Decidí publicar por partes este libro del Nobel de Economía Joseph Stiglitz porque da muchas lecciones en materia de Economía, que son verdades probadas por la historia, que servirían con la distancia y adecuaciones correspondientes, para que nuestro modelo de construcción de Socialismo sea mas aterrizado, adecuado a las condiciones del mundo contemporáneo.
Presentación Editorial
Una gran brecha separa a los muy ricos de los demás, y esa desigualdad, hoy en el centro del debate económico, se ha convertido en una preocupación cada vez más acuciante incluso para ese famoso 1 por ciento privilegiado, que empieza a ser consciente de la imposibilidad de lograr un crecimiento económico sostenido si los ingresos de la inmensa mayoría están estancados. La desigualdad es la mayor amenaza para la prosperidad.
En una época definida por el cansancio de la política y la incertidumbre económica, Joseph Stiglitz se ha convertido en una voz necesaria. En este libro, defiende y demuestra que no es necesario elegir entre crecimiento y equidad: una economía sana y una democracia más justa están a nuestro alcance, siempre y cuando dejemos a un lado los intereses erróneos y abandonemos lo antes posible unas políticas que ya han demostrado ser fallidas.
Este libro incluye sus textos más polémicos e influyentes, como el ensayo que dio al movimiento Occupy su lema «Somos el 99 por ciento», proporciona un análisis comparativo y enormemente útil de cómo se gestiona la desigualdad en distintos países, con un amplio análisis del caso de España, y propone una serie de reformas capaces de estimular el crecimiento e incrementar las oportunidades y la igualdad.
INTRODUCCIÓN
Nadie puede negar hoy que existe una gran brecha que separa a los muy ricos —ese grupo al que a veces se denomina el 1 por ciento— de los demás. Sus vidas son diferentes: tienen distintas preocupaciones, distintas angustias, distintos estilos de vida.
A los ciudadanos corrientes les preocupa cómo van a pagar la universidad de sus hijos, qué pasará si algún miembro de la familia cae gravemente enfermo, cómo saldrán adelante cuando se jubilen. En los peores momentos de la Gran Recesión, hubo decenas de millones de personas que no sabían si iban a poder conservar su casa. Varios millones no pudieron.
Los que pertenecen al 1 por ciento —y, mucho más, los que pertenecen al 0,1 por ciento superior de ese 1 por ciento— hablan de otras cosas: qué tipo de avión se van a comprar, cuál es la mejor manera de proteger su dinero de los impuestos (¿qué ocurrirá si Estados Unidos obliga a Suiza a terminar con el secreto bancario? ¿Las Islas Caimán serán las siguientes? ¿Es Andorra segura?). En las playas de Southampton, Long Island, se quejan del ruido que hacen sus vecinos cuando llegan en helicóptero desde Nueva York. También les preocupa qué pasaría si se cayeran de su pedestal, porque la caída sería muy grande y, en ocasiones, se produce.
Hace no demasiado tiempo estuve en una cena organizada por una persona inteligente y preocupada que pertenece al 1 por ciento. Consciente de la gran brecha que existe, nuestro anfitrión había reunido a destacados multimillonarios, intelectuales y otros a quienes preocupaban las desigualdades. Durante las primeras conversaciones, oí sin querer a un multimillonario —cuyo punto de partida para triunfar había consistido en heredar una fortuna— comentar con otro el problema de la gente vaga que trataba de salir adelante aprovechándose de los demás. De ahí pasaron sin interrumpirse a hablar de paraísos fiscales, sin que parecieran darse cuenta de la ironía. En varias ocasiones, a lo largo de la velada, se evocó a Maria Antonieta y la guillotina, cuando los plutócratas reunidos se recordaban mutuamente los peligros de dejar que las desigualdades aumentaran hasta el exceso. «Recordad la guillotina» se convirtió en el lema de la noche. Al emplearlo, estaban reconociendo uno de los mensajes fundamentales de este libro: el grado de desigualdad que existe en el mundo no es inevitable, ni es consecuencia de leyes inexorables de la economía. Es cuestión de políticas y estrategias. Aquellos hombres tan poderosos parecían estar diciendo que podían hacer algo para remediar las desigualdades.
Esta no es más que una de las razones por las que las desigualdades se han convertido en una preocupación verdaderamente acuciante incluso para el 1 por ciento: cada vez son más los que comprenden que no puede haber un crecimiento económico sostenido, necesario para su prosperidad, si los ingresos de la inmensa mayoría de los ciudadanos están estancados.
Oxfam utilizó una imagen muy poderosa para ilustrar la dimensión de las desigualdades en el mundo durante la reunión anual de la élite mundial en Davos en 2014: un autobús que transportara a 85 de los mayores multimillonarios del mundo contendría tanta riqueza como la mitad más pobre de la población, es decir, unos 3000 millones de personas.[1] Un año después, el autobús era aún más pequeño, de 80 asientos. Y Oxfam descubrió otra cosa igual de llamativa: que el 1 por ciento de la población mundial poseía ya la mitad del patrimonio, y que va camino de tener tanto como el 99 por ciento restante en 2016.
La gran brecha lleva mucho tiempo forjándose. En las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos creció a más velocidad que nunca, y todos a la vez. Todos los segmentos aumentaron sus ingresos, pero fue una prosperidad repartida. Las rentas de los más pobres crecieron más deprisa que las de los más ricos.
Fue una edad de oro para Estados Unidos, pero a mí, en mi juventud, me parecía ver lados oscuros. En la icónica ciudad industrial de Gary, Indiana, en la orilla sur del lago Michigan, donde crecí, veía pobreza, desigualdades, discriminación racial y desempleo crónico mientras
las recesiones golpeaban al país una tras otra. La agitación sindical era frecuente, porque los trabajadores luchaban para obtener su parte correspondiente de la cacareada prosperidad estadounidense. Yo oía solemnes declaraciones de que Estados Unidos era una sociedad de clase media pero, en general, la gente que veía ocupaba los escalones más bajos de esa supuesta sociedad de clase media, y sus voces no figuraban entre las que estaban construyendo el país.
No éramos ricos, pero mis padres habían sabido adaptar su modo de vida a sus ingresos, y, a la hora de la verdad, esa es gran parte de la batalla. Yo llevaba ropa heredada de mi hermano que mi madre siempre había comprado en rebajas, pensando en que durase más que en el ahorro inmediato: lo barato sale caro, solía decir. Durante mi infancia, mi madre, que se había graduado en la Universidad de Chicago en plena Gran Depresión, ayudaba a mi padre en su negocio de seguros. Cuando se iba a trabajar nos dejaba al cuidado de nuestra chica, Minnie Fae Ellis, una mujer cariñosa, trabajadora e inteligente. Ya entonces, a los diez años, me desconcertaba aquello: ¿por qué Minnie no había estudiado más que primaria, en un país que se suponía que era tan rico y ofrecía oportunidades a todo el mundo? ¿Por qué me cuidaba a mí en lugar de cuidar de sus propios hijos?
Cuando terminé bachillerato, mi madre decidió cumplir su sueño de siempre, volver a estudiar para obtener el título de maestra y dar clases de primaria. Ejerció en las escuelas públicas de Gary y, cuando los blancos empezaron a marcharse, se convirtió en una de las escasas maestras blancas en un colegio que se había vuelto segregado. Cuando la obligaron a jubilarse, a los 67 años, empezó a dar clases en la Universidad de Purdue, en el campus de la parte noroeste de Indiana, y siempre intentó que tuvieran acceso todos los alumnos posibles. Al final se retiró con más de ochenta años.
Como muchos de mis contemporáneos, yo aguardaba con impaciencia un cambio. Nos decían que transformar la sociedad era difícil, que llevaba tiempo. Aunque yo no había sufrido las mismas penalidades de otros en Gary (aparte de ciertas muestras de discriminación), me identificaba con los que sí. Todavía faltaban decenios para que empezara a estudiar con detalle las estadísticas sobre la renta, pero tenía la sensación de que Estados Unidos no era la tierra de las oportunidades que aseguraba ser, porque algunos tenían muchas, pero otros, muy pocas. Horatio Alger era un mito, al menos en parte: había muchos estadounidenses que, a pesar de trabajar y esforzarse, nunca saldrían adelante. Yo fui uno de los afortunados y recibí una beca nacional al mérito para estudiar en Amherst College. Esa fue la oportunidad, más que ninguna otra cosa, que con el tiempo me abrió todo un mundo de posibilidades.
Como explico en «El mito de la Edad de Oro de Estados Unidos», en mi tercer curso en Amherst cambié de especialidad y pasé de Físicas a Económicas. Quería descubrir cuál era el motivo de que nuestra sociedad funcionase como lo hacía. Me hice economista no sólo para comprender las desigualdades, la discriminación y el desempleo, sino también con la esperanza de poder hacer algo para remediar esos problemas que asolaban el país. El capítulo más importante de mi tesis doctoral en el MIT, redactada bajo la supervisión de Robert Solow y Paul Samuelson (que más tarde recibirían sendos premios Nobel), se centraba en los determinantes de la distribución de las rentas y la riqueza. Presentado en una reunión de la Sociedad de Econometría (la asociación internacional de economistas interesados por las matemáticas y las aplicaciones estadísticas a la economía) en 1966 y publicado en su revista, Econometrica, en 1969, medio siglo después sigue siendo muy utilizado para enmarcar las ideas sobre el tema.
El número de personas dispuestas a leer un análisis de las desigualdades era limitado, entre la población en general e incluso entre los economistas. No era un tema que interesara a la gente. En la profesión, en ocasiones, hubo verdadera hostilidad. Y siguió siendo así incluso cuando las desigualdades empezaron a aumentar de forma desmesurada en el país, en la época en la que Reagan llegó a la presidencia. Un destacado economista de la Universidad de Chicago, Robert
Lucas, ganador del premio Nobel, lo explicó con contundencia: «Entre las tendencias perjudiciales para una economía sólida, la más seductora y… venenosa es la de centrarse en la distribución».[2]
Como tantos economistas conservadores, su argumento era que la mejor manera de ayudar a los pobres era incrementar el tamaño de la tarta económica del país y que fijar la atención en el pequeño trozo que recibían los pobres desviaba la atención del problema fundamental, cómo hacer que esa tarta fuera más grande. Había (y sigue habiendo) una larga tradición en economía que decía que era posible separar los dos aspectos (la eficacia y la distribución, el tamaño de la tarta y cómo se reparte) y que la tarea del economista era concreta e importante pero difícil: descubrir cómo aumentar al máximo el tamaño de la tarta. La forma de dividirla era una cuestión política, un campo del que los economistas debían mantenerse alejados.
Dado que en la profesión estaban muy de moda posturas como la de Lucas, no es extraño que los economistas no prestaran prácticamente atención a las desigualdades crecientes en el país. No les interesaba gran cosa el hecho de que, mientras el PIB aumentaba, las rentas de la mayoría de los estadounidenses estuvieran estancadas. Esa indiferencia hacía que no pudieran ofrecer una buena explicación de lo que estaba sucediendo en la economía, no comprendieran las repercusiones del aumento de las desigualdades y no supieran diseñar unas políticas capaces de enderezar el rumbo del país.
Por eso me gustó tanto en 2011 la oferta de Vanity Fair de presentar estos problemas a un público más amplio. El artículo que escribí, «Del 1 por ciento, por el 1 por ciento, para el 1 por ciento», tuvo muchos más lectores que mi artículo en Econometrica varios decenios antes. El nuevo orden social que trataba en Vanity Fair —el 99 por ciento de estadounidenses que se encontraban en el mismo bote embarrancado— se convirtió en el lema del movimiento Occupy Wall Street: «Somos el 99 por ciento». Presentó la tesis que se repite en los artículos aquí reunidos y en mis escritos posteriores: casi todos nosotros, incluidos muchos de ese 1 por ciento, viviríamos mejor si hubiera menos desigualdades. Si el 1 por ciento es inteligente, sabe que le interesa construir una sociedad menos dividida. Mi intención no era desatar una nueva guerra de clases, sino establecer un nuevo sentimiento de cohesión nacional, un sentimiento que se había disipado con la apertura de una gran brecha en nuestra sociedad.
El artículo se centraba en responder la pregunta de por qué debía importarnos el enorme aumento de las desigualdades: no sólo por una cuestión de principios y moral, sino también por economía, por el carácter de nuestra sociedad y nuestro sentimiento de identidad nacional. Incluso había intereses estratégicos más amplios. Aunque seguíamos siendo la mayor potencia militar y éramos responsables de casi la mitad del gasto total en el mundo, nuestras largas guerras en Irak y Afganistán habían revelado los límites de ese poder: no éramos capaces de obtener un control claro de mínimas franjas de tierra en países mucho más débiles que nosotros. La fuerza de Estados Unidos ha residido siempre en su poder blando y, sobre todo, en su influencia moral y económica, el ejemplo que da a otros y el influjo de sus ideas, incluidas las relativas a su forma de economía y política.
Por desgracia, el aumento de las desigualdades ha hecho que el modelo económico estadounidense no haya atendido debidamente a grandes grupos de población; la familia norteamericana media tiene menos dinero que hace un cuarto de siglo, si se tiene en cuenta la inflación. El segmento de población que vive en la pobreza se ha incrementado. Aunque China, en pleno ascenso, se caracteriza por unas tremendas desigualdades y la falta de democracia, su economía ha ayudado a la mayoría de sus ciudadanos: sacó a alrededor de 500 millones de personas de la pobreza durante el mismo periodo en el que el estancamiento se apoderaba de la clase media en Estados Unidos. Un modelo económico que no beneficia a la mayoría de sus ciudadanos no puede convertirse en modelo para que lo imiten otros países.
El artículo de Vanity Fair derivó en mi libro El precio de la desigualdad, en el que desarrollaba muchos temas de los que había sugerido, y el libro, a su vez, hizo que The New York Times me invitara en 2013 a seleccionar una serie de artículos sobre las desigualdades que titulamos The Great Divide [La gran brecha]. Yo confiaba, con la serie, en poder alertar al país del problema que nos acechaba: no éramos la tierra de las oportunidades, como habíamos creído y como habían pensado también muchos otros. Habíamos pasado a ser el país avanzado con el mayor grado de desigualdades y los niveles más bajos de igualdad de oportunidades. Esas desigualdades se manifestaban de muchas formas, pero no eran inevitables, ni el resultado inexorable de las leyes de la economía, sino consecuencia de nuestras políticas y estrategias. Unas políticas distintas podían obtener distintos resultados, un comportamiento económico mejor (de acuerdo con cualquier criterio) y menos desigualdades.
El artículo original de Vanity Fair y los artículos que escribí para la serie The Great Divide constituyen la base de este libro. Desde hace unos quince años escribo también una columna mensual sindicada para Project Syndicate. Mi idea inicial era transmitir ideas económicas modernas a los países que estaban haciendo la transición a una economía de mercado tras la caída del Telón de Acero, pero con el tiempo Project Syndicate adquirió tanta importancia que hoy publica sus artículos en periódicos de todo el mundo, incluida la mayoría de los países avanzados. Naturalmente, muchos de esos artículos abordan algún aspecto de las desigualdades, y aquí incluyo una selección, así como artículos publicados en otros periódicos y revistas.
Si bien el interés principal de estos ensayos son las desigualdades, he decidido añadir varios sobre la Gran Recesión, artículos escritos en vísperas de la crisis financiera de 2007-2008 y después, mientras el país y el mundo caían en el gran malestar. Esos textos merecen un sitio en este libro porque la crisis financiera y las desigualdades están inextricablemente relacionadas: las desigualdades contribuyeron a causar la crisis, que agudizó las desigualdades existentes, y ese agravamiento ha creado una espiral descendente que hace aún más difícil que la economía tenga una recuperación sólida. Como en el caso de las desigualdades, no había nada de inevitable en la intensidad ni en la duración de la crisis. La crisis no fue un hecho fortuito, como una inundación o un terremoto de los que se sufren cada cien años. Fue una cosa que provocamos nosotros mismos, la cual, como las inmensas desigualdades, fue consecuencia de nuestras políticas y estrategias.
Este libro trata fundamentalmente de la economía de la desigualdad. Ahora bien, como acabo de indicar, no podemos separar del todo política y economía. En varios ensayos de este volumen, y en mi libro anterior El precio de la desigualdad, describo el nexo entre política y economía, el círculo vicioso por el que el aumento de las desigualdades económicas se traduce en desigualdades políticas, sobre todo en el sistema político de Estados Unidos, que otorga un poder ilimitado al dinero. Las desigualdades políticas, a su vez, aumentan las desigualdades económicas. Pero este círculo se ha agudizado a medida que muchos estadounidenses se han desilusionado del proceso político: tras la crisis de 2008 se dedicaron cientos de miles de millones a rescatar los bancos y muy poco a los propietarios de viviendas. Bajo la influencia del secretario del Tesoro Timothy Geitner y el presidente del Consejo Económico Nacional Larry Summers —dos de los arquitectos de las políticas de desregulación que contribuyeron a la crisis—, el gobierno de Obama, al principio, no apoyó e incluso rechazó los intentos de reestructurar las hipotecas, para dar alivio a millones de personas que habían sido víctimas de préstamos abusivos y discriminatorios de los bancos. No es extraño que tanta gente maldiga a los grandes partidos.
He resistido la tentación de revisar o alargar los artículos aquí reunidos, e incluso de actualizarlos. Tampoco he restaurado los numerosos «cortes» de los textos originales, por más que algunas ideas importantes se quedaron fuera porque tenía que ajustarme a un límite fijo de palabras.[3] El formato periodístico tiene mucho digno de elogio. Son textos breves y directos, que tratan los temas del momento, sin todas las matizaciones y condiciones que envuelven tantos escritos académicos. Cuando escribía los artículos e intervenía en unos debates a menudo acalorados, nunca olvidaba los mensajes de fondo que quería transmitir. Espero que este libro lo consiga.
Como presidente del Consejo de Asesores Económicos y economista jefe del Banco Mundial había escrito algún artículo de opinión, pero sólo empecé a hacerlo de forma periódica en el año 2000, cuando Project Syndicate me invitó a escribir la columna mensual. El reto aumentó increíblemente mi respeto hacia quienes tienen que escribir un artículo una o dos veces por semana. Por el contrario, uno de los principales problemas para escribir un artículo mensual es el de seleccionar: de los miles de cuestiones económicas que surgen en el mundo cada mes, escoger cuál puede tener más interés y ofrecer el contexto para transmitir un mensaje de mayor alcance.
Cuatro de los problemas más importantes que ha afrontado nuestra sociedad en el último decenio son la gran brecha —las inmensas desigualdades que están creándose en Estados Unidos y muchos otros países avanzados—, la mala gestión económica, la globalización y el papel del Estado y el mercado. Como muestra este libro, esos cuatro aspectos están relacionados. El aumento de las desigualdades es causa y consecuencia de nuestras dificultades macroeconómicas, la crisis de 2008 y el malestar posterior. La globalización, pese a sus virtudes como estímulo del crecimiento, ha agravado casi con toda seguridad las desigualdades, sobre todo por lo mal que se ha gestionado. A su vez, la mala gestión de la economía y la globalización está relacionada con el papel de los grupos de intereses en nuestra política, una política que cada vez representa más los deseos del 1 por ciento. Sin embargo, aunque la política es una de las causas de nuestros problemas actuales, sólo podemos hallar soluciones a través de la política; el mercado no va a hacerlo por sí solo. Los mercados descontrolados generan más poder monopolístico, más abusos del sector financiero, más relaciones comerciales desequilibradas. Sólo mediante la reforma de nuestra democracia, haciendo que nuestro gobierno sea más responsable ante toda la gente y se haga más eco de sus intereses, podremos cerrar la gran brecha y restablecer en el país la prosperidad compartida.
Los ensayos que forman este libro están agrupados en ocho partes, cada una precedida de un breve ensayo de introducción que intenta explicar el contexto en el que se escribieron los artículos o tocar algunos temas que no pude abordar en los límites de los textos aquí reproducidos.
Comienzo con «Preludio: Asoman las grietas». En los años anteriores a la crisis, nuestros responsables económicos, entre ellos el presidente de la Reserva Federal Alan Greenspan, presumían de una nueva economía en la que las fluctuaciones que nos habían asolado en el pasado iban a quedar atrás; la llamada gran moderación nos traía una nueva era de baja inflación y crecimiento aparentemente alto. Pero los que examinaban todo con algo más de detalle veían que aquello no era más que un delgado velo que ocultaba un enorme grado de mala gestión económica y corrupción política (que en parte ya había salido a la luz con el escándalo de Enron); aún peor, el crecimiento que estaban experimentando algunos sectores no llegaba a la mayoría de los estadounidenses. La gran brecha era cada vez más amplia. Los capítulos describen la gestación de la crisis y sus consecuencias. Después de presentar en la primera parte un panorama de algunos de los aspectos clave de las desigualdades (en el que incluyo el artículo «Del 1 por ciento, por el 1 por ciento, para el 1 por ciento» de Vanity Fair y mi primer artículo para la serie The Great Divide), en la segunda parte hay dos artículos en los que expongo reminiscencias personales sobre cómo nació mi interés por el tema. Las partes tercera, cuarta y quinta se centran en las dimensiones, causas y consecuencias de las desigualdades; la sexta parte presenta análisis de varias ideas políticas fundamentales. La séptima parte examina las desigualdades y las políticas elaboradas para hacerle frente en otros países. Por último, en la octava parte, hablo de una de las principales causas de las desigualdades actuales en Estados Unidos: la prolongada debilidad de su mercado de trabajo. Me pregunto cómo podemos hacer que Estados Unidos vuelva a trabajar con empleos dignos y salarios decentes. En el epílogo figura una breve entrevista con el director de Vanity Fair, Cullen Murphy, que aborda varias cuestiones habituales en los debates sobre las desigualdades: ¿cuándo se equivocó Estados Unidos de dirección? ¿No es el 1 por ciento el que crea empleo? En tal caso, ¿construir una sociedad más igualitaria no acabará perjudicando al 99 por ciento?
AGRADECIMIENTOS
Este no es un libro académico al uso, sino una colección de artículos y ensayos escritos en los últimos años para diversos periódicos y revistas sobre el tema de la desigualdad, la gran brecha que se ha abierto sobre todo en Estados Unidos, pero en menor medida también en otros países en todo el mundo. No obstante, los artículos se basan en una larga historia de estudios académicos, que comenzó a mediados de los años sesenta del pasado siglo, cuando fui alumno del MIT y receptor de una beca Fullbright en Cambridge, Reino Unido. Por entonces —y hasta hace poco— el tema interesaba poco a los economistas estadounidenses profesionales. De ahí que deba mucho a mis directores de tesis, dos de los grandes economistas del siglo XX, Robert Solow (cuya propia tesis trataba del tema) y Paul Samuelson, por alentar mis estudios en esa línea, así como por su gran perspicacia.[4] Y debo un agradecimiento especial a mi primer coautor, George Akerlof, que en 2001 compartió conmigo el Premio Nobel.
En Cambridge, a menudo hablábamos de los determinantes de la distribución de la renta, y me resultaron muy provechosas las conversaciones con Frank Hahn, James Meade, Nicholas Kaldor, James Mirrlees, Partha Dasgupta, David Champernowne y Michael Farrell. Allí también di clases a Anthony Atkinson, la máxima autoridad sobre la desigualdad del último siglo, con quien luego empecé a colaborar. Ravi Kanbur, Arjun Jayadev, Karla Hoff y Rob Johnson son exalumnos y excolegas que me enseñaron muchas cosas sobre los temas de los que habla este libro.
Actualmente, Rob Johnson dirige el Institute for New Economic Thinking (INET), fundado poco después de la Gran Recesión. En medio de las ruinas de la economía, se aceptó cada vez más que los modelos económicos estándares no favorecían al país ni al mundo; se necesitaba un nuevo pensamiento económico, que se enfocara más en la desigualdad y en las limitaciones de los mercados. Agradezco el apoyo del INET por las investigaciones que subyacen a estos ensayos.[5]
Aunque el vínculo entre la desigualdad y el rendimiento macroeconómico ha sido por largo tiempo una de las preocupaciones de mis investigaciones teóricas y mis labores políticas, la importancia de esa conexión finalmente está empezando a ser cada vez más reconocida (incluso por el Fondo Monetario Internacional). Quiero agradecer la colaboración de mis colegas de la Universidad de Columbia Bruce Greenwald y José Antonio Ocampo, y el trabajo de la Comisión de Expertos en Reformas del Sistema Monetario y Financiero Internacional, que presidí,[6] convocada por el presidente de la Asamblea General de las Naciones Unidas.
Todo aquel que trabaje hoy en día en el área de las desigualdad también tiene una gran deuda con Emmanuel Saez y Thomas Piketty, cuyo meticulosa obra ha proporcionado buena parte de los datos que desvelan el tamaño de la desigualdad en la cima de Estados Unidos y muchos otros países desarrollados. Otros destacados académicos cuya influencia se notará en este libro incluyen a François Bourguignon, Branko Milanovic, Paul Krugman y James Galbraith.[7]
Cuando Cullen Murphy, entonces director del Atlantic Monthly, me convenció para que escribiera sobre alguna de mis experiencias en la Casa Blanca (un artículo, «The Roaring Nineties», que acabó convirtiéndose en mi segundo libro, con el mismo título y destinado a un público más amplio),[8] me proporcionó no sólo la oportunidad de desarrollar unas ideas sobre las que llevaba varios años reflexionando sino también un nuevo reto: ¿era capaz de abordar ideas complejas de manera muy accesible y, al mismo tiempo, sucinta? Había escrito muchos ensayos académicos con un coautor; la estrecha relación entre editor y escritor es similar en ciertos aspectos pero diferente en otros. Cada uno tenía su función muy clara. Él conocía a los lectores hasta un punto que a mí me resultaba imposible de imaginar. Aprendí a valorar el papel que desempeña un buen editor a la hora de dar forma a un artículo. Los buenos editores permiten que se oiga la voz de un autor conforme mejoran la argumentación y, en ciertos casos, vuelven el tema más fascinante.
Después de «The Roaring Nineties» escribí más columnas para The Atlantic Monthly y, cuando Cullen Murphy se fue a trabajar a Vanity Fair, siguió pidiéndome artículos. Uno de ellos, «Capitalistas de pacotilla» (incluido en este volumen), escrito antes y después de la Gran Recesión, obtuvo el prestigioso Premio Gerald Loeb de periodismo. Era evidente que, bajo la tutela de Cullen, mi escritura había mejorado mucho.
Cullen trabajó codo con codo conmigo en todos los artículos que escribí para Vanity Fair, de los que aquí se incluyen cuatro. Lo que es más importante para este volumen, encargó y trabajó diligentemente conmigo en el artículo «Del 1 por ciento, por el 1 por ciento, para el 1 por ciento», que a su vez dio origen a mi libro El precio de la desigualdad y luego a este mismo. Graydon Carter sugirió el título de aquel artículo. «Somos el 99%» se convirtió en el lema del movimiento Occupy Wall Street, un símbolo de la Gran Brecha estadounidense.
Los acuerdos firmados con Project Syndicate, Vanity Fair y The New York Times, además de muchos otros medios de comunicación, que hicieron posibles los artículos reunidos aquí, me permitieron expresar mis puntos de vista sobre lo que estaba ocurriendo a mi alrededor, ser comentarista, quizá más reflexivo que quienes se ven obligados a opinar sobre una enorme variedad de asuntos en las tertulias de televisión, porque podía escoger mis temas y meditar las respuestas.
Los editores de cada uno de estos artículos hicieron valiosas aportaciones a los ensayos aquí reunidos. En especial quiero agradecer a Sewell Chan y Aaron Retica, que editaron las columnas del New York Times llamadas Great Divide [La gran brecha] (de donde procede el título del volumen). Incluso antes de que, en 2012, adoptáramos una estrategia para presentar al gran público norteamericano cuestiones sobre la creciente desigualdad de los Estados Unidos, con todas sus dimensiones y consecuencias, Sewell había colaborado conmigo en la edición de un ensayo publicado aquí (escrito con Mark Zandi): «La única solución que queda para el problema de la vivienda: la refinanciación masiva». Aaron y Sewell hicieron un trabajo magnífico al editar los dieciséis artículos del New York Times que aquí se incluyen. Por escrito soy propenso a abundar, y siempre da pena ver las podas que se le hacen a la propia escritura; pero transmitir una serie de ideas en 750 palabras, o incluso en 1500, es uno de los verdaderos retos del periodismo. Aaron y Sewell siempre agregaban gran perspicacia conforme recortaban los excesos de verborrea.
Entre los numerosos editores a los que debo mucho se encuentran Andrzej Rapaczynski, Kevin Murphy y el resto de la plantilla de Project Syndicate, Allison Silver (ahora parte de Thomson Reuters), Michael Hirsh de Politico, Rana Foroohar de Time, Philip Oltermann de The Guardian, Christopher Beha de Harper’s, Joshua Greenman de TheNew York Daily News, Glen Nishimura de USA Today, Fred Hiatt de TheWashington Post y Ed Paisley de The Washington Monthly. También quisiera agradecer el aliento y el apoyo de Aaron Edlin de The Economists’ Voice, Roman Frydman de Project Syndicate y Felicia Wong, Cathy Harding, Mike Konczal y Nell Abernathy del Roosevelt Institute, para el que escribí un informe de políticas que describo en el ensayo «Capitalismo de pacotilla».
El Roosevelt Institute y la Universidad de Columbia me han brindado un respaldo institucional incomparable. El primero, que surgió de la Roosevelt Presidential Library, se ha convertido en uno de los think-tanks más destacados del país, fomentando los ideales de justicia social y económica que defendían los Roosevelt. Las fundaciones Ford y MacArthur y Bernard Schwartz han patrocinado generosamente el programa de investigación sobre desigualdad de Roosevelt/Columbia.
En los últimos quince años, la Universidad de Columbia ha sido mi hogar intelectual. Me ha dado la libertad de realizar mis investigaciones, me ha regalado alumnos inteligentes que se entusiasmaban con los debates y me ha puesto en contacto con colegas brillantes de los que he aprendido mucho. El entorno de Columbia me ha permitido prosperar y hacer lo que me más me gusta hacer: investigar, enseñar y defender ideas y principios que, espero, ayudarán a mejorar el mundo.
Una vez más, estoy en deuda con Drake McFeely, presidente de W. W. Norton, y con mi antiguo amigo y editor Brendan Curry, que ha hecho un magnífico trabajo en la edición de este libro y aprovechó por su parte la ayuda de Sophie Duvernoy. También estoy en deuda, como de costumbre, con Elizabeth Kerr y Rachel Salzman de Norton, por este libro y por su apoyo a lo largo de los años. A lo largo de los años también he sacado un enorme provecho de la edición minuciosa de Stuart Proffit, mi editor de Penguin/Allen.
No hubiera podido completar este libro sin una oficina ordenada, dirigida por Hannah Assadi y Julia Cunico, con la asistencia de Sarah Thomas y Jiaming Ju.
Eamon Kircher-Allen no sólo se ocupó del proceso de producir el libro, sino que además se desempeñó como editor. Le debo un doble agradecimiento: él también editó cada uno de los artículos del libro cuando se publicaron originalmente.
Como siempre, la mayor deuda es para con mi esposa, Anya, que cree firmemente en los temas de los que aquí se habla y en la importancia de transmitirlos a un público amplio; que me ha apoyado y alentado a hacerlo; que repetidamente habló conmigo de las ideas que subyacen a todos mis libros y que me ha ayudado a darles forma una y otra vez.
Continuará
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