CAMAGÜEY.- Solo en algún que otro personaje Liliana Bacallao González se puso en la “piel” de una mujer de campo. Ella siempre se soñó sobre el escenario, nunca junto al surco o los corrales. En la casa de cultura de su natal Amancio (Las Tunas) hizo las primeras interpretaciones. Su dedicación y talento le allanaron el camino y logró formarse en la antigua escuela de instructores de arte El Yarey, en Granma, y posteriormente obtuvo la especialidad en expresión corporal en el Instituto Superior de Arte.
Para su servicio social volvió a Amancio, y de ese tiempo guarda lindos recuerdos, como los de la fundación del grupo artístico infantil Azuquita, con los pequeños del batey, o el rescate de tradiciones campesinas que tantos lauros mereció en las Jornadas Cucalambeanas. Su carrera como profesional la inició en el Ballet Folklórico de Camagüey, bajo la dirección del maestro Reinaldo Echemendía, y continuó con el grupo Teatro del Viento, del que habla como su gran escuela.
Otros horizontes de trabajo encontró en La Habana y luego en Suiza, donde permaneció durante 10 años aproximadamente. El diagnóstico de que padecía celiaquía le ubicó un nuevo kilómetro 0 a su vida y decidió volver, pero...
DE LAS TABLAS AL CAMPO
“Los celíacos tenemos una intolerancia permanente al gluten (proteína que se encuentra en el trigo, avena, cebada y centeno) y para esa enfermedad no existen medicamentos. Los síntomas solo se revierten con una dieta estricta. Eso quiere decir que no podemos comer panes, pizzas, pastas, dulces de harina, embutidos, ahumados, nada con conservantes. Un verdadero dolor de cabeza.
“Generalmente hay carencias de productos agrícolas y en muchas ocasiones aparecen con precios muy elevados. Garantizar la comida era la prioridad, y mi única opción, sembrar”.
Ni ella ni Raidel Sanz Otero, su compañero en la vida, graduado de técnico de nivel medio en maquinaria, sabían absolutamente nada del trabajo agrícola: “Vivíamos en Camagüey, aunque visitábamos con frecuencia a unos compadres en la carretera a Santa Cruz del Sur y los ayudábamos en lo que podíamos. Supimos entonces de la posibilidad de pedir tierras por el Decreto-Ley No. 259 y lo hicimos”.
En agosto de 2011 les entregaron 25 hectáreas de tierras en usufructo. Así nació la finca La Liliana, en una zona conocida como El Guariao, en el kilómetro 15 de la carretera a Santa Cruz del Sur. La misma hoy se define como agroecológica y forestal y pertenece a la cooperativa de créditos y servicios Camilo Cienfuegos, de Jimaguayú.
“Aquí el marabú estaba cerrado —recuerda Raidel. En el medio de la maleza comenzamos a desmontar y a hacer un ruedo. Íbamos limpiando y a la vez sembrábamos para obtener los frutos lo más rápido posible. Hasta mi mamá me dijo que estábamos locos, que el campo nos iba a envejecer. Nos aseguraban que era una pérdida de tiempo, esfuerzo y dinero. Muchas amistades nos criticaron y hoy tienen que quitarse la gorra”, rememora Sanz Otero.
A fuerza de trabajo duro, constante y con la ayuda de los créditos bancarios la finca se ha desarrollado. En los cultivos varios, por ejemplo, producen yuca durante el año, plantan además maíz, boniato, ñame, calabaza, ajo, cebolla, diferentes variedades de frutas y verduras. Los atienden todos mediante prácticas agroecológicas tales como la aplicación de microorganismos eficientes, el control de plagas mediante trampas de luz, color y olor, el empleo de barreras vivas y el uso de materia orgánica, entre otras.
Cuidan además de carneros, chivos, puercos criollos o de capa oscura, guanajos, patos, gallinas, conejos y reses. Entregan un promedio de 1 000 litros de leche al mes. Para garantizar la alimentación de los animales tienen sembradas cañas y king grass y trabajan en la preparación de tierra para plantar yacaré. En breve aspiran a ensilar los desechos de las diferentes cosechas para garantizar la comida en el período de seca. Uno de los logros de la finca es la conservación y rescate de un bosque de 13,5 hectáreas, donde conviven árboles como el mije, la algarroba, el cedro, la yaya, el ocuje, la ceiba y la jocuma, muchos en peligro de extinción. Esta área, además de servir de refugio a especies de aves como tocororos, carpinteros y cartacubas se emplea para el silvopastoreo, sistema de producción pecuaria que combina los recursos forestales con los animales.
“Durante todo este tiempo hemos aprendido mucho de los campesinos experimentados, de sus mañas para lograr mejores cultivos, de su entrega. Nunca me imaginé trabajando la tierra, y ya ve. Esto lo hago con amor; como antes me entregué al arte, ahora lo hago al campo, el cual me ha dado la posibilidad no solo de garantizar la alimentación de mi familia, sino de ayudar a niños celíacos”, asevera Lili.
RED DE ESPERANZAS
“En las consultas conocí a otras personas con mi mismo padecimiento. Supe del desvelo de los padres por no saber qué dar a sus hijos en las meriendas y en las comidas. El Estado garantiza un módulo a los pacientes hasta los 19 años, que resulta de mucha ayuda, pero no la suficiente. Camagüey además carece de panadería especializada sin gluten.
“Saberlos con tantas dificultades me angustiaba y decidimos brindarles nuestras producciones: un poco de yuca, maíz, calabaza, algunas verduras. Se nos ocurrió entonces rescatar platos tradicionales como el pan patato, los buñuelos, las frituras de viandas. Hicimos también una harina con la yuca seca, el arroz y el maíz, y con ella nos dimos cuenta de que se podían hacer empanadillas, pasteles y pikininis. Más de 15 platos confeccionamos con los productos de la finca”, explica Liliana.
A través de amigos y familiares, de los doctores y de los registros de la Oficoda, poco a poco esta pareja contactó con infantes con ese padecimiento. La idea no era solo entregarles algunos alimentos, sino enseñarles a sus padres qué platos elaborar con lo disponible y ofrecerles consejos de cómo aprender a vivir una vida normal lejos del gluten.
“El proyecto de apoyo nutricional para la alimentación de personas con alergia alimentaria nació espontáneamente. Comenzamos a llamarnos, a ir a sus casas. Con la colaboración de las autoridades del municipio logramos llevar los pequeños con sus padres a la finca en dos ocasiones. Durante la cuarentena por la COVID-19 entregamos un módulo con algunos dulces y panecillos, todo en pequeña escala porque lo hacemos con un molino de café y una batidora”.

Lili sonríe satisfecha porque la “familia” sigue creciendo. “En este momento ya sumamos 83 menores de edad y 45 jóvenes, provenientes de Camagüey, Jimaguayú, Vertientes, Nuevitas, Florida, Guáimaro y Santa Cruz del Sur. Seguramente hay muchos más. Mantengo vínculos con todos y soñamos con crear una asociación de celíacos. La ayuda de los doctores Eduardo Barreto y Adianez Sugrañes, especialistas en Gastroenterología y Alergología, respectivamente, ha sido invaluable. Contamos con la cooperación del Partido y el Gobierno en el municipio, de la ANAP, la Actaf, y de muchas personas que sin ser celíacas se sensibilizan con nosotros. Se ha convertido el movimiento en una red”.
“Nunca le cobramos ni un centavo a nadie. Lo hacemos con nuestros recursos, con los excedentes de las producciones de la finca. Para el proyecto sembramos además sorgo blanco, linaza, mijo, chía y quínoa. Queremos incorporar el ajonjolí y ya plantamos los primeros dos cordeles de arroz”, afirma él.
Lili y Raidel sueñan con crear una minindustria en la provincia para, a partir de los productos agrícolas, elaborar harinas, también dulces y condimentos sin productos químicos y que otros campesinos se les sumen en el empeño. Muchos los han vuelto a juzgar de locos por impulsar tal proyecto, y ellos lo toman como un augurio de que andan por buen camino. Nada se compara —aseguran— con la satisfacción de ver cómo los niños celíacos salen de las crisis depresivas y modifican sus hábitos, lo que les garantiza calidad de vida.
Si ayudar a otros sin que medien intereses económicos es estar locos, pues entonces este mundo necesita de menos cordura y de más gente como ellos.