En días pasados, circularon comentarios atribuidos al señor
Alberto Navarro, embajador de la Unión Europea en La Habana quien, en un
encuentro de organismos gubernamentales cubanos con diplomáticos y empresarios
europeos, ante la aplicación del Título III
de la Ley Helms-Burton, habría instado a las autoridades de la Isla a: “Convertir el problema en
oportunidad, facilitando más el comercio y las inversiones...”
Aunque los consejos no carecen de validez, el diplomático
pasó por alto el hecho de que su posición constituye una rectificación porque,
esa Europa que ahora alude, entre 1996 y 2016, aplicó a rajatabla, la llamada
“Posición Común”, mediante la cual el Viejo Continente sintonizó sus políticas
hacía Cuba con las de los Estados Unidos, sumándose oficial e íntegramente al
bloqueo.
Entre las reacciones de expertos cubanos surgió una
pregunta obvia: ¿Qué quieren o sugieren los inversionistas europeos?
La breve respuesta llegó de Juan Triana, un brillante y
activo académico y economista cubano que expresó: “Los inversionistas extranjeros aspiran: (1) Transparencia.
(2) Contratación directa de la fuerza de
trabajo… (3) Seguridad en el retorno de sus inversiones. (4) Respeto a los
términos de los contratos en especial en los temas de importación y
exportación. (5) Facilidades para establecerse en Cuba: trámites migratorios,
compra de vivienda, autos, cuentas bancarias personales… (6) Menos burocracia
en la cadena de negociación. (7) Más profesionalidad de los grupos
negociadores…” Otro añadió la dualidad monetaria y las tasas de cambio y
alguien mencionó la pobre conectividad.
Lo que hace notable la declaración del embajador es la
paradoja de que Cuba, a la vez que realiza notorios esfuerzos por atraer
inversión extranjera, la hace difícil por varias razones: preceptos y
prejuicios ideológicos, alertas de seguridad y exceso de regulaciones.
No hace mucho, el ministro de relaciones exteriores Bruno
Rodríguez proclamó que: “Mientras Estados Unidos cierra, Cuba abre”, precepto
que, de aplicarse a la economía interna pudiera ser un camino. La fórmula del
canciller debería universalizarse.
Diez años después, aunque se ha fomentado el trabajo por
cuenta propia que, aunque precarios genera cerca de un millón de empleos, los
beneficiados con la distribución de tierras ociosas, se esfuerzan por avanzar,
se ha creado un incipiente mercado inmobiliario, la compra venta de autos produce
algunos lucros, y en las grandes ciudades algunos jóvenes calificados han
encontrado espacios en la esfera de la reparación y configuración de teléfonos
celulares, los resultados no son significativos.
Las empresas estatales no son más independientes, el estado
no se libera del comercio y la gastronomía presupuestada. Aunque se realizan
esfuerzos notables, la producción de azúcar no crece, la agricultura no despega
y de la ganadería, la pesca y la producción de carne de ave, apenas se habla.
Las facilidades para la inversión extranjera no son
mayores, no se han establecido las pequeñas y medianas empresa privadas
nacionales y extranjeras. El mercado mayorista” y la “ventanilla única” parecen
imposibles para los ministerios encargados. No se flexibiliza ni un milímetro
el comercio exterior, la aduana no contribuye a la apertura, el banco no crea
fórmulas para aprovechar las remesas, y no se ha resuelto la cuestión de las
posibilidades de inversión de los cubanos residentes en el extranjero.
En términos estrictamente económicos, respecto a la
economía interna, los efectos económicos de las reformas son magros y su
impacto externo, prácticamente nulos. Tal vez no le falta razón al embajador:
“Hay que tratar de convertir el problema en oportunidad…” Quien conozca una
solución distinta a la apertura, levante la mano. Allá nos vemos.
09/06/2019
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