Un líder antisistema se hace con el poder tras unas elecciones polémicas. Su Gobierno demuestra enseguida que es extraordinariamente corrupto; pero él desbarata el sistema judicial y logra no solo suprimir las investigaciones sobre su corrupción —sus defensores lo tachan todo de "caza de brujas"— sino también consolidar su dominio y debilitar las instituciones (el "Estado profundo") que podrían haber limitado su poder.
¿Hablo de Donald Trump? Podría ser. Pero la figura que tengo de hecho en mente es la de Recep Tayyip Erdogan, presidente de Turquía, cuyo éxito para salir impune a pesar de la corrupción palmaria politizando el poder judicial nos ofrece una inquietante visión previa de cómo podría Trump convertirse en el gobernante autoritario que claramente quiere ser. No es de extrañar que el presidente de EE UU, a quien básicamente le gustan los dictadores en general, haya expresado admiración por Erdogan y su régimen.
Los instintos autoritarios y el desprecio por el sistema de derecho no son lo único que Erdogan y Trump tienen en común. Ambos menosprecian también a los expertos. En concreto, los dos se han rodeado de personas que destacan por su ignorancia y sus opiniones descabelladas. Erdogan tiene asesores que creen que está sometido a un ataque psíquico; Trump tiene asesores que se insultan a gritos durante las misiones comerciales.
¿Pero tiene alguna importancia? En Estados Unidos, la Bolsa sube y la economía avanza a ritmo lento pero constante. Durante la presidencia de Erdogan el país ha experimentado una verdadera expansión económica. A los inversores y a los mercados no parece importarles la locura en la cima. Que los responsables de la política económica no sepan de qué hablan no parece tener ninguna importancia. Hasta que la tiene.
Lo cierto es que la mayor parte del tiempo la calidad del liderazgo económico importa mucho menos de lo que la mayoría —líderes económicos incluidos— cree. Una cosa son las políticas realmente destructivas, como las que están llevando a Venezuela a la cuneta. Pero las políticas corrientes y molientes como los cambios en la ley tributaria, aunque sean muy grandes y claramente irresponsables, raramente tienen repercusiones drásticas.
El año pasado, por ejemplo, Trump y sus aliados lograron que el Congreso aprobase una rebaja de impuestos de casi dos billones de dólares. Es una cantidad bastante elevada, incluso para una economía tan grande como la estadounidense. Pero aparte de provocar una insólita oleada de recompras de acciones, la rebaja de impuestos está teniendo pocas consecuencias visibles, buenas o malas. No hay señal del auge de inversiones prometido por sus defensores, pero tampoco hay indicios de que los inversores estén perdiendo la fe en la solvencia de Estados Unidos.
Básicamente, mientras la economía no se vea afectada por crisis importantes, las posturas políticas apenas tienen importancia. Si alguien analizara el crecimiento del PIB o del empleo en Estados Unidos en los últimos años y no supiera que en 2016 hubo elecciones, no tendría razones para sospechar que se hubieran producido cambios importantes.
Pero cuando las crisis graves golpean, la calidad de los líderes de repente importa muchísimo. Y eso es lo que estamos viendo ahora en Turquía.
Un aparte: si bien la calidad del liderazgo económico solo importa mucho durante las crisis, cabría esperar que los mercados pensasen por adelantado e incorporasen a los precios de los valores y los bonos el riesgo de futuras crisis mal gestionadas. Pero por alguna razón, eso casi nunca ocurre.
Lo que tenemos, en cambio, son prolongados periodos de complacencia seguidos por un pánico repentino. A quienes estudian la macroeconomía internacional les gusta citar la "ley de Dornbusch" (denominada así en honor de mi fallecido maestro Rudiger Dornbusch): "Las crisis tardan más en llegar de lo que pueda imaginarse, pero cuando llegan, se producen con más rapidez de lo que pueda imaginarse".
Lo que ocurre en Turquía es la clásica crisis monetaria y de endeudamiento, como las que hemos visto muchas veces en Asia y Latinoamérica. Primero, un país se vuelve popular entre los inversores internacionales y acumula una deuda exterior considerable. En el caso de Turquía, las más endeudadas son principalmente las grandes empresas del país.
Entonces empieza, por la razón que sea, a perder lustre: en estos momentos, los mercados emergentes en general se ven frenados por la subida del dólar y el aumento de los tipos de interés en Estados Unidos. Y en ese momento se hace posible una crisis que se refuerza a sí misma: los factores externos causan una pérdida de confianza, lo que a su vez hace que la divisa del país caiga, pero la caída de la divisa hace que el valor interno de esas deudas extranjeras se dispare, lo cual empeora la economía y conduce a nuevas pérdidas de confianza, y así sucesivamente.
En momentos como ese, la calidad del liderazgo importa de repente muchísimo. Se necesitan responsables que sepan qué ocurre, capaces de diseñar una respuesta y con suficiente credibilidad como para que los mercados les otorguen el beneficio de la duda. Algunos mercados emergentes tienen esas cosas, y están superando bastante bien la tempestad. El régimen de Erdogan no tiene ninguna de ellas.
¿Es la tempestad en Turquía una vista previa de lo que ocurrirá con Trump? No al detalle: aunque Estados Unidos se endeuda mucho en el extranjero, lo hace en su propia moneda, lo que significa que no es vulnerable a la clásica crisis de los mercados emergentes.
Pero las cosas pueden salir mal de muchas maneras, desde crisis de política exterior —el Nobel de la Paz no parece demasiado probable en este momento, ¿verdad?— hasta guerras comerciales, y podemos decir sin temor a equivocarnos que el equipo de Trump no está preparado para ninguna de estas posibilidades. A lo mejor no tiene que afrontar ningún reto realmente grave. ¿Pero y si tuviera que hacerlo?
Paul Krugman es premio Nobel de Economía.
© The New York Times Company, 2018.
Traducción de News Clips.
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