J. Bradford DeLong is Professor of Economics at the University of California at Berkeley and a research associate at the National Bureau of Economic Research. He was Deputy Assistant US Treasury Secretary during the Clinton Administration, where he was heavily involved in budget and trade negotiations. His role in designing the bailout of Mexico during the 1994 peso crisis placed him at the forefront of Latin America’s transformation into a region of open economies, and cemented his stature as a leading voice in economic-policy debates.
BERKELEY – El 20 de enero de 2017, el presidente electo de los Estados Unidos, Donald Trump, asumirá el cargo habiendo obtenido casi tres millones de votos menos que su oponente; y trabajará con una mayoría republicana en el Senado cuyos miembros obtuvieron trece millones de votos menos que los demócratas. Sólo la mayoría republicana en la Cámara de Representantes, liderada por su portavoz Paul Ryan, puede decir que representa una mayoría numérica de 55% de los estadounidenses que votaron en la elección de 2016.
Trump también comenzará su presidencia con un índice de aprobación inferior al 50%. En la historia de este índice, es algo sin precedentes (o “sin presidentes”, según rezaba uno de sus tuits semianalfabetos, antes de que lo borrara). Así que en la práctica, el gobierno de la democracia más antigua del mundo no es democrático. También sin precedentes es el hecho de que tan pocos miembros del partido del presidente electo, y ninguno de la oposición demócrata, lo consideren apto para los deberes de la presidencia (salvo para la función de “animador en jefe”).
Pero el fenómeno Trump se venía gestando hace rato. Con la honrosa excepción de George Bush (padre), que contaba con el conocimiento, la inteligencia, el carácter y los valores necesarios para el cargo, la última asunción de mandato de un republicano con todas las cualificaciones fue en 1957 (con Dwight Eisenhower). En cuanto a Richard Nixon, nadie niega que tenía conocimiento e inteligencia para ser presidente; pero la mayoría de la gente admitirá que su carácter y sus valores dejaban algo que desear.
La opinión mayoritaria sobre Ronald Reagan también era que no tenía el conocimiento y la inteligencia necesarios para el cargo (según el periodista Peter Jenkins, la ex primera ministra británica Margaret Thatcher dijo cierta vez en referencia a Reagan: “El pobre no tiene nada entre las orejas”). Y las aptitudes que tenía el día de la asunción al cargo se fueron perdiendo con el tiempo, tras las heridas que recibió en el intento fallido de asesinato a los 69 días de mandato, y después, cuando empezó a sufrir de alzhéimer.
Pero el carácter y los valores de Reagan eran (en términos generales) adecuados para la presidencia. Sabía perfectamente que ser la estrella no es lo mismo que ser el jefe. Como actor de Hollywood y como presidente de los Estados Unidos, Reagan tuvo detrás profesionales inteligentes, dedicados y capacitados para que escribieran lo que decía y dirigieran lo que hacía. Sabía que su trabajo era estar en pantalla y no interferir con la gente que detrás de cámara y en la sala de posproducción se hacía cargo del producto terminado.
Es lo que la mayoría de los observadores esperaban ver cuando George Bush (hijo) asumió el cargo en 2001: un animador campechano que siguiera las indicaciones de los asesores inteligentes heredados de su padre. Pero el segundo Bush se convenció de que además de ser la estrella, era el que tomaba las decisiones. Y si bien el vicepresidente Dick Cheney y el secretario de defensa Donald Rumsfeld habían sido funcionarios sagaces allá en los setenta, a inicios de este siglo se volvieron bastante erráticos. Vaya uno a saber por qué, Bush se ató a los dos y esto selló su destino. Después de su presidencia no asistió a ninguna convención nacional de los republicanos; y debe estar lamentando haber mandado a James Baker a Florida en noviembre de 2000 para asegurar su victoria sobre Al Gore.
Es evidente que Trump no aprendió nada de la segunda presidencia de Bush. Sabe que es la estrella, pero además cree erradamente que tiene conocimiento e inteligencia para ser el jefe. No parece darse cuenta de que la campaña terminó, de que en su nueva función puede fracasar en forma catastrófica y duradera, y de que más le conviene asegurar que sus propuestas sean válidas no sólo como consignas, sino como políticas reales que cuiden la seguridad de Estados Unidos y creen prosperidad.
¿Qué deberíamos hacer los millones de estadounidenses que ahora tememos por el futuro? En primer lugar, podemos trabajar en el nivel de los estados para tratar de neutralizar toda iniciativa política de Trump que sea defectuosa o inviable. Los demócratas y los republicanos con principios en las legislaturas de los estados deben trabajar juntos para mantener la recaudación impositiva andando y para financiar los muchos programas de gasto público que redundan en beneficio de los estadounidenses, sin importar lo que pase en Washington, DC. Y deben prometerse que, independientemente de quién llegue al gobierno en 2021, no se culparán mutuamente de haber sido obstruccionistas hoy.
En el nivel nacional, no debemos dejar de recordar a los senadores republicanos que representan a trece millones menos de votantes que los demócratas. Y a Paul Ryan, que se equivocó al acompañar las desacreditadas iniciativas económicas y de política exterior del gobierno de Bush entre 2001 y 2008, y que mostrar apoyo partidista incondicional a un gobierno tan claramente inepto es un mal servicio al país.
Y si todo lo demás falla, no hay que olvidar que oponer resistencia a un presidente impopular que recibió casi tres millones de votos menos que su rival no sólo es lo correcto, sino que también será perfecto para un reality show.
Traducción: Esteban Flamini
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