Fidel


"Peor que los peligros del error son los peligros del silencio." ""Creo que mientras más critica exista dentro del socialismo,eso es lo mejor" Fidel Castro Ruz

jueves, 31 de marzo de 2022

La Economía del bien común (II)

Por Jean Tirole,  Nobel de Economía 2014.

CAPÍTULO 1

¿LE GUSTA LA ECONOMÍA?

A no ser que sea economista de formación o de profesión, es muy probable que le intrigue la economía (en caso contrario, no estaría usted leyendo estas páginas), pero de ahí a gustarle... Sin duda, considera el discurso económico abstruso y poco intuitivo, por no decir antiintuitivo. En este capítulo pretendo explicar por qué es así, describiendo algunos sesgos cognitivos que a veces nos juegan malas pasadas cuando abordamos los temas económicos y aportando algunas pistas para lograr una mayor difusión de la cultura económica.

Pues la economía, que nos afecta a todos en nuestro día a día, no es propiedad exclusiva de los expertos; es accesible siempre que se sepa ver más allá de las apariencias. Y es apasionante una vez que se han identificado y superado los primeros obstáculos.

I. ¿QUÉ DIFICULTA NUESTRA COMPRENSIÓN DE LA ECONOMÍA?

Los psicólogos y los filósofos se han interesado desde siempre en los resortes que se ponen en marcha a la hora de formarnos nuestras creencias. Existen numerosos sesgos cognitivos que nos ayudan (lo que explica sin duda su existencia) y nos perjudican a la vez. A lo largo de este libro nos encontraremos con ellos y afectarán a nuestra comprensión de los fenómenos económicos y a nuestra visión de la sociedad. En pocas palabras: está lo que vemos, o queremos ver, y la realidad.

Creemos lo que queremos creer y vemos lo que queremos ver 

Con frecuencia, creemos lo que queremos creer y no lo que la evidencia nos llevaría a creer. Como han señalado pensadores tan diversos como Platón, Adam Smith o el gran psicólogo estadounidense del siglo XIX William James, la formación y la revisión de nuestras creencias sirven también para consolidar la imagen que deseamos tener de nosotros mismos o del mundo que nos rodea. Y la suma de esas creencias a escala nacional determina sus políticas económicas, sociales, científicas o geopolíticas.

No solo sufrimos sesgos cognitivos, sino que, además, con frecuencia los buscamos. Interpretamos los hechos a través del prisma de nuestras creencias, leemos los periódicos y buscamos la compañía de personas que nos confirman en nuestras creencias y, por tanto, nos empecinamos en ellas, ya sean correctas o erróneas. Cuando Dan Kahan, profesor de Derecho de la Universidad de Yale, presentó a un grupo de individuos una serie de pruebas científicas sobre el factor antrópico (es decir, ligado a la influencia del hombre) en el calentamiento global, observó que los estadounidenses que votan demócrata estaban después aún más convencidos de la necesidad de actuar contra el cambio climático, mientras que numerosos republicanos, a los que se habían presentado los mismos datos, se sentían aún más confirmados en su escepticismo[4]. Y lo más asombroso es que no se trata de un problema de cultura o de inteligencia: estadísticamente, el rechazo a enfrentarse a la evidencia estaba al menos tan anclado en los republicanos con una educación superior que en los menos instruidos. Nadie está, pues, al abrigo de ese fenómeno.

El deseo de estar tranquilos respecto al futuro desempeña también un papel importante en la comprensión de los fenómenos económicos (y, en un sentido más amplio, científicos). No queremos oír que la lucha contra el calentamiento global será costosa. De ahí la popularidad en el discurso político del concepto de crecimiento verde, que sugiere que una política medioambiental sería «puro beneficio». Pero, si fuera tan poco costosa, ¿por qué no se ha puesto ya en marcha?

Del mismo modo que queremos creer que los accidentes y las enfermedades solo les ocurren a los demás y no a nosotros o a los nuestros (lo que puede llevar a comportamientos nefastos —a reducir la prudencia al volante o la prevención médica—, aunque también tiene ventajas, pues la despreocupación en este ámbito es beneficiosa en lo que a calidad de vida se refiere), no queremos pensar en la posibilidad de que un estallido de la deuda pública o la quiebra de la seguridad social cuestione la supervivencia de nuestro sistema social, o queremos creer que «alguien» pagará.

Todos soñamos con otro mundo en el que los actores no necesitarían ser incentivados por la ley a tener un comportamiento socialmente responsable, que no contaminarían, que pagarían sus impuestos voluntariamente o que conducirían con prudencia, aunque no hubiera policía. Por ello, los directores de cine (y no únicamente los de Hollywood) conciben sus películas atendiendo a nuestras expectativas; esos happy end nos confirman en la idea de que vivimos en un mundo justo en el que la virtud vence al vicio (lo que el sociólogo Melvin Lerner calificó de «creencia en un mundo justo», belief in a just world[5]).

Los partidos populistas, tanto de derecha como de izquierda, se aprovechan de esta idea de una economía sin obstáculos, y los mensajes que deterioran la imagen de ese cuento de hadas son considerados, en el mejor sentido, generadores de ansiedad y, en el peor, como procedentes de esbirros de los fanáticos del calentamiento climático, de los ideólogos de la austeridad o de los enemigos del género humano, según el caso. Es una de las razones por las que la ciencia económica se denomina con frecuencia ciencia lúgubre (dismal science).

Lo que se ve y lo que no se ve. Primeras impresiones y heurísticas

La enseñanza de la economía se basa a menudo en la teoría de la elección racional. Describe el comportamiento de un agente económico partiendo de una descripción de su objetivo. Ya sea el individuo egoísta o altruista, ávido de ganancia o de reconocimiento social o esté motivado por otra ambición, se supone que actúa en favor de su interés. Una hipótesis a veces demasiado exagerada, y no únicamente porque el individuo no siempre dispone de información suficiente para elegir bien. Víctima de sesgos cognitivos, puede equivocarse cuando evalúa cómo alcanzar su objetivo. Esos sesgos de razonamiento o de percepción son legión. No invalidan la teoría de que la elección racional define las elecciones normativas (es decir, las elecciones que el individuo debería hacer para actuar en favor de su interés), pero explican por qué con frecuencia no hacemos esas elecciones.

Utilizamos las «heurísticas» tan queridas por el psicólogo Daniel Kahneman[6], premio Nobel de Economía 2002, es decir, unos atajos de razonamiento que nos proporcionan un esbozo de respuesta a nuestras preguntas. Esas heurísticas nos son muy útiles con frecuencia, pues nos permiten decidir rápidamente (si nos encontramos frente a frente con un tigre, no siempre disponemos del tiempo necesario para calcular una respuesta óptima...), pero pueden también engañarnos. Pueden tener como vector la emoción, que también es a veces un guía del que uno se puede fiar, pero otras demuestra ser muy poco prudente.

Tomemos un ejemplo heurístico clásico: lo que nos viene a la mente cuando tenemos que decidir o simplemente evaluar. Creer que «siempre suena el teléfono cuando estamos ocupados o duchándonos» es, evidentemente, una trampa que nos juega nuestra memoria: nos acordamos mucho mejor de situaciones de las que hemos echado pestes porque nos han interrumpido nuestra actividad, pues ha quedado grabado en nuestra memoria, que de las veces en que no nos han ocasionado ninguna molestia. Del mismo modo, a todos nos dan miedo los accidentes de aviación y los atentados, pues la prensa los cubre ampliamente, y olvidamos que los accidentes de coche y los homicidios «ordinarios» provocan muchísimas más muertes que esas otras circunstancias, felizmente escasas. Así, desde septiembre de 2001, en Estados Unidos ha habido 200.000 homicidios, de los que únicamente 50 fueron perpetrados por terroristas islámicos estadounidenses[7]; lo que no impide que los actos terroristas se graben en nuestra mente.

La aportación más importante de los trabajos de Kahneman y Tversky es que esas heurísticas nos inducen con frecuencia a error. Los dos psicólogos proporcionan numerosos ejemplos de ese fenómeno, pero uno es especialmente esclarecedor: los estudiantes de Medicina de la Universidad de Harvard cometen errores sustanciales[8] cuando se trata de calcular, ante determinados síntomas, las probabilidades de tener un cáncer. Y se trata de los mejores estudiantes de Medicina de Estados Unidos. De nuevo vemos un ejemplo de distorsión de creencias que no corrige un intelecto muy brillante ni un elevado nivel de instrucción[9].

Del mismo modo, la primera impresión, la atención exclusiva a lo que parece más evidente, nos juega malas pasadas en economía. Nos fijamos en el efecto directo de una política económica, fácilmente comprensible, pero no vamos más allá. La mayoría de las veces no somos conscientes de los fenómenos de incentivación, de sustitución o de aplazamiento intrínsecos al funcionamiento de los mercados; no aprehendemos los problemas en su globalidad. Y las políticas tienen efectos secundarios que pueden fácilmente convertir una política bienintencionada en nociva.

Encontraremos numerosas ilustraciones de este fenómeno a lo largo del libro, pero veamos ahora un ejemplo[10], deliberadamente provocador. Si lo elijo es porque permite ver inmediatamente cómo el sesgo cognitivo puede impedir que se comprenda el efecto de las políticas públicas. Supongamos que una ONG confisca marfil a unos traficantes. Tiene la opción de destruirlo inmediatamente o de revenderlo discretamente en el mercado. Conminados a actuar en caliente, una inmensa mayoría de lectores verían en la segunda hipótesis un comportamiento totalmente censurable. Mi reacción espontánea hubiera sido la misma. Pero detengámonos un poco.

Revender el marfil, además de proporcionar un ingreso que podría servir a la noble causa de la ONG al facilitarle medios para limitar el tráfico (mayor capacidad de detección y de investigación, más vehículos), tiene una consecuencia inmediata: contribuye a bajar el precio del marfil (un poco si lo que se vende es poco, mucho en caso contrario[11]). Los traficantes actúan como muchos otros seres racionales: sopesan las ganancias monetarias de su actividad ilícita y los riesgos de prisión o de lucha contra las fuerzas del orden a que ella los expone; una bajada del precio tendría como consecuencia disuadir a algunos de matar más elefantes. ¿Inmoral? Quizá, pues podría ser que la venta de marfil por una ONG, organización considerada respetable, legitimara el comercio a ojos de los compradores que, en caso contrario, se sentirían un poco culpables por su interés en el marfil. Pero, como mínimo, hay que reflexionar dos veces antes de condenar el comportamiento de la ONG en cuestión. Sobre todo, porque nada impide a la autoridad pública ejercer sus prerrogativas naturales: perseguir a los cazadores furtivos y revendedores de marfil o de cuernos de rinoceronte e informar sobre las normas de comportamiento con el fin de modificarlas.

Este escenario ficticio permite comprender una de las razones fundamentales del fracaso del protocolo de Kioto que, en 1997, prometía ser una etapa clave en la lucha contra el calentamiento global. Expliquémonos. Los efectos de traslación, en el caso del medioambiente, se denominan en la jerga económica «problema de las fugas». Designa el mecanismo por el que la lucha contra las emisiones de gas de efecto invernadero en una región del globo puede no tener impacto, o tenerlo muy escaso, sobre la contaminación mundial. Supongamos, por ejemplo, que Francia reduce su consumo de energías fósiles (fuel, carbón...); en sí constituye un esfuerzo loable y, además, los expertos están de acuerdo en considerar que se necesitará aún mucho más esfuerzo por parte del conjunto de los países si se quiere limitar el aumento de la temperatura a un nivel razonable (de 1,5 a 2 grados centígrados); sin embargo, cuando ahorramos una tonelada de carbón o un barril de gasolina, hacemos bajar el precio del carbón o del petróleo e incentivamos a otros a consumir más en otras partes del mundo. Igualmente, si Europa impone a sus empresas del sector expuesto a la competencia internacional que paguen por sus emisiones de gas de efecto invernadero, la producción de emisiones de dicho gas tendrá tendencia a deslocalizarse hacia países poco preocupados por las emisiones, lo que compensará parcial o totalmente la disminución de gas de efecto invernadero en Europa, con un efecto ecológico muy escaso.

En materia económica, el infierno está lleno de buenas intenciones. Cualquier solución seria del problema del calentamiento climático tiene que ser obligatoriamente mundial.

El sesgo de la víctima identificable

Nuestra empatía se dirige naturalmente hacia los que nos son cercanos geográfica, étnica, culturalmente. Nuestra inclinación natural, vinculada con causas evolucionistas[12], es sentir más compasión por las personas de nuestra comunidad que pasan por dificultades económicas que por los niños que se mueren de hambre en África, aunque intelectualmente reconozcamos que estos necesitan más nuestra ayuda. En un sentido más general, sentimos más empatía cuando podemos identificarnos con una víctima, y el hecho de que sea identificable nos es de gran ayuda. Los psicólogos han estudiado también desde hace tiempo la tendencia que todos tenemos a dar más importancia a las personas a las que podemos poner cara que a las personas anónimas[13].

El sesgo de la víctima identificable, por humano que sea, afecta a las políticas públicas; como dice el aforismo (con frecuencia atribuido a Stalin, pero de origen dudoso), «la muerte de un hombre es una tragedia; la de un millón de hombres, una estadística». Así, la estremecedora foto de un niño sirio de tres años hallado muerto en una playa turca nos obligó a tomar conciencia de un fenómeno cuya existencia queríamos ignorar. Tuvo mucho más impacto a la hora de concienciar a los europeos que las estadísticas de los miles de migrantes que se habían ahogado antes en el Mediterráneo. La foto de Aylan es a la emigración hacia Europa lo que fue, para la guerra de Vietnam, en 1972, la de la niña vietnamita Kim Phuc corriendo desnuda por una carretera con todo el cuerpo quemado por el napalm. Una única víctima identificable impacta mucho más en las conciencias que miles de víctimas anónimas. Del mismo modo, una campaña publicitaria contra el alcoholismo al volante tiene mucho más efecto cuando muestra a un pasajero catapultado contra el parabrisas que cuando anuncia el número anual de víctimas (una estadística, sin embargo, mucho más rica en información sobre la amplitud del problema).

El sesgo de la víctima identificable nos juega igualmente malas pasadas en las políticas de empleo de los países que tienen una fuerte protección del empleo fijo y donde se constata una dualidad entre asalariados protegidos y asalariados con empleos precarios. Los medios de comunicación cubren la lucha de los asalariados con contratos indefinidos que están a punto de perder su empleo y su drama, tanto más real cuanto que viven en un país en el que tienen pocas posibilidades de encontrar otro empleo con contrato indefinido; esas víctimas tienen un rostro. Aquellos y aquellas, mucho más numerosos, que se las arreglan alternando periodos de paro con empleos subvencionados o contratos temporales, no tienen rostro; solo son estadísticas. Y, sin embargo, como veremos en el capítulo 9, son las víctimas de unas instituciones —entre las que se encuentran las creadas para proteger los contratos indefinidos— que hacen que las empresas prefieran los empleos precarios y los contratos subvencionados con dinero público a la creación de empleo estable. Pensamos en los expedientes de regulación de empleo y olvidamos a los excluidos del mercado laboral cuando son las dos caras de la misma moneda.

El contraste entre la economía y la medicina es en este caso evidente: para la opinión pública, a diferencia de lo que pasa con la «ciencia lúgubre», la medicina es —con razón— considerada una profesión volcada en el bienestar de la gente (la expresión inglesa caring profession es especialmente apropiada en esta ocasión). Y, sin embargo, el objeto de la economía es similar al de la medicina: el economista, como el oncólogo, diagnostica; si es necesario, propone el mejor tratamiento teniendo en cuenta sus conocimientos (a la fuerza imperfectos) y no recomienda ningún tratamiento si no lo considera necesario.

La razón de este contraste es sencilla. En medicina, las víctimas de los efectos secundarios son las mismas que siguen el tratamiento (salvo en el ámbito epidemiológico con las consecuencias derivadas de la falta de vacunación o de la resistencia a los antibióticos); el médico no tiene, pues, más que seguir siendo fiel a su juramento de Hipócrates y recomendar lo que considera que es de interés para su paciente. En economía, las víctimas de los efectos secundarios son con frecuencia personas distintas a las que se aplica el tratamiento, como ilustra muy bien el ejemplo del mercado laboral. El economista está obligado, pues, a pensar también en las víctimas invisibles, por lo que puede, en ocasiones, ser acusado de insensibilidad hacia las víctimas visibles.

II. EL MERCADO Y OTROS MODOS DE GESTIONAR LA ESCASEZ

Si bien el aire, el agua de un arroyo o la vista de un paisaje pueden ser consumidos por una persona sin impedir que las otras también lo hagan, la mayoría de los bienes son escasos. Su consumo por una persona impide a otra hacerlo. Un tema esencial para la organización de nuestras sociedades es la gestión de la escasez, la de los bienes y servicios que todos queremos consumir o poseer: el apartamento que alquilamos o compramos, el pan que vamos a buscar a la panadería, las tierras raras que se utilizan para las aleaciones metálicas, los colorantes o las tecnologías verdes. Si la sociedad puede disminuir la escasez —mediante un aumento de la eficacia en su producción, la innovación o el comercio—, también debe gestionarla en tiempo real, día a día; y puede hacerlo más o menos bien.

Históricamente, la escasez se ha gestionado de múltiples modos: las colas de espera (en el caso de carencia de bienes vitales como la comida o la gasolina); el sorteo (para la asignación de tarjetas de residente permanente —green cards— en Estados Unidos, de entradas de un concierto cuando la demanda es excedentaria o de trasplantes de órganos); el enfoque de tipo administrativo consistente en el reparto de bienes por el Estado (estableciendo públicos prioritarios) o en el establecimiento de precios por debajo del nivel que equilibraría la oferta y la demanda; la corrupción o el favoritismo; la violencia y las guerras; un último enfoque, y no por ello menos importante, el del mercado, que es, pues, un modo como otro de gestionar la escasez. Si el mercado es hoy preponderante y asigna los recursos entre empresas (B2B), entre empresas y particulares (comercio al pormenor) o entre particulares (eBay), no siempre ha sido así.

Todos los otros métodos empleados corresponden a una tarificación implícitamente más baja que la del mercado y, por tanto, a una búsqueda por parte de los compradores de la oportunidad (lo que en economía se denomina una renta) que significa ese precio demasiado bajo. Supongamos que los compradores están dispuestos a pagar 1.000 euros por un bien disponible en una cantidad limitada y que hay más compradores que la cantidad de bien disponible. El precio de mercado es el que equilibra la oferta y la demanda. A más de 1.000 euros, nadie compra; y a menos de 1.000 euros, hay exceso de demanda. El precio de mercado es, pues, 1.000 euros.

Supongamos ahora que el Estado fija el precio del bien en 400 euros y prohíbe que se venda más caro, de suerte que hay más compradores interesados que bien disponible. Los compradores estarán dispuestos a derrochar —si pueden— 600 euros para conseguir el bien. Y, si se les ofrece la ocasión de dilapidar otros recursos para hacerse con el recurso escaso, lo harán. Tomemos el ejemplo de la cola, que se utilizaba sistemáticamente en los países soviéticos, por ejemplo (y aún hoy en nuestras sociedades para las entradas de determinados acontecimientos deportivos). Los consumidores llegan con varias horas de anticipación y esperan de pie, a veces en medio del frío[14], para obtener un producto de consumo corriente. Disminuya el precio y acudirán aún más pronto. Esa pérdida de eficacia hace que, además de los efectos perversos de un precio demasiado bajo (sobre lo que volveremos más adelante), los supuestos «beneficiarios» de la política de precios bajos en realidad no lo sean. El mercado no se equilibra a través de los precios, sino de la utilización de otra «moneda», en este caso, el derroche de tiempo, que provoca una pérdida de bienestar social considerable. En el ejemplo anterior, el equivalente de 600 euros por compra se ha desvanecido: el propietario (público o privado) del recurso ha perdido 600 euros y los compradores no han ganado nada, pues han dilapidado por otros canales la renta adquirida.

Algunos métodos de asignación de bienes, como la corrupción, el favoritismo, la violencia y la guerra son profundamente injustos. Pero también son ineficaces si consideramos los costes gastados o impuestos por los actores en su búsqueda de la renta, con la idea de hacerse con recursos sin pagar su precio. No es necesario insistir sobre lo poco adecuado de esos métodos de asignación de bienes, por lo que no hablaremos más de ello.

La cola de espera, el sorteo, el enfoque administrativo de distribución de bienes racionados o de fijación de sus precios son soluciones mucho más justas (si no están marcadas por el favoritismo o la corrupción, evidentemente). Pero pueden plantear tres problemas. El primero se ha mencionado ya en el ejemplo anterior: un precio demasiado bajo ocasiona un derroche por la búsqueda de la renta (por ejemplo, las colas de espera). En segundo lugar, en el ejemplo mencionado, la cantidad de bien era fija, pero en general no lo es; evidentemente, los vendedores producirán más cantidad si el precio es de 1.000 euros que si es de 400 euros. Un precio demasiado bajo termina, pues, provocando escasez. Es lo que se observa cuando se bloquean los alquileres: el parque de viviendas en buen estado va disminuyendo, creando escasez y penalizando a la postre a los potenciales beneficiarios. Finalmente, algunos mecanismos pueden generar una mala asignación de los recursos cuya cantidad es fija: por ejemplo, utilizar el sorteo para repartir las entradas de un acontecimiento deportivo no asignará necesariamente las plazas a los que tienen más ganas de asistir a él (a menos que se cree un mercado secundario de reventa) o la cola puede asignar el bien a los que ese día están libres o a los que tienen menos miedo al frío y no a los que tienen más ganas de consumir el bien.

Una mala asignación de recursos significa, pues, que estos no van necesariamente a los que los aprecian más. Unos productos de primera necesidad distribuidos administrativamente pueden caer en manos de alguien que ya los tenía o que preferiría otros productos. Por la misma razón, a nadie se le ocurriría asignar viviendas de modo aleatorio. La vivienda que le sería a usted asignada no sería, con casi total seguridad, la que querría por su situación, tamaño u otras características. A no ser que se acepte la existencia de un mercado secundario donde cambiarla libremente. Pero entonces estamos de nuevo en el mercado.

El ejemplo del espectro radioeléctrico es, en este caso, especialmente esclarecedor. Se trata de un recurso que pertenece a la colectividad, pero que, a diferencia del aire, existe en cantidad limitada: su consumo por un actor económico impide a otro actor que lo desea disfrutar de él. Y tiene mucho valor para las telecomunicaciones o los medios de comunicación. En Estados Unidos, una ley de 1934 exigió al regulador de las comunicaciones (la Federal Communications Commission, o FCC) asignar las frecuencias en función del «interés público». La FCC solía emplear un método que consistía en convocar a los candidatos a unas pruebas públicas, tras las cuales se concedían las licencias en función de la calificación que había obtenido cada uno de ellos. Pero dichas pruebas, además de consumir mucho tiempo y recursos, no garantizaban una buena elección, pues ser competente no es sinónimo de tener un buen plan estratégico o ser un buen gestor. La FCC utilizó también un sistema de loterías para adjudicar las licencias.

En los dos casos, la Administración estadounidense concedía gratuitamente a unos agentes privados un recurso público (como se hizo en Francia con las licencias de taxi, un bien de gran valor). Además, no había ninguna garantía de que la persona o empresa que recibía ese privilegio fuera a hacer el mejor uso de él (lo que es evidente en el caso de un sistema de lotería, pero puede serlo también en el de la adjudicación en función de la competencia); de ahí la autorización de vender en un mercado secundario licencias para restablecer la eficacia... La posibilidad de cesión hace reaparecer al mercado, con el pequeño detalle de que, mientras tanto, la renta de escasez se ha ido al bolsillo de personas privadas en lugar de a la colectividad, a quien pertenecía.

Desde hace veinte años, Estados Unidos y la mayoría de los países acuden a las subastas para adjudicar las licencias. La experiencia demuestra que las licitaciones son un medio eficaz de garantizar que las licencias se asignen a los actores que más las valoran a la vez que se recupera para la colectividad el valor de ese recurso escaso que es el espectro. Por ejemplo, desde 1994, las subastas de espectro radioeléctrico en Estados Unidos han proporcionado cerca de 60.000 millones de dólares al Tesoro estadounidense, un dinero que de otro modo hubiera ido a parar sin ningún motivo a los bolsillos de actores privados. La participación de los economistas en la concepción de estas subastas ha contribuido mucho al éxito financiero que ha significado para el Estado.

Lo que se quiere y lo que se puede hacer

¿Qué relación hay, se preguntará usted, entre este debate sobre los mecanismos de gestión de la escasez y los sesgos mencionados anteriormente? Cuando el Estado decide que se pague un recurso escaso a 400 euros en lugar de a su precio de mercado, 1.000 euros, expresa la loable intención de hacer asequible ese bien; pero no tiene en cuenta los efectos indirectos: a corto plazo, la cola de espera o cualquier otro derroche provocado por la competencia entre actores para quedarse con el bien; a un plazo más largo, la escasez provocada por un precio demasiado bajo.

Cuando el Estado intenta adjudicar gratuitamente el espectro radioeléctrico a aquellos que considera más aptos para explotarlo, con frecuencia confunde lo que querría hacer con lo que puede hacer y olvida que no dispone de la toda la información necesaria. La información es clave a la hora de asignar recursos. Y el mecanismo de mercado nos revela esa información. No sabemos qué empresas tienen las mejores ideas o los costes de explotación más bajos, pero las subastas del espectro radioeléctrico nos lo muestran: las que están dispuestas a pagar más[15].

De modo general, el Estado solo tiene en contadas ocasiones la información necesaria para decidir por sí mismo la adjudicación. Lo que no quiere decir en absoluto que no tenga margen de maniobra, todo lo contrario, pero debe aceptar con humildad sus límites. A lo largo de este libro veremos cómo la hybris —en este caso, un exceso de confianza en su capacidad de tomar decisiones inteligentes de política económica—, unida a la voluntad de mantener un control y, por tanto, la capacidad de hacer favores, puede llevar al Estado a establecer políticas medioambientales y de empleo nefastas. El electorado se siente angustiado en un mundo en el que el mercado, figura anónima, prima; busca rostros que le protejan. Pero también debe admitir que nuestros gobernantes no son superhombres. Tiene que ser exigente cuando no ponen en marcha lo que es factible o útil, pero debe dejar de considerarlos incompetentes o «vendidos» cuando no hacen milagros.

Porque, en la práctica, el electorado no siempre es amable con los que dan muestras de humildad, como pudo comprobar el primer ministro francés Lionel Jospin: su comentario sobre los despidos en Michelin («El Estado no lo puede hacer todo», 14 de septiembre de 1999) le persiguió hasta que fracasó en las elecciones de 2002.

El auge de los populismos en el mundo

En todo el mundo, los populismos, ya sean de derecha o de izquierda, están ganando terreno. Es difícil de definir el populismo debido a lo multiforme que es; sin embargo, una nota distintiva es su capacidad de aprovecharse de los prejuicios o la ignorancia del electorado. Juegan con nuestros miedos, la hostilidad ambiente hacia los inmigrantes, la desconfianza en el libre comercio, el rechazo a todo lo extranjero. Este aumento del populismo tiene, evidentemente, causas diferentes en cada país, pero la inquietud ante las mutaciones tecnológicas y del empleo, la crisis financiera, la desaceleración del crecimiento, el aumento de las deudas y de las desigualdades son factores universales. En un plano puramente económico, es asombroso constatar el desprecio de los programas populistas hacia los mecanismos económicos más elementales, por no decir hacia la simple contabilidad pública.

Los economistas —y en general los científicos— deben plantearse el problema de su influencia. Tomando el ejemplo del voto del 23 de junio de 2016 a favor del brexit, es difícil estimar el impacto que tuvo entre los votantes el mensaje casi unánime de los mejores economistas, tanto ingleses como internacionales, así como de prestigiosos organismos (Institute for Fiscal Studies, FMI, OCDE, Banco de Inglaterra) de que el Reino Unido no tenía nada que ganar y sin duda mucho que perder si se iba de Europa[16]. Evidentemente, parece que el voto se dirimió en otros terrenos — especialmente en el de la inmigración— también presos de las deformaciones populistas. Y no dio la impresión de que al electorado británico le preocupara demasiado lo que considera (o quiere considerar) un debate de expertos «por definición, siempre en desacuerdo entre sí».

III. COMPARTIR MEJOR LA ECONOMÍA

La economía, como toda cultura, ya sea música, literatura o deporte, se aprecia mejor cuando se comprende. ¿Cómo facilitar el acceso del ciudadano a la cultura económica?

Movilicemos a los economistas como transmisores de saber

En primer lugar, los propios economistas podrían desempeñar un papel más importante en la transmisión de sus conocimientos.

Como todo el mundo, los investigadores reaccionan a los incentivos; en cualquier ámbito científico, una carrera académica se juzga por los trabajos de investigación o los estudiantes a los que se ha formado y no por la actividad encaminada a llegar a un público más amplio. Hay que reconocer que es muy cómodo no abandonar el nido universitario; pues, como veremos en el capítulo 3, pasar del debate académico a informar al gran público no es sencillo.

Con frecuencia, los investigadores más creativos no están presentes en el debate público. La misión que se les ha encomendado es la de crear saber y transmitirlo a los estudiantes. A no ser que se posea una energía fuera de lo común, les es difícil conciliar esta misión con la de difundir las ideas al gran público. No se pedía a Adam Smith que hiciera previsiones, redactara informes, hablara por televisión, llevara un blog y escribiera manuales de divulgación: todas esas nuevas demandas sociales son legítimas, pero con frecuencia cavan un foso entre creadores de saber y transmisores de saber.

Además, en el ejercicio de su misión, definida stricto sensu, los economistas no están exentos de reproches. Deben esforzarse más en elaborar una enseñanza pragmática e intuitiva, basada en las problemáticas modernas de los mercados, de las empresas y de la decisión pública y que descanse tanto en un marco conceptual comprobado y simplificado con fines pedagógicos como en la observación empírica. La enseñanza de pensamientos económicos obsoletos y de debates entre economistas antiguos, el discurso poco riguroso o, a la inversa, la matematización exagerada de la enseñanza no corresponden a las necesidades de los estudiantes de instituto y de universidad. La inmensa mayoría de ellos no serán economistas profesionales ni, con mayor motivo, investigadores en economía. Lo que necesitan es una iniciación pragmática a la economía, tan intuitiva como rigurosa.

Reformemos nuestro sistema de enseñanza superior

Una gran mayoría de los jóvenes que cursan estudios superiores se especializan al terminar el bachillerato. Algo evidentemente absurdo: ¿cómo se puede, a los 18 años, decidir ser economista, sociólogo, jurista o médico, cuando no se ha tenido o se ha tenido muy poco contacto con esas disciplinas? Por no hablar del hecho de que las vocaciones pueden despertarse tarde. La especialización prematura de los estudiantes implica también que son escasos los que asisten a clases de economía. Los estudiantes de todas las disciplinas deberían tener cursos de economía, aunque luego no vuelvan a tenerlos. Si bien es verdad que, en Francia, a diferencia de sus congéneres de la universidad, los alumnos de las grandes écoles, esas selectas y prestigiosas instituciones no universitarias, tienen la suerte de poder retrasar el momento de elegir, representan una pequeña minoría de la enseñanza superior y su apertura a nuevos ámbitos, como la economía, llega con frecuencia muy tarde.

Reformemos la toma de decisión pública

Hubo un tiempo en el que el uso del razonamiento económico en el sector público y parapúblico francés generaba mucha admiración en el extranjero. La tradición de Jules Dupuit, Marcel Boiteux, Pierre Massé (los dos últimos revolucionaron la concepción de la gestión y de la tarificación en el seno de una empresa pública, la EDF) y de otros «ingenieros economistas» franceses contribuyó durante mucho tiempo a desarrollar las herramientas de análisis económico en el seno de la Administración francesa. Pero se trataba más de las aportaciones de unos individuos fuera de lo común que de una decisión institucional y esa labor, que se remonta a décadas, estaba centrada fundamentalmente en la economía pública. Sin embargo, muchos de los grandes retos económicos actuales están relacionados con las empresas y los mercados: competencia internacional, derecho de la competencia, regulación de los mercados, mercado laboral, gestión de cartera, reforma de los regímenes de pensiones, regulación de los monopolios naturales, gobernanza de los organismos públicos y privados, desarrollo sostenible, fomento de la innovación, tratamiento de los derechos de propiedad intelectual o control de la solvencia de los intermediarios financieros, por no citar más que algunos temas.

Francia tiene una larga tradición de intervencionismo estatal y, además, con frecuencia ha estado encerrada, en parte, en sí misma. Antes, el presidente de una gran empresa que se enfrentaba a un problema de derecho de la competencia no necesitaba entender gran cosa de economía industrial; era mucho más importante poder utilizar sus relaciones con el ministro y llamarle por teléfono para arreglar el asunto. Igualmente, una empresa que disfrutaba de una confortable situación de monopolio protegido no se planteaba generalmente la evolución de su estrategia de empresa(1).

Incluso en el seno de la Administración pública, Francia ha acumulado un claro retraso respecto a otros países en la concepción, difusión y utilización de ese corpus de conocimientos científicos. Mientras otros países creaban cargos de «economistas jefes» ocupados por investigadores de prestigio en excedencia de sus puestos en la universidad y con acceso directo a los máximos responsables de los ministerios y las autoridades independientes, o no dudaban en utilizar a investigadores en economía para dotar los puestos de ministro de Economía y Finanzas o gobernador del Banco Central, Francia siempre ha sido pusilánime en este tema(2).

Hagámonos cargo de nosotros mismos

Nuestra comprensión económica, como nuestra comprensión científica o geopolítica, guía las decisiones tomadas por nuestros Gobiernos. La fórmula consagrada afirma que «una democracia tiene los políticos que se merece». Es posible, aunque, como dice el filósofo André Compte-Sponville, es mejor apoyar a los políticos que criticarlos continuamente[17]. De lo que estoy convencido es de que tenemos las políticas económicas que merecemos y que, mientras el gran público carezca de cultura económica, tomar decisiones correctas requiere mucho valor político.

Los políticos dudan, en efecto, a la hora de adoptar políticas impopulares porque temen la sanción electoral que de ello podría derivarse. En consecuencia, una buena comprensión de los mecanismos económicos es un bien público: me gustaría que otros hagan una inversión intelectual para incitar a los políticos a tomar unas decisiones colectivas más racionales, pero yo no estoy dispuesto a hacerla. A falta de curiosidad intelectual, adoptamos un comportamiento de parásito (free rider) y no invertimos lo suficiente en comprender los mecanismos económicos[18].

Uno de los escasos economistas de alto nivel que ha logrado hacer accesibles conceptos arduos de la ciencia económica, el premio Nobel Paul Krugman, hacía el siguiente análisis:

En economía hay tres tipos de escritos: en griego, el de sube y baja y el de aeropuerto.

El escrito en griego –de manera formal, teórica, matemática– es como se comunican los profesores. Al igual que cualquier campo académico, la economía tiene su buena parte de escritores mercenarios y falsos, que utilizan un lenguaje complicado para ocultar la vulgaridad de sus ideas. También comprende grandes pensadores, quienes utilizan el lenguaje especializado de la disciplina como un modo eficiente de expresar visiones profundas. Sin embargo, para cualquiera que no tenga una formación de licenciado en economía, incluso el mejor escrito en griego es completamente impenetrable. (Un crítico del Village Voice tuvo la desgracia de enfrentarse a parte de mi propio trabajo en griego. Encontró «ecuaciones, esquemas y gráficos de sorprendente oscuridad [...], un lenguaje que hace que el escolasticismo medieval parezca accesible e incluso alegre»).

La economía del sube y baja es lo que uno encuentra en las páginas empresariales de los periódicos o incluso en televisión. La misma se preocupa por las últimas noticias y las últimas cifras, de ahí su nombre: «Según las últimas estadísticas, suben las nuevas construcciones, indicando una fuerza inesperada en la economía. Los precios bajan en Bond Street según las noticias [...]». Este tipo de economía tiene la reputación de ser asombrosamente aburrida, una reputación que está casi enteramente justificada. Existe un arte para hacerlo bien –hay un zen para todo, incluso para las previsiones económicas a corto plazo–. Pero es una lástima que la mayoría de la gente piense que la economía del sube y baja es lo que hacen los economistas.

Por último, la economía de aeropuerto es el lenguaje de los best-sellers sobre economía. Estos libros se hallan en exposición mayormente en las librerías de los aeropuertos, donde es probable que los compre quien viaja por negocios y cuyo avión sufre retraso. La mayoría de esos libros predice un desastre: una nueva gran depresión, el aplastamiento de la economía de EE UU por las multinacionales japonesas, el hundimiento de la moneda estadounidense. Una minoría presenta la visión opuesta, un optimismo sin límites: la nueva tecnología o la economía de la oferta están a punto de conducirnos a una era de progreso económico sin precedentes. Pesimista u optimista, la economía de aeropuerto siempre es divertida, raramente bien informada y nunca seria[19].

Todos somos responsables de nuestra limitada comprensión de los fenómenos económicos, provocada por nuestro deseo de creer lo que queremos creer, nuestra relativa pereza intelectual y nuestros sesgos cognitivos. Pues tenemos capacidad para comprender la economía: como ya he observado, los errores de razonamiento no se explican en absoluto por el coeficiente intelectual o el nivel de instrucción.

Confesémoslo: es más fácil mirar una película o devorar una buena novela negra que entregarse a la lectura de un libro de economía (no se trata de una crítica: con frecuencia a mí me pasa lo mismo con otros ámbitos científicos). Y, cuando nos decidimos a hacerlo, esperamos que el libro defienda una tesis sencilla, como en el magnífico ejemplo de Paul Krugman del libro de aeropuerto. Sin embargo, como en cualquier otro ámbito científico, ir más allá de las apariencias exige más esfuerzo, menos evidencias y más determinación en la búsqueda de comprensión.

Citas

[4]     En su artículo «Ideology, Motivated Reasoning and Cognitive Reflection», Judgement and Decision Making, 2013, núm. 8, pp. 407-424, Kahan muestra que la capacidad de cálculo y la de análisis reflexivo no aumentan la calidad de la revisión de las creencias sobre el factor antrópico. Recordemos que, en 2010, solo un 38 por ciento de los republicanos aceptaba la idea de la existencia de un calentamiento global desde la era preindustrial y solo un 18 por ciento veía en él un factor antrópico (es decir, una causa humana).

[5]     En su libro Belief in a Just World. A Fundamental Delusion, Nueva York, Plenum Press, 1982.

[6]       Daniel Kahneman, Pensar rápido, pensar despacio, Barcelona, Debate, 2012. Véanse también sus trabajos con Amos Tversky, especialmente su libro con Paul Slovic, Judgment Under Uncertainty. Heuristics and Biases, Nueva York, Cambridge University Press, 1982. Para un punto de vista diferente sobre los ejemplos heurísticos, Gerd Gigenrenzer, Simple Heuristics That Make Us Smart, Oxford, Oxford University Press, 1999.

[7]     Cifras recogidas por el sociólogo de la Universidad de Carolina del Norte Charles Kurzman, citadas por Simon Kuper en el Financial Times del 21 de noviembre de 2015. Evidentemente, esa cifra excluye a las víctimas del 11-S pero da una idea del problema de percepción. Kurzman declaraba también en el Hufftington Post del 17 de diciembre de 2015: «Este año, un estadounidense musulmán sobre un millón murió debido al odio hacia su fe, frente a cualquier otro estadounidense sobre 17 millones asesinado por militantes musulmanes».

[8]      En su ejemplo, la mitad de los estudiantes atribuían una probabilidad de un 95 por ciento de sufrir la enfermedad cuando la probabilidad real era únicamente del 2 por ciento. Véase el capítulo 5 para una descripción detallada de este experimento.

[9]     En Estados Unidos, no se entra en la facultad de Medicina inmediatamente después del bachillerato, sino tras cuatro años de estudios universitarios en otras disciplinas.

[10]             Estudiado por Michael Kremer y Charles Morcom en «Elephants», American Economic Review, 2000, vol. 90, núm. 1, pp. 212-234.

[11]                  Lo que cuenta para el razonamiento es saber si la acción de revender es correcta, independientemente del tamaño de su impacto.

[12]            Históricamente, nuestra supervivencia siempre ha dependido de una fuerte regla de reciprocidad en el seno de un grupo social restringido. Una de las novedades de la historia reciente (desde el punto de vista de la evolución) es el aprendizaje de interactuaciones pacíficas con las poblaciones que nos son extrañas. Véase el libro de Paul Seabright The Company of Strangers: A Natural History of Economic Life, Princeton y Oxford, Princeton University Press, 2010.

[13]          El psicólogo estadounidense Paul Slovic ha demostrado cómo la imagen de un único niño hambriento en Mali puede provocar un impulso de generosidad mucho mayor que el suscitado por las estadísticas sobre el hambre de los millones de niños que sufren malnutrición. Esta diferencia de reacción carece evidentemente de sentido y muestra de forma clara hasta qué punto las percepciones y emociones influyen en nuestro comportamiento.

[14]        Se podría pensar que se evitarían en parte esos costes ofreciendo sillas y una sala de espera caldeada, pero sería ilusorio: los demandantes llegarían aún más pronto (por ejemplo, la víspera), de modo que en cualquier caso la renta asociada a un precio más bajo que el precio de mercado desaparecería.

[15]      Evidentemente, siempre que las empresas no tengan que enfrentarse a exigencias de financiación, una situación que ha sido estudiada por los investigadores para ver cómo deben modificarse en ese caso las subastas.

[16]      Tras una serie de negociaciones, el Reino Unido terminó contribuyendo muy poco al presupuesto europeo. Igualmente, el argumento de que las normas de Bruselas son muy coercitivas hace reír, aunque solo sea porque la mayoría de esas regulaciones son deseables y necesarias para el comercio internacional. Sin embargo, la salida de Europa puede provocar un estancamiento de la inversión debido a la incertidumbre sobre el futuro del país, un descenso de la inversión extranjera directa y menos acceso al mercado europeo. Y el comercio con Europa representa el 45 por ciento de la exportación del Reino Unido y un 53 por ciento de sus importaciones. Un acuerdo por defecto en el tema del comercio es el régimen de la OMC. Aunque este hace que bajen sustancialmente las barreras arancelarias, los principales obstáculos del comercio hoy en día no son de naturaleza arancelaria: normas, regulaciones, normas de origen, pasaporte bancario (que, por ejemplo, Suiza no tiene), etcétera; estas barreras serán, sin duda, importantes tras el brexit, porque Europa no estará muy animada a negociar un nuevo acuerdo comercial para no crear un precedente que podría animar a otros países a salirse de Europa, cosa que a algunos partidos les gustaría. Las estimaciones econométricas del coste que tendrá para el Reino Unido el brexit son muy diversas, pero todas van en el mismo sentido.

[17]     En RTL el 29 de marzo de 2014.

[18]      Como resume Paul Krugman en El internacionalismo moderno, traducción de Vicente Morales, Barcelona, Crítica, 2005: «La pereza intelectual, incluso entre los considerados como sabios y profundos, será siempre una fuerza poderosa». 

[19]          En el prefacio a La era de las expectativas limitadas, traducción de Blanca Rivera de Madariaga, Barcelona, Ariel, 1998.


HHC: Todas las negritas son nuestras.


Continuará



 

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