Por Juan Torres López
Curiosamente, a los defensores del sistema económico
en el que vivimos, es
decir, del capitalismo no les gusta
utilizar este término.
Es fácil comprobar que no hablan de economía
capitalista y que no reivindican y ensalzan el capitalismo como tal. Se refieren
a las virtudes del mercado, las cuales
proclaman, así como, por ende, las de la economía
de mercado. Así ocurre incluso en los grandes textos
legales, como nuestra Constitución: «Se reconoce la libertad de empresa en el marco
de la economía de mercado», dice en su artículo 38. Y, por añadidura, se asocia el concepto de mercado al de libertad. Se habla, como en nuestra Constitución, de libre empresa,
de mercado libre, de libre iniciativa, de libertad de elección…
Sin embargo,
la expresión «economía
de mercado» es
bastante incorrecta e incapaz por sí misma de identificar un tipo de economía,
tal y como ya hemos señalado. Es una metáfora, pero no un concepto científico y
riguroso. Si llegara a la Tierra un extraterrestre al que le explicásemos lo que
es un mercado y le dijésemos que la economía española es una «economía de
mercado» le estaríamos dando una idea muy alejada de la realidad, porque es
evidente que sólo una parte bastante reducida de los bienes y servicios que
utilizamos para nuestro sustento se obtienen a través del mercado.
Teóricamente, podría
haber economías de mercado (es decir, con un
gran predominio de los intercambios a través de él) en las que, sin embargo, el trabajo, los recursos
naturales o el dinero no se pudieran comprar o vender en los mercados, que es
lo que verdaderamente caracteriza al capitalismo.
El
término economía de mercado también describe muy mal a nuestras economías debido a que
hablar de mercado en singular no tiene mucho sentido. La realidad es que hay diferentes tipos de mercado,
y cada uno de ellos tiene
características y efectos muy distintos a los demás.
Hablar
de mercado en singular es como hablar de drogas sin matizar, concretar o particularizar. Unas son muy peligrosas y otras inocuas,
y cada una tiene un efecto según como se utilice, quién la tome y en qué condiciones lo haga. Decir que el mercado proporciona eficiencia o libertad económica
es igual de impreciso, equívoco y, por tanto, incorrecto como afirmar
que las drogas proporcionan salud.
En
nuestras sociedades se ha consolidado un relato
que viene a decir que la ciencia económica
ha demostrado que el mercado es el mejor mecanismo para lograr
que las economías funcionen
de la mejor manera posible
porque garantiza que los intercambios de bienes se realicen con el coste más bajo. Y también
porque, al no necesitar de ningún tipo de intervención gubernamental, proporciona la
máxima libertad de actuación a todos los sujetos.
Efectivamente, desde finales del siglo XIX se viene intentando demostrar que eso es así, es decir: que la economía de mercado
se basa en la existencia de mercados perfectos capaces
de proporcionar un equilibrio de máximo bienestar, no sólo a los compradores y vendedores
individuales, sino al conjunto de la sociedad, y sin necesidad de que ningún
tipo de costosa autoridad tenga que intervenir para decidir lo que debemos
hacer cada uno de nosotros.
Cuando
se oye esto, ¿quién se va a oponer al mercado?, ¿quien va a ser tan torpe de
renunciar a un mecanismo perfecto que proporciona a todos y cada uno de los sujetos económicos el máximo nivel de bienestar posible?,
¿cómo poner
trabas a que los textos
constitucionales y todas nuestras leyes entronicen al mercado y a la
economía de mercado como el marco de la vida económica?
El
problema de todo este relato es que es pura y simplemente una fantasía, ya que la teoría económica
no ha demostrado lo que se nos cuenta
día a día.
Veamos.
Un mercado es cualquier espacio
(no necesariamente físico)
en el que se encuentran sujetos
que desean adquirir
bienes o servicios
y otros que están deseosos
de vender los suyos. En ese encuentro enfrentan
sus respectivos deseos y se ponen de
acuerdo sobre las condiciones
en que pueden realizar un intercambio, es decir, sobre la cantidad del bien o
servicio que pasa de vendedores a compradores y sobre su precio.
Funcionan,
por tanto, como un espacio en el que, gracias a los precios que se fijan en ese
regateo, se puede responder a las tres grandes preguntas de la economía: qué se va a producir, cómo y para quién hacerlo.
Y su utilidad es justamente ésa, establecer los precios sin que sea
necesaria la intervención de
ningún tipo de autoridad o decisión externa al intercambio, sino simplemente a
partir de los deseos de compradores y vendedores que se entrecruzan. Algo que es fundamental porque los precios
son como una especie de «avisos» o señales que
sirven para que los sujetos económicos tomen sus decisiones sobre esas tres
preguntas fundamentales.
Cuando
acuden a un mercado, los consumidores deciden consumir unos bienes u otros, y
en una u otra cantidad, en virtud de los precios. Samuelson decía que son sus
«votos monetarios», pues el precio que está dispuesto a pagar un consumidor por
un bien o servicio es la indicación o expresión de su preferencia, de lo que
desea que se produzca y de qué cantidad está dispuesto a comprar. Y exactamente igual ocurre con las empresas,
pues deciden qué bienes
o servicios producir en
función de los precios que pueden recibir por ellos. También combinan
los diferentes factores (es decir, dan respuesta
a la segunda pregunta de cómo
producir) según cuales sean los precios a los que pueden adquirir cada uno de
ellos. Y los precios también son los que deciden
realmente para quién producir: en el mercado
se produce para quienes estén en condiciones de adquirir los
bienes y servicios a los precios que se establezcan.
El
mecanismo por el que los precios se fijan en el mercado es un sistema
automático para regular la escasez y para facilitar la satisfacción de los
sujetos. Cuando hay escasez y muchos compradores se quedan sin los bienes o servicios que desean, los precios
serán más elevados, y eso atraerá a nuevos productores o hará que los ya
existentes aumenten la cantidad que producen, animados por la posibilidad de venderlos a precios más altos y, por
tanto, con mejores condiciones para
compensar los costes que les hayan supuesto producirlos. Por el contrario, si concurren demasiados
compradores y hay una
cantidad excesiva de bienes y servicios ofrecida por los vendedores, los precios bajarán, y eso hará que a muchos de estos últimos ya
no les interese seguir produciendo (porque con precios tan bajos no compensan sus costes). En ese caso, abandonarán el mercado, de modo que bajará la cantidad de bienes y
servicios a disposición de los compradores y llegará un momento en que los
deseos de unos y otros se nivelen en una determinada cantidad y a un
determinado precio.
Esto
es lo que ocurre en cualquier mercado, bien sea éste muy sencillo o muy complicado. Cuando los niños
o las niñas intercambian cromos
en su colegio no hace falta que nadie les indique
cuántos de cada uno han de dar por los demás. Ellos mismos se dan cuenta de que, cuando hay alguno más
raro o escaso, enseguida sus amigos o amigas estarán dispuestos a darle más que
cualquier otro a cambio. Y los mercados en
donde se intercambian los bienes o servicios
más
valiosos
del
mundo
responden
a
un
esquema
semejante.
Lo
que ocurre, como ya adelantamos anteriormente, es que en esos diferentes
mercados hay siempre normas o
ausencia de ellas que permiten tener o no tener determinados comportamientos; y, según qué comportamientos estén permitidos, los
mercados tendrán más o menos facilidades para determinar precios que sean
satisfactorios para todas las partes. Si se permite,
por ejemplo, que un solo niño monopolice los cromos o que una sola empresa sea la única que
ofrezca un bien o servicio, seguro que aprovecharán (como veremos
con
más
detalle
en
otro
momento)
para
reclamar un precio más elevado.
La
ventaja del hecho de disponer de mercado es evidente, y eso explica que éstos hayan existido
en casi todas las etapas del desarrollo humano, a poco que las
sociedades se hayan hecho mínimamente complejas. Gracias a los intercambios autónomos que
se dan allí se puede
desenvolver el comercio y poner bienes y servicios a disposición de quienes los
necesitan, tomando decisiones sobre la cantidad y el modo de producir que no requieren
autoridad alguna ni instituciones demasiado complejas para que funcionen.
Pues bien,
lo que algunos
economistas demostraron es
que, si se cumplen determinadas condiciones (pero
sólo si se cumplen todas y cada una de ellas
estrictamente), los mercados
pueden garantizar que los recursos se utilicen al menor coste posible. Es decir, con la mayor eficiencia
o, como decimos los economistas,
en
su
uso
más
valioso.
Pero
ocurre
que
estas condiciones son
tan estrictas que es prácticamente
imposible que en la
realidad se puedan encontrar esos mercados perfectos
en donde pueda ocurrir lo que se quiere demostrar.
Los
únicos mercados en donde teóricamente se puede lograr esa máxima eficiencia son los llamados
mercados de competencia perfecta, y para que
sean así deben darse al mismo tiempo todas
y cada una de las siguientes
condiciones:
• Los sujetos que intervienen en los intercambios deben tener en cuenta
sólo su propio interés, ser perfectamente racionales y buscar siempre su máximo beneficio o utilidad individual.
•
Debe haber un número de intervinientes tan elevado que ninguno de ellos, ni
ningún consumidor ni ninguna empresa,
pueda tener poder sobre los demás o sobre la formación
del precio. Si alguna empresa elevara el precio para
tratar de obtener más beneficio, perdería a todos sus clientes, y si lo bajara
para tratar de ganar a otros, las demás empresas harían lo mismo y nadie se beneficiaría. Gracias a
ello se puede establecer el precio más bajo posible.
• El producto que se intercambia en el mercado debe ser completamente idéntico y homogéneo. Debe ser así porque si alguna empresa
fuese capaz de diferenciarlo a los ojos de sus clientes, bien de verdad
o falsamente, podría venderlo
a precio más elevado, rompiendo
entonces la condición anterior.
•
No pueden existir barreras ni dificultades para la entrada o salida de empresas en el mercado. De esta manera, si en algún momento hubiera
escasez y estuvieran subiendo los precios, enseguida se incorporarían empresas atraídas
por los precios
más elevados y aumentaría la oferta,
de modo que de nuevo bajarían los precios.
•
Tanto los consumidores como las empresas deben tener información perfecta y
gratuita para saber exactamente y sin ningún coste todo lo relativo a las
circunstancias del mercado y, concretamente, dónde se vende más barato o más
caro, por ejemplo.
•
Todos los costes y beneficios que genere la actividad de los productores deben
estar incluidos en el precio. Si una empresa contamina y no tiene en cuenta
el
daño
y
los
costes
que
eso
produce
a
otros
sujetos, lógicamente
producirá más de lo necesario. Y, al revés, si alguien
se apropia de los beneficios que otro sujeto genera, este último no
tendrá incentivo para producir.
Finalmente,
y aquí viene la traca final, para que puedan existir mercados de competencia
perfecta se necesita que exista un dictador
que redistribuya la renta. Sí, hemos dicho bien: la teoría económica
demuestra que para que haya un mercado de competencia perfecta y se
pueda alcanzar el máximo bienestar social es necesario que exista un dictador
o, en palabras textuales de uno de los microeconomistas más reconocidos del
mundo, el catalán Andreu Mas- Colell, «una autoridad central benevolente, que
[…] redistribuye la riqueza para maximizar el bienestar social».33
La
explicación de esto último es bastante complicada en los términos
matemáticos en que se mueven estas demostraciones, pero se puede entender
intuitivamente.
Si
se cumplen todas esas condiciones anteriores, es posible demostrar
matemáticamente que todos los mercados
de la economía, y no sólo uno en particular, proporcionan la mejor situación posible, un
óptimo de bienestar social; eso sí, entendiendo por bienestar el hecho de que
todos los individuos adquieran los recursos al menor coste posible y maximicen
así su utilidad o beneficio, ya que, como hemos
señalado anteriormente, para demostrar que los mercados son perfectos, la teoría
económica liberal deja a un lado la distribución de la renta.
Sin embargo,
es evidente que, cuando se inician los intercambios, la renta debe estar distribuida ya de algún
modo para que los diferentes sujetos
hayan podido tener recursos en sus bolsillo que les permitan producir, vender o
comprar. Y es igualmente obvio que, en el momento justo en que se finaliza un intercambio, la renta ya está
distribuida de otro modo (porque los recursos han pasado de una mano a otra). Por tanto, para poder decir que los
intercambios que se han llevado a cabo en el mercado proporcionan a todos los
sujetos (a la sociedad en general) la máxima satisfacción o bienestar, es
imprescindible que todos los sujetos
estén satisfechos con la distribución de la riqueza resultante. Pero, como el mercado sólo funciona para proporcionar los precios
más baratos con independencia de la distribución, debe haber otro mecanismo que
garantice que la distribución final sea satisfactoria: la autoridad central
benevolente a la que se refiere Mas-Colell.
Esto
es lo que nunca dicen quienes
defienden las bondades del mercado:
la teoría económica establece que para que existan los mercados perfectos que se supone son la garantía de
la mayor libertad económica es imprescindible que la economía funcione bajo la
autoridad de un dictador.
Pero no terminan aquí los problemas.
Dos
autores de un manual de introducción a la economía bastante usado hace unos años en
muchas universidades, Paul y Ronald J. Wonnacott, resumen con toda claridad las
conclusiones de este modelo teórico: «La mano invisible de Adam Smith funciona;
la búsqueda del beneficio privado lleva al beneficio global para la sociedad.
Es decir, existe una solución socialmente eficiente».34 Pero, cuando otro importante economista, Jack
Hirshleifer, se preguntaba «qué puede fallar» en ese mercado, responde de forma
no menos tajante: «Casi todo».35
Efectivamente,
lo que normalmente ocurre en la realidad es que los mercados no son perfectos,
sino que presentan continuamente imperfecciones que los economistas llamamos
«fallos» del mercado; unos fallos son corregibles, de modo que los mercados
pueden seguir funcionando más o menos correctamente (pero siempre
que haya intervenciones públicas
correctoras, como veremos), mientras que otros
impiden taxativamente que los mercados funcionen.
El
análisis del comportamiento humano y de la realidad en la que se desenvuelven los mercados ha permitido poner
en cuestión la verosimilitud
de esas condiciones.
Como
hemos visto ya, multitud de investigaciones, algunas de ellas
experimentales, demuestran que no se puede sostener que los seres humanos nos
comportemos en la vida económica como deberíamos comportamos para que los
mercados sean de competencia perfecta. Sencillamente, no somos como la
caricatura del ser humano que la teoría económica ha inventado para poder
encajar las piezas del modelo de la competencia perfecta. Y lo mismo ocurre con las empresas:
desde hace muchos años se ha podido comprobar
que la
mayoría
de
ellas
actúan
guiadas
por
objetivos
diferentes
a
la maximización
del beneficio, como aumentar su poder de mercado, crecer en tamaño, incrementar
las ventas, elevar su cotización en bolsa o subir la retribución de sus
directivos, entre otros.
Por otro lado, la evidencia empírica
muestra que en los mercados
hay una gran concentración del poder de decisión y que la competencia
suele brillar por su ausencia. En lugar de mercados de competencia perfecta,
las economías contemporáneas están
pobladas de oligopolios
(mercados en donde actúa un
pequeño número de empresas que suelen ponerse de acuerdo para repartírselos),
monopolios (mercados con una sola empresa oferente que tiene lógicamente un gran poder de decisión) o de
competencia monopolística (en donde
las empresas diferencian los productos que venden para «capturar» a su
clientela y actuar así casi como verdaderos monopolios) .
Así,
una sola empresa controla el 75 por ciento del comercio mundial de diamantes;
dos empresas, las tres cuartas partes del comercio mundial de
granos; tres, el mercado de café tostado molido; cuatro, el 70 por ciento del
comercio mundial de comida; seis, la industria
discográfica mundial; diez, más del 50 por ciento del mercado
farmacéutico mundial, el 54 por ciento del beneficio del sector de la biotecnología, el 62 por ciento del sector de la farmacéutica veterinaria, el 80 por ciento del mercado global de pesticidas, el 80 por
ciento del comercio mundial de los alimentos, el 95 por ciento del mercado
mundial de semillas comerciales o el mercado internacional del petróleo. Menos de quince empresas
son propietarias de la práctica
totalidad de los animales que se dedican a alimento humano en todo
el mundo, y la mitad
de los huevos industriales del mundo y uno de cada dos pavos los ponen aves de la multinacional
Hendrix o de sus filiales.
Según demostraron investigadores del Instituto Tecnológico de Zúrich,
737
«entidades» (bancos, fondos de inversión o grandes compañías industriales) controlan
el 80 por ciento del valor accionarial
de las 43.000 multinacionales que
estudiaron y que dominan los mercados mundiales; 147 multinacionales controlan el 40 por ciento del
total, y, dentro de ellas, hay
cincuenta «superentidades» que tienen un poder e influencia mucho mayor.36
La
magnitud de estas grandes compañías es gigantesca; para imaginarla, basta considerar
que, en 2011,
sólo Estados Unidos
(con un PIB
de 17 billones de dólares ese año), la Unión Europea
(15,6 billones de dólares) y China (7,9
billones de dólares) tenían un volumen de actividad mayor que los activos de
las tres empresas financieras más grandes del mundo juntas, J. P. Morgan, ICBC, HSBC (6,85 billones de dólares en conjunto). Asimismo,
en 2015, el
valor de los activos del Banco Santander fue de 1,3 billones de dólares, es decir, algo mayor que el del PIB español
en ese año (1,2 billones de dólares).
Esa
concentración se produce en prácticamente
todas las economías del mundo, y
afecta a todo tipo de productos, y de manera más acusada a los de gran consumo
o a los de empresas que tienen más poder (finanzas) o influencia en la opinión
pública (medios de comunicación). En España, una sola empresa controla la tercera parte
de los pollos que se consumen, y tres empresas, la mitad; cinco empresas
controlan aproximadamente uno de cada cuatro huevos consumidos; cinco grupos de
empresas controlan el 45 por ciento
de las frutas y
verduras. El 75 por ciento de los alimentos
que
comemos los compramos a siete empresas (cinco corporaciones de supermercados
más dos centrales de compra),
y Mercadona controla por sí sola el
23 por ciento.37
La
búsqueda de la concentración y del poder de mercado no es casual ni caprichosa,
sino la estrategia obligada para reducir los costes y aumentar los beneficios.
Como menciona Ferran García en el artículo
citado en la nota
anterior («Dos menos uno, dos»), la Comisión de la Competencia del Reino Unido calcula que pasar de un 10
a un 20 por ciento de cuota de mercado supone reducir un 5 por ciento el precio
pagado a los mismos proveedores.
Lógicamente,
es muy ingenuo creer que con esta concentración tan extraordinaria los mercados pueden funcionar en virtud de
las reglas de la competencia y que en ellos se toman las decisiones en
condiciones de libertad por parte de todos los sujetos que intervienen. Según un estudio de los
sindicatos austríacos, existen entre quince mil y veinte mil lobbies en Bruselas, sede de la Comisión
Europea, que se gastan casi 3.000 millones de euros en influenciar a sus
dirigentes. La gran mayoría de ellos son empleados de las grandes empresas
financieras y de las corporaciones multinacionales (el 68 por ciento),
y sólo una minoría (un 1 por ciento) representa a sindicatos y asociaciones de ciudadanos. En Washington D. C.
actúan unos 10.500 lobbies, es decir, casi una media
de 25 por cada congresista, y gastan unos 1.500 millones
de
dólares.
Y todas
las grandes empresas
tienen departamentos dedicados a influir lo más directamente posible en
la elaboración a su favor de las leyes y normas reguladoras del sector en el
que tengan intereses.
La
consecuencia de este fallo que podríamos considerar como generalizado es que los precios no son de eficiencia. En muchos casos, esto
es así porque las propias grandes empresas son las que constantemente manipulan
los precios en su beneficio. Diversas
investigaciones judiciales en muchos lugares del mundo han demostrado
efectivamente que los grandes bancos y multinacionales han manipulado
habitualmente los precios en mercados fundamentales como los de electricidad,
divisas, oro y plata, petróleo y muchas
otras materias primas,
así como los
tipos de interés. Incluso se sabe perfectamente que
muchas de las operaciones de «alta
frecuencia» que compran
y venden en milésimas de segundo, aparentemente a través
de algoritmos informáticos
impersonales, se manipulan
en los grandes mercados financieros.38
La
diferenciación de los productos y el recurso a la publicidad y al marketing es algo tan habitual
y conocido en nuestras economías
que no vale la pena detenerse mucho en ello. Y el recurso a la
presentación de productos más o menos
iguales bajo diferentes marcas no
sólo esconde esa diferenciación a veces artificiosa, sino también
el
gran
poder
de
las
compañías sobre el mercado y las gigantescas barreras de entrada a los mercados
que existen de facto. Así, Unilever y Unilever tienen unas 400 marcas; Mars, más de 100 marcas;
Procter & Gamble,
más de 300; Kraft, más de 150; Johnson & Johnson, más de 75; Nestlé, unas 30 marcas, bajo las que distribuye unos 150 productos.
Y
no es menos evidente el fallo que supone la información costosa,
imperfecta o asimétrica
con la que
los diferentes sujetos
actúan en el mercado. Sirva de ejemplo un estudio de la Confederación Española de
Organizaciones de Amas de Casa, Consumidores
y Usuarios (CEACCU), de marzo de
2010, que demostró que el 70 por ciento de las personas que contratan productos
financieros con los bancos lo hace «a ciegas» porque las entidades no ofrecen
al usuario tiempo para revisar las cláusulas o el contrato, en contra de lo
previsto en la normativa financiera.
También
aparece un fallo del mercado, en este caso total, cuando las necesidades no se pueden satisfacer con bienes privados
(aquellos que una vez que son poseídos por alguien
ya no pueden utilizarse o consumirse
por otra persona), sino por los llamados bienes
públicos. Estos últimos
son los que tienen una
naturaleza tal que resulta imposible excluir a los demás de su disfrute cuando
los utiliza una persona en particular. Eso es lo que pasa, por
ejemplo, con la luz de un faro, y por eso es un bien público: el hecho de que
la utilice un barco no impide que pueda usarlo otro cualquiera. Por tanto, no se les puede poner precio, porque
ningún barco pagaría por ese servicio, dado que no se puede evitar que lo reciba aunque no pague por él. Decimos
que es un fallo total del mercado porque, en este caso, para
determinar qué cantidad de bien
público se produce, no se puede acudir al «voto monetario», sino que hay que tomar una decisión política,
preguntando a la gente. Además,
en lugar de financiar su producción por medio del precio obtenido habrá
que hacerlo a través de impuestos.
Puede
darse otro fallo cuando la actividad que llevan a cabo los sujetos genera
costes o beneficios sobre otros sujetos (llamados externalidades o costes o
beneficios externos), y entonces no se recogen en el precio del producto todos
ellos. En este caso, puede funcionar el mercado, pero lo hace con ineficiencia:
si no se tienen en cuenta
las externalidades (por ejemplo,
los de contaminación o de efectos sobre
la
salud
de
otras
personas),
la
producción o el consumo serán mucho mayores que las eficientes, y sucederá al
revés si lo que no se registra son los beneficios. Si entre los costes de un
paquete de cigarrillos no sólo se incluyesen los directos, derivados de
producirlo, sino también los de tratar las enfermedades y daños que ocasiona el
tabaco, el precio de la cajetilla sería tan elevado que su producción y su
consumo disminuirían. Asimismo, si un inventor no pudiera obtener ingresos
de sus descubrimientos, seguramente no dedicaría tiempo a tratar de obtenerlos.
Finalmente,
también hay que tener en cuenta otro fallo adicional de los mercados, y es que,
al no tener en cuenta los efectos distributivos, pueden estar proporcionando
soluciones de eficiencia con una distribución de la renta y la riqueza tan
desigual o indeseada que terminen por producir el desequilibrio de toda la
economía y toda la sociedad.
En definitiva, la realidad de los mercados capitalistas no es la idílica de los modelos liberales, sino que está inevitablemente llena de imperfecciones que, como veremos,
no hay más remedio que tratar de evitar por completo
o, al menos, de corregir a través de intervenciones públicas.
¿De
dónde vienen los ingresos con los que podemos adquirir
los bienes y servicios?
Una
cuestión
fundamental
para
el
análisis
de
la
actividad
económica
es
determinar de dónde
proceden
los
ingresos
con
los
que
los
sujetos
económicos pueden adquirir los bienes que necesitan para sobrevivir (en el caso
de los consumidores) o para producirlos (en el caso de las empresas).
La
teoría económica convencional da una solución al respecto que es relativamente
fácil de entender sin necesidad de
recurrir a los planteamientos
matemáticos que la sostienen. Podemos resumirla en unas pocas ideas de partida
principales:
•
Los recursos con los que los sujetos pueden adquirir los bienes que necesitan
(ya sean bienes de consumo, los trabajadores, o bienes de capital, los capitalistas) proceden de
vender o alquilar los factores (trabajo, recursos naturales o capital) de los
que son propietarios.
•
Esos factores se alquilan o venden y compran en mercados llamados precisamente por eso mercados de factores.
•
En esos mercados hay una oferta y una demanda de cada factor y entre ambas se
determina el precio de equilibrio.
•
Ese precio es el salario (en el caso
del trabajo), la renta (en el caso de los recursos naturales) o el interés (en
el caso del capital).
A partir de aquí,
por tanto, para entender de dónde proceden y cómo se determinan
los ingresos de los sujetos económicos, lo que hay que saber es de qué depende
su oferta y su demanda y cómo funcionan esos mercados.
Veamos
en primer lugar cómo plantea este problema la teoría convencional que se
explica en la inmensa mayoría de los cursos y textos de economía, y luego
veremos sus errores y limitaciones más importantes.
La oferta
y la demanda
de cada factor
que hacen sus
propietarios depende de circunstancias diferentes en cada caso.
La
oferta de trabajo que hacen los trabajadores depende del salario que esperan recibir,
y se supone que, cuanto
más elevado sea éste, más estarán
dispuestos a ofertar.
La
oferta de recursos naturales es más compleja, porque es limitada. Por tanto, lo
más probable es que apenas responda a los cambios en el precio. Por mucho que
se eleve el precio de un recurso natural no será posible que aumente su cantidad
(o lo hará en muy poca cantidad) si su dotación es limitada.
La
oferta de capital la realizan quienes ahorran recursos y pueden ponerlos a disposición de los inversores, de modo que, por tanto, será mayor o menor dependiendo del volumen de
ahorro que haya en la economía (que a su vez
depende del ingreso total de los ahorradores) y del
beneficio que se pueda obtener
utilizando los bienes de capital.
Por
su parte, la economía convencional establece que la demanda de trabajo, de
recursos naturales y de capital dependerá de su precio (del salario, de la renta y del interés
que haya que pagar por utilizarlos) y del beneficio que se pueda obtener.
Más
concretamente, se establece que una empresa demandará más o menos cantidad de un factor
en
función
de
su
llamada
productividad
marginal. Éste es un concepto
fundamental en la economía convencional cuyo significado es fácil
de entender: representa el aumento en la producción que
se consigue cuando se aumenta en una unidad el factor utilizado. Por ejemplo,
la productividad marginal del trabajo sería el aumento en la producción que se consigue
aumentando en una unidad el trabajo utilizado, y lo mismo sería la
productividad marginal de los recursos naturales o del capital.
La
lógica inherente a esta propuesta también es elemental: una empresa contrata una unidad más de trabajo
si al hacerlo gana más que lo que le cuesta, lo cual se sabe comparando su
productividad marginal y su salario. Mientras que la primera sea mayor que el
segundo, le interesará contratar más trabajo. Y dejará de contratarlo cuando el salario
que tenga que pagar sea ya
mayor que la productividad que añade la nueva hora de trabajo.
E igual sucede con los
recursos naturales y el capital.
En
los cursos de teoría económica se demuestra matemáticamente que si la empresa
opera en mercados de competencia perfecta y según el criterio que acabamos de
señalar (contratando factor mientras que su productividad marginal sea mayor que el salario)
se obtendrán máximos
beneficios y, al
igual que como ya dijimos
que ocurría en el mercado
de bienes y servicios, se producirá una situación de máxima
eficiencia y, por tanto, de máximo bienestar social; entendido este último como
aquella situación en la que nadie puede mejorar sin perjudicar a otro.
Pero esta explicación convencional de cómo se determina
la retribución de los factores
productivos tiene un problema: ni es realista ni es coherente.
Algunas
grandes figuras de la economía, como, por ejemplo y de manera destacada, Piero Sraffa y
Joan Robinson, demostraron que el concepto de capital y el de productividad marginal no son coherentes con
la propia teoría neoclásica. Es una idea cuyo desarrollo resulta
bastante complejo y difícil
pero cuyo contenido básico se puede exponer de manera intuitiva.
Como hemos explicado más arriba, la economía convencional dice que, para todos los mercados
(para la economía en su conjunto), la retribución o precio de un factor (capital o trabajo)
depende de la productividad marginal que ese factor proporciona. Sin embargo, para conocer la productividad de un factor en
conjunto, hay que homogeneizar todos «los capitales» (máquinas,
instalaciones, herramientas, etc.)
o todos «los
trabajos» (ingenieros,
auxiliares, operarios, etc.) que forman parte del capital en conjunto y del trabajo en conjunto. Pero resulta evidente que cada uno de esos
componentes es diferente a los demás: una máquina aporta a la producción en su
conjunto algo distinto de lo que aporta una instalación o una herramienta; y un dentista
aporta a la producción en su conjunto algo diferente a lo que aporta una
ingeniera, un fresador o una vendedora de seguros. Por tanto, si queremos
hablar de factores en conjunto, de
productividad marginal en conjunto…,
debemos homogeneizar los factores. Y la única
manera de homogeneizarlos es a través de sus
precios, para lo cual es necesario saber los de cada uno. Y ahí aparece la
incoherencia: para determinar el precio de un factor (su retribución) a través
de la productividad hay que saber antes su precio.
Esta incoherencia lógica de la teoría convencional permite afirmar que no es cierto que la retribución de los
factores venga determinada por lo que
cada uno de ellos aporta al producto final. Y a eso se añade que la evidencia
empírica nos indica claramente que en la vida real las empresas no retribuyen
según ese criterio a sus empleados. Lo que obligadamente debería llevar a preguntarse
(algo que no se hace habitualmente) por qué los economistas se empeñan en afirmar año tras año en los cursos que imparten y en los libros
que escriben una idea que es tan claramente inconsistente y falsa.
La
respuesta es sencilla: forma parte de ese «fraude
inocente» del que hablaba Galbraith y que resulta muy útil a quienes se
benefician del modo tan desigual en que se distribuyen las rentas en el
capitalismo.
Diciendo
que lo que se le paga a los asalariados o a los propietarios del capital
depende de su contribución al producto (de su productividad marginal, en
términos todavía más técnicos) se da a entender que esa retribución es algo
bastante objetivo e inamovible, pues depende tan sólo de cuál sea el esfuerzo o
la aportación de cada uno. Justificando
por qué los directivos empresariales han llegado a ganar tanto en los últimos
años, Gregory Mankiw dice que eso es así porque «el valor de un buen directivo
es extraordinariamente alto».39
Una idea
tautológica, como demuestran Susan Holmberg y Mark Schmitt, porque ese valor,
en todo caso, depende de un equipo de factores mucho más generales cuando se
toma como referencia para cuantificarlo la cotización de las acciones de la
empresa.40 Pero lo importante es que quien se crea ese
argumento (como ocurrirá con la mayoría de la gente cuando lo oiga
miles de veces y en boca de
prestigiosos economistas o en los manuales de economía), nunca pondrá en duda
la distribución de la renta existente, pues considerará que es, como acabamos de decir, algo objetivo e incluso justo, pues es lo que
se corresponde con la exacta contribución de cada cual al producto final.
Por otro lado, la experiencia nos dice que en los mercados de factores
hay muy poco de competencia perfecta. Es fácil comprobar, por el contrario, que
los mercados de factores son bastante singulares y que en ellos es muy difícil
que puedan operar la oferta y la demanda libremente para determinar sus
precios; y esto es así por varias razones:
•
Casi todos los factores suelen tener,
aunque sea por razones muy diversas,
una gran dosis de individualidad. Es decir, que son valiosos
por sí mismos y muy diferentes
unos de otros, aunque aparentemente
tengan la misma naturaleza: todos los miembros
de una determinada profesión,
por ejemplo, pueden tener la misma formación y cualificación, pero lo
más seguro es que los clientes prefieran a unos sobre otros y estén dispuestos a pagar más a unos si los consideran más atentos, simpáticos o
subjetivamente mejores que los demás. Eso hace que la retribución de los factores
tenga una gran componente de determinantes no monetarios o, estrictamente hablando, que no tienen
mucho que ver con lo que
ocurra en el mercado.
• La demanda que hace una empresa de los diferentes factores no depende en realidad de su precio, sino de
los ingresos que vaya a obtener vendiendo el
producto para el cual se utiliza: aunque suba el salario, por ejemplo, seguramente se contrate más trabajo si está aumentando la demanda del bien que se
oferta. Eso significa que la demanda de un factor depende en realidad de lo que ocurra
en otro mercado
muy distinto a aquel en el que se compra y vende ese factor.
•
Finalmente, sabemos también que casi todos los factores suelen ser recursos
estratégicos o de una gran trascendencia social. El trabajo es la fuente única de ingreso y satisfacción
de la inmensa mayoría de la población, el uso de los recursos naturales afecta
a la vida global del planeta, y el capital, la inversión en general, es un elemento
fundamental para que se genere acumulación
y más actividad económica en el
futuro. Y eso hace que haya una especial
regulación y tratamiento de todo lo que
ocurre en estos
mercados, porque en ellos hay mucho más que
meros recursos económicos.
A la vista de estas limitaciones de la explicación convencional más al
uso, la que generalmente se encuentra
en la inmensa mayoría de los manuales de economía, parece más realista
considerar que la retribución de los factores
es más bien el resultado de un pulso constante entre sus propietarios que se
traduce en el sistema de normas dominante a la hora de regular sus
comportamientos en los diferentes mercados y en las políticas que generan unas
u otras condiciones generales para la vida económica.
La
investigación empírica ha demostrado,
por ejemplo, que la masa salarial
—como veremos más adelante— es más elevada en relación con la retribución del
capital en las economías o en los
momentos en que la
afiliación de las clases trabajadoras a los sindicatos es mayor. Es algo normal,
porque gracias a tal afiliación se pueden conseguir mejores normas laborales,
condiciones de negociación más favorables y, en definitiva, una mayor
protección. Por el contrario, cuando
se adoptan políticas económicas que frenan la
actividad y generan desempleo, la retribución del trabajo disminuye y aumenta
la del capital. Y algo parecido podría decirse respecto
del uso de los recursos naturales, que depende en una gran medida de que prevalezcan en mayor o menor medida las
demandas de protección medioambiental o los derechos de las generaciones
futuras sobre los de las actuales.
Pero
en lugar de reconocer este hecho real los economistas convencionales siguen
afirmando que la retribución del trabajo o el capital es el resultado de un
concepto de productividad marginal que ninguna empresa puede hacer
operativo. Con la única finalidad, como hemos señalado,
de evitar que la distribución existente de la renta (tan desigual) se
tome como algo objetivo y como el justo resultado
de la contribución que cada uno hace a la producción.
Citas
33. A. Mas-Colell, M. D. Whinston y J. R. Green,
Microeconomic theory,
Oxford University Press, Nueva York, 1995,
pp.
116-118.
34. P. Wmmacott y
R. J. Wonnacott, EconomÍa, McGraw-Hill, Madrid, 1984, p. 552.
35. J. Hirshleifer y A. Glazer, Microeconomía: teoría
y aplicaciones, Prentice
Hall Hispanoamericana, México
D. F., 1984. p. 535.
36. S. Vitali,
J.
B.
Glattfelder
y S. Battiston,
«The
network
of
global corporate control», PLoS ONE,
vol. 6, n.0 10, 26 de octubre
de
2011. Disponible en: <http://dx.doi.org/10.1371/journal.pone.0025995>. [Consulta:
15/09/2016]
37. F. García, «Dos menos uno, dos: quién decide el precio de los alimentos»,
Boletín ECOS, FUHEM Ecosocial, n.0 35, julio-agosto de 2016, pp. 3-4.
38. Se pueden encontrar enlaces
que prueban la manipulación de estos y otros mercados en «Every market is
manipulated... See for yourself», WhasingtonsBlog, 14
de
abril de
2016. Disponible en:
39. G. Mankiw, «Yes, the Wealthy Can Be Deserving». The New York Times,
15 de febrero
de 2014. En: http://nyti.ms/1dD93iu
Continuará
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