La obsesión de los medios por las falsas equivalencias ha impulsado una candidatura sin sentido.
Hillary Clinton (izquierda) y Donald Trump, tras el primer debate. TIMOTHY A. CLARY AFP
El debate presidencial del lunes fue una bomba, seguramente el enfrentamiento más descompensado de la historia política estadounidense. Hillary Clinton se mostró bien informada, imperturbable y —¿nos atrevemos a decirlo?— agradable. Donald Trump se mostró ignorante, susceptible y grosero. Sin embargo, en vísperas del debate, las encuestas apuntaban a una competición reñida. ¿Cómo es posible?.
Al fin y al cabo, los candidatos que vimos la noche del lunes eran los mismos de siempre. La elegancia y hasta el humor de Clinton estando bajo presión quedaron plenamente patentes durante la comparecencia sobre Bengasi del año pasado. La jactancia quejica de Trump ha resultado evidente cada vez que ha abierto la boca sin estar leyendo un teleprompter.
Así que, ¿cómo es posible que alguien como Trump haya estado bien situado para llegar a la Casa Blanca? (Puede que siga estándolo, ya que aún está por ver el efecto del debate en los sondeos).
La respuesta, en parte, es que muchos más estadounidenses de los que nos gustaría creer son, en el fondo, nacionalistas blancos. De hecho, los llamamientos implícitos a la hostilidad racial hace mucho que son un pilar de la estrategia republicana; Trump se convirtió en el candidato del Partido Republicano diciendo abiertamente lo que sus oponentes trataban de ocultar con mensajes encubiertos.
Si pierde, los republicanos dirán que es una especie de figura atípica, que no demuestra nada sobre la naturaleza de su partido. No lo es.
Pero, aunque los votantes con motivaciones raciales sean una minoría más numerosa de lo que nos gustaría creer, siguen siendo una minoría. Y en agosto, sin ir más lejos, Clinton iba en cabeza y tenía el control. Luego, se vino abajo en los sondeos. ¿Qué pasó? ¿Cometió errores garrafales durante la campaña?
No lo creo. Como he escrito en otras ocasiones, sufrió el efecto Gore. Es decir, como Al Gore en 2000, se topó con un torbellino de información negativa de los medios de comunicación de masas, que trataron sus tropiezos relativamente poco importantes como si fuesen grandes escándalos y se sacaron de la manga escándalos adicionales.
Por otra parte, ocultaron o quitaron importancia a verdaderos escándalos y diversos actos grotescos de su adversario; pero, como dice Jonathan Chait, de la revista New York, la normalización de Donald Trump probablemente haya sido menos grave que la anormalización de Hillary Clinton.
Esta arremetida de los medios comenzó con el informe de Associated Press sobre la Fundación Clinton, que coincidió aproximadamente con el momento en que Clinton empezó a bajar en los sondeos. Associated Press planteaba una pregunta válida: ¿obtienen los donantes de la fundación un acceso inapropiado y ejercen una influencia excesiva?
Resulta que no consiguió hallar ninguna prueba de transgresión (pero, no obstante, escribió el informe como si así fuese). Y este fue el principio de una serie extraordinaria de noticias hostiles sobre diversos aspectos de la vida de Clinton que "planteaban dudas" o "arrojaban sombras", lo que transmitía la impresión de cosas terribles sin decir nada que pudiese refutarse.
La culminación del proceso llegó con el infame foro moderado por Matt Lauer, que podría resumirse brevemente como "mensajes, mensajes y más mensajes de correo electrónico; sí, señor Trump, lo que usted diga, señor Trump".
Aún sigo sin entender del todo esa hostilidad, que no era ideológica. Más bien parecían los chicos guais del colegio burlándose del empollón de la clase. Sin duda el sexismo estaba presente, pero puede que no fuese lo fundamental, ya que a Gore le pasó lo mismo.
En cualquier caso, quienes recordamos la campaña de 2000 nos esperábamos lo peor tras el primer debate: seguro que muchos de los medios declararían ganador a Trump aunque hubiese mentido una y otra vez. Algunos "análisis de la actualidad" ya estaban sentando las bases, al exigirle muy poco al candidato republicano mientras advertían de que el "lenguaje corporal" de Clinton podía expresar "condescendencia".
Entonces llegó el debate en sí, que era prácticamente imposible de manipular. Algunos lo intentaron, y declararon a Trump ganador de la discusión sobre el comercio, aunque todo lo que dijo era falso en cuanto a los hechos o los conceptos. O —mi favorito— algunos dijeron que, aunque Trump estuviese poco preparado, tal vez Clinton estuviese "demasiado preparada". ¿Cómo?.
Pero, entretanto, decenas de millones de estadounidenses vieron a los candidatos en acción, en directo, sin el filtro de los medios. Para muchos, la revelación no fue la actuación de Trump, sino la de Clinton: la mujer que vieron se parecía poco a la autómata fría y sin alegría que se esperaban por lo que les habían dicho.
¿Qué importancia tendrá? Mi hipótesis —aunque es muy posible que equivoque por completo— es que importará mucho. Los defensores acérrimos de Trump no se dejarán influir. Pero tal vez los votantes que pensaban quedarse en casa o, lo que viene a ser lo mismo, votar por el candidato de un partido minoritario en vez de elegir entre el racista y la diablesa se den ahora cuenta de que estaban mal informados. En este caso, habrá sido la brillante actuación de Clinton, sometida a una presión increíble, la que habrá cambiado las cosas.
Pero la situación nunca debería haber llegado hasta este punto, en el que tantas cosas dependen de que se rebatan en el transcurso de una hora y media las expectativas generadas por los medios. Y los que han contribuido a ponernos en esta situación deberían hacer un serio examen de conciencia.
Paul Krugman es premio Nobel de Economía.
© The New York Times Company, 2016.
Traducción de News Clips.
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