Los tipos están tan bajos que a los bancos centrales les será difícil coordinar una respuesta eficaz si las cosas van mal
Las bolsas mundiales viven un momento de euforia. BRYAN R. SMITHN (AFP)
En la noche electoral de 2016 cedí temporalmente a una tentación contra la que advierto a los demás: dejé que los sentimientos políticos distorsionasen mi juicio económico. Un hombre muy malo acababa de ganar las elecciones; y mi primer pensamiento fue que eso se traduciría rápidamente en una mala economía. Enseguida me retracté de la afirmación, y emití un mea culpa. (Soy un tipo anticuado e intento admitir mis errores y aprender de ellos).
A lo que debería haberme aferrado, a pesar de mi consternación, era el conocido supuesto de que en tiempos normales el presidente influye muy poco en la evolución macroeconómica, mucho menos que el presidente de la Reserva Federal.
Esto solo deja de ser cierto cuando la economía está tan deprimida que la política monetaria pierde tracción, como ocurrió en 2009-2010; en ese momento fue muy importante que Obama estuviese dispuesto a utilizar el estímulo fiscal, y también fue muy importante, por desgracia, que la oposición republicana, sumada a la propia cautela de Obama, hiciese que el estímulo fuese mucho menor de lo debido. En 2016, sin embargo, las réplicas de la crisis financiera habían perdido fuerza hasta el punto de que las normas habituales volvieron a ser válidas.
De hecho, si pudiésemos encontrar un economista que no supiese que había habido unas elecciones en 2016 y le mostrásemos los datos económicos de los dos años anteriores, no habría tenido nada que le indicase que había ocurrido algo drástico.
Es más, la evolución económica en Estados Unidos durante el primer año de Trump fue extraordinariamente parecida a la evolución en otros países avanzados. Europa, en concreto, ha emergido, al menos por ahora, de la sombra de la crisis del euro, y crece a un ritmo constante; si tenemos en cuenta que el crecimiento de su población es menor, le va un poco mejor que a Estados Unidos.
Vivimos, en consecuencia, en una era de agitación política y calma económica.
¿Puede durar?
Mi respuesta es que probablemente no, porque la vuelta a la normalidad es frágil. Antes o después algo irá mal, y estamos en muy mala posición para responder cuando lo haga. Pero no puedo decir qué será, ni cuándo ocurrirá.
Lo fundamental es que a la mayoría de las economías avanzadas les va más o menos bien gracias a unos tipos de interés históricamente muy bajos. No es una crítica a los bancos centrales. Todo indica que, por la razón que sea —probablemente un bajo crecimiento de la población y un mal comportamiento de la productividad—, nuestras economías necesitan esos tipos de interés tan bajos para alcanzar algo parecido al pleno empleo. Y esto a su vez significa que “normalizar” los tipos subiéndolos a niveles históricos sería un error terrible, capaz de crear una recesión.
Pero dado que los tipos están ya tan bajos cuando la cosas van bastante bien, a los bancos centrales les resultará difícil coordinar una respuesta eficaz si sucede algo no tan bueno. ¿Y si algo va mal en China, o una nueva revolución iraní interrumpe los suministros de petróleo, o si resulta que los valores tecnológicos están realmente en una burbuja como la de 1999? ¿Y qué pasa si el bitcoin empieza de hecho a tener importancia sistémica antes de que todo el mundo se dé cuenta de que es un disparate?
No estoy prediciendo ninguna de estas cosas, y cuando llegue la próxima gran crisis probablemente vendrá de alguna dirección que a mí no se me habría ocurrido. Pero cuando se produzca, necesitaremos una respuesta coherente y eficaz de las autoridades, y no solo de los bancos centrales.
Imaginemos que uno de esos sucesos ocurre pronto. ¿Cuánta confianza tendrían ustedes en el equipo de Donald Trump y Steve Mnuchin? ¿Cuánto liderazgo podría ejercer la debilitada Angela Merkel en una Europa fragmentada?
Se podría pensar que estas preocupaciones pesarían en los mercados incluso ahora. Pero por la razón que sea, los inversores están en modo “nada de lo que preocuparse”. Y esperemos que tengan razón, que cuando ocurra algo, realmente tengamos personas cuerdas al mando.
Paul Krugman es Nobel de Economía de 2008.
©The New York Times
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