Se pueden extraer algunas enseñanzas de esta catástrofe pero, ¿calarán hondo?
Manifestación contra la pobreza, en Valencia. / JORDI VICENT
Cuando estalló la crisis económica en 2008, la inmensa mayoría de los responsables políticos hizo lo correcto. La Reserva Federal y otros bancos centrales se dieron cuenta de que apuntalar el sistema financiero tenía prioridad sobre respetar las nociones convencionales de la prudencia monetaria. El Gobierno de Obama y sus homólogosse dieron cuenta de que, en una economía deprimida, los déficits presupuestarios eran útiles, no perniciosos. Y la impresión de dinero y la adquisición de préstamos funcionaron: evitaron que se repitiese la Gran Depresión, cosa que parecía muy probable en aquel momento.
Luego, todo se torció. Y las consecuencias del mal giro que tomamos parecen ahora peores de lo que nunca imaginaron los críticos más duros de la lógica popular.
Para quienes no lo recuerden (resulta difícil de creer el tiempo que llevamos así): en 2010, más o menos de repente, la élite política de ambos lados del Atlántico decidió dejar de preocuparse por el paro y empezó a preocuparse por los déficits presupuestarios.
Este cambio no se debió a las pruebas existentes ni a los análisis minuciosos. De hecho, iba muy en contra de los fundamentos de la economía. Pero las declaraciones ominosas sobre los peligros del déficit se convirtieron en algo que todo el mundo repetía porque todos los demás lo decían, y las voces disidentes dejaron de considerarse respetables (que es la razón por la que empecé a llamar Gente Muy Seria a quienes repetían como loros lo que dictaba la ortodoxia del momento).
Algunos intentamos, en vano, señalar que el fetichismo del déficit era tan desatinado como destructivo, que no había pruebas fehacientes de que la deuda pública fuese un problema para las grandes economías, mientras que sí había muchas pruebas de que recortar el gasto de una economía deprimida agravaría la depresión.
Y los hechos nos dieron la razón. Han transcurrido más de cuatro años y medio desde que Alan Simpson y Erskine Bowles advirtieron de una crisis fiscal que llegaría en dos años; el precio de los préstamos sigue más bajo que nunca en EE UU. Mientras tanto, las políticas de austeridad que se aplicaron a partir de 2010 tuvieron exactamente los efectos depresivos que predecían los libros de texto de economía; el hada de la confianza nunca hizo acto de presencia.
Sin embargo, hay cada vez más pruebas de que los escépticos en realidad subestimamos lo destructivo que sería el giro hacia la austeridad. Concretamente, ahora parece ser que las políticas de austeridad no solo impusieron pérdidas a corto plazo en el empleo y la producción, sino que también han lastrado el crecimiento a largo plazo.
La idea de que las políticas que deprimen la economía a corto plazo también causan un daño más duradero suele denominarse “histéresis”. Es una noción que tiene un pedigrí impresionante: el argumento de la histéresis lo defendieron en un famoso artículo de 1986 Olivier Blanchard, quien más tarde se convertiría en economista jefe del Fondo Monetario Internacional, y Lawrence Summers, que ha ocupado altos cargos tanto en el Gobierno de Clinton como en el de Obama. Pero creo que todo el mundo se mostraba reacio a aplicar la idea a la Gran Recesión, por miedo a parecer demasiado alarmista.
Llegados a este punto, sin embargo, la evidencia casi dice “histéresis” a gritos. Incluso países que parecen haberse recuperado en gran medida de la crisis, como Estados Unidos, son mucho más pobres de lo que los pronósticos anteriores a la crisis predecían que serían a estas alturas. Y se acaba de publicar un artículo de Summers y Antonio Fatás que, además de respaldar la conclusión de otros economistas de que la crisis parece haber causado un daño enorme a largo plazo, pone de manifiesto que existe una marcada correlación entre la degradación de las perspectivas nacionales a largo plazo y el grado de austeridad que los respectivos países han impuesto.
Lo que esto indica es que el viraje hacia la austeridad ha tenido efectos verdaderamente catastróficos, y estos van mucho más allá de los puestos de trabajo y los ingresos perdidos durante los primeros años. De hecho, el daño a largo plazo al que apuntan los cálculos de Fatás y Summers es, muy probablemente, lo bastante grande como para convertir la austeridad en una política contraproducente, incluso desde un punto de vista puramente fiscal: los Gobiernos que recortaron drásticamente el gasto frente a la depresión deterioraron sus economías y, en consecuencia, sus ingresos fiscales futuros, hasta el punto de que su deuda terminará siendo más alta de lo que lo habría sido sin los recortes.
Y la amarga ironía de la historia es que esta política catastrófica se aplicó en el nombre de la responsabilidad a largo plazo, y que a quienes protestaron por el rumbo erróneo se les tachó de irresponsables.
Se pueden extraer algunas enseñanzas evidentes de esta catástrofe. “Toda la gente importante lo dice” no es, según parece, una buena forma de tomar decisiones políticas; el pensamiento grupal no sustituye al análisis claro. Además, pedir sacrificios (a los demás, por supuesto) no significa que uno sea responsable.
¿Pero calarán hondo estas lecciones? Los problemas económicos del pasado, como la estanflación de la década de 1970, condujeron a un replanteamiento generalizado de la ortodoxia económica. Sin embargo, un aspecto sorprendente de los últimos años es la poquísima gente que está dispuesta a reconocer que se ha equivocado en algo. Parece más que probable que toda esa Gente Muy Seria que jaleó unas políticas desastrosas no aprenda nada de la experiencia. Y esto, a su manera, es tan espeluznante como la perspectiva económica.
Paul Krugman es premio Nobel de Economía de 2008.
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