Fidel


"Peor que los peligros del error son los peligros del silencio." ""Creo que mientras más critica exista dentro del socialismo,eso es lo mejor" Fidel Castro Ruz

jueves, 21 de enero de 2021

Consenso y disentimiento (I y II)

Es en la sociedad civil donde se hace efectivo y se realiza el consenso político, y donde se generan realmente las condiciones del cambio.

Por Rafael Hernández, OnCuba



I

Somos animales políticos, según dicen Aristóteles y una amiga mía. El griego basaba su argumento en que, a diferencia de otras bestias, los humanos hablamos. Mi amiga dice que las redes sociales son la expresión eminente de nuestra capacidad de acción política comunicativa. No niego que ambos tengan su razón, pero les falta un tanto.

Apreciar la naturaleza del consenso requiere ir más allá de los razonamientos sobre la esfera pública y la circulación de los discursos; así como del entramado de preceptos que articulan derechos como la libertad de expresión, manifestación, reunión, asociación. El consenso se define en el campo eminente de lo político. 

Cuando Hanna Arendt decía que el primero de los derechos humanos, por encima de la libertad y la justicia, era “el derecho a tener derechos”, se inspiraba en la experiencia atroz de la masa de refugiados de la II Guerra Mundial, en particular, los judíos alemanes como ella, que se habían quedado sin ciudadanía, porque no tenían un Estado que la reconociera. Esa visión suya, dirigida a rescatar la dignidad y los derechos de los refugiados, se representaba lo humano como condición inmanente a la vida, previa a la política. De ahí surgió la llamada aporía o paradoja de los derechos humanos, que la filosofía y la sociología política han debatido luego intensamente.

En efecto, imaginar un reclamo de humanidad, que pueda expresarse en un discurso de protesta ante la injusticia y el sufrimiento, como un ente separable de la condición política implica un ejercicio de abstracción. Lo humano en la lucha por los derechos no es una condición previa, despolitizada, sino que adquiere sentido respecto a un orden político determinado, pues se dirige a hacer valer la igualdad entre los que intervienen directamente en la política y los que participan en ella, o se quejan de no poder participar, desde su condición ciudadana. Tanto si se trata de una acción que pone a prueba ese orden (reafirmándolo en sus propios términos y reclamándole consecuencia) como que se rebela contra él (impugnándolo y negándose abiertamente a acatarlo, sea de modo violento o no), es el campo de lo político el que le otorga sentido social, o sea, humano. Construir los derechos humanos y su extensión repartida como preexistentes al proceso social y al campo de la política los convierten en una visión, que estoy casi tentado a llamar metafísica. Digo casi.

En otra parte, he argumentado la condición política de la sociedad civil, y la limitada manera de explicarse la política cubana constreñida al poder del Estado y los discursos de los dirigentes, como una esfera flotante sobre la sociedad real, o como puesta en práctica de un entramado de normas y leyes, por fundamentales que estas sean.



La política y lo político no se confunden, ni aquí ni en ninguna parte, con ese conjunto institucional o instrumental, ni se pueden entender integralmente como una burbuja de poderes y disposiciones, sino en su implantación en la sociedad civil, donde se hace efectivo y se realiza el consenso político, y donde se generan realmente las condiciones del cambio. 

La Revolución cubana produjo un consenso instantáneo. No solo, ni primordialmente, porque emitió leyes pendientes desde la Constitución del 40, sino porque instauró un campo de lo político radicalmente nuevo, que ensanchó el espacio participativo de los ciudadanos en una escala descomunal, lo que transformó radicalmente la esfera pública. En ese campo político, desde el principio, se ilegalizaron los partidos del antiguo régimen, y el nuevo Estado confiscó propiedades de batistianos y corruptos, como los Díaz-Balart, redistribuyó tierras privadas entre campesinos pobres, impuso límites a grandes propiedades, precios a la canasta básica y alquileres, y nacionalizó empresas privadas por causa de utilidad pública. En esa esfera pública, la prensa conservadora se fue clausurando entre 1959 e inicios de 1960.

A pesar de todo, esos tiempos fueron más democráticos (en términos de participación ciudadana y transformación de la cultura política establecida a favor de los más pobres) que nunca antes. Aquella cultura política renovada se expresó en una frase clave: “Hemos hecho una Revolución más grande que nosotros mismos”.

Esa Revolución, que no era propiedad de nadie ni se encarnaba en una institución u organización particular, había reconstituido el horizonte de la nación, y había hecho que en sus confines cupieran los jodidos de la tierra, que en la verdad de la vida anterior se habían quedado más bien fuera. Al hacerlo, y al poner la justicia social y la libertad, en contra de la prédica de Arendt, por encima de todo, había restringido los derechos de los privilegiados. Como todas las revoluciones anteriores y probablemente con muchísimo menos costo humano y material que ninguna. Aun así, los restringió.

Para que eso ocurriera, se requirió, claro que sí, un poder revolucionario, que un viejo amigo ha llamado hace poco “el ojo del canario”, capaz de implantarse a fondo en la sociedad civil, es decir, de fomentar un consenso insólito, inaugurado con el castigo a los criminales de la dictadura, en enero de 1959. Para comprobarlo, basta revisar la prensa de la época, la de ese periodo que ha seguido llamándose “agrario-antimperialista”, en una terminología que los franceses llaman lenguaje de palo.

El consenso de la Revolución se implantaba en una experiencia vivida, ligada a la acción participativa, y no meramente ideológica o discursiva, como la entienden los catedráticos de historia de las ideas. Claro que esta actividad política de la gente transformaba la imaginación y el lenguaje, pero lo hacía en tanto se desplegaba en relaciones sociales reales, y se jugaba no solo en los espacios públicos, sino en las relaciones laborales y el acceso masivo al empleo, a las escuelas, a las instituciones de los privilegiados, en los sindicatos y las demás organizaciones, así como en la vida familiar y del barrio, las relaciones entre distintas generaciones, blancos y negros, mujeres y hombres, gente del campo y de la ciudad. Es decir, en lo que es realmente la sociedad civil. 

Sí, porque en el tiempo, el concepto de sociedad civil se contaminó con el discurso ideologizado de la guerra fría. El derrumbe del Muro y los regímenes estalinistas en Europa Oriental nos legó una noción espuria, proyectada por los grupos disidentes, sindicatos e iglesias anticomunistas, entre otros protagonistas visibles de aquel derrumbe, que hoy suplanta el concepto, propio del pensamiento ilustrado y revolucionario, con una imagen más bien banal, donde se reduce a lo privado o subversivo. Al punto de que un pedagogo de la ideología llegó a declarar una vez: “Nos quieren meter aquí la sociedad civil”.

Naturalmente, aquella sociedad que acababa de descubrir la participación, donde la nación y la democracia se confundían con el proceso mismo, liderado por una vanguardia y una doctrina que demandaban de cada ciudadano un compromiso de acción política y de transformación liberadora, quedó atrás.

Tampoco sigue siendo la misma aquella vanguardia política, que encarnaba al “ojo del canario” y su enorme influencia intelectual sobre las visiones y los conceptos de una cultura sometida a los intensos debates de la época, replicada no solo en la producción artística y literaria, sino en las creencias y la conducta real de la gente, es decir, en la cultura política. “La especial confianza que otorga el pueblo al líder fundador de una revolución, no se transmite como si se tratara de una herencia a quienes ocupen en el futuro los principales cargos de dirección del país” dijo Raúl Castro siendo todavía vicepresidente.

Sin embargo, examinar los requisitos de aquella vanguardia, más allá de su genio y dotes carismáticas, o de la condición irrepetible de aquella circunstancia, resulta útil para identificar desde hoy la capacidad política para construir consenso. 

No sobra recordar que esa capacidad se ejerció entonces en medio de un antagonismo político y una polarización social que escalaban cada día, manifiestos no solo en el debate ideológico, sino en la guerra real en curso, que poco se compara con el zipizape de las redes y la confrontación simbólica que algunos llaman hoy una especie de guerra.

Si de construir consenso se trata, entre las características de aquel liderazgo se me ocurre un puñado, que apunto sin orden de prelación. 

Una de ellas es la convocatoria que rebasa la esfera de los convencidos, mediante una prédica que busca incluir a todo el que no esté irremisiblemente en contra. Nada de lo que la Revolución se proponía o de lo que construyó ha sido obra solo de los revolucionarios. Ninguna de las conquistas del socialismo pertenece en exclusiva a los socialistas. Reconocerlo así no es un gesto bonito o magnánimo, sino el sentido mismo de una política que dice representar a la Nación. Ahí está el detalle, diría Mario Moreno.  

Otra característica es la capacidad para convencer y conseguir reconocimiento y apoyo, es decir, seguidores, motivados por lo nuevo, por intereses diversos, propios y ajenos, pero sobre todo por la expectativa de lo nuevo, que no tiene sentido si no es porque va a ser mejor. Incomparablemente mejor. 

Luego, interactuar con la cultura heredada, lidiar con la tradición, pero innovándola de manera creativa, sin trasplantes traídos por los pelos. Un diálogo político con el pasado no puede tomarse por un libro de historia, pero, si es original, en vez de un sonsonete de lugares comunes y frases hechas, convierte a la historia en parte del presente. Porque la historia como efemérides, o como historia de las ideas, antes o después de 1959, no es más que una disertación aburrida. Y falsa. 

La Revolución solo puede pensarse hacia adelante. Ello implica reinterpretar el pasado para interpretar el presente, e imaginar el futuro, pero no mirándolo por el espejo retrovisor. Nada anterior es más importante. Reemplazar la falta de imaginación por la razón tecnocrática, por mucho que esta prometa y parezca rigurosa, es un esfuerzo inútil para fomentar el consenso y representarse ese futuro. La razón revolucionaria no construyó el futuro como un momento remoto, sino como algo que se iba a poder tocar con la mano. La lucha por una vida más justa y plena no estaba en un viaje a otra galaxia. O no por mucho tiempo.

Los valores nuevos no son un fin en sí mismo, que la política pueda fabricar, sino que se derivan de la práctica social. Sin participación no hay pertenencia, y sin pertenencia, los valores nuevos son una abstracción, limitada a calcar el pasado, o más bien, el espectro del pasado. Digamos, la imagen de una antorcha que otros encendieron, y que se lleva adelante, por una ruta ya trazada por los ancestros, como en el Antiguo Testamento. En el sentido de fomentar valores, el significado político de esa antorcha radica en fabricarla a la medida de los nuevos tiempos, encenderla y correr con ella de manera diferente, y por rutas que se descubrirán.

Last, but not least, el éxito o la frustración de una política dirigida a fomentar el consenso depende de un ingrediente clave: la imaginación, sin la cual no hay política revolucionaria. Tampoco política económica, por cierto. 

A todas estas, ¿qué rayos es el consenso? ¿Lo contrario del disentimiento? ¿De la disidencia? ¿De qué sirve toda esa evocación histórica sobre tiempos remotos para entender lo que le pasa ahora mismo al consenso? ¿Cómo se relacionan ese pasado y los estilos de liderazgo con las características y condiciones de reproducción de la cultura política en Cuba? ¿Con la política a secas? ¿Cuántas áreas de problemas pudiéramos distinguir en esa interacción? Se me ocurren siete, que trataré en el próximo texto.

II

Hace unos años, escribí una “Carta a un joven que se va” (12 de junio, 2012) y la mandé a La Joven Cuba. En ese momento, no conocía a ninguno de sus editores, todos menores de 30 años, y solo sabía que el blog rescataba la herencia intelectual de la izquierda cubana. Aunque era larga para un blog, dijeron que les gustaba y la iban a publicar. Esa experiencia, la primera que tuve con las redes, me enseñó algunas cosas sobre consenso y disenso.

En unas 12 horas, se acumularon más de cien comentarios de todos los colores. Casi a la medianoche, descubrí que, entre los más furiosos, había un puñado que lo había estado haciendo sin parar desde por la mañana, y saturaban el espacio del debate. Los propios editores de LJC les habían estado respondiendo, pero seguían ahí. Una amiga experta me explicó luego que eran los trolls. Ella me recomendó que no contestara a aquella sarta de invectivas. Luego aparecieron reacciones más interesantes, en otro tono.

Una estaba escrita, aparentemente, por un pariente desconocido de mis amigos Pedro y Ricardo Monreal, que se decía radicado en la playa de Pomorie. Aquel joven cubano bulgarizado se refería a acontecimientos remotos como si los hubiera vivido, y escribía con la habilidad de un periodista de vasta experiencia. Otro experto en redes me sugirió que quizás fuera el heterónimo de un escritor conocido, pero no le hice mucho caso, porque la teoría de la conspiración me ha dado siempre de cara, como decía mi madre. Finalmente, meses después, un joven de nombre verificable respondió con un texto más bien largo, que tuvo un efecto de rebote sobre mi carta.

Aunque me confrontaba, pude entender que la carta era para él más bien un pretexto, eso que llamamos “cogerla de material de estudio” para su propia andanada de juicios críticos, muchos de los cuales me parecieron muy razonables, y algunos hasta ilustrativos de mis propios argumentos. Al final, cerraba diciendo que no regresaría a Cuba hasta tanto no se restableciera una democracia como la que él disfrutaba en el país europeo donde vivía. Además de poner mi carta en el candelero, como tiro al blanco, y de las lecciones aprendidas sobre la construcción del consenso y el disenso en las redes, la popularidad de su post tuvo para mí dos efectos posteriores, que quiero comentar desde la ventaja de los años pasados.

El primero fue que, gracias a ese rebote, alcancé lectores nuevos, también en el gobierno. Esa dinámica me enseñó algo sobre el seguimiento al consenso y al disenso desde arriba; y tuvo incluso cierta utilidad para algunas de mis investigaciones posteriores. El segundo fue igualmente aleccionador, y podría decir, fascinante. El hecho es que, un tiempo después, el joven de marras decidió regresar e iniciar un negocio familiar, aprovechando el modesto espacio abierto por las reformas, y aunque seguía allá, también estaba aquí. Confieso que me sentí contento al comprobar que la vida seguía siendo más rica y llena de escenarios imprevistos, sobre todo cuando uno no maneja mirando siempre el espejo retrovisor.

En la primera parte de este artículo terminaba preguntando qué era el consenso, cómo se relacionaba con el disenso y la disidencia, y hasta qué punto el pasado perfecto de los años primeros de la Revolución se relacionaba con una cultura política que nos ha seguido acompañando, con sus condiciones de reproducción, y con la política a secas. Desde esa mirada retrospectiva, volvía al presente, para sugerir siete áreas de problemas que podrían captar la interacción entre estos procesos y nuestra cultura política.

Como aprenden temprano cualquier estudiante de ciencia política y los buenos dirigentes, consenso y disentimiento no se excluyen; se implican. El arte de construir consenso es, en buena medida, el de lidiar con el disentimiento. La noción de que la unanimidad resultaba engañosa empezó a aparecer en el discurso gubernamental desde los debates de la Rectificación (1986-1990). Mucho antes, sin embargo, esa fábrica incesante de la imaginación política que es el habla había creado el neologismo “sinflictivo”, antónimo popular del término “conflictivo”, con el que se designaba a los que disentían frecuentemente en las asambleas o confrontaban con los jefes. El sinflictivo era ese unánime engañoso, que el discurso eventualmente acabaría emplazando entre los problemas a rectificar, como “unanimismo”. Aunque algunos observadores han hecho notar que es más probable ser objetado por “conflictivo”, “problemático” y “criterioso” que por «sinflictivo» ortodoxo o dogmático, el peso de aquellos debates lejanos en la legitimación del disentimiento no fue despreciable. 

En cualquier caso, si del consenso se trata, podría argumentarse que el de los años que corren está atravesado por el disentimiento quizás como nunca antes, al punto de que el discurso político lo ha naturalizado. Raúl Castro, por ejemplo, ha señalado que los dirigentes deben razonar “con argumentos sólidos, sin creerse dueños absolutos de la verdad; que sepan escuchar aunque no agrade lo que algunos digan; que valoren con mente abierta los criterios de los demás”. Sostiene que deben ser capaces de “fomentar la discusión franca y no ver en la discrepancia un problema sino la fuente de las mejores soluciones”, pues “la unanimidad absoluta generalmente es ficticia y por tanto dañina”.

Volviendo a nuestras siete áreas de problemas, la primera de todas es la que recoge las nuevas visiones sobre el socialismo que predominan hoy, en contraste con las existentes en los años iniciales, los 70 y 80. Esas nuevas visiones se arraigan en una sociedad más diferenciada, que se gestó, según han demostrado las investigaciones sociológicas desde los años anteriores al periodo especial, por el propio desarrollo social que el sistema generó. Como es lógico, la cultura política que ha acompañado este desarrollo, formada por creencias y comportamientos sociales diversos, no consiste solo en bipolaridades ideológicas, como antaño, sino en un proceso social más complejo y contradictorio. Son esas relaciones sociales cambiantes las que construyen un mapa más heterogéneo y un consenso con una estructura más diferenciada. De esa sociedad surge la demanda de un socialismo próspero, sostenible, soberano y democrático, no de una imposición de arriba.  

La segunda área o característica del nuevo entorno es la desconcentración en la reproducción de las ideas. En una sociedad con más alto nivel de escolaridad, expuesta a una educación política desde los niveles inferiores, y a una matriz cultural como la apuntada, las ideas políticas ya no irradian de un solo centro, institución o liderazgo. Es decir, que los resonadores ideológicos —no solo los de capitalismo-socialismo, sino los de la ideología socialista propiamente dicha— vibran en focos y espacios sociales diversos. Por ejemplo, la producción artística e intelectual.

En tercer lugar, la cultura socialista experimenta una nueva pluralidad. Según se sabe, el socialismo y el proyecto de la Revolución fueron impugnados desde el principio por una oposición anticomunista. En su defensa, las fuerzas políticas revolucionarias no tuvieron otra opción de sobrevivencia, por encima de sus diferencias, que la unificación orgánica, para poder enfrentar la santa alianza de esa oposición y los EEUU, en un bloque de hostilidad formidable. Sería difícil exagerar el efecto centrípeto de ese conflicto sobre la pluralidad del bloque revolucionario.

En cambio, 30 años después, el auge de debate crítico suscitado por el proceso de rectificación, la huella psicológica de la debacle del socialismo en Europa oriental, y la emergencia de nuevas relaciones entre la sociedad civil y el Estado, en medio de la crisis de los años 90, propiciaron una nueva pluralidad dentro de esa cultura política de izquierda. Como ejemplo al canto bastan las expresiones de disentimiento manifiestas en los debates y las consultas ciudadanas de los últimos años.

En cuarto lugar, el pensamiento y la cultura política del socialismo han dejado de expresarse hoy en un breviario único de tesis compartidas, como solía ocurrir hace más de 30 años. Muchos de los que se identifican como revolucionarios, socialistas o comunistas resuenan con ideas diferentes. De hecho, se puede constatar que la interacción entre unas maneras de pensar y otras no siempre se desenvuelve en un clima de diálogo apacible, sino que a veces se vuelve incandescente. Los déficits en la cultura del debate que estas broncas revelan corresponden, de cierta manera, con políticas que procuran avanzar en un terreno ignoto, el de la búsqueda de otro socialismo. Cada corriente se arroga saber cuál es y cómo se hace.  

La quinta área se refiere a la naturaleza de esas contradicciones, dentro de un proceso de transición como el que se vive. ¿Se trata de conflictos evitables o tienen una índole estructural? ¿Expresan las naturales diferencias entre concepciones distintas que siempre han convivido bajo una unicidad institucional monolítica solo en apariencia? ¿Es deseable y viable que una política inteligente y moderadora las amortigüe? ¿Reflejan el tipo de consenso exigido para maniobrar con eficacia y capacidad de respuesta rápida en una circunstancia de mayor vulnerabilidad relativa? ¿O más bien exponen a ese consenso al peligro de desgarrarse? ¿Cuál es el equilibrio óptimo entre consenso y disentimiento?

Hace unos días, un amigo me ponía como ejemplo la película Los dos papas. ¿Es más débil la Iglesia por dar cabida en su seno a corrientes tan diferentes como las que representan Ratzinger y Bergoglio? ¿O expresa la ecuación de una transición encaminada a un nuevo orden, aún indeterminado, y cuya incertidumbre nos rodea?

La sexta área implica una pregunta que no tiene nada de académica, aunque a algunos les parezca que sí: ¿en qué medida el sentido de la historia y del momento en que vivimos pasa por mirar el pasado de otra manera? Desde la reconstrucción de nuestros conflictos internos hasta la comprensión del que nos ata íntimamente a los EEUU; desde el uso de los medios de la cultura para defender la soberanía nacional hasta la aplicación de la teoría de la conspiración a todo lo que procede del Norte —incluidas las aves migratorias— la inteligencia sobre el pasado, y su significación para el presente, están sobredeterminadas rigurosamente por nuestro conocimiento. En la era de la google-ización del saber, la línea entre investigar y editorializar la historia se puede hacer más tenue e imperceptible de lo que solía ser en la era Gutenberg y la erudición analógica. De esa historia depende que se construya el presente con sentido del momento histórico, o con el de una defensa siciliana. Y que así mismo se imagine el futuro.  

Por último, a propósito de Internet, la séptima área nos trae una nueva geopolítica que, como ocurre con la cultura cívica, ha dejado atrás ciertas divisiones heredadas por las generaciones aún vivas. Por ejemplo, la de las representaciones topológicas que separaban la realidad circundante en “dentro” y “fuera”. Todo lo que ocurre en el mundo real, y circula a su manera en las redes, está adentro y afuera al mismo tiempo. Esto no significa, como afirman algunos entusiastas de la realidad virtual y los universos simbólicos, que vivimos en un mundo donde todo está en cualquier parte, los Estados naciones se esfuman, el sentido de lo territorial se borra, andamos por ahí con identidades trasnacionales, etc. Pero sí que la política nacional y la internacional están cada vez más interconectadas y son mutuamente dependientes. 

Si el disentimiento es estructural al consenso y la cultura cívica; si, aunque algunos no parezcan haberse enterado, ha sido naturalizado por el discurso político; si, además del arte y la literatura que se producen dentro de la Isla, la sociedad civil cubana lo ejerce a toda hora y en todas partes, ¿cuál es el lugar de la oposición en el campo real de esa sociedad y en el de su política cotidiana? ¿Qué es la disidencia, cuál es su naturaleza, su estilo político, sus maneras, aquí y ahora? ¿Son los que promueven el diálogo, la reconciliación nacional y el consenso democrático? ¿Los que encarnan la pluralidad saludable de la que hablan los obispos católicos?  ¿Los antípodas de los “autorizados” los “oficialistas”, los acomodados y silenciosos? ¿Son los “desautorizados” de siempre, los que expresan el fondo de una cultura criolla irreverente y genuina, como Rialta, aquel personaje de Paradiso, la novela de Lezama? ¿Podrían identificarse como una oposición leal? Esperemos a que pase la inauguración del nuevo gobierno en EEUU, para acercarnos al tema de modo ecuánime y razonable.


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