Jun 22, 2022 YANIS VAROUFAKIS
ATENAS – El juego de acusaciones sobre el alza de los precios está en marcha. ¿Fue la inyección de demasiado dinero de los bancos centrales durante demasiado tiempo lo que provocó que la inflación se disparara? ¿Fue China, donde la mayor parte de la producción física se había trasladado antes de que la pandemia confinara al país y alterara las cadenas de suministro globales? ¿Fue Rusia, cuya invasión de Ucrania eliminó un porcentaje importante del suministro global de gas, petróleo, granos y fertilizantes? ¿Fue algún giro subrepticio de la austeridad pre-pandemia a una generosidad fiscal sin límites?
La respuesta es una que quienes realizan pruebas nunca encuentran: todo lo de arriba o nada de lo de arriba.
Las crisis económicas cruciales frecuentemente suscitan múltiples explicaciones que son todas correctas pero que se olvidan de lo central. Cuando Wall Street colapsó en 2008, generando la Gran Recesión global, se ofrecieron varias explicaciones: una captura regulatoria de parte de financistas que habían reemplazado a los industriales en el orden jerárquico capitalista; una proclividad cultural hacia las finanzas riesgosas; una incapacidad de políticos y economistas para distinguir entre un nuevo paradigma y una burbuja gigantesca; y otras teorías también. Todas eran válidas, pero ninguna llegaba al meollo de la cuestión.
Lo mismo es válido hoy. Los monetaristas del “se los dijimos”, que han venido prediciendo una alta inflación desde que los bancos centrales expandieron masivamente sus balances en 2008, me recuerdan la dicha que sintieron ese año los izquierdistas (como yo) que consistentemente “predicen” la inminente defunción del capitalismo –parecido a un reloj que se paró y que marca la hora correcta dos veces al día-. Efectivamente, al crear enormes sobregiros para los banqueros con la falsa esperanza de que el dinero se derramara a la economía real, los bancos centrales causaron una inflación épica de los precios de los activos (apogeo del mercado bursátil e inmobiliario, la locura de las criptomonedas y más).
Pero la historia monetarista no puede explicar por qué los principales bancos centrales entre 2009 y 2020 no lograron ni siquiera impulsar la cantidad de dinero circulante en la economía real, mucho menos hacer subir la inflación de los precios al consumidor a su meta del 2%. Alguna otra cosa debe de haber desatado la inflación.
La interrupción de las cadenas de suministro centradas en China claramente jugó un papel importante, como lo hizo la invasión de Ucrania por parte de Rusia. Pero ningún factor explica el abrupto “cambio de régimen” del capitalismo occidental de una deflación prevaleciente a lo contrario: un aumento simultáneo de todos los precios. Esto exigiría que la inflación salarial superara la inflación de precios, causando así una espiral que se perpetúa a sí misma, con aumentos de salarios que se traducen en mayores alzas de los precios que, a su vez, hacen que los salarios vuelvan a aumentar, ad infinitum. Recién entonces sería razonable que los banqueros centrales les exigieran a los trabajadores que “hicieran algo por el equipo” y se abstuvieran de pedir mayores acuerdos salariales.
Pero, hoy, exigir que los trabajadores renuncien a alzas salariales es absurdo. Toda la evidencia sugiere que, a diferencia de los años 1970, los salarios están aumentando mucho más lentamente que los precios y, sin embargo, el aumento de los precios no sólo continúa sino que se acelera.
¿Qué es lo que realmente está pasando entonces? Mi respuesta: un juego de poder de medio siglo, liderado por las corporaciones, Wall Street, los gobiernos y los bancos centrales, ha salido muy mal. Como resultado de ello, las autoridades de Occidente hoy enfrentan una opción imposible: provocar una cascada de quiebras de conglomerados y hasta de estados o permitir que la inflación se descontrole.
Durante 50 años, la economía de Estados Unidos ha sostenido las exportaciones netas de Europa, Japón, Corea del Sur, luego China y otras economías emergentes, mientras que la mayor parte de esas ganancias de extranjeros se encaminaba raudamente a Wall Street en busca de mayores retornos. A consecuencia de este tsunami de capital rumbo a Estados Unidos, los financistas construían pirámides de dinero privado (como opciones y derivados) para financiar a las corporaciones que construían un laberinto global de puertos, embarcaciones, depósitos, plataformas de almacenaje y transporte terrestre y ferroviario. Cuando la crisis de 2008 derribó estas pirámides, se puso en peligro todo el laberinto financiarizado de las cadenas de suministro justo a tiempo globales.
Para salvar no sólo a los banqueros sino también al propio laberinto, los banqueros centrales intervinieron para reemplazar las pirámides de los financistas con dinero público. Mientras tanto, los gobiernos recortaban el gasto público, los empleos y los servicios –nada más ni nada menos que socialismo pródigo para el capital y austeridad dura para el trabajo-. Los salarios se achicaron y los precios y las ganancias se estancaron, pero el precio de los activos comprados por los ricos (y así su patrimonio) se dispararon. En consecuencia, la inversión (en relación al efectivo disponible) cayó a un mínimo histórico, la capacidad se encogió, el poder del mercado se disparó y los capitalistas se volvieron más ricos y al mismo tiempo más dependientes que nunca del dinero de los bancos centrales.
Fue un nuevo juego de poder. La lucha tradicional entre el capital y el trabajo para aumentar sus respectivos porcentajes del ingreso total a través de márgenes de beneficio y aumentos salariales continuó, pero dejó de ser la fuente de la mayor parte de la riqueza nueva. Después de 2008, la austeridad universal produjo baja inversión (demanda de dinero) que, combinada con una gigantesca liquidez de los bancos centrales (oferta de dinero), mantuvo el precio del dinero (tasas de interés) cerca de cero. En un contexto de capacidad productiva (inclusive nueva vivienda) en caída, escasez de buenos empleos y salarios estancados, la riqueza triunfó en los mercados de capital y de bienes raíces, que se habían desacoplado de la economía real.
Luego vino la pandemia, que cambió algo muy importante: los gobiernos occidentales se vieron obligados a canalizar algunos de los nuevos ríos de dinero de los bancos centrales a las masas confinadas dentro de economías que, a lo largo de décadas, habían agotado su capacidad de producir cosas y ahora enfrentaban cadenas de suministro alteradas. Cuando las multitudes confinadas empezaron a gastar parte del dinero de sus cesantías en importaciones escasas, los precios empezaron a subir. Las corporaciones con grandes patrimonios en acciones respondieron explotando su inmenso poder de mercado (producto de su capacidad productiva reducida) para hacer subir los precios por las nubes.
Después de dos décadas de una bonanza sustentada por los bancos centrales de alzas de los precios de los activos y de una deuda corporativa creciente, un poco de inflación de los precios fue todo lo que hizo falta para poner fin al juego de poder que moldeó al mundo post-2008 a imagen y semejanza de una clase gobernante resucitada. ¿Qué es lo que pasará ahora entonces?
Probablemente nada bueno. Para estabilizar la economía, las autoridades primero necesitan poner fin al poder exorbitante conferido a unos pocos por un proceso político de patrimonio en acciones y creación de deuda barata. Pero esos pocos no renunciarán a su poder sin dar batalla, aunque esto implique que se los consuman las llamas, arrastrando a la sociedad con ellos.
YANIS VAROUFAKIS, a former finance minister of Greece, is leader of the MeRA25 party and Professor of Economics at the University of Athens.
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