ser en Estados Unidos. A otros países les va muchísimo mejor. El
hecho de que a otros les vaya mejor, y que hayan logrado evitar que aumentara
la desigualdad, debería ser motivo de esperanza: las desigualdades actuales no
sólo son la consecuencia inevitable de las fuerzas del mercado. Los mercados no
existen en el vacío. Las políticas públicas los conforman. Los éxitos de otros
países a la hora de moderar la desigualdad —de crear más prosperidad compartida— demuestran que la clase de políticas que
describo en este libro realmente pueden dar resultado a la hora de limitar el
crecimiento de la desigualdad y aumentar la equidad del sistema económico.
Durante los
últimos cuarenta años, los países que han crecido más rápidamente han sido los
de Asia oriental. Los aumentos producidos en el nivel de ingresos que han
tenido lugar eran inimaginables hace medio siglo. Son muchos los factores que
han contribuido a ese éxito, como por ejemplo un elevado índice de ahorro.
Ahora bien, como hemos sostenido yo y otras personas, otro factor ha sido
decisivo, al menos en la mayoría de estos países: el alto nivel de igualdad, y
sobre todo la inversión en enseñanza, que ha aumentado mucho más las
oportunidades. Históricamente ha existido un fuerte contrato social que limita,
por ejemplo, los excesos de la parte superior de la pirámide social: la
proporción en que se remunera a los directores generales respecto al trabajador
medio es bastante minúscula en comparación con la que representa en Estados
Unidos. Este contrato social no siempre ha existido. Las relaciones laborales
en el Japón de la preguerra fueron mucho más conflictivas. El hecho de que las
cosas hayan cambiado de manera tan espectacular resulta esperanzador.
A muchos
estadounidenses les preocupa que la trayectoria que sigue su país,
caracterizada por un nexo de desigualdad económica y política en continuo
aumento, acabe por ser casi imposible de revertir. No obstante, en otras épocas
en las que Estados Unidos se enfrentaba a elevados niveles de desigualdad,
logró salir del borde de abismo e invertir el rumbo: a la «Gilded Age»[41*] le siguió la Era Progresiva, y a la desigualdad sin
precedentes de los «felices noventa»[42*]
le siguió la emblemática legislación social de la década de 1930. Que Japón,
Brasil y Estados Unidos hayan cambiado de rumbo en diversos momentos de su
historia y emprendido políticas que han vinculado más estrechamente entre sí a
sus ciudadanos debería servir como contrapeso a un sentimiento de desesperanza
cada vez más extendido.
Ahora bien,
si Estados Unidos no cambia de rumbo pagará un alto precio por una desigualdad
elevada y cada vez más grave. Este libro explica por qué el rendimiento
económico de las sociedades que tienen un mayor grado de igualdad tiene más
probabilidades de ser mayor. Por desgracia, no sólo existen los círculos
virtuosos; también existen los círculos viciosos: una desigualdad económica más
elevada puede desembocar en un debilitamiento del contrato social y un aumento
de los desequilibrios del poder político, lo que a su vez puede desembocar en
leyes, normativas y políticas que intensifiquen todavía más la desigualdad
económica.
Las
experiencias de Estados Unidos deberían servir de importante toque de atención
para otros países, Japón entre ellos. Pese a que el crecimiento japonés se haya
debilitado, ha logrado evitar algunos de los extremos puestos de manifiesto por
datos recientes acerca de Estados Unidos. Por ejemplo, durante el periodo
2008-2010 incluso quienes se encontraban en la parte intermedia de la escala
social perdieron casi el 40 por ciento de su riqueza, lo que aniquiló dos
décadas de acumulación de riqueza por parte del estadounidense medio. Durante
el año de la recuperación de 2013, el 93 por ciento de las ganancias fueron
acaparadas por el 1 por ciento de la población. Mientras que el mercado laboral
estadounidense continúa en estado anémico —casi uno de cada seis
estadounidenses que querría tener un empleo a tiempo completo no logra
encontrarlo—, en Japón hasta la depresión prolongada ha engendrado un nivel de
desempleo relativamente bajo. El sistema de protección social estadounidense se
encuentra entre los peores de los países industriales avanzados. Sin embargo, a
medida que la recaudación fiscal ha disminuido, el sistema de protección
social, inadecuado ya de por sí, se está desmoronando todavía más. Se han
producido recortes de grandes dimensiones en servicios públicos fundamentales
para el bienestar de los estadounidenses de a pie. El inevitable resultado es
que la desaceleración económica genera una pobreza cada vez mayor.
En Estados
Unidos existe otro círculo vicioso: una elevada desigualdad conduce a una
economía débil, y una economía débil conduce a su vez a una mayor desigualdad.
Un nivel de paro elevado, por ejemplo, conduce a una presión a la baja sobre
los salarios, lo que perjudica a la clase media. Como explico en el libro, una
desigualdad elevada reduce la demanda total, y es la falta de demanda lo que
está inhibiendo el crecimiento en Estados Unidos y en muchos otros países.
Pese a que
todos los demás países sostienen con cierto grado de satisfacción que su
comportamiento es mejor que el de Estados Unidos —al menos en este apartado—
existe el riesgo del engreimiento. El éxito en un momento dado no garantiza el
éxito con posterioridad.
Pese a que
en Japón la desigualdad siga siendo notablemente inferior que en Estados
Unidos, allí ha estado aumentando del mismo modo que entre nosotros. ¿Podría
Japón retroceder a la conflictividad del periodo de preguerra?
Este libro
ofrece, por tanto, una importante serie de advertencias y de lecciones para
Japón: este país no debería dar por sentados sus éxitos pasados en la creación
de una sociedad y una economía más justas y equitativas. Debería preocuparse
por aumentar la igualdad. Debería preocuparse por las consecuencias económicas
de la desigualdad, así como por sus consecuencias políticas y sociales.
Aún más que
Estados Unidos, Japón se enfrenta al problema de una elevada deuda y de una
población envejecida. Su economía ha estado creciendo aún más lentamente que la
de Estados Unidos. Puede que sus dirigentes se sientan tentados a recurrir a
recortes en inversiones en el bien común o a socavar el sistema de protección
social. Ahora bien, tales políticas pondrían en riesgo valores fundamentales
y las perspectivas económicas futuras.
Existen
alternativas políticas (descritas en la parte final) que harían aumentar al
mismo tiempo el crecimiento y la igualdad, lo que daría lugar a una prosperidad
compartida. Tanto para Japón como para Estados Unidos, la cuestión es más
política que económica. ¿Será capaz Japón de poner freno a sus captadores de
renta, que al obedecer a sus propios y estrechos intereses perjudican
inevitablemente a la economía en conjunto? ¿Será capaz de establecer un
contrato social para el siglo XXI y garantizar así que los beneficios del crecimiento
que pueda haber sean compartidos de forma equitativa?
Las respuestas
que se den a estas preguntas son decisivas para el futuro de Japón, tanto desde
el punto de vista social como económico.
Durante los
cinco años transcurridos desde que la crisis financiera paralizara la economía
estadounidense, una de las advertencias favoritas de quienes han abogado a
favor de iniciativas gubernamentales enérgicas, yo entre ellos, ha sido que
Estados Unidos corría el riesgo de entrar en una larga etapa de «malestar
económico japonés». Las dos décadas de anémico crecimiento nipón que siguieron
a un crac en 1989 constituyen la fábula moralizante por excelencia acerca de
cómo no responder a una crisis financiera.
Ahora bien,
no por eso Japón deja de mostrarnos el camino a seguir. El recién elegido
primer ministro, Shinzo Abe, se ha embarcado en un cursillo acelerado de
flexibilización monetaria, inversión en obras públicas y fomento del espíritu
empresarial e inversión extranjera para revertir lo que ha calificado como «una
profunda pérdida de confianza». Parece que las nuevas políticas vayan a ser
toda una bendición para Japón. Y lo que sucede en Japón, la tercera economía
más grande del mundo y antaño considerado como el rival económico más
encarnizado de Estados Unidos, tendrá un gran impacto en ese país y en todo el
mundo.
Por
supuesto, no todo el mundo está convencido: si bien Japón presentó una sólida
tasa de crecimiento anual del 3,5 por ciento durante el primer trimestre de
este año, la bolsa ha bajado del punto más álgido en cinco años entre dudas en
torno a si la «Abeconomía» llegará lo bastante lejos. Sin embargo, no
deberíamos hacer ninguna interpretación de los hechos basándonos en las
fluctuaciones a corto plazo de la bolsa. Sin lugar a dudas, la «Abeconomía»
representa un paso enorme en la dirección correcta.
Comprender
de verdad por qué las cosas pintan bien para Japón requiere no sólo prestar una
estrecha atención a la plataforma del señor Abe, sino también reexaminar la
trillada historia del estancamiento nipón. Las dos últimas décadas mal pueden
considerarse como un relato de fracaso unilateral. Superficialmente, parece que
se haya producido un crecimiento muy lento. Entre 2000 y 2011, durante la
primera década de este siglo, la economía japonesa creció a un ritmo anual de
un 0,78 por ciento, frente a un 1,8 por ciento para Estados Unidos.
Ahora bien,
si se observa más de cerca, el lento crecimiento japonés no tiene tan mal
aspecto. Cualquier estudio riguroso del comportamiento económico tiene que
fijarse no sólo en el crecimiento de conjunto, sino en el crecimiento en
relación con el tamaño de la población activa. Entre 2001 y 2011, la población
en edad de trabajar de Japón (comprendida entre los 15 y los 64 años de edad)
se redujo en un 5,5 por ciento, mientras que el número de estadounidenses
comprendidos en esa franja de edad aumentó en un 9,2 por ciento, por lo que
cabría esperar un crecimiento más lento del PIB. Ahora bien, incluso antes de
la «Abeconomía», a lo largo de la primera década del siglo el rendimiento económico
real de Japón por miembro de la fuerza de trabajo creció a un ritmo más veloz
que el de Estados Unidos, Alemania, Gran Bretaña o Australia.
Con todo, el
crecimiento de Japón es muy inferior al que había sido antes de la crisis, en
1989. Gracias a nuestra experiencia reciente en Estados Unidos, estamos
familiarizados con los devastadores efectos hasta de una recesión breve (si
bien mucho más profunda): en Estados Unidos hemos tenido una desigualdad
desbocada (el 1 por ciento de la pirámide social ha acaparado todas las
ganancias de la «recuperación» y aún más ingresos), un paro cada vez mayor y
unas clases medias que se han ido quedando cada vez más atrás. El ejemplo de
Japón demuestra que la recuperación plena no se produce de forma automática.
Por suerte para Japón, su Gobierno dio pasos encaminados a garantizar que los
extremos de desigualdad que se produjeron en Estados Unidos no fueran
manifiestos allí, y ahora, por fin, se muestra proactivo en lo referente a su
crecimiento.
Y si
ampliáramos la gama de formas de medida, veríamos que incluso tras dos décadas
de «malestar», el comportamiento de Japón es muy superior al Estados Unidos.
Tomemos, por ejemplo, el coeficiente
de Gini, el índice habitual de medida de la desigualdad. El cero
representa la igualdad perfecta, y el uno la desigualdad perfecta. De acuerdo
con la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico la cifra
correspondiente a Estados Unidos es 0,38 (otras fuentes consideran el nivel de
desigualdad de Estados Unidos aún más elevado), mientras que el coeficiente de
Gini de Japón se encuentra actualmente en torno a 0,33. En Estados Unidos, los
ingresos medios del 10 por ciento más rico de la población son 15,9 veces los
del 10 por ciento más pobre, comparado con 10,7 veces en Japón.
Estas
diferencias se deben a opciones políticas, no a la inevitabilidad económica.
También de acuerdo con la OCDE, en ambos países los coeficientes de Gini antes
de impuestos y pagos de transferencia son aproximadamente los mismos: 0,499
para Estados Unidos y 0,488 para Japón. Sin embargo, Estados Unidos hace muy
poco para modular su grado de desigualdad, reduciéndola a 0,38. Japón hace
mucho más, y disminuye así su coeficiente de Gini hasta 0,33.
Indudablemente,
la situación de Japón no es perfecta. El país tiene que esforzarse más para
cuidar de sus «más ancianos», es decir, de quienes superan los 75 años. Este
sector constituye una proporción cada vez mayor de la población envejecida del
mundo. En 2008, la OCDE estimó que el 24,5 por ciento de los «más ancianos» de
Japón vivía en una relativa pobreza —o sea, con unos ingresos inferiores a la
media nacional— cifra sólo marginalmente mejor que la de Estados Unidos (27,4
por ciento) y muy por encima de la media de la OCDE, que es de un 16,1 por ciento.
Pese a que ni nosotros ni Japón seamos tan ricos como en otros tiempos creíamos
ser, es inadmisible que un sector tan grande de nuestra población de la tercera
edad tenga que afrontar tales estrecheces.
No obstante,
si Japón tiene un problema con la pobreza entre la población más envejecida, le
va mucho mejor en otro frente que tiene importantes implicaciones para el
futuro de cualquier país: alrededor de un 14,9 por ciento de los niños
japoneses son pobres, frente a un descorazonador 23,1 por ciento de los niños
estadounidenses.
Las formas
más generales de medida del comportamiento económico resultan igualmente
indicativas. Japón encabeza el mundo en materia de esperanza de vida al nacer
(un buen indicador de la salud de la economía) con 83,6 años frente a 78,8 para
los estadounidenses. Y ni siquiera este dato pone de manifiesto la gama
completa de la desigualdad en materia de esperanza de vida. Se ha estimado que
el 10 por ciento más longevo de estadounidenses —que tienden a ser los
estadounidenses más ricos— viven tanto como el japonés medio. Sin embargo,
quienes pertenecen al 10 por ciento más pobre de la población mundial viven
aproximadamente el mismo tiempo que el mexicano o argentino medio. El Programa
de Desarrollo de las Naciones Unidas estima que los efectos de la desigualdad
en materia de esperanza de vida en Estados Unidos casi duplica los de Japón.
Otras formas
de medida también ponen de relieve los puntos fuertes de Japón. Ocupa el
segundo puesto mundial en obtención de estudios universitarios, muy por delante
de Estados Unidos. E incluso en épocas de crecimiento lento, Japón ha dirigido
su economía de una manera que ha mantenido el índice de desempleo bajo control.
Durante la crisis financiera global, el índice de desempleo culminó al alcanzar
el 5,5 por ciento; durante las dos décadas del «malestar» japonés, nunca superó
el 5,8 por ciento. El bajo nivel de paro es uno de los motivos por los que a
Japón le ha ido mucho mejor que a Estados Unidos.
Nosotros
contemplamos esas cifras con envidia. El desempleo estadounidense y un mercado
de trabajo débil en conjunto perjudican a quienes están en el medio y en la
parte inferior de la pirámide social de cuatro formas.
En primer
lugar, es evidente que quienes pierden sus empleos sufren, y en Estados Unidos
más aún, porque antes de que existiera Obamacare dependían abrumadoramente de
sus empresas en materia de atención sanitaria. La combinación de pérdida de
empleo y enfermedad lleva a muchos estadounidenses al borde de la bancarrota o
directamente a ella. En segundo lugar, un mercado de trabajo débil quiere decir
que es probable que hasta quienes tienen empleo vean reducirse
sus horas de trabajo. Los índices de paro oficiales maquillan el enorme número
de estadounidenses que han aceptado empleos a tiempo parcial, no porque fuese
lo que ellos querían, sino porque era lo único que había. Sin embargo, incluso
aquellos que supuestamente trabajan a jornada completa ven erosionarse sus
ingresos cuando se les obliga a trabajar menos horas. En tercer lugar, al haber
tanta gente buscando empleo sin obtenerlo, los empresarios no están sometidos a
presión alguna para subir los salarios, que ni siquiera se mantienen al mismo
nivel que la inflación. Los ingresos reales disminuyen, y eso es lo que le ha
estado ocurriendo a la mayoría de familias estadounidenses de clase media. Por
último, el gasto público de todo tipo —tan importante para quienes están en la
parte intermedia e inferior de la escala social— se recorta.
Con su
enfoque de tres ángulos —política estructural, monetaria y fiscal— el señor
Abe, que asumió el cargo en el último mes de diciembre, ha hecho lo que Estados
Unidos tendría que haber hecho hace mucho tiempo. Si bien las políticas
estructurales no se han expuesto de forma más pormenorizada, es probable que
incluyan medidas que apunten a intensificar la participación en la población
activa, sobre todo de las mujeres, y con suerte, a facilitar el empleo de una
gran parte de la población saludable de la tercera edad. Hay quien también ha
propuesto fomentar la inmigración. Se trata de iniciativas con las que Estados
Unidos ha obtenido buenos resultados en el pasado, y que es decisivo que Japón
aborde, tanto por mor del crecimiento como de la desigualdad.
Pese a que
hace mucho tiempo que Japón da prioridad al acceso igualitario de las mujeres a
la enseñanza, lo que ha desembocado en que las niñas japonesas obtengan notas
superiores a las de los niños en ciencias y no estén tan rezagadas en relación
con estos en matemáticas como las niñas estadounidenses, la participación de
las mujeres en la población activa sigue siendo sin embargo relativamente baja
(un 49 por ciento según el Banco Mundial, frente al 58 por ciento en Estados
Unidos). Y un sector asombrosamente reducido de mujeres japonesas —el 7 por ciento,
según una de esas mujeres— desempeña puestos directivos.
Obtener una
mayor participación en la población activa por parte de la preparadísima
población femenina japonesa es, por supuesto, tanto cuestión de hábitos y
costumbres sociales como de política gubernamental. Y si bien los Estados sólo
pueden desempeñar un papel limitado a la hora de cambiar los hábitos sociales,
pueden contribuir a inclinar la balanza facilitando la participación activa de
las mujeres en el mercado laboral mediante políticas favorables a la familia
(como las bajas por maternidad y las guarderías) así como leyes
antidiscriminación aplicadas de manera firme. Las estadísticas nacionales
suelen evaluar la desigualdad entre los hogares o las familias: se mantienen al
margen de lo que sucede dentro de la familia. Ahora bien, las desigualdades
entre las familias pueden ser marcadas y difieren notablemente entre distintos
países.
Otras
reformas probables se refieren al hecho de que Japón, al igual que otros países
industriales avanzados, necesita realizar reformas estructurales de gran
calado: pasar de una economía industrial a una economía del sector de
servicios, así como adaptarse a los espectaculares cambios en las ventajas
comparativas globales, a las realidades del cambio climático y a los retos que
plantea una población en vías de envejecimiento. Si bien hace mucho que su
potente sector industrial da muestras de un buen crecimiento de la
productividad, otros sectores se han rezagado. Japón tiene el potencial para
extender su demostrada capacidad innovadora al sector de servicios.
Con una
población en vías de envejecimiento, el aumento de la eficiencia del sector de
la atención sanitaria será decisivo; un ejemplo de un ámbito en el que se
pueden realizar avances globales combinando la pericia industrial y tecnológica
con nuevos dispositivos diagnósticos. Las inversiones en investigación y
enseñanza superior contribuirán a asegurar que los jóvenes japoneses tengan los
conocimientos y el estado de ánimo necesarios para triunfar en el panorama de
la globalización. Los mercados no cumplen fácilmente con estas transformaciones
estructurales por sí solos. De ahí que en tales situaciones, los recortes en el
gasto público sean algo particularmente estúpido.
De hecho,
ese es uno de los motivos por los que el segundo pilar de la «Abeconomía», los
estímulos fiscales, son tan importantes. Para incrementar la demanda agregada
hacen falta estímulos, como todos deberíamos saber. Ahora bien, también hacen
falta para completar las transformaciones estructurales. Las inversiones en
infraestructura, investigación y enseñanza prometen dar grandes dividendos. Y
sin embargo, del mismo modo en que los «halcones del déficit» bloquearon
medidas más contundentes en Estados Unidos, los detractores sostienen que
Japón, cuya deuda es de más del doble del tamaño de su PIB, no está en
condiciones de aplicar esta vertiente decisiva de la nueva política. Señalan el
hecho de que la deuda japonesa coincide con el largo periodo de bajo
crecimiento de la economía nipona. No obstante, aun en este caso los datos
cuentan una historia más matizada. No fue la deuda la que causó el crecimiento
lento, sino la lentitud del crecimiento el que causó el déficit. Si el Estado
no hubiera estimulado la economía, el crecimiento habría sido todavía más
lento.
Es más, el
fundamento de la lógica de los abogados defensores de la austeridad —a saber,
que unos elevados niveles de déficit presupuestario siempre ralentizan el
crecimiento— ha quedado desacreditado. Europa está aportando cada vez más
pruebas de que la austeridad engendra austeridad, lo que a su vez acarrea
recesión y depresión.
La vertiente
final de la «Abeconomía» es su política monetaria, que refuerza los estímulos
con estímulos monetarios. Tendríamos que haber aprendido que los estímulos
monetarios —incluso cuando se trata de iniciativas ambiciosas y sin precedentes
como la expansión cuantitativa— tienen efectos limitados en el mejor de los
casos. La atención se centra en revertir la deflación, cosa que, en mi opinión,
inquieta sobre todo porque es un síntoma de infrautilización. Pese a que
debilitar el tipo de cambio del yen hará que los bienes japoneses sean más
competitivos y por tanto estimulará el crecimiento de la economía, esta es la
realidad de la interdependencia internacional de la política monetaria. No
menos cierto es que la política de «expansión cuantitativa» de la Reserva
Federal debilita al dólar. Cabe esperar con ganas el día en que la coordinación
global mejore en este apartado.
A medida que
las pruebas van encajando, la cuestión apremiante es no tanto si la
«Abeconomía» es un buen plan, sino cómo podría Estados Unidos diseñar un plan
similarmente integrado y qué consecuencias tendría en caso de fracasar. El
principal obstáculo no reside en la ciencia económica sino, como de costumbre,
en las acaloradas pugnas políticas estadounidenses. Por ejemplo, pese a los
dudosos fundamentos teóricos de los defensores de la austeridad, hemos
permitido que el gasto público se redujera en todo tipo de ámbitos, incluyendo
aquellos que son necesarios para garantizar un futuro de prosperidad
compartida. En consecuencia, incluso mientras la situación financiera de
algunos estados empieza a mejorar lentamente, el empleo público sigue estando
en unos 500 000 puestos de trabajo por debajo de los que había antes de la
crisis; esa disminución en el empleo se ha producido casi completamente a nivel
estatal y local. Recobrar los niveles de empleo anteriores a la recesión es un
desafío tremendo, por no hablar de devolverlos al nivel en el que estarían de
no haberse producido una recesión. (Si la economía se hubiera estado
expandiendo con normalidad, el empleo público habría aumentado de manera
significativa). Dado el elevado nivel de desigualdad, la carga está recayendo
desproporcionadamente sobre los ciudadanos más pobres de nuestra nación.
Uno de los
principales hilos conductores de mi investigación ha sido que cualquier país
paga un alto precio por la desigualdad. Una sociedad puede tener un crecimiento
más elevado y más igualdad: ambas cosas no son mutuamente excluyentes. La
«Abeconomía» ya ha expuesto algunas políticas destinadas a lograr las dos
cosas. Y esperemos que a medida que se vayan concretando
los detalles, habrá más políticas que fomenten una mayor igualdad de género en
el mercado laboral y aprovechen así uno de los recursos infrautilizados del
país. Eso intensificará el crecimiento, la eficacia y la igualdad. El plan del
señor Abe también pone de manifiesto la comprensión de que la política
monetaria tiene sus límites. Es preciso tener unas políticas monetarias,
fiscales y estructurales coordinadas.
Quienes
consideran el comportamiento de Japón durante las últimas décadas como un
fracaso sin paliativos tienen una concepción demasiado estrecha del éxito
económico. En lo relativo a muchos aspectos —una mayor igualdad en los
ingresos, una mayor esperanza de vida, un menor nivel de desempleo, una mayor
inversión en la educación y la salud de los niños y una productividad aún mayor
en relación con el tamaño de la población activa—, Japón ha obtenido mejores
resultados que Estados Unidos. Es posible que tenga mucho que enseñarnos. Y si
la «Abeconomía» tiene la mitad del éxito que le auguran sus defensores, tendrá
todavía más que enseñarnos.
China está a
punto de adoptar su undécimo plan quinquenal, que allanará el camino para la
continuidad de lo que probablemente sea la transformación económica más
asombrosa de la historia, a la vez que mejora el bienestar de casi una cuarta
parte de la población mundial. Nunca antes había sido testigo el mundo de un
crecimiento tan sostenido; nunca antes había habido tal reducción de la
pobreza.
Parte de la
clave del éxito a largo plazo de China ha sido su combinación prácticamente
singular y exclusiva de pragmatismo y visión de futuro. Mientras que gran parte
del mundo en vías de desarrollo, después del Consenso de Washington, se ha
orientado hacia la quijotesca búsqueda de un mayor PIB, China ha vuelto a dejar
claro una vez más que busca aumentos sostenibles y más equitativos del nivel de
vida real.
China es
consciente de que ha entrado en una fase de crecimiento económico que impone
una carga enorme e insostenible al medio ambiente. A menos que haya un cambio
de rumbo, los niveles de vida acabarán viéndose comprometidos. De ahí que el
nuevo plan quinquenal haga mayor hincapié en el medio ambiente.
Incluso
muchas de las zonas más atrasadas de China han estado creciendo a un ritmo que
sería una maravilla, de no ser por el hecho de que otras partes del país lo
están haciendo con mayor rapidez todavía. A pesar de que esto ha reducido la
pobreza, la desigualdad viene aumentando, y hay crecientes disparidades entre
las ciudades y las zonas rurales, así como entre las regiones costeras y el
interior. El Informe de Desarrollo del Banco Mundial de este año explica por
qué la desigualdad, y no sólo la miseria, debería de ser motivo de inquietud, y
el undécimo plan quinquenal chino coge el toro por los cuernos. El Gobierno
lleva varios años hablando de una sociedad más armoniosa, y el plan prescribe
planes ambiciosos para lograrla.
China
también reconoce que lo que separa a los países menos desarrollados de los
desarrollados no sólo es la brecha entre recursos, sino también una brecha de
conocimiento, por lo que no sólo ha preparado planes ambiciosos para disminuir
esa brecha, sino también para crear bases para la innovación independiente.
El papel de
China en el mundo y en la economía mundial ha cambiado, y el plan también lo
refleja. Su crecimiento futuro tendrá que basarse más en la demanda que en las
exportaciones, lo que exigirá un aumento del consumo. A decir verdad, China
tiene un problema muy poco común: un exceso de ahorro. En parte, la gente
ahorra debido a las deficiencias de los programas de Seguridad Social del Estado;
el fortalecimiento de la Seguridad Social (las pensiones), la atención
sanitaria y la enseñanza disminuirá al mismo tiempo las desigualdades sociales,
incrementará la sensación de bienestar de la ciudadanía y alentará el consumo.
Si tiene
éxito —y hasta ahora, China ha superado casi siempre sus ambiciosas
expectativas—, este ajuste podría someter a enormes tensiones un sistema
económico global ya desestabilizado por los grandes desequilibrios fiscales y
comerciales de Estados Unidos. Si China ahorra menos —y si, como han anunciado
algunos altos cargos, se embarca en una política más diversificada para
invertir sus reservas—, ¿quién financiará el déficit comercial estadounidense
de más de dos mil millones de dólares diarios? Dejaremos este tema para otra ocasión,
pero puede que ese día no esté muy lejano.
Con una
imagen tan clara del futuro, el reto estará en ponerla en práctica. China es un
país muy grande, y no podría haber tenido un éxito tan enorme como ha tenido
sin una amplia descentralización. Ahora bien, la descentralización presenta sus
propios problemas.
El efecto
invernadero, por ejemplo, es un problema global. Mientras que Estados Unidos
dice que no se puede permitir el lujo de hacer nada al respecto, los
responsables políticos chinos han actuado de una manera más responsable. Antes
de que hubiera transcurrido un mes desde la adopción del nuevo plan, se
decretaron nuevos impuestos medioambientales sobre los automóviles, la gasolina
y los productos de madera: China estaba utilizando mecanismos de mercado para
abordar sus problemas medioambientales y los del mundo en general. No obstante,
la presión sobre los responsables políticos locales para que haya crecimiento
económico y se cree empleo será enorme. Se sentirán muy tentados de
justificarse diciendo que si Estados Unidos no se puede permitir el lujo de
producir de una forma no agresiva con el planeta, ¿cómo van a hacerlo ellos?
Para plasmar su iniciativa en acciones concretas, el Gobierno chino tendrá que
poner en práctica políticas contundentes, como los impuestos medioambientales
que ya se han aprobado.
A medida que
China se ha ido moviendo hacia una economía de mercado, ha desarrollado algunos
de los problemas que acosan a los países desarrollados, por ejemplo, grupos de
presión que camuflan sus intereses tras el fino velo de la ideología del
mercado.
Algunos
abogarán a favor de la teoría económica del goteo: no nos preocupemos por los
pobres, con el tiempo todo el mundo se beneficiará del crecimiento. Y otros se
opondrán a la política de la competición y a firmes leyes de gobernanza de las
grandes empresas: que la supervivencia darwiniana obre sus maravillas. Otros
propondrán argumentos favorables al crecimiento para contrarrestar la necesidad
de unas políticas sociales y medioambientales contundentes: unos impuestos
mayores sobre la gasolina, se dirá por ejemplo, destruirán nuestra incipiente
industria automovilística.
Estas
políticas presuntamente favorables al crecimiento no sólo no generarían
crecimiento, sino que pondrían en peligro las perspectivas de futuro de China
en su conjunto. Sólo hay una forma de impedirlo: debatir abiertamente sobre
políticas económicas para poner de relieve las falacias y ofrecer un margen
para soluciones creativas a muchos de los retos a los que se enfrenta China en
la actualidad. George W. Bush nos mostró los peligros que encierra el
secretismo excesivo, así como los de limitar la toma de decisiones a un círculo
restringido de sicofantes. La mayoría de las personas que no viven en China no
acaban de apreciar hasta qué punto sus dirigentes, por el contrario, han
participado en deliberaciones exhaustivas y amplias consultas (incluso con
extranjeros) para esforzarse en resolver los enormes problemas que han de
afrontar.
Las
economías de mercado no se autorregulan. Sencillamente no se pueden dejar en
piloto automático, sobre todo cuando se quiere garantizar que sus beneficios
sean ampliamente compartidos. Ahora bien, gestionar una economía de mercado no
es tarea fácil; es un ejercicio de malabarismo que tiene que responder
continuamente a los cambios económicos. El undécimo plan quinquenal chino
ofrece una hoja de ruta para esa respuesta. El mundo observa, asombrado y
esperanzado, mientras las vidas de 1300 millones de seres humanos continúan
transformándose.
En los
anales históricos, no se conoce ningún país que haya crecido tan rápidamente
—ni sacado a tanta gente de la pobreza— como China a lo largo de los treinta
últimos años. Uno de los rasgos distintivos del éxito de China ha sido la
disposición de sus dirigentes a revisar el modelo económico del país cuando y
como sea necesario, pese a la oposición de poderosos intereses creados. Y
ahora, mientras China pone en marcha otra serie de reformas fundamentales, esos
intereses ya están haciendo cola para ofrecer resistencia. ¿Lograrán triunfar
de nuevo los reformadores?
Al responder
a esa pregunta, la cuestión decisiva a tener en cuenta es que, al igual que en
el pasado, la actual ronda de reformas reestructurará no sólo la economía, sino
también los intereses creados que darán forma a reformas futuras (e incluso determinará si estas son posibles). Y en la
actualidad, mientras que iniciativas muy publicitadas —por ejemplo, la
creciente campaña anticorrupción del Gobierno— reciben mucha atención, la
cuestión de fondo a la que se enfrenta China gira en torno al papel apropiado
del Estado y del mercado.
Cuando China
inició sus reformas hace más de tres décadas, el rumbo estaba claro: era
preciso que el mercado desempeñara un papel mucho mayor a la hora de asignar
recursos. Y así lo ha hecho, puesto que ahora el sector privado es mucho más
importante de lo que era. Además, existe un gran consenso en torno a que el
mercado ha de desempeñar lo que los responsables califican de «un papel
decisivo» en muchos sectores en los que predominan las empresas de propiedad
estatal. Ahora bien, ¿cuál debería ser su papel en otros sectores, y más en
general en la economía en conjunto?
Muchos de
los problemas actuales de China radican en que hay demasiado mercado e
insuficiente Estado. O dicho de otra forma, mientras que el Estado claramente
hace algunas cosas que no debería, también se abstiene de hacer otras que sí
debería hacer.
Agravar la
contaminación medioambiental, por ejemplo, pone en peligro el nivel de vida,
mientras que la desigualdad de ingresos y de riqueza rivaliza ahora con la de
Estados Unidos, y la corrupción impregna tanto las instituciones públicas como
el sector privado. Todo esto socava la confianza en el seno de la sociedad y
del Estado, tendencia que resulta particularmente evidente en lo que se
refiere, por ejemplo, a la seguridad alimentaria.
Tales
problemas podrían agravarse a medida que China reestructura su economía para
alejarse de un crecimiento basado en las exportaciones y encarrilarlo hacia los
servicios y el consumo doméstico. Está claro que hay espacio para el
crecimiento del consumo privado, pero abrazar el derrochador estilo de vida
materialista estadounidense sería desastroso para China y para el resto del
planeta. En China la calidad del aire ya está poniendo en peligro vidas
humanas; el calentamiento global que producirían unas emisiones chinas de
carbono aún más elevadas amenazaría al mundo entero.
Existe una
estrategia mejor. Para empezar, el nivel de vida chino podría aumentar y
aumentaría si se destinasen más recursos a corregir las grandes deficiencias
que padece el país en materia de atención sanitaria y educación. En este
apartado, el Estado debería desempeñar el papel principal y, por buenas
razones, es lo que hace en la mayoría de economías de mercado.
El sistema
de atención sanitaria estadounidense, de base privada, es caro, ineficaz y
obtiene unos resultados mucho peores que los de los países europeos, que gastan
mucho menos. China no debería orientarse hacia un sistema más basado en el
mercado. En los últimos años, el Estado ha dado pasos importantes a la hora de
proporcionar atención sanitaria elemental, sobre todo en las zonas rurales, y
hay quien ha comparado el enfoque chino con el del Reino Unido, donde la base
de la oferta privada es el sistema público. Cabe discutir sobre si ese modelo
es mejor que, digamos, el francés, dominado por la oferta estatal. Ahora bien,
si uno adopta el modelo británico, lo que marca la diferencia es la amplitud de
la base; dado el papel relativamente pequeño que desempeña la oferta de
atención sanitaria privada en el Reino Unido, lo que el país tiene,
en lo fundamental, es un sistema público.
Asimismo,
aunque China haya hecho progresos a la hora de alejarse de la industria y
orientarse hacia una economía basada en los servicios (en 2013 la proporción
del PIB correspondiente a los servicios superó a la que corresponde a la
industria por primera vez), sigue quedando mucho trecho por recorrer. Ya son muchas
las industrias que padecen de exceso de capacidad, y sin asistencia
gubernamental, una reestructuración eficiente y sin turbulencias será difícil.
China se
está reestructurando de otra manera: mediante su rápida urbanización.
Garantizar que las ciudades sean habitables y sostenibles desde el punto de
vista medioambiental exigirá una enérgica iniciativa gubernamental para ofrecer
transporte público, enseñanza pública, hospitales públicos y parques, así como
una planificación del suelo efectiva, entre otros servicios.
Una de las
grandes lecciones que tendríamos que haber aprendido de la crisis económica
global posterior a 2008 es que los mercados no se autorregulan. Son propensos a
las burbujas crediticias y de activos, que inevitablemente acaban colapsando —a
menudo cuando los flujos de capital por encima de las fronteras cambian
abruptamente de dirección— e imponiendo unos costes sociales masivos.
La obsesión
estadounidense con la desregulación fue lo que desató la crisis. La cuestión no
es sólo moderar el ritmo y secuenciar la liberalización, como insinúan algunos;
el resultado final también importa. La liberalización de las tasas de captación
desembocó en la crisis de ahorros y préstamos estadounidense de la década de
1980. La liberalización de las tasas de colocación alentó la conducta
predatoria que explotaba a los consumidores pobres. La desregulación bancaria
no desembocó en un mayor crecimiento, sino simplemente en un mayor riesgo.
China,
esperemos, no seguirá el rumbo que tomó Estados Unidos y que tuvo unas
consecuencias tan desastrosas. El reto para sus dirigentes consiste en idear
regímenes regulatorios eficaces que sean apropiados para la etapa de desarrollo
en que se encuentran.
Para eso
hará falta que el Estado recaude más dinero. La dependencia actual de los
gobiernos locales en relación con la venta de suelo es una de las fuentes de
muchas de las distorsiones de la economía y de gran parte de la corrupción
actual. Lo que tendrían que hacer las autoridades es aumentar la recaudación mediante
la aprobación de impuestos medioambientales (entre ellos, un impuesto sobre las
emisiones de carbono), así como una fiscalidad progresiva más completa (que
incluya las ganancias de capital) y un impuesto sobre la propiedad. Además, el
Estado debería apropiarse —a través de los dividendos— de una proporción mayor
del valor de las empresas de propiedad estatal (que en parte tendría que
hacerse a expensas de los directivos de esas empresas).
De lo que se
trata es de saber si China podrá mantener un crecimiento veloz (aunque un tanto
inferior al vertiginoso ritmo reciente) al mismo tiempo que controla la
expansión del crédito (lo que podría provocar una abrupta inversión de los
precios de los activos), se enfrenta a una demanda global débil, reestructura su
economía y combate la corrupción. En otros países, unos retos tan abrumadores
habrían desembocado no en el progreso, sino en la parálisis.
La teoría
económica del éxito está clara: una mayor inversión en urbanización, atención
sanitaria y educación, financiada por un aumento de los impuestos, podría
sostener simultáneamente el crecimiento, mejorar el medio ambiente y reducir la
desigualdad. Si la política china es capaz de poner en práctica este orden del
día, tanto a China como al mundo entero les irá mejor.
Continuará
Notas
[41*] Periodo de
la historia estadounidense inmediatamente posterior a la Guerra de Secesión (1870-1890),
en que se produjo una expansión económica, industrial y demográfica sin
precedentes pero en el que las grandes desigualdades económicas y sociales
también dieron lugar a grandes conflictos sociales. El término fue acuñado en
1873 por el escritor Mark Twain en The
Gilded Age: A Tale of Today («La edad de oro»), novela que satirizaba sobre
esa época, caracterizada por serios problemas sociales enmascarados por un baño
de oro. [N. del T.]. << [42*]The Roaring Nineties: apodo con el que se
conoce a la década de 1890. Pese a ello, fue una década muy poco próspera en su mayor parte. A comienzos de ella
estalló una crisis provocada por los altos aranceles, que se agravó cuando el
Pánico de 1893 dio paso a una depresión económica que duró hasta 1896. [N. del
T.]. <<
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