LA HABANA. El complique real y verdadero de ponerle el cascabel al gato no sería la simpleza de ponérselo, de eso nada. La traba previsible es que quizá, después, en algún momento, por una razón o por otra, ante un imprevisto, se lo tengamos que quitar.
Partamos de que desde el mes julio se legisló, a modo de experimento, un ordenamiento de la transportación privada de pasajeros en la capital cubana. No de la pública, que también grita desesperadamente por una intervención, sino de los servicios privados de transportación. En la Resolución No. 165 del Ministerio de Transporte, la cual entró en vigor hace solo un mes, se disponen varias modalidades en que podrán funcionar los taxis en La Habana: por rutas establecidas de antemano, y libres, o lo que es lo mismo, fuera de las rutas principales por donde más transitan las personas. También se establecen normativas sobre los tipos impositivos, los mínimos de combustible que deberán consumir; y se dictan algunos beneficios, como la compra de combustible a precios privilegiados y la posibilidad de acceder a un mercado estatal de piezas de repuesto. Sobre los derechos de los trabajadores que se acojan al experimento no se sabe nada aún.
Pero a un mes de iniciado el muy promocionado experimento con los taxis de la capital no se ha informado mucho ni poco de sus resultados parciales. Ni de la aceptación que pudo haber tenido entre los taxistas privados. Ni cuántos de los más de seis mil poseedores de licencias de operación de transporte se han acogido a la propuesta estatal. Ni sobre qué cantidad de los acogidos al experimento lo han hecho en la modalidad del sistema de rutas. Ni cuántas suman, si las hay, las licencias devueltas por los transportistas que puedan haberse decidido a renunciar.
Hace solo unas semanas, un taxista me contaba sobre su experiencia en el banco para abrirse la cuenta regular que ahora a todos los que decidan participar en el experimento les será exigida:
—No sé qué va a pasar este 7 de diciembre —le espetó alarmada la cajera que lo atendía, refiriéndose al plazo establecido para que los taxistas completen los trámites legales requeridos—. En esta sucursal deben venir quinientos taxistas para este mismo procedimiento, y tú eres solo el número cuarenta y uno.
La cajera no sabe, ni el taxista, ni nadie que pretenda montarse en un taxi en La Habana. En la medida en que los buses, el transporte público que sí es completa responsabilidad del estado, continúen colapsando en la capital, el panorama pinta gris con pespuntes verdes.
De momento, todo lo que hay son preguntas y preguntas. Y son más y tantas que podrían llenar muchísimas páginas.
En conferencia de prensa del 12 de julio pasado, Marta Oramas, viceministra de Transporte, al anunciar el experimento, aseguró que quienes se acogieran a la modalidad del servicio por rutas accederían a precios diferenciados en el combustible a utilizar, en moneda nacional —por cierto, precios no muy diferentes a los del mercado negro, con lo cual se le legitima en lugar de hacerles competencia— y adelantaba también la funcionaria que se preveía la posibilidad de que pudiesen adquirir partes y piezas en un mercado mayorista, de acuerdo con la disponibilidad estatal.
Nótese que eso último es algo a futuro, pero muy a futuro… “se preveía… posibilidad… pudiesen…”, aunque el experimento haya comenzado ya. Habló también la funcionaria de “un mercado mayorista” tan reclamado y soñado por los cuentapropistas —y quizás por el resto de los consumidores cubanos que ven las tiendas cada vez más desabastecidas— como persistentemente inexistente. Para colmo, remata la idea con la salvedad de que ello sería de acuerdo a la “disponibilidad estatal”.
Parece un chiste, pero lo serio es que no lo es. Si el estado hasta el momento no ha podido mantener todo su parque de vehículos funcionando, ¿cómo será posible que disponga de piezas para estos taxistas, la mayoría de ellos funcionando con carros del siglo pasado que cada semana necesitan algún tipo de arreglo? Sobre eso, por cierto, tampoco se ha explicado una palabra.
A quien todo aquello le parezca poco —o mucho, según se quiera ver—, habló además la viceministra del “desarrollo de un plan para habilitar una red de talleres a los cuales estos porteadores privados, en su momento y de manera organizada, de acuerdo con el servicio que se brinde allí, también tendrán la posibilidad de acceder”. Mala cosa tantas promesas, promesas además mediadas siempre por excesivas salvedades como los consabidos “en su momento” y “de manera organizada”. Más de lo mismo, que casi siempre termina en menos de lo que hace falta.
En blanco y negro: lo que se intenta con este reordenamiento es reducir o al menos atemperar las ganancias de los transportistas privados por un servicio que cobran, especulación mediante, como mejor les parece. Sus precios, es verdad, son abusivos, pero así funciona el mercado de oferta y demanda. Más leyes podrán hacer desaparecer algunos taxis, pero no bajarán los precios, porque la demanda, como el dinosaurio, todavía estará ahí. Un mejor transporte público, más ómnibus circulando en nuestra ciudad, eso obligaría a los taxistas a repensarse la jugada. Mientras ello no sea posible, habrá que arar con los bueyes que se tenga a mano.
De momento, el experimento suena a demasiados palos y muy pocas zanahorias para conseguir el imposible de meter a los taxistas por el aro. A la larga lo previsible es que ellos seguirán cobrando lo que se les venga en gana, mientras la gente no tenga otro remedio que subir a sus taxis para llegar a su destino —claro que hablo de la gente en capacidad de pagarles, y no de los que por ahí he vuelto a ver colgados de las puertas de los ómnibus urbanos—, a menos que se disponga de un policía o de un inspector que viaje de incógnito en cada taxi, y que además se llame Maximilien François Marie Isidore de Robespierre.
Y hasta aquí he hablado solo de los taxistas que se acojan a la modalidad de servicio en ruta, porque a quienes les tocó bailar con la más fea, si es que insisten en bailar, es los que decidan acogerse a la modalidad de “taxi libre”. Estos, que no se benefician con los precios diferenciados al comprar su combustible, tienen el más grande e inimaginable escollo a vencer a la hora de escoger por qué calles transitar, pues no podrán interferir ni gestionar pasajes en las vías aprobadas para la modalidad de ruta.
Es poco menos que decirles —diplomáticamente, eso no lo discute nadie—, que ni lo intenten, pues en principio, de hacer caso a la medida, quedan excluidas de sus itinerarios todas las avenidas céntricas y cada una de las calles principales, usadas por los taxis ruteros. ¿Por dónde rayos van a transitar entonces esos “taxis libres”? ¿Qué libertad de operación tendrían, y que ganarían con tamaña libertad, si son obligados a conducir por los callejones secundarios que solo cruzan las viejitas que vuelven cansadas de la farmacia o del médico de la familia?
Ninguna medida administrativa —salvo que sea aplicada a punta de pistola— resolverá nada mientras no se rija por el sentido común.
Se trata de que el ordenamiento del servicio de taxis resulte, más que nada, razonable, como razonable debe resultar todo lo demás. Y también, más importante aún, de que no sea una vez más la gente quien pague los platos rotos cuando no haya opciones para transportarse en la ciudad porque los taxistas, como ya está sucediendo, son cada vez menos en las calles o se niegan a los recorridos más largos.
Lejos de solucionar los problemas, la ley tirada de los pelos suele lograr exactamente lo contrario de lo que pretende: más desorden, más corrupción, más incomodidad.
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