Por Fernando Trias de Bes
SERVICIO TÉCNICO
Versión oficial:
Servicio que ofrecen las marcas
para la reparación de sus productos por parte de técnicos oficiales y
autorizados.
Versión prohibida:
Proceso disuasorio que le
convence de reponer antes que reparar.
Desde un punto de vista ecológico esto es evidentemente un
despropósito porque estamos convirtiendo el planeta en un basurero de
electrodomésticos y aparatos relacionados con la tecnología.
Pero, además, supone meter al cliente en una rueda de la que
es muy difícil escapar.
La obsolescencia no es terreno
exclusivo de la electrónica de consumo. Se hacen obsoletos los productos
también con el diseño. Así, la ropa, gafas, muebles, iluminación del hogar,
accesorios deportivos, juguetes… Todo caduca a una velocidad de vértigo. La
dinámica competitiva es buena, obviamente, así como la mejora continua. Pero
una cosa es que la actividad competitiva acelere el ciclo de vida de los
productos y otra bien distinta que las marcas programen la obsolescencia de sus
propios productos, que es una degeneración absoluta del concepto y que va
contra toda la lógica de la calidad y durabilidad de los bienes.
¿Cómo defenderse de ello? Hay
varias formas.
En determinados sectores, las
marcas han acelerado tanto los plazos de obsolescencia programada que se han
cargado su propia gallina de los huevos de oro. Al imprimir demasiada velocidad a la obsolescencia programada se ha creado un
mercado de ocasión alternativo que les quita a las marcas más negocio del que
generan. Esto ha sucedido en equipamiento deportivo, por ejemplo. Tomemos el ejemplo de las bicicletas de montaña, mercado que conozco
bien por ser un gran aficionado al ciclismo. Durante mucho tiempo, años, se
vendieron como lo mejor del mundo mundial las bicicletas con ruedas de 26
pulgadas. Les hablo de verdaderas máquinas con una cantidad de tecnología e I+D
increíble. Hechas de carbono, con componentes ligeros y automatismos de alta
precisión; bicicletas ligeras, de apenas diez kilogramos de peso y una
flexibilidad extraordinaria para poder descender por caminos, senderos o
torrentes. Hablamos de bicicletas que pueden costar entre 3000 y 7000 euros.
Pues bien, cuando el parque de bicicletas dejó de crecer, las marcas decidieron convertir
en obsoletas estas fabulosas bicicletas a base de lanzar bicicletas con ruedas
de 29 pulgadas en lugar de 26. Corrió la voz de que eran mucho más rápidas y
seguras, que no tenían nada que ver con las otras. ¡Por tres pulgadas! Miles y
miles de aficionados decidieron que sus impresionantes máquinas de carbono de
3000 euros eran insuficientes, cuando durante años estuvieron consideradas por
todo el mundo como lo mejor de lo mejor para bajar montañas y, más absurdo aún,
les iban perfectamente.
¿Qué han logrado las marcas?
Por un lado han conseguido que mucha gente renovara una bicicleta que todavía podía ejercer su función,
y a la vez han creado un mercado de ocasión y de segunda mano impresionante, pues
esas bicicletas no eran en realidad obsoletas. En estos momentos se venden más
bicicletas de segunda mano que nuevas. Todos los aficionados que empiezan, y
que en circunstancias normales hubieran comprado una bicicleta nueva (el
mercado de ocasión era reducido hasta la aparición de las de 29 pulgadas),
están adquiriendo a 800 euros las máquinas por las que solo cuatro años atrás
se pagaban 3000. Esto, contra lo que pueda pensarse, ha disgustado a muchos
aficionados, pues por estar a la última, han visto depreciarse sus bicicletas.
Las marcas no tuvieron
suficiente y se les ha ocurrido lanzar ahora las de 27,5 pulgadas, aduciendo
que las de 26 eran muy pequeñas y que tal vez las de 29 pulgadas eran demasiado
grandes, y que ahora han perfeccionado el diseño y la medida: las mejores son
las de 27 pulgadas y media.
Esta vez la gente no se lo ha
creído.
Han
quemado al cliente y al mercado.
Un ejemplo parecido es el del
esquí. Hay establecimientos donde por una cuota anual reducida te van dando
material usado solo un año. Pertenece a gente que cae en la trampa de la obsolescencia programada y que repone a los ritmos que las
marcas imponen.
Por fortuna, emprendedores y distribuidores que se han dado
cuenta de ello están haciendo un negocio a base de reciclar lo que en realidad
aún podría ser utilizado.
Estos dos ejemplos en que la
obsolescencia programada se ha vuelto contra las propias marcas nos dan una
pista de cómo defenderse de estas políticas abusivas: la primera es funcionar
en el mercado de segunda mano o de ocasión. Dado que la obsolescencia es tan
rápida, le recomiendo minimizar los costes de reposición, y la mejor forma de
hacerlo es comprando producto usado. Irá ligeramente por detrás de
las novedades, pero podrá seguir la estela de innovaciones del mercado a un
coste mucho menor.
La otra solución es prescindir
de modas y diseños y sencillamente renovar cuando el producto esté
funcionalmente obsoleto sin prestar atención a la imagen que proyectamos o a su
estética desfasada. Además, las modas van y vuelven tan deprisa que cada vez es
menos problemático y evidente no ir a la última.
De hecho, haciendo de la
necesidad virtud, la mayor empresa de España, Zara, ha desarrollado el eje de
su estrategia en la obsolescencia. ¿Cuál era el principal
problema del sector textil? Los excedentes. A las empresas les era muy difícil
calcular cuántas unidades de cada talla y modelo confeccionar o solicitar y,
acabada la temporada, se veían obligadas a tirarlas de precio (de ahí las
típicas liquidaciones de final de temporada) para sacárselas de encima. Si no
las vendían, se las tenían que «comer». Zara llevó la obsolescencia programada
a los trapitos, pero a lo bestia. Decidió tener muy pocas unidades de cada
modelo y pasar a treinta diseños por temporada cuando lo habitual eran dos, a
lo sumo. Diseñar nuevos modelos continuamente convertiría al producto en tienda en un perecedero. La idea
era además realizar tiradas muy cortas. Y si se terminaba, pues mala suerte.
Los clientes de Zara aprendieron aprisa que, si un modelo te gustaba, no podías
decir aquello de: «Ya me lo pensaré», porque en apenas cuatro o cinco días,
cuando regresabas para adquirirlo, ya no quedaba y, para sorpresa del
comprador, no iban a recibir más ni iban a fabricarlo. Ese modelo ya había
muerto. De este modo lograron tres efectos mágicos que eran impensables hasta
el momento. El primero es que el comprador no dude. Si le gusta algo, sabe que
ha de comprarlo o lo pierde. En moda, las mujeres (y muchos hombres) tendemos a dudar. Zara no te permite dudar
porque, si te lo piensas, te quedas sin la posibilidad. Es decir, aceleraron
las decisiones de compra (¿recuerda cuando le hablé del proceso de compra?). En
segundo lugar, provocaron que los clientes se interesaran por revisitar las
tiendas cada dos semanas para verificar qué habían recibido de nuevo. Treinta
diseños por temporada implica muchos diseños, algunos de los cuales pueden
gustarnos mucho y, además, habrá pocos. A través de la obsolescencia programada
Zara fue capaz de crear sed por el producto y rapidez en la decisión de compra.
En tercer y último lugar, acabó con los excedentes o quedaron muy minimizados. Te puedes equivocar
mucho si las tiradas son largas. Pero en tiradas cortas, para equivocarte mucho
te has de equivocar en muchos diseños, lo cual es ya más difícil. La reducción
de excedentes ha supuesto para Zara un ahorro de costes descomunal.
¿Es esto bueno o malo?
Simplemente es. Y lo importante es que lo sepa. ¿Compra usted más o menos ropa
que antes debido a la obsolescencia programada del sector moda? No tengo ni
idea, pero lo que sí puedo decirle es que la obsolescencia programada es una
moneda de dos caras. Si bien, por un lado, acelera la compra (como hemos visto en moda), la reposición del parque (como hemos visto
en material deportivo) o el afán por no quedarse atrás (como hemos visto en
electrónica de consumo); por otro lado, brinda una excelente oportunidad al
cliente: no tienes por qué tener prisa. Si las marcas corren mucho, en realidad
los clientes podemos permitirnos el lujo de ir despacio. ¿Que se ha acabado
este modelo? No hay que angustiarse porque faltan aún una veintena de
colecciones por aparecer esta temporada, algo saldrá que me guste igual o más.
¿Que resulta que el último móvil que compré ya no es el último modelo?
Esperándonos un poco más tendremos un móvil dos versiones por encima del actual. La obsolescencia
programada, en teoría, acelera la compra, pero en el límite, cuando las marcas
abusan de él, se convierte en una tranquilidad para nosotros. ¿Por qué vamos a
sustituir un producto obsoleto cuando la novedad que lo ha provocado va a
quedar también obsoleta en breve? Al final, lo que hacemos es desentendernos y
pasar. Cuando me haga falta, me lo cambio. Esa es mi recomendación. Como he
dicho anteriormente, céntrese en la obsolescencia física o funcional del
producto. El resto es prescindible.
OBSOLESCENCIA
Versión oficial:
Se llama obsolescencia a la
situación en que un producto ha dejado de ser demandado por el público por ser
viejo, porque ha dejado de ser útil o porque ha pasado de moda.
Versión prohibida:
Obsolescencia es la estrategia
de fijar premeditadamente la fecha de defunción de un producto en el momento de
ser lanzado.
Dentro del capítulo de obsolescencias, sin lugar a dudas
hemos de reservar un espacio a las fechas de caducidad de los productos de alimentación. Corresponde a cada marca fijar la
denominada fecha de consumo preferente o fecha de caducidad según una serie de
análisis que está obligada a realizar. Tradicionalmente, las marcas luchaban
por fechas de caducidad lo más largas posible, pues así minimizaban las
devoluciones de productos no vendidos. Sin embargo, siguiendo la tendencia de
la obsolescencia programada, las marcas de mayor rotación se dieron cuenta de
las ventajas que obtendrían si sus productos caducasen pronto.
Reproduzco a continuación una
situación que le resultará familiar. Es la hora de la cena. Se encuentra en su
casa con la familia. Llega el momento del postre. Abre la nevera
y comprueba que tiene un pack de ocho yogures por estrenar. Mira la
fecha de caducidad: ¡tres días! ¡Faltan tres días para que caduquen los ocho
yogures! ¿Qué hace? Pedir a toda la familia que, por favor, en la medida de lo
posible esa noche y los dos días siguientes tomen yogur de postre o para
desayunar. Rápidamente, la familia, concienciada, consume los ocho yogures
antes de que caduquen. Es importante no tirar comida a la basura.
Llega el sábado. Lista de la
compra. Productos básicos que hay que tener en la nevera: leche, huevos, queso,
mantequilla y… yogur. «No quedan. Se terminaron
ayer. Apunta: yogures».
Y volvemos a llenar la nevera
de un pack de ocho yogures que, antes de que se dé cuenta, se
hallará consumiendo en tropel de nuevo con los suyos.
Las fechas de caducidad breves
son la versión alimenticia de la obsolescencia programada del mundo de la
electrónica y la moda. Los antaño objetivos industriales de lograr fechas de
caducidad lejanas se ha invertido en determinados sectores y productos,
especialmente en los denominados productos de consumo básico y alta rotación.
La forma de defenderse de esta
estrategia es bien sencilla. Comprar pocas unidades y reponer solo cuando sea estrictamente
necesario. Y, sobre todo, en los puntos de venta, compruebe las unidades del
fondo de la estantería o las que estén en pisos inferiores. Las más alejadas
del alcance de la mano suelen ser las que caducan más tarde.
FECHA DE
CADUCIDAD
Versión oficial:
La fecha de caducidad de un
alimento, un medicamento, un producto químico o un cosmético es el día límite
para un consumo óptimo desde el punto de vista sanitario. Es la fecha a partir
de la cual, según el fabricante, el producto ya no es seguro para la salud del
consumidor.
Versión prohibida:
Fechas
utilizadas estratégicamente en algunos productos como
aceleradores de reposición.
Ahora
que mencionaba el pack de ocho yogures, me gustaría dedicar un espacio al patético
espectáculo de las políticas de envases. Este es uno de los más lamentables
despropósitos de los departamentos de marketing. ¿Para qué se concibieron
los tamaños de envase? Muy sencillo. Para adaptar la cantidad a la venta de un
producto envasado en función del tamaño de la unidad familiar, la persona o de
la situación de consumo.
Así, una botella de dos litros
de un refresco está pensada para ocasiones especiales en que hay invitados en
casa, o bien para familias de varios miembros. Una lata de treinta y tres
centilitros, en cambio, está pensada para consumir de forma aislada. Hay categorías donde las
cantidades están bastante determinadas por los usos y costumbres. No hay
botellas de refresco de 147 ml. Sería una cantidad demasiado extraña. Son de 50
ml, 100 ml, 125 ml, 250 ml, etc.
Sin embargo, hay toda una serie
de productos donde esto es mucho más anárquico y desorganizado debido a la
ausencia de unos estándares claros. Es por ejemplo el caso de los frutos secos,
aperitivos salados, patatas fritas, golosinas, cereales, embutidos, quesos y,
en general, cualquier producto embolsado o empaquetado.
¿A qué
se han dedicado
aquí las marcas? Pues a probar de entre todas las posibles
combinatorias aquellas que maximizan el precio por unidad de medida que paga el
consumidor. A las marcas les importa un rábano si, por ejemplo, la bolsa de
patatas pequeña y dirigida a un niño contiene 50 g, 60 g o 75 g. Lo que le
obsesiona y le quita el sueño es cómo combinar la apariencia de la bolsa, los
gramos y el desembolso que el niño —con su limitado presupuesto— puede comprar,
de modo que el beneficio por gramo sea el más elevado posible.
Les aseguro que he presenciado
en mi vida profesional experimentos a caballo entre lo kafkiano y lo maléfico para determinar si una bolsita de cacahuetes de 35 g a 20
céntimos se puede pasar a 30 g, cobrando 18 céntimos y manteniendo la
apariencia de la bolsa, bajar de 35 a 30 g supone una reducción del 14%,
mientras que pasar de 20 a 18 céntimos es una bajada de precio del 10%. Como
resultado, en el primer caso el gramo de cacahuetes sale a 0,57 céntimos y, en
el segundo, a 0,60 céntimos. Claro, para un niño esta diferencia es
insignificante, pero póngase en la piel del fabricante. Si usted vende mil
toneladas de cacahuetes al año, esta pequeña variación le supone 30 millones de
euros adicionales.
Por si fuera poco, la marca se devanea los sesos para saber si, con esta triquiñuela,
además de ganar más por gramo de cacahuete vendido, los niños comprarán más
bolsas. Las de 35 gramos costaban 20 céntimos, pero las de 30 céntimos que, no
les quepa duda alguna, gracias a un brillante diseñador industrial, parecerán
iguales o más grandes que las anteriores, cuestan 18 céntimos. Esto significa
que tal vez haya un porcentaje pequeño de niños que, donde antes adquirían una
bolsa, ahora les llegue para dos bolsas. De nuevo, este incremento de unidades
producirá mayores ingresos para la marca.
Lo del diseñador es importante.
No pueden ustedes ni imaginarse la cantidad
de tiempo que se destina a estudiar cómo disimular que se ha
reducido la cantidad a la venta o a aparentar que un envase de menor contenido
es tan grande como los demás. Bolsas con aire, bolsas que no se ensanchan para
que puedan ser más grandes, botellas tan delgadas que se tambalean encima de
las mesas y que parecen más tentetiesos que envases, cajas con hendiduras en la
base para que la parte superior parezca más grande…
Hemos llegado a un grado tal de
absurdo que prácticamente se han perdido de vista las verdaderas funciones de
un tamaño de envase, bolsa o pack. A las marcas que así actúan les da ya
lo mismo si un envase está o no adaptado a una unidad familiar, momento de consumo o
tipología de consumidor. Las políticas de envase y pack se han
convertido en complicadas ecuaciones donde hay que conseguir que la
derivada sea máxima.
Algunos puntos de venta,
tratando de que el cliente sepa cuánto paga realmente por lo que compra, han
introducido en algunas etiquetas de precio de las estanterías el dato de precio
por gramo resultante junto al precio de venta del producto. Así, todos hemos
visto una etiqueta como esta:
Fijémonos que nos informan, muy
en pequeño, pero nos lo proporcionan, el precio por mililitro, de modo que
podamos compararlo con el de otras marcas. ¿Cuál es el problema? Primero, el
tamaño con que se imprime ese dato. Para muchas personas resulta difícil verlo
sin gafas. Pero aun viéndolo, lo complicado es que a la hora de decidir nos han introducido tres variables cuantitativas: (1) el
peso, volumen o gramaje del producto, (2) el desembolso total a realizar o
precio y (3) el precio por unidad de medida. A eso añadamos la marca, que es
una cuarta variable, en este caso cualitativa.
Así, un cliente encuentra una
pasta dentífrica de Colgate, de 100 ml, que cuesta 3,20 euros y que sale a 3,2
céntimos el mililitro. Y debe decidirse entre esta y la de la marca Eroski que
es de 200 ml, cuesta 5,90 euros y que sale a 2,95 céntimos el mililitro.
Claro, la de Eroski presenta un
precio por mililitro menor, es una compra en realidad más barata, pero hay que desembolsar casi seis euros contra los tres y pico de la
marca conocida. Es cierto que tengo el doble de tamaño, pero es más desembolso.
¡La decisión es complicadísima para el consumidor!
Este galimatías es
absolutamente deliberado y por eso digo que es patético y es una deformación
más de las herramientas comerciales que economistas y teóricos del marketing
han desarrollado. ¡Jamás inventamos las políticas de envase para complicar la
toma de decisiones ni para maximizar el precio por gramo! ¿Acaso alguien en su
sano juicio piensa que un autor de gestión empresarial concebiría una teoría
que tuviese este malicioso objetivo?
Continuará
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