CAMBRIDGE – Lo destacable del aumento del sentimiento nacionalista en los últimos años en el mundo desarrollado es que se da en un momento en que muchos de los desafíos más apremiantes que enfrentamos —entre ellos, el cambio climático y la pandemia de la COVID-19— son básicamente problemas mundiales que exigen soluciones a escala mundial. Y el enojo que acumulan los ciudadanos de los países donde escasean las vacunas —básicamente, los dos tercios de la humanidad que viven fuera de las economías avanzadas y de China— podría muy pronto volverse en contra de los países más pudientes.
Los ambiciosos planes del presidente estadounidense Joe Biden para solucionar la desigualdad en EE. UU. son bienvenidos, siempre que su gestión logre cubrir los costos a largo plazo con mayores impuestos o más crecimiento... ciertamente, dos grandes interrogantes. También lo es el Instrumento de Recuperación de la UE —un programa más pequeño, pero de todas formas significativo— que busca ayudar a los miembros de la Unión Europea, como Italia y España, que fueron afectados desproporcionadamente por la pandemia.
El 16 % de los habitantes del mundo que viven en economías avanzadas sufrieron mucho la pandemia, pero prevén una recuperación. China, que representa otro 18 % de la población mundial, fue la primera de las principales economías en experimentar un rebote, principalmente gracias a su mejor preparación para las epidemias y mayor capacidad estatal para contener al coronavirus.
¿Pero qué hay de todos los demás? Como lo resaltó el Fondo Monetario Internacional en su Perspectivas de la economía mundial de abril, hay una peligrosa divergencia en el mundo. La espantosa ola de la COVID-19 en la India probablemente sea un anticipo de lo que le espera a gran parte de los países en vías de desarrollo, donde estalló la pobreza. Es poco probable que la mayoría de los países puedan volver a sus niveles de producción previos a la pandemia, al menos hasta fines de 2022.
Hasta ahora la historia del siglo XXI para los países en vías de desarrollo se basaba en alcanzar a los países desarrollados, mucho más de lo que se previó en las décadas de 1980 y 1990. Pero la crisis de la COVID-19 golpeó a los países más pobres justo cuando los más favorecidos se dan cuenta de que, tanto para contener la pandemia como la catástrofe climática en ciernes, dependen en gran medida de los esfuerzos de las economías en vías de desarrollo. Eso sin mencionar la cooperación que probablemente será necesaria para poner freno a los grupos terroristas y estados rebeldes en un mundo indignado por las desigualdades que la pandemia dejó al descubierto.
Para empeorar aún más las cosas, gran parte de los países en vías de desarrollo, entre los que se cuentan los mercados emergentes, comenzaron la pandemia con fuertes aumentos de sus deudas externas. Las tasas de interés oficiales a un día para la política monetaria pueden ser cero o negativas en las economías avanzadas, pero en promedio superan el 4 % en los mercados emergentes y las economías en vías de desarrollo. Y el endeudamiento a largo plazo, el que se necesita para el desarrollo, es mucho más caro. Varios países, entre los que se cuentan Argentina, Zambia y el Líbano, ya incumplieron pagos. Muchos otros podrían seguir ese camino cuando la recuperación desigual impulse al alza las tasas de interés en el mundo.
¿Cómo pueden entonces los países más pobres pagar las vacunas contra la COVID-19 y la asistencia, ni que hablar de la transición a una economía verde? El Banco Mundial y el FMI están sometidos a una enorme presión para encontrar soluciones y respondieron bien, al menos, para explicar el problema; pero estas organizaciones carecen de la estructura financiera necesaria para atender desafíos a esta escala. En el corto plazo, una nueva asignación de derechos especiales de giro (el activo de reserva del FMI) puede ayudar, pero ese instrumento es demasiado tosco y está mal diseñado como para usarlo de manera rutinaria.
Las instituciones de Bretton Woods creadas a fines de la Segunda Guerra Mundial fueron diseñadas para funcionar principalmente como prestamistas, pero así como los países ricos dieron a sus propios ciudadanos transferencias directas durante la pandemia, hay que hacer lo mismo con las economías en vías de desarrollo. El aumento de las deudas solo empeorará las probables cesaciones de pagos después de la pandemia, sobre todo si consideramos las dificultades para determinar la jerarquía de los diversos prestamistas públicos y privados. Con Jeremy Bulow, de la Universidad de Stanford, hace tiempo sostenemos que los subsidios directos son más limpios que los instrumentos de préstamo y, por lo tanto, preferibles a ellos.
¿Qué hacer entonces? En primer lugar, los países ricos deben eliminar el costo de las vacunaciones para las economías en vías de desarrollo, en parte financiando el total de la iniciativa multilateral del Fondo de Acceso Global para Vacunas COVID-19 (COVAX). El costo, de miles de millones de dólares, es mísero comparado con los billones que los países más ricos están gastando para mitigar el impacto de la pandemia en sus propias economías.
Las economías avanzadas no solo deben pagar las vacunas, sino también proporcionar amplios subsidios y asistencia técnica para su entrega. Por muchos motivos, en particular porque habrá otra pandemia, esta es una solución más eficaz que apoderarse de la propiedad intelectual de las empresas que desarrollan vacunas.
Al mismo tiempo, las economías avanzadas que están preparadas para gastar billones de dólares en el desarrollo de energías renovables locales debieran ser capaces de encontrar un par de cientos de miles de millones al año para apoyar esa misma transición en los mercados emergentes. Esa asistencia se podría financiar con impuestos a las emisiones de dióxido de carbono cuya intermediación, idealmente, estaría en manos de un Banco Mundial de Carbono, una nueva institución centrada en la asistencia a los países en vías de desarrollo para la descarbonización.
También es importante que las economías desarrolladas sigan abiertas al comercio mundial, principal factor de reducción de la desigualdad entre países. Los gobiernos debieran abordar la desigualdad a nivel local ampliando las transferencias y la red de seguridad social en vez de erigir barreras comerciales que perjudican a miles de millones de personas en África y Asia. Esa gente también se beneficiaría gracias a una expansión significativa del organismo de asistencia el Banco Mundial, la Asociación Internacional de Fomento.
Tal vez solucionar la desigualdad interna sea el imperativo político del momento, pero abordar las disparidades mucho mayores entre países es la verdadera clave para mantener la estabilidad geopolítica en el siglo XXI.
Traducción al español por Ant-Translation
Kenneth Rogoff, Professor of Economics and Public Policy at Harvard University and recipient of the 2011 Deutsche Bank Prize in Financial Economics, was the chief economist of the International Monetary Fund from 2001 to 2003. He is co-author of This Time is Different: Eight Centuries of Financial Folly and author of The Curse of Cash.
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