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"Peor que los peligros del error son los peligros del silencio." ""Creo que mientras más critica exista dentro del socialismo,eso es lo mejor" Fidel Castro Ruz

domingo, 7 de enero de 2018

Libro "Economía para no dejarse engañar por los Economistas" (V)

Por Juan Torres López


¿Cómo funciona realmente el mercado en las economías capitalistas?
Curiosamente, a los defensores del sistema económico en el que vivimos, es
decir, del capitalismo no les gusta utilizar este término. Es fácil comprobar que no hablan de economía capitalista y que no reivindican y ensalzan el capitalismo como tal. Se refieren a las virtudes del mercado, las cuales proclaman, así como, por ende, las de la economía de mercado. Así ocurre incluso en los grandes textos legales, como nuestra Constitución: «Se reconoce la libertad de empresa en el marco de la economía de mercado», dice en su artículo 38. Y, por añadidura, se asocia el concepto de mercado al de libertad. Se habla, como en nuestra Constitución, de libre empresa, de mercado libre, de libre iniciativa, de libertad de elección…
Sin   embargo,   la   expresión   «economía   de   mercado»   es   bastante incorrecta e incapaz por sí misma de identificar un tipo de economía, tal y como ya hemos señalado. Es una metáfora, pero no un concepto científico y riguroso. Si llegara a la Tierra un extraterrestre al que le explicásemos lo que es un mercado y le dijésemos que la economía española es una «economía de mercado» le estaríamos dando una idea muy alejada de la realidad, porque es evidente que sólo una parte bastante reducida de los bienes y servicios que utilizamos para nuestro sustento se obtienen a través del mercado.
Teóricamente, podría haber economías de mercado (es decir, con un gran predominio de los intercambios a través de él) en las que, sin embargo, el trabajo, los recursos naturales o el dinero no se pudieran comprar o vender en los mercados, que es lo que verdaderamente caracteriza al capitalismo.
El término economía de mercado también describe muy mal a nuestras economías debido a que hablar de mercado en singular no tiene mucho sentido. La realidad es que hay diferentes tipos de mercado, y cada uno de ellos tiene características y efectos muy distintos a los demás.
Hablar de mercado en singular es como hablar de drogas sin matizar, concretar o particularizar. Unas son muy peligrosas y otras inocuas, y cada una tiene un efecto según como se utilice, quién la tome y en qué condiciones lo haga. Decir que el mercado proporciona eficiencia o libertad económica es igual de impreciso, equívoco y, por tanto, incorrecto como afirmar que las drogas proporcionan salud.
En nuestras sociedades se ha consolidado un relato que viene a decir que la ciencia económica ha demostrado que el mercado es el mejor mecanismo para lograr que las economías funcionen de la mejor manera posible porque garantiza que los intercambios de bienes se realicen con el coste más bajo. Y también  porque,  al  no  necesitar  de  ningún  tipo  de  intervención gubernamental, proporciona la máxima libertad de actuación a todos los sujetos.
Efectivamente, desde finales del siglo XIX se viene intentando demostrar que eso es así, es decir: que la economía de mercado se basa en la existencia de mercados perfectos capaces de proporcionar un equilibrio de máximo bienestar, no sólo a los compradores y vendedores individuales, sino al conjunto de la sociedad, y sin necesidad de que ningún tipo de costosa autoridad tenga que intervenir para decidir lo que debemos hacer cada uno de nosotros.
Cuando se oye esto, ¿quién se va a oponer al mercado?, ¿quien va a ser tan torpe de renunciar a un mecanismo perfecto que proporciona a todos y cada uno de los sujetos económicos el máximo nivel de bienestar posible?,
¿cómo poner trabas a que los textos constitucionales y todas nuestras leyes entronicen al mercado y a la economía de mercado como el marco de la vida económica?
El problema de todo este relato es que es pura y simplemente una fantasía, ya que la teoría económica no ha demostrado lo que se nos cuenta día a día.
Veamos. Un mercado es cualquier espacio (no necesariamente físico) en el que se encuentran sujetos que desean adquirir bienes o servicios y otros que están deseosos de vender los suyos. En ese encuentro enfrentan sus respectivos  deseos  y  se  ponen  de  acuerdo  sobre  las  condiciones  en  que pueden realizar un intercambio, es decir, sobre la cantidad del bien o servicio que pasa de vendedores a compradores y sobre su precio.
Funcionan, por tanto, como un espacio en el que, gracias a los precios que se fijan en ese regateo, se puede responder a las tres grandes preguntas de la economía: qué se va a producir, cómo y para quién hacerlo. Y su utilidad es justamente ésa, establecer los precios sin que sea necesaria la intervención de ningún tipo de autoridad o decisión externa al intercambio, sino simplemente a partir de los deseos de compradores y vendedores que se entrecruzan. Algo que es fundamental porque los precios son como una especie de «avisos» o señales que sirven para que los sujetos económicos tomen sus decisiones sobre esas tres preguntas fundamentales.
Cuando acuden a un mercado, los consumidores deciden consumir unos bienes u otros, y en una u otra cantidad, en virtud de los precios. Samuelson decía que son sus «votos monetarios», pues el precio que está dispuesto a pagar un consumidor por un bien o servicio es la indicación o expresión de su preferencia, de lo que desea que se produzca y de qué cantidad está dispuesto a comprar. Y exactamente igual ocurre con las empresas, pues deciden qué bienes o servicios producir en función de los precios que pueden recibir por ellos. También combinan los diferentes factores (es decir, dan respuesta a la segunda pregunta de cómo producir) según cuales sean los precios a los que pueden adquirir cada uno de ellos. Y los precios también son los que deciden realmente para quién producir: en el mercado se produce para quienes estén en condiciones de adquirir los bienes y servicios a los precios que se establezcan.
El mecanismo por el que los precios se fijan en el mercado es un sistema automático para regular la escasez y para facilitar la satisfacción de los sujetos. Cuando hay escasez y muchos compradores se quedan sin los bienes o servicios que desean, los precios serán más elevados, y eso atraerá a nuevos productores o hará que los ya existentes aumenten la cantidad que producen, animados por la posibilidad de venderlos a precios más altos y, por tanto, con mejores condiciones para compensar los costes que les hayan supuesto producirlos. Por el contrario, si concurren demasiados compradores y hay una cantidad excesiva de bienes y servicios ofrecida por los vendedores, los precios bajarán, y eso hará que a muchos de estos últimos ya no les interese seguir produciendo (porque con precios tan bajos no compensan sus costes). En ese caso, abandonarán el mercado, de modo que bajará la cantidad de bienes y servicios a disposición de los compradores y llegará un momento en que los deseos de unos y otros se nivelen en una determinada cantidad y a un determinado precio.
Esto es lo que ocurre en cualquier mercado, bien sea éste muy sencillo o muy complicado. Cuando los niños o las niñas intercambian cromos en su colegio no hace falta que nadie les indique cuántos de cada uno han de dar por los demás. Ellos mismos se dan cuenta de que, cuando hay alguno más raro o escaso, enseguida sus amigos o amigas estarán dispuestos a darle más que cualquier otro a cambio. Y los mercados en donde se intercambian los bienes  o  servicios  más  valiosos  del  mundo  responden  a  un  esquema semejante.
Lo que ocurre, como ya adelantamos anteriormente, es que en esos diferentes mercados hay siempre normas o ausencia de ellas que permiten tener o no tener determinados comportamientos; y, según qué comportamientos estén permitidos, los mercados tendrán más o menos facilidades para determinar precios que sean satisfactorios para todas las partes. Si se permite, por ejemplo, que un solo niño monopolice los cromos o que una sola empresa sea la única que ofrezca un bien o servicio, seguro que aprovecharán  (como  veremos  con  más  detalle  en  otro  momento)  para reclamar un precio más elevado.
La ventaja del hecho de disponer de mercado es evidente, y eso explica que éstos hayan existido en casi todas las etapas del desarrollo humano, a poco que las sociedades se hayan hecho mínimamente complejas. Gracias a los intercambios autónomos que se dan allí se puede desenvolver el comercio y poner bienes y servicios a disposición de quienes los necesitan, tomando decisiones  sobre  la  cantidad  y  el  modo  de  producir  que  no  requieren autoridad alguna ni instituciones demasiado complejas para que funcionen.
Pues  bien,  lo  que  algunos  economistas  demostraron  es  que,  si  se cumplen determinadas condiciones (pero sólo si se cumplen todas y cada una de ellas estrictamente), los mercados pueden garantizar que los recursos se utilicen al menor coste posible. Es decir, con la mayor eficiencia o, como decimos  los  economistas,  en  su  uso  más  valioso.  Pero  ocurre  que  estas condiciones  son  tan  estrictas  que  es  prácticamente  imposible  que  en  la realidad se puedan encontrar esos mercados perfectos en donde pueda ocurrir lo que se quiere demostrar.
Los únicos mercados en donde teóricamente se puede lograr esa máxima eficiencia son los llamados mercados de competencia perfecta, y para que sean así deben darse al mismo tiempo todas y cada una de las siguientes condiciones:
Los sujetos que intervienen en los intercambios deben tener en cuenta sólo su propio interés, ser perfectamente racionales y buscar siempre su máximo beneficio o utilidad individual.
• Debe haber un número de intervinientes tan elevado que ninguno de ellos, ni ningún consumidor ni ninguna empresa, pueda tener poder sobre los demás o sobre la formación del precio. Si alguna empresa elevara el precio para tratar de obtener más beneficio, perdería a todos sus clientes, y si lo bajara para tratar de ganar a otros, las demás empresas harían lo mismo y nadie se beneficiaría. Gracias a ello se puede establecer el precio más bajo posible.
El producto que se intercambia en el mercado debe ser completamente idéntico y homogéneo. Debe ser así porque si alguna empresa fuese capaz de diferenciarlo a los ojos de sus clientes, bien de verdad o falsamente, podría venderlo a precio más elevado, rompiendo entonces la condición anterior.
• No pueden existir barreras ni dificultades para la entrada o salida de empresas en el mercado. De esta manera, si en algún momento hubiera escasez y estuvieran subiendo los precios, enseguida se incorporarían empresas atraídas por los precios más elevados y aumentaría la oferta, de modo que de nuevo bajarían los precios.
• Tanto los consumidores como las empresas deben tener información perfecta y gratuita para saber exactamente y sin ningún coste todo lo relativo a las circunstancias del mercado y, concretamente, dónde se vende más barato o más caro, por ejemplo.
• Todos los costes y beneficios que genere la actividad de los productores deben estar incluidos en el precio. Si una empresa contamina y no tiene en  cuenta  el  daño  y  los  costes  que  eso  produce  a  otros  sujetos, lógicamente producirá más de lo necesario. Y, al revés, si alguien se apropia de los beneficios que otro sujeto genera, este último no tendrá incentivo para producir.
Finalmente, y aquí viene la traca final, para que puedan existir mercados de competencia perfecta se necesita que exista un dictador que redistribuya la renta. Sí, hemos dicho bien: la teoría económica demuestra que para que haya un mercado de competencia perfecta y se pueda alcanzar el máximo bienestar social es necesario que exista un dictador o, en palabras textuales de uno de los microeconomistas más reconocidos del mundo, el catalán Andreu Mas- Colell, «una autoridad central benevolente, que […] redistribuye la riqueza para maximizar el bienestar social».33
La explicación de esto último es bastante complicada en los términos matemáticos en que se mueven estas demostraciones, pero se puede entender intuitivamente.
Si se cumplen todas esas condiciones anteriores, es posible demostrar matemáticamente que todos los mercados de la economía, y no sólo uno en particular, proporcionan la mejor situación posible, un óptimo de bienestar social; eso sí, entendiendo por bienestar el hecho de que todos los individuos adquieran los recursos al menor coste posible y maximicen así su utilidad o beneficio, ya que, como hemos señalado anteriormente, para demostrar que los mercados son perfectos, la teoría económica liberal deja a un lado la distribución de la renta.
Sin embargo, es evidente que, cuando se inician los intercambios, la renta debe estar distribuida ya de algún modo para que los diferentes sujetos hayan podido tener recursos en sus bolsillo que les permitan producir, vender o comprar. Y es igualmente obvio que, en el momento justo en que se finaliza un intercambio, la renta ya está distribuida de otro modo (porque los recursos han pasado de una mano a otra). Por tanto, para poder decir que los intercambios que se han llevado a cabo en el mercado proporcionan a todos los sujetos (a la sociedad en general) la máxima satisfacción o bienestar, es imprescindible que todos los sujetos estén satisfechos con la distribución de la riqueza resultante. Pero, como el mercado sólo funciona para proporcionar los precios más baratos con independencia de la distribución, debe haber otro mecanismo que garantice que la distribución final sea satisfactoria: la autoridad central benevolente a la que se refiere Mas-Colell.
Esto es lo que nunca dicen quienes defienden las bondades del mercado: la teoría económica establece que para que existan los mercados perfectos que se supone son la garantía de la mayor libertad económica es imprescindible que la economía funcione bajo la autoridad de un dictador.
Pero no terminan aquí los problemas.
Dos autores de un manual de introducción a la economía bastante usado hace unos años en muchas universidades, Paul y Ronald J. Wonnacott, resumen con toda claridad las conclusiones de este modelo teórico: «La mano invisible de Adam Smith funciona; la búsqueda del beneficio privado lleva al beneficio global para la sociedad. Es decir, existe una solución socialmente eficiente».34 Pero, cuando otro importante economista, Jack Hirshleifer, se preguntaba «qué puede fallar» en ese mercado, responde de forma no menos tajante: «Casi todo».35
Efectivamente, lo que normalmente ocurre en la realidad es que los mercados no son perfectos, sino que presentan continuamente imperfecciones que los economistas llamamos «fallos» del mercado; unos fallos son corregibles, de modo que los mercados pueden seguir funcionando más o menos correctamente (pero siempre que haya intervenciones públicas correctoras, como veremos), mientras que otros impiden taxativamente que los mercados funcionen.
El análisis del comportamiento humano y de la realidad en la que se desenvuelven los mercados ha permitido poner en cuestión la verosimilitud de esas condiciones.
Como hemos visto ya, multitud de investigaciones, algunas de ellas experimentales, demuestran que no se puede sostener que los seres humanos nos comportemos en la vida económica como deberíamos comportamos para que los mercados sean de competencia perfecta. Sencillamente, no somos como la caricatura del ser humano que la teoría económica ha inventado para poder encajar las piezas del modelo de la competencia perfecta. Y lo mismo ocurre con las empresas: desde hace muchos años se ha podido comprobar que  la  mayoría  de  ellas  actúan  guiadas  por  objetivos  diferentes  a  la maximización del beneficio, como aumentar su poder de mercado, crecer en tamaño, incrementar las ventas, elevar su cotización en bolsa o subir la retribución de sus directivos, entre otros.
Por otro lado, la evidencia empírica muestra que en los mercados hay una gran concentración del poder de decisión y que la competencia suele brillar por su ausencia. En lugar de mercados de competencia perfecta, las economías  contemporáneas  están  pobladas  de  oligopolios  (mercados  en donde actúa un pequeño número de empresas que suelen ponerse de acuerdo para repartírselos), monopolios (mercados con una sola empresa oferente que tiene lógicamente un gran poder de decisión) o de competencia monopolística (en donde las empresas diferencian los productos que venden para «capturar» a su clientela y actuar así casi como verdaderos monopolios) .
Así, una sola empresa controla el 75 por ciento del comercio mundial de diamantes; dos empresas, las tres cuartas partes del comercio mundial de granos; tres, el mercado de café tostado molido; cuatro, el 70 por ciento del comercio mundial de comida; seis, la industria discográfica mundial; diez, más del 50 por ciento del mercado farmacéutico mundial, el 54 por ciento del beneficio del sector de la biotecnología, el 62 por ciento del sector de la farmacéutica veterinaria, el 80 por ciento del mercado global de pesticidas, el 80 por ciento del comercio mundial de los alimentos, el 95 por ciento del mercado mundial de semillas comerciales o el mercado internacional del petróleo. Menos de quince empresas son propietarias de la práctica totalidad de los animales que se dedican a alimento humano en todo el mundo, y la mitad de los huevos industriales del mundo y uno de cada dos pavos los ponen aves de la multinacional Hendrix o de sus filiales.
Según demostraron investigadores del Instituto Tecnológico de Zúrich, 
737 «entidades» (bancos, fondos de inversión o grandes compañías industriales) controlan el 80 por ciento del valor accionarial de las 43.000 multinacionales que estudiaron y que dominan los mercados mundiales; 147 multinacionales controlan el 40 por ciento del total, y, dentro de ellas, hay cincuenta «superentidades» que tienen un poder e influencia mucho mayor.36
La magnitud de estas grandes compañías es gigantesca; para imaginarla, basta  considerar  que,  en  2011,  sólo  Estados  Unidos  (con  un  PIB  de  17 billones de dólares ese año), la Unión Europea (15,6 billones de dólares) China (7,9 billones de dólares) tenían un volumen de actividad mayor que los activos de las tres empresas financieras más grandes del mundo juntas, J. P. Morgan, ICBC, HSBC (6,85 billones de dólares en conjunto). Asimismo, en 2015, el valor de los activos del Banco Santander fue de 1,3 billones de dólares, es decir, algo mayor que el del PIB español en ese año (1,2 billones de dólares).
Esa concentración se produce en prácticamente todas las economías del mundo, y afecta a todo tipo de productos, y de manera más acusada a los de gran consumo o a los de empresas que tienen más poder (finanzas) o influencia en la opinión pública (medios de comunicación). En España, una sola empresa controla la tercera parte de los pollos que se consumen, y tres empresas, la mitad; cinco empresas controlan aproximadamente uno de cada cuatro huevos consumidos; cinco grupos de empresas controlan el 45 por ciento  de  las  frutas  y  verduras.  El  75  por  ciento  de  los  alimentos  que comemos los compramos a siete empresas (cinco corporaciones de supermercados más dos centrales de compra), y Mercadona controla por sí sola el 23 por ciento.37
La búsqueda de la concentración y del poder de mercado no es casual ni caprichosa, sino la estrategia obligada para reducir los costes y aumentar los beneficios. Como menciona Ferran García en el artículo citado en la nota anterior («Dos menos uno, dos»), la Comisión de la Competencia del Reino Unido calcula que pasar de un 10 a un 20 por ciento de cuota de mercado supone reducir un 5 por ciento el precio pagado a los mismos proveedores.
Lógicamente, es muy ingenuo creer que con esta concentración tan extraordinaria los mercados pueden funcionar en virtud de las reglas de la competencia y que en ellos se toman las decisiones en condiciones de libertad por parte de todos los sujetos que intervienen. Según un estudio de los sindicatos austríacos, existen entre quince mil y veinte mil lobbies en Bruselas, sede de la Comisión Europea, que se gastan casi 3.000 millones de euros en influenciar a sus dirigentes. La gran mayoría de ellos son empleados de las grandes empresas financieras y de las corporaciones multinacionales (el 68 por ciento), y sólo una minoría (un 1 por ciento) representa a sindicatos y asociaciones de ciudadanos. En Washington D. C. actúan unos 10.500 lobbies, es decir, casi una media de 25 por cada congresista, y gastan unos 1.500  millones  de  dólares.  Y  todas  las  grandes  empresas  tienen departamentos dedicados a influir lo más directamente posible en la elaboración a su favor de las leyes y normas reguladoras del sector en el que tengan intereses.
La consecuencia de este fallo que podríamos considerar como generalizado es que los precios no son de eficiencia. En muchos casos, esto es así porque las propias grandes empresas son las que constantemente manipulan los precios en su beneficio. Diversas investigaciones judiciales en muchos lugares del mundo han demostrado efectivamente que los grandes bancos y multinacionales han manipulado habitualmente los precios en mercados fundamentales como los de electricidad, divisas, oro y plata, petróleo  y  muchas  otras  materias  primas,  así  como  los  tipos  de  interés. Incluso se sabe perfectamente que muchas de las operaciones de «alta frecuencia» que compran y venden en milésimas de segundo, aparentemente a  través  de  algoritmos  informáticos  impersonales,  se  manipulan  en  los grandes mercados financieros.38
La diferenciación de los productos y el recurso a la publicidad y al marketing es algo tan habitual y conocido en nuestras economías que no vale la pena detenerse mucho en ello. Y el recurso a la presentación de productos más o menos iguales bajo diferentes marcas no sólo esconde esa diferenciación  a veces  artificiosa,  sino  también  el  gran  poder  de  las compañías sobre el mercado y las gigantescas barreras de entrada a los mercados que existen de facto. Así, Unilever y Unilever tienen unas 400 marcas; Mars, más de 100 marcas; Procter & Gamble, más de 300; Kraft, más de 150; Johnson & Johnson, más de 75; Nestlé, unas 30 marcas, bajo las que distribuye unos 150 productos.
Y no es menos evidente el fallo que supone la información costosa, imperfecta  o  asimétrica  con  la  que  los  diferentes  sujetos  actúan  en  el mercado. Sirva de ejemplo un estudio de la Confederación Española de Organizaciones de Amas de Casa, Consumidores y Usuarios (CEACCU), de marzo de 2010, que demostró que el 70 por ciento de las personas que contratan productos financieros con los bancos lo hace «a ciegas» porque las entidades no ofrecen al usuario tiempo para revisar las cláusulas o el contrato, en contra de lo previsto en la normativa financiera.
También aparece un fallo del mercado, en este caso total, cuando las necesidades no se pueden satisfacer con bienes privados (aquellos que una vez que son poseídos por alguien ya no pueden utilizarse o consumirse por otra persona), sino por los llamados bienes públicos. Estos últimos son los que tienen una naturaleza tal que resulta imposible excluir a los demás de su disfrute cuando los utiliza una persona en particular. Eso es lo que pasa, por ejemplo, con la luz de un faro, y por eso es un bien público: el hecho de que la utilice un barco no impide que pueda usarlo otro cualquiera. Por tanto, no se les puede poner precio, porque ningún barco pagaría por ese servicio, dado que no se puede evitar que lo reciba aunque no pague por él. Decimos que es un fallo total del mercado porque, en este caso, para determinar qué cantidad de bien público se produce, no se puede acudir al «voto monetario», sino que hay que tomar una decisión política, preguntando a la gente. Además, en lugar de financiar su producción por medio del precio obtenido habrá que hacerlo a través de impuestos.
Puede darse otro fallo cuando la actividad que llevan a cabo los sujetos genera costes o beneficios sobre otros sujetos (llamados externalidades o costes o beneficios externos), y entonces no se recogen en el precio del producto todos ellos. En este caso, puede funcionar el mercado, pero lo hace con ineficiencia: si no se tienen en cuenta las externalidades (por ejemplo, los de  contaminación  o  de  efectos  sobre  la  salud  de  otras  personas),  la producción o el consumo serán mucho mayores que las eficientes, y sucederá al revés si lo que no se registra son los beneficios. Si entre los costes de un paquete de cigarrillos no sólo se incluyesen los directos, derivados de producirlo, sino también los de tratar las enfermedades y daños que ocasiona el tabaco, el precio de la cajetilla sería tan elevado que su producción y su consumo disminuirían. Asimismo, si un inventor no pudiera obtener ingresos de sus descubrimientos, seguramente no dedicaría tiempo a tratar de obtenerlos.
Finalmente, también hay que tener en cuenta otro fallo adicional de los mercados, y es que, al no tener en cuenta los efectos distributivos, pueden estar proporcionando soluciones de eficiencia con una distribución de la renta y la riqueza tan desigual o indeseada que terminen por producir el desequilibrio de toda la economía y toda la sociedad.
En definitiva,  la realidad  de los mercados  capitalistas  no es la idílica  de los modelos  liberales,  sino que está inevitablemente llena  de imperfecciones que, como veremos,  no hay más remedio  que tratar de evitar por completo  o, al menos, de corregir a través de intervenciones públicas.



¿De dónde vienen los ingresos con los que podemos adquirir los bienes y servicios?

Una  cuestión  fundamental  para  el  análisis  de  la  actividad  económica  es
determinar  de  dónde  proceden  los  ingresos  con  los  que  los  sujetos económicos pueden adquirir los bienes que necesitan para sobrevivir (en el caso de los consumidores) o para producirlos (en el caso de las empresas).
La teoría económica convencional da una solución al respecto que es relativamente fácil de entender sin necesidad de recurrir a los planteamientos matemáticos que la sostienen. Podemos resumirla en unas pocas ideas de partida principales:
• Los recursos con los que los sujetos pueden adquirir los bienes que necesitan (ya sean bienes de consumo, los trabajadores, o bienes de capital, los capitalistas) proceden de vender o alquilar los factores (trabajo, recursos naturales o capital) de los que son propietarios.
• Esos factores se alquilan o venden y compran en mercados llamados precisamente por eso mercados de factores.
• En esos mercados hay una oferta y una demanda de cada factor y entre ambas se determina el precio de equilibrio.
• Ese precio es el salario (en el caso del trabajo), la renta (en el caso de los recursos naturales) o el interés (en el caso del capital).
A partir de aquí, por tanto, para entender de dónde proceden y cómo se determinan los ingresos de los sujetos económicos, lo que hay que saber es de qué depende su oferta y su demanda y cómo funcionan esos mercados.
Veamos en primer lugar cómo plantea este problema la teoría convencional que se explica en la inmensa mayoría de los cursos y textos de economía, y luego veremos sus errores y limitaciones más importantes.
La  oferta  y  la  demanda  de  cada  factor  que  hacen  sus  propietarios depende de circunstancias diferentes en cada caso.
La oferta de trabajo que hacen los trabajadores depende del salario que esperan recibir, y se supone que, cuanto más elevado sea éste, más estarán dispuestos a ofertar.
La oferta de recursos naturales es más compleja, porque es limitada. Por tanto, lo más probable es que apenas responda a los cambios en el precio. Por mucho que se eleve el precio de un recurso natural no será posible que aumente su cantidad (o lo hará en muy poca cantidad) si su dotación es limitada.
La oferta de capital la realizan quienes ahorran recursos y pueden ponerlos a disposición de los inversores, de modo que, por tanto, será mayor o menor dependiendo del volumen de ahorro que haya en la economía (que a su vez depende del ingreso total de los ahorradores) y del beneficio que se pueda obtener utilizando los bienes de capital.
Por su parte, la economía convencional establece que la demanda de trabajo, de recursos naturales y de capital dependerá de su precio (del salario, de la renta y del interés que haya que pagar por utilizarlos) y del beneficio que se pueda obtener.
Más concretamente, se establece que una empresa demandará más o menos  cantidad  de  un  factor  en  función  de  su  llamada  productividad marginal. Éste es un concepto fundamental en la economía convencional cuyo significado es fácil de entender: representa el aumento en la producción que se consigue cuando se aumenta en una unidad el factor utilizado. Por ejemplo, la productividad marginal del trabajo sería el aumento en la producción que se consigue aumentando en una unidad el trabajo utilizado, y lo mismo sería la productividad marginal de los recursos naturales o del capital.
La lógica inherente a esta propuesta también es elemental: una empresa contrata una unidad más de trabajo si al hacerlo gana más que lo que le cuesta, lo cual se sabe comparando su productividad marginal y su salario. Mientras que la primera sea mayor que el segundo, le interesará contratar más trabajo. Y dejará de contratarlo cuando el salario que tenga que pagar sea ya mayor que la productividad que añade la nueva hora de trabajo. E igual sucede con los recursos naturales y el capital.
En los cursos de teoría económica se demuestra matemáticamente que si la empresa opera en mercados de competencia perfecta y según el criterio que acabamos de señalar (contratando factor mientras que su productividad marginal sea mayor que el salario) se obtendrán máximos beneficios y, al 
igual que como ya dijimos que ocurría en el mercado de bienes y servicios, se producirá una situación de máxima eficiencia y, por tanto, de máximo bienestar social; entendido este último como aquella situación en la que nadie puede mejorar sin perjudicar a otro.
Pero esta explicación convencional de cómo se determina la retribución de los factores productivos tiene un problema: ni es realista ni es coherente.
Algunas grandes figuras de la economía, como, por ejemplo y de manera destacada, Piero Sraffa y Joan Robinson, demostraron que el concepto de capital y el de productividad marginal no son coherentes con la propia teoría neoclásica. Es una idea cuyo desarrollo resulta bastante complejo y difícil pero cuyo contenido básico se puede exponer de manera intuitiva.
Como hemos explicado más arriba, la economía convencional dice que, para todos los mercados (para la economía en su conjunto), la retribución o precio de un factor (capital o trabajo) depende de la productividad marginal que ese factor proporciona. Sin embargo, para conocer la productividad de un factor en conjunto, hay que homogeneizar todos «los capitales» (máquinas, instalaciones,   herramientas,   etc.)   o   todos   «los   trabajos»   (ingenieros, auxiliares, operarios, etc.) que forman parte del capital en conjunto y del trabajo en conjunto. Pero resulta evidente que cada uno de esos componentes es diferente a los demás: una máquina aporta a la producción en su conjunto algo distinto de lo que aporta una instalación o una herramienta; y un dentista aporta a la producción en su conjunto algo diferente a lo que aporta una ingeniera, un fresador o una vendedora de seguros. Por tanto, si queremos hablar de factores en conjunto, de productividad marginal en conjunto…, debemos homogeneizar los factores. Y la única manera de homogeneizarlos es a través de sus precios, para lo cual es necesario saber los de cada uno. Y ahí aparece la incoherencia: para determinar el precio de un factor (su retribución) a través de la productividad hay que saber antes su precio.
Esta incoherencia lógica de la teoría convencional permite afirmar que no es cierto que la retribución de los factores venga determinada por lo que cada uno de ellos aporta al producto final. Y a eso se añade que la evidencia empírica nos indica claramente que en la vida real las empresas no retribuyen según ese criterio a sus empleados. Lo que obligadamente debería llevar preguntarse (algo que no se hace habitualmente) por qué los economistas se empeñan en afirmar año tras año en los cursos que imparten y en los libros que escriben una idea que es tan claramente inconsistente y falsa.
La respuesta es sencilla: forma parte de ese «fraude inocente» del que hablaba Galbraith y que resulta muy útil a quienes se benefician del modo tan desigual en que se distribuyen las rentas en el capitalismo.
Diciendo que lo que se le paga a los asalariados o a los propietarios del capital depende de su contribución al producto (de su productividad marginal, en términos todavía más técnicos) se da a entender que esa retribución es algo bastante objetivo e inamovible, pues depende tan sólo de cuál sea el esfuerzo o la aportación de cada uno. Justificando por qué los directivos empresariales han llegado a ganar tanto en los últimos años, Gregory Mankiw dice que eso es así porque «el valor de un buen directivo es extraordinariamente alto».39
Una idea tautológica, como demuestran Susan Holmberg y Mark Schmitt, porque ese valor, en todo caso, depende de un equipo de factores mucho más generales cuando se toma como referencia para cuantificarlo la cotización de las acciones de la empresa.40 Pero lo importante es que quien se crea ese argumento (como ocurrirá con la mayoría de la gente cuando lo oiga miles de veces y en boca de prestigiosos economistas o en los manuales de economía), nunca pondrá en duda la distribución de la renta existente, pues considerará que es, como acabamos de decir, algo objetivo e incluso justo, pues es lo que se corresponde con la exacta contribución de cada cual al producto final.
Por otro lado, la experiencia nos dice que en los mercados de factores hay muy poco de competencia perfecta. Es fácil comprobar, por el contrario, que los mercados de factores son bastante singulares y que en ellos es muy difícil que puedan operar la oferta y la demanda libremente para determinar sus precios; y esto es así por varias razones:
• Casi todos los factores suelen tener, aunque sea por razones muy diversas, una gran dosis de individualidad. Es decir, que son valiosos por sí mismos y muy diferentes unos de otros, aunque aparentemente tengan la misma naturaleza: todos los miembros de una determinada profesión, por ejemplo, pueden tener la misma formación y cualificación, pero lo más seguro es que los clientes prefieran a unos sobre otros y estén dispuestos a pagar más a unos si los consideran más atentos, simpáticos o subjetivamente mejores que los demás. Eso hace que la retribución de los factores tenga una gran componente de determinantes no monetarios o, estrictamente hablando, que no tienen mucho que ver con lo que ocurra en el mercado.
La demanda que hace una empresa de los diferentes factores no depende en realidad de su precio, sino de los ingresos que vaya a obtener vendiendo el producto para el cual se utiliza: aunque suba el salario, por ejemplo, seguramente se contrate más trabajo si está aumentando la demanda del bien que se oferta. Eso significa que la demanda de un factor  depende  en  realidad  de  lo  que  ocurra  en  otro  mercado  muy distinto a aquel en el que se compra y vende ese factor.
• Finalmente, sabemos también que casi todos los factores suelen ser recursos estratégicos o de una gran trascendencia social. El trabajo es la fuente única de ingreso y satisfacción de la inmensa mayoría de la población, el uso de los recursos naturales afecta a la vida global del planeta, y el capital, la inversión en general, es un elemento fundamental para que se genere acumulación y más actividad económica en el futuro. Y eso hace que haya una especial regulación y tratamiento de todo lo que ocurre en estos mercados, porque en ellos hay mucho más que meros recursos económicos.
A la vista de estas limitaciones de la explicación convencional más al uso, la que generalmente se encuentra en la inmensa mayoría de los manuales de economía, parece más realista considerar que la retribución de los factores es más bien el resultado de un pulso constante entre sus propietarios que se traduce en el sistema de normas dominante a la hora de regular sus comportamientos en los diferentes mercados y en las políticas que generan unas u otras condiciones generales para la vida económica.
La investigación empírica ha demostrado, por ejemplo, que la masa salarial —como veremos más adelante— es más elevada en relación con la retribución  del  capital  en  las  economías  o  en  los  momentos  en  que  la afiliación de las clases trabajadoras a los sindicatos es mayor. Es algo normal, porque gracias a tal afiliación se pueden conseguir mejores normas laborales, condiciones de negociación más favorables y, en definitiva, una mayor protección. Por el contrario, cuando se adoptan políticas económicas que frenan la actividad y generan desempleo, la retribución del trabajo disminuye y aumenta la del capital. Y algo parecido podría decirse respecto del uso de los recursos naturales, que depende en una gran medida de que prevalezcan en mayor o menor medida las demandas de protección medioambiental o los derechos de las generaciones futuras sobre los de las actuales.

Pero en lugar de reconocer este hecho real los economistas convencionales siguen afirmando que la retribución del trabajo o el capital es el resultado de un concepto de productividad marginal que ninguna empresa puede hacer operativo. Con la única finalidad, como hemos señalado, de evitar que la distribución existente de la renta (tan desigual) se tome como algo objetivo y como el justo resultado de la contribución que cada uno hace a la producción.

Citas

33. A. Mas-Colell, M. D. Whinston  y J. R. Green, Microeconomic  theory,
Oxford University Press, Nueva York, 1995, pp. 116-118.

34. P. Wmmacott  y R. J. Wonnacott,  EconomÍa, McGraw-Hill, Madrid, 1984, p. 552.

35. J. Hirshleifer y A. Glazer, Microeconomía: teoría y aplicaciones, Prentice
Hall Hispanoamericana,  México D. F., 1984. p. 535.

36. S. Vitali,  J.  B.  Glattfelder  y  S.  Battiston,  «The  network  of  global corporate  control»,  PLoS  ONE,   vol.  6,  n.0      10,  26  de  octubre  de  2011. Disponible en: <http://dx.doi.org/10.1371/journal.pone.0025995>. [Consulta:
15/09/2016]

37. F. García, «Dos menos uno, dos: quién decide el precio de los alimentos», Boletín ECOS, FUHEM Ecosocial, n.0   35, julio-agosto de 2016, pp. 3-4.

38. Se pueden encontrar enlaces que prueban la manipulación de estos y otros mercados en «Every market is manipulated... See for yourself», WhasingtonsBlog,       14      de      abril      de      2016.      Disponible       en:
<http://bit.ly/1VptjKs>. [Consulta: 15/09/2016]

39. G. Mankiw, «Yes, the Wealthy Can Be Deserving». The New York Times,
15 de febrero de 2014. En: http://nyti.ms/1dD93iu


Continuará

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