LA HABANA. En las últimas semanas hemos sido testigos de otro episodio controvertido en el largo camino hacia la búsqueda de verdaderas soluciones a nuestros muchos agobios. El gobierno de la ciudad Capital introdujo regulaciones de precios en el funcionamiento del transporte privado de pequeña escala, lo que se conoce por acá como los boteros. Lo primero que cabría preguntarse es si el gobierno de la capital debería hacer esto, y en caso de que sea así, bajo qué condiciones. Esta no es una consideración menor, porque una decisión desacertada puede tener consecuencias desastrosas.
Vamos a empezar por aquí. Es una idea bastante popular que los gobiernos tienen la legitimidad necesaria para realizar intervenciones puntuales en los mercados en función de garantizar el bien colectivo y otras consideraciones similares. Pero también es una práctica aceptada que esas intervenciones deben realizarse bajo ciertas condiciones, con el objetivo de garantizar la viabilidad y el funcionamiento de estos mercados a largo plazo.
Nadie debería estar interesado en crear confusión, o la sensación de que cualquier pretexto es bueno para arremeter contra alguno de los actores en un mercado específico. El resultado bien puede ser, y la evidencia empírica lo demuestra, que en estos casos se puede desalentar la inversión o la competencia, y la sociedad termina pagando las consecuencias. Ahora bien, algunos podrían decir que la nuestra no es una economía de mercado y las reglas deben ser diferentes, y puede que sea verdad. Pero lo cierto ahora mismo es que hay mercados funcionando en nuestra economía, y haríamos mucho bien si empezáramos a estudiar cómo regularlos inteligentemente. Un ejemplo reciente es la notable subida de precios en los hoteles capitalinos a partir del dramático incremento de visitantes extranjeros. Si la ley de la oferta y la demanda funciona ahí, por qué asombrarse cuando ocurre en otro sector.
Como otras veces en el pasado, el objetivo fundamental fue “proteger a la población” en contra del abuso desmedido de algunos choferes de autos particulares. En general, casi todo el asunto giraba alrededor de los precios, sobre los que existía la percepción de que ya eran muy altos y estaban aumentando muy rápidamente, junto a otras prácticas deshonestas en ese mercado, como el “picoteo” del recorrido, buscando maximizar el ingreso por asiento.
Uno de los objetivos de este ejercicio será demostrar que posiblemente “la población” no salió bien parada como resultado de esta decisión. Este es un tema complejo, y tampoco este trabajo pretende agotar la discusión, sino procurar el análisis de otras aristas que también son válidas.
La medida en sí, anunciada en varios medios nacionales el 8 de febrero de 2017, introduce precios máximos para los servicios que prestan los trabajadores privados del transporte, en dependencia de las rutas y las distancias a recorrer. En varios casos, estos precios no se diferencian demasiado de los que se estaban cobrando hasta hace muy poco, pero en algunos tramos supone una rebaja, lo que por supuesto, provocó una reacción negativa de parte de la mayoría de los choferes y dueños.
También existía un antecedente. En julio de 2016, luego de las reducciones programadas en las asignaciones de combustible a una buena parte del sector público, como respuesta a las afectaciones que venían experimentándose con la importación de hidrocarburos, las cotizaciones se elevaron en el mercado informal de contrabando, lo que trajo como consecuencia un aumento de las tarifas aplicadas a los clientes. En aquel momento, hubo una primera reacción del gobierno, a la que siguió un relativo ajuste de la situación. Sin embargo, las causas esenciales no variaron y los operadores continuaron buscando alternativas para mantener los márgenes de rentabilidad. A continuación, se tratará de describir brevemente los agentes y fundamentos esenciales de ese mercado, al menos en el contexto de la capital del país.
La descripción comienza con el ámbito de la oferta. La ciudad tiene hoy un promedio de 600 ómnibus, que realizan unos 7600 viajes al día, transportando alrededor de 1,1 millones de pasajeros. Solo como referencia, en 1984 (los directivos del sector plantean que fue el mejor año del transporte en la Capital), existían 1700 ómnibus que realizaban 30 000 viajes diarios, que lograron transportar a 4,3 millones de pasajeros. Es decir, 33 años atrás el sistema público transportaba cuatro veces más pasajeros que en la actualidad.
Adicionalmente, existen otros proveedores como los ómnibus pertenecientes a entidades estatales, los taxis (CUC), las cooperativas, y por supuesto los choferes privados. Distintos funcionarios han reconocido que estos últimos operan alrededor de 5000 carros diarios que transportan a unos 160 000 pasajeros, que representarían el equivalente al 15% de lo que logra el resto de los operadores estatales y cooperativos.
Ahora vamos a examinar la demanda. La población de la ciudad es esencialmente la misma que en 1989, solo ligeramente superior. Pero hay otras diferencias. La población flotante sí ha crecido notablemente, por muchas razones, entre las que se encuentra la concentración de oportunidades económicas en la Capital, frente a otras regiones. A esto habría que añadir los visitantes internacionales, que si bien en su mayor parte usan el sistema paralelo de transporte turístico, más recientemente representan una fuente adicional de demanda como resultado del mayor peso del alojamiento privado, y la aspiración de vivir una experiencia auténticamente cubana.
La dinámica descrita anteriormente bastaría para explicar lo que ha estado ocurriendo recientemente. La oferta pública es una fracción de lo que fue hace dos décadas mientras que la demanda ha crecido sustancialmente. Los resultados son una creciente participación del sector privado en la prestación de servicios de transporte, y una estructura de precios que refleja las condiciones del mercado en mayor magnitud que en el sector estatal.
¿Por qué estos hechos sorprenden a tanta gente? Si la demanda continúa aumentando y la oferta no aumenta al mismo ritmo pues los precios se irán ajustando al alza. Este es un efecto bastante intuitivo cuando se establecen los hechos básicos. Recordemos que mientras el sistema estatal puede permitirse los números rojos indefinidamente en el entendido que se recibirán recursos públicos, el sector privado no puede acudir a esta solución. Además, los que se dedican a esta actividad establecen sus tarifas sobre la base de obtener una ganancia, de lo contrario, cuál es el propósito de dedicar tiempo y recursos a una actividad determinada.
A lo anterior se puede añadir otra dimensión. Una percepción extendida, y no sin fundamento, explica lo ocurrido sobre la base del tratamiento discriminatorio que reciben estos actores del transporte capitalino. Se les ha llamado “mal necesario”, se plantea que hay que “enfrentarlos” y otras cuestiones por el estilo. En algunos trabajos se ha reconocido que el transporte estatal es insuficiente y de mala calidad, que los taxis de las agencias estatales tienen precios prohibitivos, entre otras revelaciones. Si se aceptan estos hechos, entonces por qué se reduce la “respuesta” al comportamiento en este segmento, que incluso se reconoce representa una proporción relativamente modesta de todos los ciudadanos transportados. Por ejemplo, ¿qué pasa si se aplica la misma rigurosidad en el cumplimiento de lo establecido para los choferes de los ómnibus públicos? Se han elaborado varios trabajos periodísticos sobre la indisciplina en este segmento. ¿Cuál es la solución en este caso? ¿Se les termina el contrato? Probablemente no se hace porque no hay muchos sustitutos y empeoraría aún más la situación. Se ha dicho también que había muchos operadores informales. Probablemente sea verdad. Ahora, ¿acaso no convendría trabajar conjuntamente para lograr que una mayoría se incorpore al trabajo formal, de forma tal que se expanda la oferta?
Luego viene la discusión sobre el nivel de las tarifas. Para determinar cómo los niveles actuales se comparan con los de otras épocas se va a utilizar el índice de precios acumulado desde 1989, que recoge la inflación acumulada desde ese año. Como referencia, un peso del año 1989 equivale a 9 pesos actuales. Por ejemplo, el precio del pasaje en guagua en 1989 era de 10 centavos, y su equivalente actual serían 90 centavos. Es decir, en términos reales, el transporte público es más barato (40 centavos oficialmente) que lo que lo era en 28 atrás. Lo que lleva a preguntarse si no valdría la pena considerar si una empresa puede ser adecuadamente gestionada en esas condiciones, en tanto una mayor recaudación podría contribuir a pagar mejores salarios a sus trabajadores, que también son parte del pueblo. En la práctica, casi todo el mundo termina pagando un peso ($1), por lo que no habría una gran diferencia. Esos 10 centavos representaban en 1989 el 0,0005% del salario medio mensual de aquel año ($188). En estos tiempos, el número sería bastante similar (40 ctvs y 687 pesos).
Respecto a los taxis, al análisis es un tanto más complejo porque el servicio regular en aquella época no es directamente comparable con el que presta el sector privado actual, al menos en lo que se refiere a las rutas fijas. Las tarifas vigentes en 1989 eran de 70 centavos por la recogida y unos 25 centavos adicionales por kilómetro. Apliquemos estas cifras (y la equivalencia de 1 peso de entonces por 9 actuales) a las distancias de la ciudad y la conclusión directa es que 10 pesos (20 pesos para tramos mayores), no resultan necesariamente más caros en relación a los precios de entonces.
¿Cómo explicar el malestar actual y qué se puede hacer?
(Fin de a primera parte)
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