En el debate sobre la propiedad que actualmente tiene lugar en Cuba se pueden leer algunos llamados a aplicar fórmulas como “incorporar a los trabajadores como accionistas, o formar colectivos de autogestión obrera” junto a la “liberalización de precios y salarios”. Al respecto es bueno releer este artículo publicado por el diario español El País, nada sospechoso de ortodoxia marxista, en su edición impresa del Jueves 14 de octubre de 1993, al calor de la aplicación de esas ideas en la Rusia postsocialista.
Sugiero también la lectura de tres textos ya publicados en La pupila insomne:
Yeltsin ha ganado la batalla con el Parlamento ruso tras el inopinado bombardeo de su sede en la Casa Blanca. La acción fue acogida con generalizada conformidad entre los Gobiernos occidentales, por formar parte, a su juicio, de las condiciones que han de crearse para el buen fin de las reformas económicas ya emprendidas, aunque la realidad demuestra que la confrontación entre ambos poderes responde al hecho de que la transición hacia la economía de mercado dirigida por Yeltsin había tomado una dirección equivocada. A principios de septiembre se hacía evidente que el programa de privatización económica más vasto y acelerado habido jamás en el mundo no tenía visos de instituir en Rusia el estilo capitalista de Occidente. Miles de fábricas se transformaron en sociedades anónimas en virtud de las nuevas leyes. Sin embargo, en muchas de ellas el accionariado mayoritario -en poder del 51% al 71% de las acciones estaba compuesto por los propios trabajadores, quienes habían elegido la suscripción cerrada, una de las tres opciones permitidas por el programa de privatización. Casi tres cuartas partes del número de empresas del sector industrial recientemente privatizadas pertenecían legalmente a los colectivos de trabajadores. Se había logrado, en primera instancia, no un capitalismo de mercado, sino uno de signo autogestionario al estilo yugoslavo de la década de los cincuenta.
Depositar la propiedad en manos de los trabajadores demostraba claramente no ser la mejor vía para la reconstrucción económica, ni mucho menos la puerta de entrada a la modernización del proceso productivo que per se ha de generar paro forzoso y excedentes laborables, máxime si los beneficios debían ser destinados a elevar los salarios y a mantener los servicios sociales antes que a repartir dividendos entre aquellos audaces que adquirieron en Bolsa los títulos sobrantes de cada compañía. Se daba por hecho que los precios subirían más que la productividad. La opción alternativa de reconstrucción que ofrecía el programa de privatización consistía en otorgar un 20% de las acciones a los empleados a cambio de nada, y subastar al menos un 50% del resto en el mercado libre. Tan sólo un 2% de las empresas se acogieron a este método, precisamente las que se hallaban al borde de la bancarrota o las que ni siquiera habían entrado en funcionamiento.
A nadie le sorprendió que los colectivos de trabajadores se pudieran permitir la compra de acciones, por la sencilla razón de que la mayoría se vendían a precio de saldo. En el periodo comprendido entre enero de 1992 -inicio de las reformas económicas con la liberalización de precios y salarios y enero de 1993-cuandose dio el pistoletazo de salida a la privatización popular-, la mayoría de los precios se incrementaron un 2.500%, mientras que el valor nominal de las empresas industriales se mantuvo al nivel de 1991. Dicho valor se había estimado en función del coste histórico (a saber, la asignación presupuestaria que únicamente barajaba el Estado en sus tablas, en concepto de: compras para cada nuevo centro industrial, y la liquidez monetaria necesaria para el pago de salarios, ambas cosas requeridas para construir y poner una fábrica en funcionamiento), lo cual se inscribiría en un registro de costes,algo que en el inveterado sistema soviético hubiese dado en llamarse a efectos estadísticos registro de valores de la empresa.
La contradicción evidente entre los objetivos del programa de privatización y sus resultados le empujan a uno a pensar en quién diseñó tamaña estrategia. La necesidad de reformas y de creación de una economía mixta, con pritavizaciones graduales de las industrias de servicios fue ya en tiempos reconocida por Gorbachov. Desde los inicios de la perestroika, las rentas habían crecido con más rapidez que la productividad. Tras la huelga de los mineros en 1989, los salarios aumentaron ostensiblemente. En las economías de mercado, esto causa presiones inflacionistas, en tanto que en las economías socialistas, donde los precios son controlados y subvencionados, el desequilibrio entre las rentas y la producción crea una escasez artificial de bienes de consumo y largas colas. En 1990, cuando las elecciones democráticas auparon al poder Gobiernos de talante populista en casi todas las repúblicas soviéticas, el Gobierno central perdió el control sobre los salarios. En la Federación Rusa, el salario mensual medio se elevó de 297 a 579 rublos en 1991. El volumen de ahorro depositado en los bancos alcanzó la cifra récord de 372 billones de rublos, mucho más que el presupuesto anual del Estado. Se desarrollaron tres propuestas a partir de los debates y prescripciones sobre cómo se debía poner remedio a la situación.
La más optimista y utópica de las propuestas fue la de grandes oportunidades formulada por el tándem Gorbachov-YavIinsky, citada por el propio Gorbachov en su discurso de aceptación del Nobel de la Paz y en la reunión del G-7 en Londres, en julio de 1991. Esencialmente consistía en un Plan Marshall para la Unión Soviética: del mismo modo que el programa de recuperación europea creó estabilidad económica tras la guerra, un paquete de ayuda similar de 150.000 millones de dólares durante tres años para la reconstrucción económica de la Unión Soviética surtiría los mismos efectos.
Leonid Abalkin y Aganbegyan, economistas de la línea pragmática, abogaron por un enfoque más realista. Proponían una eliminación gradual de la subsidiación de precios junto con un proceso de privatización selectivo, basado en la acumulación de fondos en efecto que incluiría la venta total al público de pisos, viviendas, pequeños comercios, cafeterías, materiales de construcción, dachas, algunos bienes de equipo y pequeñas parcelas de tierra. Esta medida conllevaría la absorción del exceso de depósitos en cuentas de ahorro, mejoraría los servicios y a la vez estimularía el crecimiento económico. El plan se presentó en dos versiones: una rápida, para realizarlo en 500 días, y otra lenta, que lo prolongaba durante varios años.
El tercer plan era el más simple y el que recibió el apoyo del Fondo Monetario Internacional y de algunos de los asesores occidentales de Yeltsin. Proponía métodos para una terapia de choque que se habían probado con éxito en Polonia. El proyecto era respaldado para su aplicación en Rusia por un equipo de jóvenes economistas encabezados por Yegoir Gaidar y, en sí, preveía una eliminación rápida y simultánea de los controles gubernamentales sobre los precios y las rentas, a fin de que el dinamismo del propio mercado se hiciera cargo del resto. Parecía el camino más fácil hacia la reforma, y Yeltsin decidió adoptarlo con algunas modificaciones para paliar posibles tensiones durante la fase dura del tratamiento. Se confiaba en que un proceso de privatización acelerado, amplio y masivo desde mediados de 1992 junto con la concesión temporal de poderes extraordinarios que capacitaran al presidente en la toma de decisiones rápidas coadyuvarían a equilibrar los efectos negativos de las medidas de choque.
El programa se impulsó a principios de 1992. La terapia de choque produjo unos efectos mucho más rápidos que en Polonia, ya que la economía rusa estaba dominada por monopolios. En los primeros cuatro meses los precios subieron de cinco a diez veces, engullendo todo el excedente monetario acumulado por la población durante décadas. Por contra, se produjo una aguda escasez de dinero en efectivo y una profunda caída del consumo, pese al férreo control sobre la masa monetaria y por si no fuera poco la inflación no decayó, ni tan siquiera se detuvo. Los precios continuaron subiendo y la crisis monetaria golpeó a todo el mundo por igual, consumidores, productores y Gobierno. El derrumbe de la economía se impidió con la intervención del Banco Central, que actuó sin el permiso de la autoridad, aunque el problema de liquidez era tan grave que no se daba abasto en la impresión de papel moneda.
El proceso de privatización se mantuvo bajo esta situación dramática definida por la escasez, no sólo de capital para invertir y de créditos bancarios, sino también de liquidez para pagar salarios y pensiones. El Gobierno creyó que, dada la escasez de dinero, los vales de privatización se tomarían con seriedad, la justa para acometer la rápida transición del socialismo al capitalismo. Con el fin de incitar a la población a que usase sus vales con rapidez, un mensaje impreso sobre el mismo advertía que su validez expiraba el 31 de diciembre de 1993. Sin embargo, hasta septiembre de este año, tan sólo 23,8 millones de vales se habían utilizado para adquirir acciones. Los restantes 125 millones, a recaudo aún de la población, son ahora vistos más como amenaza que como estímulo a la economía rusa.
A principios del pasado septiembre, Oleg Lobov, por entonces viceprimer ministro para asuntos económicos, presento un escrito a Yeltsin sugiriéndole la paralización de la venta de vales de propiedad. Creía que la privatización sólo podía reanudarse tras una revaluación real de la infraestructura industrial y del patrimonio. Los cálculos posteriores indicaban que los principales activos industriales rusos se valoraban no en 1,5 trillones de rublos, sino de 250 a 300 trillones a precios de julio de 1993. Se discutió la invalidación de todos los vales en circulación expedidos con anterioridad, por lo que se recomendó sustituirlos por cuentas de privatización revisadas en función de la inflación, un proyecto que el Parlamento intentó aplicar infructuosamente desde 1991. A la vista de los hechos arreciaron las críticas del Parlamento contra las prácticas deshonestas y económicamente destructivas del Gobierno y su programa de privatización.
En un principio, Yeltsin coincidió con los planteamientos de su ministro Lobov, si bien se percató acto seguido que un cambio radical en el curso de las medidas pondría al Gobierno que presidía en una dificil situación. Inesperadamente, se deshizo de Lobov y restituyó en el cargo a Yegor Gaidar. Occidente acogió el cambio como signo de que las reformas se agilizarían. De hecho, no fue más que una forma de cubrir su retirada. Gaidar es un símbolo convincente de la reforma, sobre cuyas espaldas pasaría inadvertida una moratoria del proceso de privatización.
En estos días, como cerrojazo final a sus planes, Yeltsin se ha embarcado en una extemporánea salida del desbarajuste económico reinante, ha disuelto el Parlamento y ha silenciado a todo y todos cuantos fueron o pudieran ser críticos con su gestión. En el fondo sabe bien que los vencedores nunca responden ante los tribunales.
Es biólogo, analista político y escritor. Reside en Londres desde 1973.
Traducción: Joan Carles Gómez
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