Hace unos años, escribí una “Carta a un joven que se va” (12 de junio, 2012) y la mandé a La Joven Cuba. En ese momento, no conocía a ninguno de sus editores, todos menores de 30 años, y solo sabía que el blog rescataba la herencia intelectual de la izquierda cubana. Aunque era larga para un blog, dijeron que les gustaba y la iban a publicar. Esa experiencia, la primera que tuve con las redes, me enseñó algunas cosas sobre consenso y disenso.
En unas 12 horas, se acumularon más de cien comentarios de todos los colores. Casi a la medianoche, descubrí que, entre los más furiosos, había un puñado que lo había estado haciendo sin parar desde por la mañana, y saturaban el espacio del debate. Los propios editores de LJC les habían estado respondiendo, pero seguían ahí. Una amiga experta me explicó luego que eran los trolls. Ella me recomendó que no contestara a aquella sarta de invectivas. Luego aparecieron reacciones más interesantes, en otro tono.
Una estaba escrita, aparentemente, por un pariente desconocido de mis amigos Pedro y Ricardo Monreal, que se decía radicado en la playa de Pomorie. Aquel joven cubano bulgarizado se refería a acontecimientos remotos como si los hubiera vivido, y escribía con la habilidad de un periodista de vasta experiencia. Otro experto en redes me sugirió que quizás fuera el heterónimo de un escritor conocido, pero no le hice mucho caso, porque la teoría de la conspiración me ha dado siempre de cara, como decía mi madre. Finalmente, meses después, un joven de nombre verificable respondió con un texto más bien largo, que tuvo un efecto de rebote sobre mi carta.
Aunque me confrontaba, pude entender que la carta era para él más bien un pretexto, eso que llamamos “cogerla de material de estudio” para su propia andanada de juicios críticos, muchos de los cuales me parecieron muy razonables, y algunos hasta ilustrativos de mis propios argumentos. Al final, cerraba diciendo que no regresaría a Cuba hasta tanto no se restableciera una democracia como la que él disfrutaba en el país europeo donde vivía. Además de poner mi carta en el candelero, como tiro al blanco, y de las lecciones aprendidas sobre la construcción del consenso y el disenso en las redes, la popularidad de su post tuvo para mí dos efectos posteriores, que quiero comentar desde la ventaja de los años pasados.
El primero fue que, gracias a ese rebote, alcancé lectores nuevos, también en el gobierno. Esa dinámica me enseñó algo sobre el seguimiento al consenso y al disenso desde arriba; y tuvo incluso cierta utilidad para algunas de mis investigaciones posteriores. El segundo fue igualmente aleccionador, y podría decir, fascinante. El hecho es que, un tiempo después, el joven de marras decidió regresar e iniciar un negocio familiar, aprovechando el modesto espacio abierto por las reformas, y aunque seguía allá, también estaba aquí. Confieso que me sentí contento al comprobar que la vida seguía siendo más rica y llena de escenarios imprevistos, sobre todo cuando uno no maneja mirando siempre el espejo retrovisor.
En la primera parte de este artículo terminaba preguntando qué era el consenso, cómo se relacionaba con el disenso y la disidencia, y hasta qué punto el pasado perfecto de los años primeros de la Revolución se relacionaba con una cultura política que nos ha seguido acompañando, con sus condiciones de reproducción, y con la política a secas. Desde esa mirada retrospectiva, volvía al presente, para sugerir siete áreas de problemas que podrían captar la interacción entre estos procesos y nuestra cultura política.
Como aprenden temprano cualquier estudiante de ciencia política y los buenos dirigentes, consenso y disentimiento no se excluyen; se implican. El arte de construir consenso es, en buena medida, el de lidiar con el disentimiento. La noción de que la unanimidad resultaba engañosa empezó a aparecer en el discurso gubernamental desde los debates de la Rectificación (1986-1990). Mucho antes, sin embargo, esa fábrica incesante de la imaginación política que es el habla había creado el neologismo “sinflictivo”, antónimo popular del término “conflictivo”, con el que se designaba a los que disentían frecuentemente en las asambleas o confrontaban con los jefes. El sinflictivo era ese unánime engañoso, que el discurso eventualmente acabaría emplazando entre los problemas a rectificar, como “unanimismo”. Aunque algunos observadores han hecho notar que es más probable ser objetado por “conflictivo”, “problemático” y “criterioso” que por «sinflictivo» ortodoxo o dogmático, el peso de aquellos debates lejanos en la legitimación del disentimiento no fue despreciable.
En cualquier caso, si del consenso se trata, podría argumentarse que el de los años que corren está atravesado por el disentimiento quizás como nunca antes, al punto de que el discurso político lo ha naturalizado. Raúl Castro, por ejemplo, ha señalado que los dirigentes deben razonar “con argumentos sólidos, sin creerse dueños absolutos de la verdad; que sepan escuchar aunque no agrade lo que algunos digan; que valoren con mente abierta los criterios de los demás”. Sostiene que deben ser capaces de “fomentar la discusión franca y no ver en la discrepancia un problema sino la fuente de las mejores soluciones”, pues “la unanimidad absoluta generalmente es ficticia y por tanto dañina”.
Volviendo a nuestras siete áreas de problemas, la primera de todas es la que recoge las nuevas visiones sobre el socialismo que predominan hoy, en contraste con las existentes en los años iniciales, los 70 y 80. Esas nuevas visiones se arraigan en una sociedad más diferenciada, que se gestó, según han demostrado las investigaciones sociológicas desde los años anteriores al periodo especial, por el propio desarrollo social que el sistema generó. Como es lógico, la cultura política que ha acompañado este desarrollo, formada por creencias y comportamientos sociales diversos, no consiste solo en bipolaridades ideológicas, como antaño, sino en un proceso social más complejo y contradictorio. Son esas relaciones sociales cambiantes las que construyen un mapa más heterogéneo y un consenso con una estructura más diferenciada. De esa sociedad surge la demanda de un socialismo próspero, sostenible, soberano y democrático, no de una imposición de arriba.
La segunda área o característica del nuevo entorno es la desconcentración en la reproducción de las ideas. En una sociedad con más alto nivel de escolaridad, expuesta a una educación política desde los niveles inferiores, y a una matriz cultural como la apuntada, las ideas políticas ya no irradian de un solo centro, institución o liderazgo. Es decir, que los resonadores ideológicos —no solo los de capitalismo-socialismo, sino los de la ideología socialista propiamente dicha— vibran en focos y espacios sociales diversos. Por ejemplo, la producción artística e intelectual.
En tercer lugar, la cultura socialista experimenta una nueva pluralidad. Según se sabe, el socialismo y el proyecto de la Revolución fueron impugnados desde el principio por una oposición anticomunista. En su defensa, las fuerzas políticas revolucionarias no tuvieron otra opción de sobrevivencia, por encima de sus diferencias, que la unificación orgánica, para poder enfrentar la santa alianza de esa oposición y los EEUU, en un bloque de hostilidad formidable. Sería difícil exagerar el efecto centrípeto de ese conflicto sobre la pluralidad del bloque revolucionario.
En cambio, 30 años después, el auge de debate crítico suscitado por el proceso de rectificación, la huella psicológica de la debacle del socialismo en Europa oriental, y la emergencia de nuevas relaciones entre la sociedad civil y el Estado, en medio de la crisis de los años 90, propiciaron una nueva pluralidad dentro de esa cultura política de izquierda. Como ejemplo al canto bastan las expresiones de disentimiento manifiestas en los debates y las consultas ciudadanas de los últimos años.
En cuarto lugar, el pensamiento y la cultura política del socialismo han dejado de expresarse hoy en un breviario único de tesis compartidas, como solía ocurrir hace más de 30 años. Muchos de los que se identifican como revolucionarios, socialistas o comunistas resuenan con ideas diferentes. De hecho, se puede constatar que la interacción entre unas maneras de pensar y otras no siempre se desenvuelve en un clima de diálogo apacible, sino que a veces se vuelve incandescente. Los déficits en la cultura del debate que estas broncas revelan corresponden, de cierta manera, con políticas que procuran avanzar en un terreno ignoto, el de la búsqueda de otro socialismo. Cada corriente se arroga saber cuál es y cómo se hace.
La quinta área se refiere a la naturaleza de esas contradicciones, dentro de un proceso de transición como el que se vive. ¿Se trata de conflictos evitables o tienen una índole estructural? ¿Expresan las naturales diferencias entre concepciones distintas que siempre han convivido bajo una unicidad institucional monolítica solo en apariencia? ¿Es deseable y viable que una política inteligente y moderadora las amortigüe? ¿Reflejan el tipo de consenso exigido para maniobrar con eficacia y capacidad de respuesta rápida en una circunstancia de mayor vulnerabilidad relativa? ¿O más bien exponen a ese consenso al peligro de desgarrarse? ¿Cuál es el equilibrio óptimo entre consenso y disentimiento?
Hace unos días, un amigo me ponía como ejemplo la película Los dos papas. ¿Es más débil la Iglesia por dar cabida en su seno a corrientes tan diferentes como las que representan Ratzinger y Bergoglio? ¿O expresa la ecuación de una transición encaminada a un nuevo orden, aún indeterminado, y cuya incertidumbre nos rodea?
La sexta área implica una pregunta que no tiene nada de académica, aunque a algunos les parezca que sí: ¿en qué medida el sentido de la historia y del momento en que vivimos pasa por mirar el pasado de otra manera? Desde la reconstrucción de nuestros conflictos internos hasta la comprensión del que nos ata íntimamente a los EEUU; desde el uso de los medios de la cultura para defender la soberanía nacional hasta la aplicación de la teoría de la conspiración a todo lo que procede del Norte —incluidas las aves migratorias— la inteligencia sobre el pasado, y su significación para el presente, están sobredeterminadas rigurosamente por nuestro conocimiento. En la era de la google-ización del saber, la línea entre investigar y editorializar la historia se puede hacer más tenue e imperceptible de lo que solía ser en la era Gutenberg y la erudición analógica. De esa historia depende que se construya el presente con sentido del momento histórico, o con el de una defensa siciliana. Y que así mismo se imagine el futuro.
Por último, a propósito de Internet, la séptima área nos trae una nueva geopolítica que, como ocurre con la cultura cívica, ha dejado atrás ciertas divisiones heredadas por las generaciones aún vivas. Por ejemplo, la de las representaciones topológicas que separaban la realidad circundante en “dentro” y “fuera”. Todo lo que ocurre en el mundo real, y circula a su manera en las redes, está adentro y afuera al mismo tiempo. Esto no significa, como afirman algunos entusiastas de la realidad virtual y los universos simbólicos, que vivimos en un mundo donde todo está en cualquier parte, los Estados naciones se esfuman, el sentido de lo territorial se borra, andamos por ahí con identidades trasnacionales, etc. Pero sí que la política nacional y la internacional están cada vez más interconectadas y son mutuamente dependientes.
Si el disentimiento es estructural al consenso y la cultura cívica; si, aunque algunos no parezcan haberse enterado, ha sido naturalizado por el discurso político; si, además del arte y la literatura que se producen dentro de la Isla, la sociedad civil cubana lo ejerce a toda hora y en todas partes, ¿cuál es el lugar de la oposición en el campo real de esa sociedad y en el de su política cotidiana? ¿Qué es la disidencia, cuál es su naturaleza, su estilo político, sus maneras, aquí y ahora? ¿Son los que promueven el diálogo, la reconciliación nacional y el consenso democrático? ¿Los que encarnan la pluralidad saludable de la que hablan los obispos católicos? ¿Los antípodas de los “autorizados” los “oficialistas”, los acomodados y silenciosos? ¿Son los “desautorizados” de siempre, los que expresan el fondo de una cultura criolla irreverente y genuina, como Rialta, aquel personaje de Paradiso, la novela de Lezama? ¿Podrían identificarse como una oposición leal? Esperemos a que pase la inauguración del nuevo gobierno en EEUU, para acercarnos al tema de modo ecuánime y razonable.
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