Por Raúl Roa Kourí, Segunda Cita
Se afirma que el pasado fue un siglo corto. Los cambios producidos en el mundo en diversos órdenes: las revoluciones sociales en México, Rusia, China, Cuba y Vietnam; las dos guerras mundiales y la nueva división del planeta en campos antagónicos (“socialista” y capitalista) resultante de la victoria aliada sobre el nazi fascismo, con el predominio de Estados Unidos, que emergió de la contienda como la principal potencia imperialista; la teoría de la relatividad de Einstein, que transformó de manera raigal nuestros conocimientos de la física e influyó en las otras ciencias; los avances en la biología molecular y la genética, con el subsiguiente desarrollo de la biotecnología y su aplicación a la medicina, la veterinaria, la agricultura y la botánica; los descubrimientos en el campo de la astrofísica, las teorías del big bang y de las cuerdas, que dieron lugar a una nueva comprensión del universo y al inicio de la conquista del espacio; la revolución tecnológica, sobre todo en el terreno de las comunicaciones y la informática (las nuevas tics), que estimuló la concentración del capital en un grupo de países desarrollados (entre los cuales: Estados Unidos, Canadá, la Unión europea, Rusia, Japón y Australia) y en el seno de estos, entre muchos otros factores, aceleraron el proceso de mundialización (o globalización) que había adquirido nuevos bríos a raíz de los “descubrimientos” y conquistas del siglo XV.
Todo ello, unido a la desaparición del colonialismo clásico y el infamante régimen del apartheid en Sudáfrica, al surgimiento de numerosos países independientes en África, Asia y América Latina y el Caribe, y a la explosión demográfica, que dobló la población del orbe, justifican el aserto de Eric Hobsbawm y de otros científicos sociales contemporáneos respecto a la “brevedad” del siglo XX.
En efecto, no hay otro período histórico tan convulso ni en el que hayan ocurrido cambios socioeconómicos tan radicales y profundos, como en el siglo pasado, llamado también “siglo de las utopías”, a mi juicio erróneamente puesto que aparte de la “utopía” socialista o comunista, (ni el nazismo ni el fascismo, ambos corrientes irracionales y reaccionarias son utópicos, en el sentido que le doy al concepto) no hay otro válido: el pensamiento utópico precede a Platón, pasa por San Agustín, Tomás Moro, Saint-Simon y otros, hasta Marx y Engels quienes, armados de un método científico, el materialismo histórico y dialéctico, analizaron con gran acierto la sociedad capitalista de su época y concluyeron que el proletariado era la clase social llamada a liberar al hombre de su lobo el hombre, y al mundo de la opresión del capital, creando una sociedad en que “el libre desenvolvimiento de cada uno sea la condición del libre desenvolvimiento de los demás”.
Desde que se forjó la sociedad de clases, toda la teoría político social enderezada a cambiarla de base ha sido, en cierto modo, utopista. Y aunque no se trata (en los revolucionarios marxistas) de buscar las soluciones fuera del topus uranus o en una ilusoria civitas Dei, sino en esta tierra que habitamos, la fundación de una sociedad sin explotadores ni explotados, basada en la justicia social, que exige de cada quien contribuir según su capacidad y le retribuye según su trabajo (en el comunismo, según sus necesidades), no deja de resultar utópica, empero factible.
En realidad, ninguna de las revoluciones sociales mencionadas ha logrado “construir el socialismo” –aunque ese no fuera para Marx el objetivo de la revolución, pues pensó el socialismo como una etapa en la edificación de la sociedad comunista y no como una formación social en sí– y, mucho menos, el comunismo.
Si aquel presupone la destrucción de la vieja sociedad y la construcción de otra sobre bases muy diferentes, presupone asimismo que la sociedad reemplazada posea un alto nivel de desarrollo económico, industrial, social y cultural, como eran la Inglaterra, la Alemania o la Francia del siglo XIX y, para nada, la Rusia de 1917, atrasada, feudal, de escaso desarrollo industrial y, por ende, con una relativamente pequeña clase obrera, de masas empobrecidas e ignorantes, donde Vladimir I. Lenin y el Partido Comunista (bolchevique), contra la opinión establecida, hicieron la primera revolución socialista.
La violencia fue, una vez más, partera de la historia. Pero no me refiero sólo a la violencia armada; también se violentaron las condiciones que, según Marx y Engels, eran necesarias para edificar una sociedad comunista, tras una etapa socialista cuya duración nunca precisaron, pero debía bastar para sustituir las bases de la sociedad burguesa, su superestructura jurídico-política y erradicar las diferencias de clases, lo que daría paso a la progresiva extinción del Estado y al comunismo.
La genialidad de Lenin consistió en identificar a Rusia como “el eslabón más débil de la cadena imperialista” y percatarse de que era posible allí hacer una revolución socialista, comunista. (Lo mismo ocurrió en Cuba, donde Fidel Castro, contra todo lo que entonces se tenía por cierto, hizo una revolución contra el ejército y las otras fuerzas armadas de la dictadura, y derrotó a los testaferros criollos del imperio en su propio “traspatio”, estableciendo el primer país que construye el socialismo en el hemisferio occidental).
Un aspecto fundamental, que sin embargo no se tuvo bastante en cuenta, es que la nueva sociedad difícilmente podía existir sola en el mundo; de hecho, requería el surgimiento de revoluciones sociales en Alemania, Inglaterra y Francia, que fungirían como locomotoras del cambio social en Europa, conditio sine qua non para crear el sistema-mundo comunista que sustituiría al burgués-capitalista. El socialismo (comunismo) tiene que ser por fuerza un sistema mundial, como lo es el capitalismo; un país solo, o un pequeño grupo de países (v. g., el llamado “campo socialista europeo”) no pueden subsistir como tales en un mundo donde predomine el sistema capitalista imperialista burgués; entre otras cosas, porque el intercambio económico, comercial, financiero y cultural entrambos termina impidiendo, por inevitable contaminación, un genuino desarrollo socialista (comunista).
Al no ocurrir la revolución en ninguno de los países desarrollados de Europa, como esperaba Lenin y requería la naciente URSS, se vio obligado –en medio a la tremenda batalla contra los ejércitos de la coalición capitalista antisoviética y la contrarrevolución interna, que colocó al país, ya desangrado por la primera guerra mundial, en situación asaz crítica– a implantar la Nueva Política Económica (NEP, por sus siglas en ruso), reintroduciendo, con vistas a fomentar la producción y la productividad del trabajo, mecanismos capitalistas en la economía y sociedad rusas, que no dejaron de marcarlas negativamente, desde el punto de vista de la teoría marxista (i. e., libre de rémoras capitalistas.).
Peor fue el intento de N. S. Jruschov de construir el socialismo a través de reformas económicas basadas en patrones capitalistas que, por supuesto, servían sólo para reproducir el capitalismo y no para desarrollar el socialismo. En la URSS, como luego en China y Vietnam, se estableció el socialismo de Estado, en la primera, bajo la máscara del sedicente “socialismo real”. En el prólogo a un “Informe sobre las reformas económicas en los países socialistas”, que elaboré por indicaciones de Carlos Rafael Rodríguez con motivo del viaje a estos por Fidel Castro en 1974, y que apareció sin mi firma, como un “trabajo colectivo” de la Secretaría Permanente para Asuntos del CAME, que yo dirigía, escribí exactamente eso (que servían para reproducir el capitalismo). Empero, se suprimió también el prólogo, a fin de que “dejáramos a Fidel sacar sus propias conclusiones”.
A la muerte del líder revolucionario, en 1924, Stalin se encargó no sólo de eliminar a la mayoría de los compañeros de Lenin, incluido León Trotsky, Comisario fundador del Ejército Rojo y brillante ideólogo –asesinado en México por su hit-man Ramón Mercader, en 1940– así como a miles de otros revolucionarios (sacó del juego, de una u otra forma, a dieciocho de los veintisiete miembros del Buró Político elegidos en el último congreso presidido por Lenin y eliminó a casi el ochenta por ciento de los miembros del Comité Central elegidos en 1934) sino de generalizar el “terror rojo”, responsable del exterminio de millones de campesinos, pequeño burgueses, intelectuales, remanentes de las capas sociales de la antigua sociedad, amén de cualquier “sospechoso” de actividades “antipartido y antisoviéticas”.
A la vez, fortalecía su control sobre el Partido y el Estado, estableciendo un ordenamiento social que Fernando de los Ríos calificó, con acierto, de “césaropapismo”, por su semejanza con el antiguo imperio romano de Oriente, en el que César y Pontífice Máximo eran una y la misma cosa: el único y absoluto mandante. (Stalin lo fue, en su doble condición de Jefe del Gobierno y del Partido.)
El resultado poco tenía que ver con el socialismo, como lo entendieron sus precursores, y hasta el propio fundador del primer Estado de obreros y campesinos, V. I. Lenin y, en realidad, condujo al establecimiento de un régimen burocrático, dictatorial, en el cual el poder del pueblo brilló por su ausencia y en el que florecieron las desigualdades, el cinismo, la corruptela y la doble moral. Quienes, como yo en los años cincuenta, leímos la crítica de Milovan Djilas al titoísmo en su libro La Nueva clase, pudimos darnos cuenta – al conocer los países “socialistas” de Europa del Este y la URSS, incluida Yugoslavia– de que no se trataba en verdad de una “clase social” (en el sentido marxista) sino de una casta (los apparatchiki), integrada por los dirigentes y altos funcionarios del Partido y el Estado.
En épocas de Stalin, por ejemplo, los miembros del Buró Político habitaban mansiones construidas al efecto en las Colinas de Lenin (Jruschov les dio luego amplios apartamentos en edificios especiales y destinó aquéllas al Protocolo de Estado); siempre compraron en tiendas exclusivas, anexas al GUM (Gozudarstvennyi universalnyi magazin), a las que el ciudadano común no tenía acceso, sus alimentos, ropa y todo género de productos, incluso importados, pagándolos en rublos y no en divisas, como era lo normal en las tiendas recuperadoras de moneda convertible, llamadas Beriozhka.
Esa deformación del socialismo, que convirtió la etapa de tránsito al comunismo en algo que no tenía fecha de conclusión y se autoproclamó “socialismo real”, propició también el surgimiento de aspectos muy negativos, que terminaron socavando las bases de la Revolución de Octubre: la corrupción personal, el carrerismo y el oportunismo se generalizaron, convirtiéndose en medios para escalar posiciones en el Estado y el Partido, obtener mejores salarios y viviendas, autos y otros bienes materiales.
No se trata de negar los logros de la Revolución de Octubre, cosa siempre de moda entre los intelectuales de derecha y ahora entre los “comunistas desencantados” de toda latitud y procedencia; baste recordar que transformó a Rusia, de vagón trasero del capitalismo europeo, en “superpotencia” mundial, la primera que envió un hombre al cosmos. Tampoco se pueden desconocer avances indiscutibles en diversas esferas de la investigación científica; en la creación, a pesar de todo, de una sociedad mucho más justa que la precedente y con bastante igualdad, así como niveles aceptables de educación (algunas universidades e institutos alcanzaron resultados de excelencia) y de salud pública, aunque de una calidad ostensiblemente desigual, según los centros y lugares en que se brindara la atención médica.
No obstante, conocidas carencias, en particular en cuanto a la libertad de expresión política, literaria y cultural, más la ausencia de una verdadera democracia socialista en que el pueblo participara en las decisiones, tuvieron un efecto deletéreo a largo plazo, comprometiendo el desarrollo mismo de la nueva sociedad.
No es lícito, por otra parte, desconocer la ayuda que la URSS brindó a los pueblos africanos y asiáticos en su lucha de liberación nacional y tras la independencia (no siempre sobre bases justas, como advirtió Che en Argel, en 1965, al referirse al carácter desigual del intercambio comercial entre los países del campo socialista y el Tercer Mundo). Ni que el hecho de ser una superpotencia de signo contrario al capitalismo, contribuyó, dados su poderío político y militar, al equilibrio en las relaciones internacionales frenando, en ocasiones, la política imperialista y aventurera estadounidense y, durante la crisis en torno al Canal de Suez, el belicismo franco-británico.
La revolución rusa significó, a no dudarlo, un paso adelante en la vida de la humanidad, pero hacer una valoración de sus logros y defectos es harto complejo. Si en el orden social representó el intento mayúsculo de crear la primera sociedad de la historia sin explotadores ni explotados, en los órdenes político y social sus resultados fueron menos satisfactorios. La Unión Soviética no fue en absoluto el “paraíso de los trabajadores” de la propaganda estalinista: recuérdense nomás los gulags y campos de trabajo forzado en Siberia y otros parajes remotos.
Junto a luces evidentes, hay que incluir las densas sombras de la represión política, la colectivización forzosa, la aniquilación de la democracia y el debate libre, no sólo en la sociedad (se argüía que la crítica podía ser utilizada por el enemigo en perjuicio del Estado naciente) sino en el mismo Partido, lo que trajo como consecuencia, entre otras cosas igual de graves, la esterilidad del pensamiento revolucionario y el aborregamiento de la sociedad.
Manchones imborrables fueron, también, la satelización de Europa oriental, a cuyos países (RDA, Checoslovaquia, Hungría, Polonia, Rumania, y Bulgaria) impuso la URSS el “socialismo” manu militari tras la victoria sobre el hitlerismo, con los efectos desastrosos que sabemos; y la supeditación del movimiento comunista y obrero internacional a sus intereses estatales, entre otros “desaguisados”, por usar un eufemismo.
Lo imperdonable, sin embargo, fue crear y difundir la patraña de que el “socialismo real” era el socialismo, y no su grotesca caricatura; subordinar la “revolución mundial” a los intereses nacionales de la URSS; convertir ésta en otra suerte de “imperio”, que aplastó por la fuerza todo intento de cambio en su redil europeo (Hungría, Checoslovaquia, RDA) y hasta asiático (Afganistán), con independencia de que, en algún caso, se tratara de coartar un posible retorno al capitalismo y, en otros, de acallar todo reclamo de independencia, aunque no fuera estrictamente anti-socialista.
La gerontocracia que terminó gobernando el país de los soviets fue incapaz de transformar el Estado-Partido burocrático creado por Stalin y sus seguidores quienes, tras el breve interludio de Nikita S. Jruschov y los vientos refrescantes del XX Congreso del PCUS en 1956, se hicieron una vez más de las riendas del poder (de donde, valga aclararlo, nunca se separó a la mayoría) y condujeron a la URSS a una desenfrenada carrera armamentista, en competencia imposible con los Estados Unidos, lo cual contribuyó a su ruina económica; y, por último, a la intervención militar en Afganistán, guerra injusta que culminó en la derrota humillante de sus tropas y fue denunciada de manera casi unánime por la comunidad internacional. (Nuestro gobierno, por cierto, se negó a condenarla, aun cuando la considerábamos un serio error; la razón, como expresé entonces a la Asamblea General de la ONU, era que: “Cuba jamás llevará agua al molino del imperialismo”).
Los esfuerzos tardíos de Mijaíl Gorbachov por corregir el rumbo (si en verdad quería corregirlo y no hundir lo poco que restaba de los sueños de Octubre, cosa no improbable, a la luz de sus declaraciones posteriores) resultaron vanos: no era dable realizar a un mismo tiempo los radicales cambios políticos y económicos requeridos. La reconstrucción de la economía sobre bases de veras socialistas (perestroika) y la democratización del Estado, el Partido y la sociedad (apodada glassnost, o sea, transparencia) solo eran factibles si se emprendían por separado, paso a paso. Intentando hacerlo al unísono, Gorbachov –como expresó Fidel– “sacó al genio de la botella, pero no pudo meterlo de nuevo”.
Lo ocurrido en los países de Europa oriental después del tan cacareado “derrumbe” del muro de Berlín, no deja lugar a dudas en cuanto a la endeblez política del “socialismo real” (independientemente de que a ello haya contribuido bastante la actividad enemiga); tampoco las deja el desmoronamiento de la Unión Soviética: el “socialismo en realidad existente” (en ruso, sushustvúyushi sotsialism) desapareció de la faz de la Tierra sin que se disparase un solo tiro, cual frágil castillo de arena.
Las bregas y anhelos de millones de comunistas, hombres y mujeres de bien, terminaron de esfumarse con la irrupción del “capitalismo salvaje” en la patria de Lenin. Esto, sin embargo, no fue el fin de la historia, como afirmaron los epígonos y pseudofilósofos del imperio: un verdadero socialismo sigue siendo no sólo posible sino necesario, pues el capitalismo, como el “socialismo real”, ha demostrado ser incapaz de resolver los acuciantes problemas que enfrenta la humanidad.
Comentario HHC: Un buen resumido de la historia, pero polémico, incompleto y en
ocasiones parcializado artículo que sirve no obstante para el intercambio de
criterios, y dar cabida a lo que debe ser un análisis permanente a lo
interno. Solo decir breves palabras.
El desarrollo económico y social de la URSS , a
pesar de los errores de Stalin ( por cierto que Lenin, en su lecho de muerte, no recomendó para sustituirlo),
es innegable, excepto China en las últimas décadas , ningún país en el mundo se
desarrolló de modo tan acelerado y POR SI MISMO, como la
extinta Unión Soviética.
Gorbachov no encontró la URSS al llegar
al poder, en peores condiciones que cuando Stalin , a pesar de su
"limpia" al ejército rojo antes de la 2da Guerra Mundial , tuvo al ejército
nazi a 30 km de Moscú con la Operación Barbarroja, y estuvieron casi dos años a
la defensiva hasta que empezaron a remontar la guerra en el arco de Kursk y vencieron a las hordas fascista un dia como hoy. Gorbachov no impidió y si destruyo conscientemente todo lo que se había avanzado en la
URSS a pesar de los errores, que en mi opinión el principal es la concentración
de poder en una persona, y el culto como causi religión de la
personalidad de los líderes. El Socialismo tiene que edificarse, lograrse como
resultado de la dirección colectiva, esa es su gran ventaja sobre el
capitalismo.
En última instancia, los errores del
capitalismo y su sociedad, con un por ciento importante de pobreza de la
población, en la mayoría de los países capitalistas de este mundo, por decenas
de años y algunos centenares, unido a flagelos como la droga y sus carteles, el
paramilitarismo, la corrupción, etc como consecuencia, y donde de facto no hay
democracia alguna ( entendiendo esta como el poder del pueblo en las decisiones
fundamentales), existirían las causas y condiciones para que desaparecieran con
más razón que la URSS , y ahí están.
El autor, se da loas a sí mismo, de
haber realizado el informe de 1974, que hoy reclama su autoría,
innecesario. Lo que, si le quedo pendiente, porque no lo aborda o no
quiso hacerlo, es cuánto de los errores que le atribuye a la URSS están reproducidos
hoy en Cuba, eso es lo importante. Aunque hay una crítica velada cuando
afirma " Stalin lo fue, en su doble condición de Jefe del Gobierno y
del Partido".
Menciona innecesariamente también, el
ataque a Afganistán por las tropas soviéticas, y se da otra vez loas: "(Nuestro
gobierno, por cierto, se negó a condenarla, aun cuando la considerábamos un
serio error; la razón, como expresé entonces a la Asamblea
General de la ONU, era que: “Cuba jamás llevará agua al molino del imperialismo)”.
Sin embargo, el problema fundamental era que Cuba en ese entonces ostentaba la
Presidencia de los Países No Alineados, y los países miembros si exigían una
condena de la agresión a un pais que si pertenecía a la organización, y esta no fue la misma después de eso, amén de la desaparición del bloque socialista.
Lo importante es profundizar en las vías
demostradas eficaces de la edificación de la sociedad más humana y eficiente,
que debe ser el socialismo. No hay que autoflagelarnos porque el capitalismo no
lo hace, solo debemos corregir los errores demostrados. Y ante el argumento de perseguir el bienestar de todos y cada uno de
nuestros ciudadanos, no hay otra aspiración plausible digna para los seres humanos.
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