Ricardo Torres •
LA HABANA. Algunos casi lo habían olvidado, pero la destrucción que ocasionan los pavorosos fenómenos meteorológicos que son los huracanes tropicales, deberían ocupar un lugar bien alto en la agenda de los decisores políticos de las naciones que son blancos potenciales. El hecho cierto es que si bien la probabilidad de ser afectado no es tan elevada, la imprevisibilidad y la magnitud del daño aconsejan todas las previsiones posibles. Aunque no es el tema central de este artículo, conviene echar un vistazo a los pronósticos de varios científicos en el sentido de que se puede esperar que la potencia de estos meteoros se convierta en un peligro real, habida cuenta del aumento de la temperatura superficial de los mares, su combustible natural.
Además de la estela de destrozos, el azote de uno de estos es una oportunidad única para comprobar el nivel de desarrollo de los países y la solidez de sus instituciones. Los avances alcanzados por Cuba en el manejo de este tipo de desastres han sido reconocidos internacionalmente desde hace mucho tiempo, incluso han surgido algunas iniciativas enfocadas en establecer las claves del éxito cubano y compartirlas con los países de esta región, expuestos a fenómenos similares. Los logros son indiscutibles, especialmente teniendo en cuenta los recursos económicos disponibles.
En muchos sentidos, en Cuba se aprecian los aspectos fundamentales de una estrategia acertada:
- Educación e integración de las comunidades
- Incorporación de todos los actores de la sociedad
- Aprendizaje activo de experiencias pasadas
- Desarrollo de capacidades propias para el monitoreo, incluyendo formación de profesionales.
Esto ha permitido, en primer lugar, que la Isla se compare favorablemente con países vecinos en el número de víctimas fatales. Y cuando estas ocurren, la mayoría de los casos están asociados a la irresponsabilidad individual. Después de la gran crisis económica de los noventa, se comenzó a prestar una renovada atención a las pérdidas económicas, incluyendo las posesiones de los ciudadanos. Anteriormente, el enfoque otorgaba una atención menor a este asunto. Las interpretaciones eran variadas. Para muchos, esto constituía un símbolo más de la superioridad del modelo cubano y su substrato humanista. La vida humana es lo único importante, lo demás se puede restablecer después.
Para otros, era un síntoma más de la disfuncionalidad del sistema, a través del descuido de la importancia de las propiedades y el resto de los bienes económicos. Las duras condiciones económicas que sobrevinieron contribuyeron decisivamente a adecuar la estrategia a nuevas circunstancias.
En estas condiciones se estableció una distinción importante entre la protección de los medios de producción y el patrimonio público, y el cuidado de la propiedad familiar e individual. Ambos son importantes, pero a las familias se les pidió una participación más activa en la protección de sus bienes. Asimismo, fue variando el papel del Estado en la restitución de los daños. Desde una responsabilidad casi universal y paternalista, hasta un compromiso “compartido pero diferenciado”, con un rol más decisivo de la ciudadanía. En economías de mercado con sistemas financieros profundos y bien desarrollados, una parte de esta responsabilidad es gestionada a través de las agencias de seguro. Este es un instrumento con escaso desarrollo en nuestra realidad, que podría ser una alternativa adicional para lidiar con este tipo de fenómenos.
Lo que visibiliza un huracán constituye casi una revelación pública de aquello que no funciona tan bien. Las imágenes trasmitidas por los medios masivos, tradicionales y nuevos, llaman la atención hacia realidades que a veces ignoramos. Irma fue un huracán potente y enorme, pero la mayor parte de las viviendas destruidas eran muy endebles de todas formas. Se ha calculado que el déficit habitacional ronda las 880 000 viviendas, de ellas casi un cuarto de millón en la Capital. Desde 2005, los ciclones han afectado 1,2 millones de viviendas, destruyendo totalmente casi 150 000 de ellas.
En el Censo de Población y Viviendas del 2012, se reportó que el 46% aproximadamente de las unidades de alojamiento tenían cubiertas (techos) de materiales ligeros, en general no aptos para soportar fuertes vientos. Además, la quinta parte estaba construida con madera y otros materiales endebles. En la práctica, la coincidencia entre una y otra condición es del 100%, por lo que al menos el 20% de la población estaba en situación de riesgo agravado. El ritmo anual de viviendas nuevas construidas ha caído a niveles muy alejados de las necesidades. El número de unidades terminadas ha venido disminuyendo en cada uno de los últimos diez años. En 2016 se terminaron un poco más de 22 000 viviendas, casi el 60% de ellas por “esfuerzo propio”.
La situación habitacional no es un problema nuevo. En la segunda mitad de los ochenta, cuando se construyeron más viviendas nuevas en Cuba que nunca antes y parecía que estábamos en el cénit de nuestro empuje socioeconómico, se reportaba un déficit de más de medio millón de unidades. Es decir, la crisis agravó las carencias, pero no creó esta dificultad.
La vulnerabilidad de la vivienda es de suma importancia, dado que es ahí donde también se protegen el resto de las pertenencias, por lo que una vivienda segura constituye casi una condición para preservar el patrimonio, es incluso la vida. Este asunto, que consistentemente es señalado por la ciudadanía como uno de los mayores problemas del país, no ha tenido una evolución favorable. Si acaso, lo contrario. El ritmo de construcción de nuevas unidades se ubica desde hace mucho tiempo muy por debajo de los niveles que permitirían el reemplazo de las unidades en peor estado y el crecimiento natural de la población.
La tensión entre la calidad de la vivienda y su costo, en un contexto de estrechez económica, casi siempre se resuelve en contra de la primera. En nuestro contexto, el ejemplo clásico lo constituyen las cubiertas ligeras (tejas, fibrocemento, zinc). Su producción masiva es barata y rápida, lo que permite resolver el problema a corto plazo, a cuenta de una vulnerabilidad que se difiere hacia el futuro.
Aquí es necesario dirimir dos cuestiones complementarias. Por una parte, parece sensato asumir que en nuestro contexto los recursos no son suficientes para revertir esta práctica, pero quizá se podría comenzar un plan modesto que permitiera que cierto número de unidades pasaran a usar cubiertas de placa o similares, más resistentes. Asimismo, es bien conocido que la prisa durante la reconstrucción lleva a que el mismo uso de esos materiales no sea el mejor, acrecentando los problemas. Este autor es testigo de la resistencia que pueden alcanzar algunos techos ligeros cuando se han cumplido las normas tecnológicas previstas para su montaje. Por supuesto que la solución deseable a largo plazo es que la proporción de viviendas en estas condiciones se reduzca sostenidamente.
La lección es clara, la tarea de minimizar el impacto negativo (humano y económico) de estos fenómenos meteorológicos no estará completa en tanto persista la debilidad económica de nuestro país. Y esto no depende de la voluntad política del gobierno, que no puede sustituir a la escasez de recursos y la necesidad de construir con los materiales apropiados.
En estos tiempos, que se habla a menudo de estrategias nacionales de adaptación al cambio climático, objetivos de desarrollo sostenible, y plan nacional de desarrollo hacia 2030, tenemos muy buenas excusas para analizar cómo se puede atender adecuadamente este asunto. Si se trata del bienestar de los hogares cubanos, es difícil encontrar un área donde el impacto pueda ser mayor.
El hecho de que sea un asunto nunca resuelto no debe resultar llamativo. En la vivienda, las políticas y las estrategias pueden ser incluso muy buenas, pero la disponibilidad de recursos y tecnologías es una condición necesaria para avanzar. La correlación entre desarrollo económico y calidad del fondo habitacional, es directa y casi perfecta.
La salud de nuestra economía es parte del problema, y por tanto, podría ser parte de la solución.
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